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Encierros en Wall Street
Encierros en Wall Street
Encierros en Wall Street
Libro electrónico437 páginas4 horas

Encierros en Wall Street

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Información de este libro electrónico

"ME INCLUYO EN LA LISTA DE ENTUSIASTAS ADMIRADORES DE CHRISTOPHER SMITH. SMITH EN UN GENIO DE LA CULTURA POPULAR". STEPHEN KING.

Del autor de "Desde Manhattan con amor" y "Desde Manhattan con rencor" nos llega su intriga más cautivante, hasta la fecha. 

DESCRIPCIÓN: 


En el "best-seller" internacional "Encierros en Wall Street", ahora disponible en español, un antiguo peso pesado de Wall Street que estafó miles de millones está ahora en prisión. Buena noticia, pero no tan buena para quienes ayudaron a llevarlo allí. 

Estas personas están siendo asesinadas brutalmente a manos de dos asesinos a sueldo. 

A cargo de la investigación está el detective privado Marty Spellman, quien se da cuenta de que nada es lo que parece a medida que las complicaciones se suman a la vez que se suman las muertes. 

Spellman pone su vida en la línea de fuego. Su familia es amenazada. Nadie es quien aparenta ser. ¿En quién puede confiar cuando la marea asesina de los dos sicarios provoca la estampida de los "toros" de Wall Street? 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2023
ISBN9781386810995
Encierros en Wall Street
Autor

Christopher Smith

Christopher Smith has been the film critic for a major Northeast daily for 14 years. Smith also reviewed eight years for regional NBC outlets and also two years nationally on E! Entertainment Daily. He is a member of the Broadcast Film Critics Association.He has written three best-selling books: "Fifth Avenue," "Bullied" and "Revenge."

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    Vista previa del libro

    Encierros en Wall Street - Christopher Smith

    Traducida por Antonio del Caño

    Para mi gran amiga Margaret Nagle.

    Gracias por todo.

    Derechos de autor y aviso legal

    Esta obra está protegida bajo la Ley del Registro de Derechos de Autor (Copyright) de 1976, como también por otras leyes internacionales, federales, estatales y locales, con todos los derechos reservados, incluyendo derechos de reventa.

    Se entiende que cualquier marca registrada, logotipo, nombre de producto u otras características identificadas, son propiedad de sus dueños respectivos y se usan estrictamente como referencia y que su uso no implica promoción. Queda prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización del autor.

    Primera edición electrónica © 2017.

    Para cualquier autorización, contacte con el autor:

    ChristopherSmithBooks@gmail.com

    DESCARGO DE RESPONSABILIDAD legal:

    Esta es una obra de ficción. Cualquier similitud con personas vivas o muertas, a menos que se mencionen específicamente, es pura coincidencia.

    Copyright © 2017. Christopher Smith. Todos los derechos reservados.

    10 9 8 7 6 5 4  3 2 1

    Por su ayuda con el libro, el autor quiere dar las gracias a Erich Kaiser, Ross Smith, Ann Smith, Margaret Nagle, Ted Adams, Antonio Gragera y Constance Hunting.

    Asimismo, el autor también quiere dar las gracias al fantástico equipo de la oficina del forense de la ciudad de Nueva York, a la ciudad de Pamplona, en España (y los toros que tuvieron la amabilidad de no aplastarlo durante los encierros), a Ivan Boetsky por la inspiración, aunque no fuese deliberada, a los comprensivos lectores que le hicieron llegar múltiples manifestaciones de apoyo, a los hombres y mujeres que le mostraron el auténtico Wall Street mientras preparaba este libro y a nuevos y viejos amigos que contribuyeron a dar forma a este libro o le ofrecieron su apoyo mientras lo estaba escribiendo.

    Gracias a todos.

