Dioses de Piedra 1: Dioses de Piedra, #1
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!!!NO DEJES QUE TE CUENTEN EL FINAL!!!
Esta es la primera parte de la novela
En 1988 dos sucesos terribles, muy similares, tienen lugar en un par de pueblos de León sin que haya ninguna relación entre ellos.
En 2019 un matrimonio joven formado por Jorge, María y su hija de seis años se trasladan desde Jaén hasta Mieres, donde Jorge trabaja como teniente de la Guardia Civil.
Ambos buscan acercarse a sus respectivas familias, afincadas en León capital, y llevar una vida tranquila en una preciosa casita situada en plena naturaleza.
Lo que se presenta como un destino idílico, dada la tranquilidad de la zona y la baja tasa de delicuencia, pronto comienza a complicarse con la misteriosa desaparición de dos niñas de seis y siete años.
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Dioses de Piedra 1 - Laura Pérez Caballero
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1988
1.
Apenas le quedaban fuerzas. Mamá nunca había mantenido su castigo durante tanto tiempo. Le dolían los dedos, sabía que le sangraban entre las uñas. Le sangraban por todo el rato que llevaba rascando, sin cesar, sin descanso, hasta que ya no había podido seguir. Hasta que sus ojos habían ido cediendo al sueño, al cansancio, a la desesperanza. Ya ni siquiera notaba que le escocieran.
No sabía cuánto tiempo había pasado, pero notaba el cambio de luz entre el día y la noche y creía que al menos llevaba allí dos noches enteras.
El cartero aparcó la moto de 125 cc y se acercó a la puerta de la casa. Estaba un poco apartada del resto del pueblo, no mucho, tan solo a unos quinientos metros. El conjunto de casas se extendía a los lados de la angosta carretera, luego las casas se terminaban, la carretera seguía y unos metros más adelante aparecía el último domicilio en el que acababa las entregas en aquel pueblo.
Había comenzado a llover y pensó en que tendría que ponerse el chubasquero después de entregar la correspondencia. Los dos días anteriores había dejado las cartas en el buzón porque, aunque tenía la costumbre de dárselas en mano a Carmela, su destinataria, esta no parecía encontrarse en casa.
Comprobó que las cartas seguían allí, sin recoger, y le pareció extraño. Carmela no solía abandonar la casa nunca, vivía sola con su hija de siete años y por lo que él sabía no se relacionaba demasiado con sus vecinos, pero era una mujer agradable y siempre charlaban un poco sobre trivialidades mientras le entregaba la correspondencia.
El perro ovejero apareció por una esquina cuando el cartero ya estaba llegando a la puerta. Era de color negro, y aunque su tamaño imponía respeto era manso y sumiso. Venía cabizbajo, el rabo escondido entre las patas y gemía como si llorase. En los pueblos los perros no viven dentro de las casas. Carmela tenía dos cuencos de barro a la entrada en los que dejaba comida y agua para el animal, pero estaban vacíos.
—Qué pasa, Tifón —dijo el cartero acariciando la cabeza del animal, al que conocía de sobra.
Este se reclinó hasta quedar acostado en el suelo y ladró lastimeramente.
Comenzó a llover con más fuerza y el cartero se apresuró a cobijarse bajo el pequeño porche de la entrada. Accionó el timbre repetidas veces y gritó el nombre de la mujer.
—¡Carmela! ¡Carmela!
Eran las diez y media de la mañana de un jueves.
Nadie respondía. Echó un ojo a su alrededor. El perro seguía acostado en la tierra de la entrada, empapándose como si no le importase nada.
El cartero introdujo las cartas en el buzón y volvió a su moto a la carrera. Sacó el chubasquero de uno de los laterales de la saca que usaba para llevar las cartas y lo desdobló mientras se lo colaba apresurado por la cabeza y colocaba la capucha hasta taparse media frente.
Tifón avanzó hacia él ladrando. El suelo de tierra comenzaba a convertirse en barro. El perro levantó el cuerpo y le plantó las patas sobre el chubasquero sin dejar de ladrar.
—¡No, Tifón! ¡No! Sé buen chico.
Pero el perro insistía en abrazarse con las patas a su cuerpo como si no le quisiese dejar marchar. Le estaba poniendo perdido el impermeable amarillo.
—Vamos, vamos, ¿qué es lo que te ocurre?
El cartero echó un vistazo más hacia la casa. Todo permanecía en silencio y tranquilo. Demasiado tranquilo.
La lluvia se había acumulado en el canalón y escurría por uno de los laterales de la casa.
—Está bien, alguien se ha olvidado de tu comida, ¿eh?
