Lila y Adora
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Adora ha vivido siempre sola, bajo sus reglas, bajo sus normas. Cuando Lila llama a su puerta, el mundo de Adora tambalea.
¿Será el destino de ambas unirse o es solo una estación en el camino?
Esther Gómez Vergara
Bolaños de Calatrava, 1999 Devoradora de libros desde su infancia. Decidió con nueve años que quería dedicarse a la escritura y no ha dejado de escribir desde entonces. Cursa la carrera de Estudios Ingleses y pasa los días entre libros, animales y naturaleza. Lila y Adora es su primera novela publicada. La encontrarás en Instagram: @esther.g.vergara
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Vista previa del libro
Lila y Adora - Esther Gómez Vergara
Contents
LILA Y ADORA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo18
Epílogo
About The Author
LILA Y ADORA
Esther Gómez Vergara
Capítulo 1
El otoño comenzó con el primer soplo de viento congelado. La ráfaga de aire se llevó por delante las primeras hojas de álamo que vieron el verano, las primeras en viajar al suelo. Esta historia comienza con una de esas viajeras. La hoja verdusca que tuvo la osadía de acabar en la taza de té de la señora Clara.
—¡Qué viento tan desagradable! —gruñó al sacar la hoja de la taza—. Ya empieza la temporada de la muerte, el frío y la soledad.
No es que la señora Clara odiase el otoño, lo que ella odiaba era el paso del tiempo. Notar cómo le salían arrugas y su paciencia desaparecía día a día. Cada jornada en Mirador era igual a la anterior, solo cambiaban las estaciones.
«Qué extraño sería que la vida diese un giro inesperado». Eso fue lo que pensó el señor Antonio cuando abrió la panadería aquella mañana. En ese mismo instante, a un kilómetro de allí, un autobús casi vacío, ruidoso y desvencijado dejó a Lila Variedad en mitad de la nada. La parada no contaba con ninguna señal. Un poste de madera era todo lo que quedaba de lo que, ella supuso, habría sido hace tiempo un letrero. El que bajaba allí lo hacía por dos razones: o ya sabía a dónde iba o no viajaba con un destino en mente.
Según Lila, todo sería mejor que lo que dejaba atrás. Miró a su alrededor en busca de alguna dirección. El bosque lo ocupaba todo. Un triste sendero, un camino de tierra desdibujado, era todo lo que pedía. Mas allí no había nada. Solo pinos y tierra opaca. Exhausta, sintió desaparecer cada ápice de adrenalina que había recorrido su cuerpo desde la huida. Sin otra opción, agarró la maleta con ambas manos y comenzó la caminata por el bosque a la derecha.
El cielo, nublado hasta entonces, se cerró por completo como solo los preludios de las grandes tormentas saben hacer. Las nubes negras hicieron que caminase más rápido y el esfuerzo soltó algunos mechones azabaches de su coleta. Por suerte, no lejos de allí, divisó el humo de una chimenea. La idea de chocolate caliente bajo la leña la reconfortaba. Pensó en llegar a un lugar acogedor en el que pasar la noche. Ya le daba igual a quién se encontrase, solo quería una cama blandita sobre la que dormir. Con el silencio como único acompañante sus pensamientos no tardaron en abordarla.
Se preguntó si había sido buena idea dejarlo todo. Intentó recordar algo bueno que hubieran tenido los años que justificasen el pensar que largarse había sido una locura. No lo había. Por más que intentaba buscar una excusa se sentía totalmente desconectada a lo que había dejado atrás.
Una fuerte ráfaga de viento la hizo frenar de sopetón y recobrar el aliento. El olor de los pinos al bailar le recordó a los inviernos en casa de su abuela. «Si solo la vida me hubiese dejado allí…». No podía pensar más en eso, el pasado ya no importaba, lo ocurrido en su vida anterior ya estaba extinto.
Una de las ruedas de la maleta se desencajó de golpe.
—¡Mierda! ¡Ahora no! —Golpeó llena de rabia la maleta que por suerte no se abrió. Respiró hondo—. Solo un poco más —se alentó a sí misma.