    Nota del traductor

    SIENDO EL TRADUCTOR y el editor de esta novella de España, el léxico usado en esta traducción es eminentemente peninsular. Sin embargo, se ha tenido en cuenta la diversidad de usos del español entre los posibles lectores de la novela.  Siguiendo este criterio,  se ha querido evitar usos que, aunque correctos, puedan estar estigmatizados en Latinoamérica y se ha buscado mantener un léxico y giros lingüísticos tan neutros como ha sido posible. En esta traducción se han seguido las directrices y recomendaciones recogidas en la gramática de la RAE, incluyendo la no acentuación de pronombres demostrativos y otros vocablos que, tradicionalmente, solían acentuarse.

    La  diversidad lingüística del español hace particularmente difícil la labor del traductor a la hora de incorporar palabras malsonantes y giros idiomáticos.  El segundo gran reto para el traductor ha sido evitar tanto el uso de vosotros como el de ustedes en situaciones de trato informal.

    En la obra aparecen en cursiva algunos de los préstamos lingüísticos que se han incorporado al uso coloquial de la lengua pero que mantienen su grafía en el idioma original. También se han añadido vocablos al uso en áreas especialidadas de trabajo que pueden no aparecer en la última edición del diccionario de la RAE.

    Como en traducciones previas de este mismo autor, la puntuación de los diálogos se ha hecho de manera que se asemeje más al formato de la obra original, violando de alguna manera del dictum de la RAE.

    Antonio del Caño, traductor.

    Antonio Gragera, editor.

    ANAGRAM Translation Services.  San Antonio, TX.

    ÍNDICE

    PRIMER LIBRO

    Prefacio

    Capítulo Uno

    Capítulo Dos

    Capítulo Tres

    Capítulo Cuatro

    Capítulo Cinco

    Capítulo Seis

    Capítulo Siete

    Capítulo Ocho

    Capítulo Nueve

    Capítulo Diez

    Capítulo Once

    Capítulo Doce

    Segundo Libro

    Capítulo Trece

    Capítulo Catorce

    Capítulo Quince

    Capítulo Dieciséis

    Capítulo Diecisiete

    Capítulo Dieciocho

    Capítulo Diecinueve

    Capítulo Veinte

    Capítulo Veintiuno

    Capítulo Veintidós

    Capítulo Veintitrés

    Capítulo Veinticuatro

    Capítulo Veinticinco

    Capítulo Veintiséis

    Capítulo Veintisiete

    Capítulo Veintiocho

    Capítulo Veintinueve

    Capítulo Treinta

    Capítulo Treinta y uno

    Capítulo Treinta y dos

    Capítulo Treinta y tres

    Capítulo Treinta y cuatro

    Capítulo Treinta y cinco

    Capítulo Treinta y seis

    Capítulo Treinta y seite

    Capítulo Treinta y ocho

    Capítulo Treinta y nueve

    Capítulo Cuarenta

    Capítulo Cuarenta y uno

    Capítulo Cuarenta y dos

    Capítulo Cuarenta y tres

    Capítulo Cuarenta y cuatro

    Capítulo Cuarenta y cinco

    Epílogo

    PRIMER LIBRO

    PREFACIO

    Nueva York

    BEBE COLE ERA UNA APARICIÓN que avanzaba silenciosamente en la penumbra, un enigma en el centro del vestíbulo. Se giró con paso inseguro, se desabotonó el abrigo de cachemir de cuerpo entero y lo dejó caer al reluciente suelo de mármol.

    Estaba desnuda, ensangrentada, magullada.

    −Nos han machacado− dijo.

    Todavía aturdido por el efecto de la paliza, Edward Cole miró fijamente a su mujer desde la entrada de su apartamento en la Quinta Avenida, incapaz de contestar o incluso de hablar.

    El vendaje que le habían puesto alrededor del pecho estaba demasiado apretado como para permitirle respirar cómodamente; su cuerpo no conseguía sobreponerse a la agresión química de los medicamentos con que lo habían atiborrado. Se llevó una mano al maltrecho rostro y se palpó las formas desfiguradas y las hinchadas mejillas. Deslizó las puntas de los dedos por la curva irregular que dibujaba su nariz rota y se preguntó cómo iba a hacer para explicárselo a un público que querría saberlo todo.

    −Dijiste que iban a tener cuidado.

