Bestias durmientes
Por Laura Tejada y Francesc Gómez
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Bestias durmientes - Laura Tejada
BESTIAS DURMIENTES
BESTIAS DURMIENTES
Laura Tejada
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© Laura Tejada, 2018
© Ilustración: Laura Merino, 2018
©Ediciones Dorna, 2018
C/ Duque de Alba 15, 28012, Madrid
www.edicionesdorna.com
ISBN: 978-84-949852-1-8
IBIC: FK
A mi hermana, que me enseñó a amar el terror y me cogía de la mano cuando tenía miedo, y a mi hermano, porque sin él nunca habría sido la niña fascinada por la 217 del Overlook Hotel.
Capítulo 1
Si alguien la hubiera visto en el bosque habría pensado que Lisa estaba muerta. Cuando despertó todavía llovía, las gotas de agua que caían entre las copas de los árboles se le metían en los ojos, y en la boca tenía un repugnante regusto a barro y sangre.
Hacía frío, mucho frío.
Algo estaba aplastándole el pecho, un peso grande que la rodeaba por todas partes. Al intentar quitárselo de encima, Lisa descubrió que sus brazos estaban atrapados, igual que sus piernas. Levantó la cabeza para ver qué ocurría, pero no pudo ver su cuerpo, solo tierra, un montículo mojado que la cubría hasta los pies como un ataúd.
Te han enterrado. Alguien te ha traído aquí y te ha enterrado para que mueras.
Trató de gritar, pero en aquella tumba hasta respirar era difícil. Despacio, la chica comenzó a moverse: primero los hombros, luego la espalda y poco a poco los brazos. Tardó una eternidad en poder sacar uno del suelo, pero a partir de ahí el resto fue más fácil. Agarrada a la hierba, tiró de sí con todas sus fuerzas hasta que logró liberarse por completo. Estuvo allí tirada durante un rato bocabajo con los brazos temblorosos y una horda de hormigas que había empezado a trepar entre sus dedos. El olor a tierra mojada la mareaba; era demasiado fuerte, casi un hedor, como si algo hubiera muerto y estuviera descomponiéndose.
Las hormigas pasaron del brazo a los mechones de pelo rubio, y Lisa se imaginó a los insectos recorriéndole la cabeza como piojos gigantes, agarrados a su cráneo. Era asqueroso, tanto que solo pensarlo le dio el impulso que necesitaba para ponerse en pie mientras se agitaba la melena y se sacudía una ropa que no recordaba haberse puesto, prendas viejas que guardaba para estar en casa. Debajo no llevaba sujetador ni bragas, y estaba descalza.
A lo lejos se oyó un ladrido.
(¿Oshka?).
Lisa miró a su alrededor por primera vez y se dio cuenta de que conocía aquellos árboles. De niña solía ir allí con sus amigos del colegio para jugar a cazadores y presas. Ella no era demasiado rápida, así que siempre acababa perdiendo, pero no le importaba ser la presa: lo prefería. Para Lisa era más cómodo huir y esconderse, solo tenía que encontrar el lugar adecuado y esperar. Nunca la encontraban. A veces tenía miedo de que se olvidaran de ella, de quedarse allí escondida para siempre como un fantasma del bosque, esperando.
Hacía mucho que no pensaba en esos tiempos, que no sentía el vértigo de mirar arriba y ver todos esos troncos subir hasta el cielo como estacas negras. No parecían más pequeños, a pesar de que ella fuera más grande. De hecho, no había nada en el bosque que hubiera cambiado, incluso las cosas que no pertenecían a él seguían intactas, como la casita de pájaros abandonada que había estado en el mismo árbol desde siempre, o los restos de una valla de madera que antes indicaba el comienzo de un camino para senderistas. Lisa sabía perfectamente qué dirección tomar, pero el trecho era largo y llovía con fuerza. En cuanto vio asomar los tejados de las viviendas colindantes aceleró el paso, y al poco logró salir del bosque, encogida y empapada, con los pies tan doloridos que había empezado a cojear, pero no podía detenerse ahora. Ya casi había llegado a casa.
Ese pensamiento la asustó por un segundo. Lo último que recordaba era estar en la cocina por la noche, el olor de un filete que chisporroteaba en la sartén, la lluvia al otro lado de la ventana, ese silencio que se quedaba estancado en las habitaciones siempre que su madre se ausentaba más de un día. Y luego nada, solo sombras.
Lisa caminó entre los patios vecinos hasta que la cerca de su jardín apareció delante de ella, robusta y alta, segura. Se preguntó si el tablón que usaba para escabullirse de casa cuando era pequeña seguiría estando suelto. Lo golpeó con suavidad y la madera cedió, obediente, permitiéndole colarse por debajo sin hacer ruido.
(Ahora estoy a salvo).
¿Lo estás?
Miró el pequeño huerto de su madre, la manguera amarilla enrollada en el mismo lugar de siempre. La casa muda, ahogada por la lluvia torrencial. Se dio cuenta de que la puerta que comunicaba la cocina con aquella parte del jardín estaba abierta. ¿Había sido Lisa quien la había dejado así? Su madre llevaba tres días fuera, así que tenía que haber sido ella. ¿Por qué no podía recordarlo? Entró en la cocina conteniendo la respiración.
Estaba a oscuras y en silencio. Lisa esperó. A esas alturas ya habrían tenido que oírse las pisadas de Oshka y el tintineo de la chapa grabada con su nombre que le colgaba del collar, pero el animal no acudió. ¿No lo había oído Lisa estando en el bosque? ¿Cómo podía haber salido de casa? En eso pensaba mientras cruzaba la cocina en penumbras intentando no hacer ruido. Y entonces llegó al comedor.
Era un desastre. Esa fue la palabra que cruzó su mente: «desastre».
Las puertas de los armarios estaban abiertas, los platos rotos y varias sillas tiradas en el suelo. Alguien había hecho aquello, alguien que tal vez seguía dentro de la casa. Lisa volvió a la cocina y se hizo con el cuchillo más grande que encontró, mientras el corazón le latía con fuerza, un «pum, pum, pum» constante retumbando en sus oídos. Pronto descubrió que en el salón la situación era peor. Habían sacado y volcado los cajones, limpiado el contenido de cada mueble. Todas las cosas de su madre estaban desperdigadas por la habitación: papeles, libros, figurillas decorativas que ya no se usaban, álbumes de fotos abiertos bocabajo, las hojas dobladas en las que se apreciaban caras sonrientes de hacía décadas y flequillos cardados. Fue hasta el pasillo que conducía a las habitaciones y vio que todas estaban abiertas, pero solo había una de la que salía luz.
La suya.
El cuchillo comenzó a temblarle en la mano, un paso tras otro, la habitación cada vez más cerca. ¿Qué encontraría dentro? Probablemente un tipo encorvado junto a la cama, hurgando en la cómoda en busca de dinero. Lisa se asomó despacio, sus ojos oscuros se movían de un rincón a otro del cuarto en busca del intruso, pero no había nadie. Los cajones y el armario estaban abiertos, la ropa desordenada y la cama deshecha, aunque no con la violencia que había en el comedor o el salón, sino como quedaría después de que ella se levantara una mañana cualquiera. Se imaginó a sí misma saliendo de entre las sábanas en mitad de la noche, el ladrón en su casa y ella muerta de miedo, esperando el momento oportuno para escurrirse bajo el tablón suelto de la cerca.
(¿Y luego qué? ¿Me enterré a mí misma en el bosque?).
Se oyó un ruido, un leve aleteo proveniente del