Buscó en su zurrón y sacó el bocadillo de jamón que llevaba para tomarse a media mañana.
—Ven aquí, chico, vamos a arreglar eso.
Se acercó de nuevo a la casa y desmenuzó el pan y el jamón rellenando uno de los cuencos. El perro se lanzó sobre la comida y el hombre aprovechó para tomar el otro cacharro de barro y acercarse al agua que escurría por el canalón. Menuda irresponsabilidad por parte de Carmela no haber dejado comida y agua suficiente para el pobre animal. Cuando volviese avisaría a algún vecino para que se acercaran a llevarle algo de pienso.
Al llegar a la esquina vio que la ventana que daba al salón de la casa tenía las cortinas descorridas. Mientras ponía el tazón bajo el chorro de lluvia, acercó su cabeza al cristal para echar un vistazo al interior.
El cuenco se partió en dos, con un sonido seco, al caer al suelo.
Después tomó uno de los trozos del cuenco que se había roto y golpeó el cristal de la ventana hasta hacer un hueco lo suficientemente grande para colar la mano y abrir por dentro la misma.
Tifón dejó de interesarse por la comida y corrió de nuevo hacia él entrando al salón de un solo salto. Comenzó a olisquear a Carmela. La mujer, un tanto pasada de peso, yacía boca abajo en el suelo.
El hombre miró a su alrededor hasta localizar el teléfono y con los dedos mojados fue marcando los tres números.
—Emergencias —escuchó la voz impersonal de una mujer al otro lado.
—Soy el cartero —su propia respuesta le sonó ridícula—. Estoy en la casa de una mujer y está tumbada en el suelo.
—¿Respira?
—¿Cómo voy a saberlo? —se irritó.
—Tranquilícese, acérquese a ella y compruebe si respira.
—Por favor, necesito ayuda.
La voz no se alteró en absoluto.
—Bien, deme la dirección, pero intente verificar si la mujer respira, por favor. No se retire del teléfono.
El cartero se trabó en dos ocasiones antes de conseguir dar la localización exacta de la vivienda.
Después se agachó a su lado y le tomó una mano para tratar de encontrarle pulso. El cuerpo de la mujer estaba frío, tieso. Él no era un experto, pero tenía claro que la mujer estaba muerta.
—No respira, creo que está muerta.
—Una ambulancia está yendo para allá, por favor no se retire —le pidió de nuevo la voz impersonal al otro lado del teléfono.
Tifón gemía y le lamía la cara a la mujer. El cartero miraba a su alrededor sin saber muy bien lo que trataba de averiguar. La casa estaba en perfecto orden, excepto un jarrón que, sin duda, Carmela había arrastrado consigo en su caída.
Se paseó por la estancia procurando no tocar nada y abrió la puerta que daba al patio que se encontraba en la parte posterior de la casa. También allí todo parecía en orden. Un huerto en una esquina, un par de ciruelos y tres manzanos, un cobertizo de madera donde imaginaba que la mujer guardaría aperos de labranza y leña, dos columpios sujetos por una estructura metálica que imaginaba usaba para jugar la niña.
Pensó en la niña. A esa hora estaría en el colegio, y cuando volviera...
Sabía que Carmela era madre soltera. Desconocía si tenía algún familiar vivo para hacerse cargo de la niña.
La ambulancia y una patrulla de la Guardia Civil llegaron al mismo tiempo.
El cartero se sintió como un estúpido cuando uno de los guardias civiles entró por la puerta de la casa, que estaba abierta, mientras él había destrozado una de las ventanas.
Al ver acercarse tanta gente al cuerpo de Carmela, Tifón comenzó a ladrar enloquecido. Los del SAMUR no tardaron nada en comprobar que la mujer estaba muerta.
—Y no es reciente —afirmaron.
Uno de los guardias civiles se volvió hacia el cartero.
—¿La conocía?
Él se encogió de hombros.
—De traerle la correspondencia. Solíamos charlar un poco a veces.
—¿Cuándo le entregó alguna carta por última vez?
—Creo que hace tres días, el lunes, luego tenía que dejarlas en el buzón porque no contestaba al timbre.
El otro guardia civil recorría la casa y terminó por salir al patio. A la vuelta también se encaró con el cartero.
—¿Vivía sola? Hay un par de columpios en el patio.
—Tiene una hija pequeña, no sé exactamente su edad, seis, puede que más, supongo que estará en el colegio.
El guardia civil había sacado un aparato parecido a un intercomunicador o teléfono y parecía comunicarse con el cuartel. Le pidió al cartero que le pasara una carta de la fallecida y dictó a su interlocutor el nombre completo de Carmela, después colgó.