    Su voz sonaba como si llegase desde el otro extremo de un túnel serpenteante y Cole tuvo que concentrarse para poder oírla. Intentó enfocar la vista en la menuda figura de su mujer, pero la imagen se desvanecía, desaparecía, fundiéndose con la oscuridad que se extendía rápidamente por los bordes de su campo visual.

    −Prometiste que iba a ser seguro.

    Cole movió la cabeza de lado a lado con un gesto de frustración, dio un paso hacia ella y no se dio cuenta de que se había caído hasta que levantó la cabeza del frío suelo de mármol y sintió el sabor de la sangre fresca que le inundaba la boca.

    Intentó hablar una vez más, pero no le salían las palabras. De modo que permaneció donde estaba, escuchando su propia respiración apresurada, observando con una mirada que se desvanecía por momentos cómo los zapatos de Bebe se dirigían hacia la oscura biblioteca, se detenían, y a continuación retrocedían velozmente al tiempo que unos zapatos desconocidos corrían hacia delante. Demasiado débil para comprender o para que siquiera le importase, Cole se dejó llevar hacia la inconsciencia.

    Cuando se despertó vio primero a su mujer.

    Atada a una silla estilo Reina Ana en el centro del vestíbulo, su alborotado pelo minuciosamente teñido de rubio cubriéndole la cara, Bebe estaba rodeada por cuatro trípodes, cada uno de los cuales sostenía una cámara de video digital dirigida a ella. Estaba desnuda, temblando, amordazada. Tenía un rasguño en la frente, cortes y cardenales en los pechos. Lo miró fijamente y dejó escapar un gemido.

    Cole se obligó a sí mismo a concentrarse en lo que estaba pasando y alzó el cuerpo hasta quedar sentado.

    Bebe dijo que no con la cabeza, intentó deshacerse de la mordaza, pero no lo consiguió. Hizo un esfuerzo para librarse de la cuerda que le sujetaba las manos y las piernas a una silla antigua, pero era imposible. Giró la cabeza hacia la izquierda.

    Cole miró en la dirección que ella le indicaba con los ojos.

    Allí, sentado en las sombras bajo las Rosas Blancas de Van Gogh había un hombre al que Cole nunca había visto antes. Era bien parecido, atlético, vestía pantalones negros y un jersey negro de cuello cisne ajustado al cuerpo. Llevaba una pistola en la mano.

    El hombre se levantó de su sitio, miró a Edward al tiempo que asentía con la cabeza y se acercó a Bebe, que seguía cada uno de sus movimientos con ojos aterrorizados.  −Ya era hora de que te despertaras− le dijo a Cole con voz relajada.  −Hace horas que esperamos por ti−.  Besó la cabeza de Bebe.  −¿No es cierto querida?

    Ella se apartó bruscamente y miró hacia Cole en busca de ayuda.

    Pero Cole no se podía mover, el miedo lo mantenía clavado al suelo. Miró con impotencia cómo el hombre retiraba la mordaza de la boca emborronada de carmín de Bebe, le apoyaba la pistola en la sien y a continuación la amartillaba.

    Bebe se estremeció. Se le encogieron los hombros y miró suplicante a su marido, boquiabierto de la sorpresa. La pistola, vio Edward, tenía un silenciador. Solo se oía el zumbido de las cuatro cámaras de video alrededor de Bebe.

    −Tu mujer te necesita y tú ahí sentado− dijo el hombre con tono de decepción. −Después de todo lo que ha hecho por ti, después del modo en que la has usado y humillado en este matrimonio, ¿no vas a ser capaz al menos de intentar hacer algo para ayudarla?

    Edward consiguió ponerse de rodillas, a continuación se puso en pie. Perdió el equilibrio y se apoyó en la pared. Le dolía todo el cuerpo. Era consciente de que se le había abierto el abrigo, mostrando su obesidad desnuda coronada por el vendaje en el pecho, pero le daba igual. Aquel hombre estaba paseando el cañón de su pistola por las curvas deformadas del magullado rostro de su mujer.