Llegó agotada a la puerta de la cabaña. De pie, frente a la puerta de entrada, limpió las gotas de sudor que le recorrían la frente. Levantó el dedo para llamar al timbre, pero su instinto agudizado ante el posible peligro le exigió que analizase la casa mejor. De lejos, la cabaña le había parecido un edificio insulso de madera. Los pasos y el peso del equipaje la habían apartado de observar mejor su destino. Miró entonces el exterior de la casa y sus cejas se juntaron en un signo de interrogación.
La madera externa estaba pintada en tonos pastel. Las paredes eran de un tono amarillo claro parecido al color que dejaba el lapicero amarillo sobre el papel blanco. La base de la cabaña tenía incrustadas piedras de colores brillantes. Cada piedra, de tamaño y color distinto a todas las que las acompañaban, se asemejaban a alegres escarabajos peloteros que recorrían el lugar. Los alféizares de las ventanas eran azul cielo y alrededor de ellos discurrían enredaderas verdes y rojas.
La chica se preguntó qué clase de persona viviría en una casa que poco distaba de la habitada por la bruja de Hansel y Gretel. La incomodidad ante la idea de que allí habitara alguien que no diferenciaba el bien de mal hizo que no apretase de inmediato el timbre; pero, con el frío avisándola de su fino abrigo, no tuvo más remedio que llamar.
—¿Sí? —respondió una voz dulce al fondo. Escuchó los pasos de la dueña de la casa acercarse despacio hasta la puerta. Se preguntó si la dueña de aquel lugar esperaba visita aquel día o habitaba ese lugar precisamente porque no quería vecinos.
La dueña abrió. Era una chica un poco más alta que ella, quizás algo mayor, por su semblante decidido que denotaba madurez, de pelo rosa claro, piel pálida y ojos marrones casi negros. Lila se vio reflejada en sus ojos, se veía cansada y vacía. Los meses anteriores la habían desprovisto de cualquier ápice de pasión o vida.
—Disculpa que te moleste, ¿me podrías decir por dónde se va al pueblo más cercano o a algún hostal?
La anfitriona bajó la mirada hasta la maleta estropeada y le dirigió una mirada comprensiva.
—Pasa, te prepararé un vaso de leche.
Recorrió tres pasos adentrándose en la estancia. Notó cómo la chica la miraba como si ella fuera una especie de ser exótico llegada a un lugar al que no pertenecía, así que desvió la atención de sus ojos a la decoración de la planta baja. Reinaba un orden aleatorio dentro de esa casa. Las paredes, de rayas verticales rosas y blancas, estaban decoradas con decenas de baldas llenas de figuritas de porcelana y muñecas vestidas de hadas; la gran estancia compartía los electrodomésticos de la cocina, con una mesa rodeada de sillas y una zona de ocho sillones y un sofá, todos de distintas formas y estampados. Junto a los sillones un tocadiscos reproducía una pieza de Erik Satie. La desconocida se agachó hacia el horno y sacó una bandeja de galletas recién horneadas.
—Ven y come, es una nueva receta.
Lila cogió una por respeto. Olía a rosas y fresas. Sus tripas rugieron apresurándola a que le diera un bocado. Los ojos se le abrieron de golpe y la boca se le hizo agua. Era el dulce más rico que había probado en su vida.
—¿Han salido buenas? —Ssintió enérgicamente. La otra chica sonrió complacida—. Me llamo Adora.
—Encantada —sonrió de vuelta—. Yo soy Lila.
—Bonito nombre —la repasó con la mirada—, tan bonita como tú.
Y, como si hubiese dicho algo obvio, se giró y se dispuso a limpiar los platos.
—Gracias —susurró Lila sonrojada. No se le pasó por alto cómo la había mirado Adora. Como si una crítica de arte observara un nuevo cuadro. Ella era el cuadro. Y la mirada crítica fue exhaustiva y excitante.
Lila comió tres galletas más en silencio, aturdida aún por el comportamiento de Adora. La otra joven terminó su tarea y se sentó frente a ella. Cogió aire, pensó durante un momento lo que diría y la acribilló a preguntas entusiasmadas.
—¿De dónde eres? ¿Qué edad tienes?