—Yo diría que esta mujer lleva mínimo dos días muerta. Por los síntomas parece haber sufrido un infarto —dijo uno de los del SAMUR.
Tifón no cesaba de ladrar y saltaba alrededor de todos, aunque con más insistencia frente al cartero, que era al que reconocía como a un amigo.
—Dos días muerta y tiene una hija pequeña. ¿Cómo es posible? Lo normal sería que esa niña hubiese dado la voz de alarma.
El guardia civil que había realizado la llamada anterior respondió ahora a la que estaba recibiendo.
—Sí, sí, entiendo. Nada de nada. ¿Cuánto? Tres días. Está bien. Sí, por favor, envíen al médico forense y cursen la orden de desaparición de la menor.
Colgó el teléfono y habló sin dirigirse a nadie en concreto.
—La niña lleva tres días sin ir al colegio. No le dieron importancia, pensaban que estaría enferma.
El otro guardia civil se pasó la mano sobre los labios.
—¿Qué haría una niña pequeña si se encontrara a su madre muerta? Lo más lógico sería que corriese a avisar a alguien de su confianza. Lo normal sería que hubiese avisado a algún vecino. En todo caso se asustaría. ¿Qué hace muchas veces un niño cuando se asusta?
—Se esconde —contestó el del SAMUR que anteriormente había dado su diagnóstico sobre la muerte de Carmela.
El otro guardia civil miró a su compañero.
—Vamos a registrar la casa. Debajo de las camas, en los armarios, en cualquier hueco en el que pueda coger un niño pequeño.
Tifón comenzó a aullar desesperado.
—Que alguien haga callar a ese perro, por Dios —dijo irritado el guardia civil que parecía estar al mando.
El cartero trató de tranquilizar al animal.
Cuando estaban terminando de rastrear la casa llegó el médico forense en otra patrulla, acompañado de otros dos guardias civiles. Se agachó junto al cadáver, movió su cabeza a un lado, a otro, le observó los ojos, levantó sus brazos y sentenció.
—Llevará entre cuarenta y ocho y setenta y dos horas muerta. Tendré que hacerle la autopsia, pero apostaría por un infarto.
El del SAMUR que lo había dicho antes le hizo un gesto de satisfacción con las cejas a su compañero.
—No ha sido una muerte violenta, eso seguro —terminó—. ¿Han encontrado a la niña?
—De momento solo hemos registrado la casa, ahora íbamos al patio y ya hemos cursado la orden de búsqueda.
El forense asintió.
Los cuatro guardias civiles se dirigieron a la puerta trasera de la casa que daba acceso al patio y el perro les siguió ladrando.
—¡Sujeten a este bicho! —gritó de nuevo el guardia civil que había ordenado hacerle callar.
El cartero se acercó a Tifón y con dificultad consiguió cerrar la puerta tras salir los guardias civiles, dejando al animal apostado en la misma mientras gemía desesperado.
El forense parecía haber dado por terminado su trabajo, por el momento, y sin ningún remilgo tomó asiento en uno de los sillones de la sala mientras los del SAMUR recogían sus instrumentos.
—Vivían solas, ¿verdad? —dijo dirigiéndose al cartero—. Madre e hija, quiero decir.
—Sí, creo que Carmela era madre soltera.
—¿Recibía mucha correspondencia?
—Prácticamente a diario.
Tifón rascaba de forma frenética la puerta que daba al patio.
—No quiero ser indiscreto, pero ¿eran cartas personales? ¿De alguna persona en particular?
El cartero elevó las cejas.
—Casi siempre eran facturas, inscripciones a revistas, paquetes con libros... ¿Piensa que la muerte puede haber sido violenta y que alguien haya secuestrado a la pequeña?
Tifón regresó decepcionado desde la puerta hasta el cartero y este le acarició la cabeza sin prestar atención. El perro gimió y regresó a rascar a la puerta.
—No, la muerte no ha sido violenta, de eso no tengo dudas.
El forense se recostó en el sofá, pero inmediatamente volvió a erguir la espalda.
—¿Dice que recibía muchas revistas y libros? ¿Sabe sobre qué?
Sin esperar respuesta se levantó del sillón y se acercó a un armario sobre el que había varios libros. Observó de reojo que ya comenzaban a llegar vecinos que se apostaban a la entrada de la casa para enterarse de lo que sucedía, no importaba que lloviese a mares.
El cartero se encogió de hombros.
—No, nunca le pregunté.
El forense comenzó a sacar libros de la estantería.
—Misal diario, orar y perdonar, Purificación del alma, La palabra de Jesús, Fe