    −Quiero que pienses en todos tus pecados− dijo el hombre con voz uniforme mientras giraba una de las cámaras hacia Cole.  −Quiero que pienses en cada uno de ellos. Ahora mismo. ¡Piensa!

    −¿Quién eres?− preguntó Cole.

    −Quiero que pienses en cómo has traicionado a tus amigos− dijo el hombre airadamente. −Quiero que pienses en cómo te has vendido a la Comisión de Valores y Bolsa, cómo has testificado en el juicio y cómo has enviado a la cárcel a uno de tus mejores amigos cuando eres tú el que debería haber estado pudriéndose allí en su lugar−. El hombre lo miró mientras elevaba una ceja.  −Sr. Cole, quiero que piense en todo esto.

    Bebe movió la cabeza lentamente, apartándola cuidadosamente de la pistola. Conteniéndose a duras penas, le dijo en voz baja a su marido: −Es Wolfhagen.

    El hombre le dio un beso en la mejilla.  −El pajarito sabe cantar.

    −Ha contratado a este hombre para que nos mate.

    −Así es− dijo el hombre antes de pegarle un tiro y saltarle la tapa de los sesos.

    El cuerpo de Edward se tensó de la sorpresa. Aunque ya sin poder ver, el ojo izquierdo de Bebe todavía parpadeaba, un temblor le agitaba el labio superior, la boca todavía se movía, el pie daba sacudidas, y sin embargo estaba muerta, tenía que estar muerta. Parte de su cabeza había quedado desparramada por el suelo.

    Una mano lo aferró del brazo.

    Cole se volvió y vio a la mujer justo cuando esta le clavaba la pistola en la parte baja de la espalda y lo empujaba hacia delante, hacia el cuerpo sangrante de su mujer, el hombre de negro y el zumbido de las cámaras.  −Intenta resistirte− le dijo −y te juro por Dios que no morirás tan rápido como tu mujer.

    Se movió en torno a él y lo condujo a través del vestíbulo con una mano mucho más firme que la suya. El hombre había arrastrado a Bebe hasta dejarla a un lado y ahora estaba poniendo otra silla en el mismo lugar donde ella había estado sentada. Guiaron a Cole hasta que quedó situado justo encima del charco de sangre de Bebe. Ahora las cámaras lo enfocaban a él.

    −¿Está pensando en esos pecados, Sr. Cole?

    Habían asesinado a su mujer. Iban a hacer lo mismo con él. Si se rendía ahora, todo habría terminado. Se obligó a sí mismo a pensar, a conservar la calma de algún modo.

    −¿Está pensando en ese testimonio? ¿Recuerda la cara de Wolfhagen cuando lo entregó?

    Él ignoró al hombre, miró a la mujer. Alta y atractiva, con una abundante cabellera morena que enmarcaba la expresión de fría inteligencia de su rostro oval, ojos castaños de mirada dura. Vestía unas mallas negras y una camisa negra, sin joyas.

    El hombre se movió tras ella, la cara parcialmente oculta tras la cámara de video que ya tenía preparada.  −Deshazte de su abrigo− le dijo a la mujer.

    Ella se deshizo del abrigo.

    −Ahora el vendaje.

    Ella arrancó el vendaje del pecho de Cole, que se quedó mirando fijamente la lente opaca de la cámara y vio su propia cara destrozada que parecía flotar hacia él desde la redondez del oscuro cristal. Entonces lo comprendió.  Wolfhagen vería aquellas cintas.

    La mujer retrocedió un paso, miró el pecho ensangrentado de Cole con repugnancia y a continuación le dedicó a él la misma mirada.  −¿Así que vuelve a las andadas?− dijo. −¿Anoche estuvo allí? ¿Dejó que le hicieran esto?−  Movió la cabeza en su dirección con un gesto de asco. −¿Cómo puede haber dejado que le hagan esto?

    −Es que él les pidió que lo hicieran, eso lo excita− dijo el hombre. −¿No es así como funciona, Sr. Cole? Usted y su mujer les pidieron que lo hicieran, solo que esta vez se les fue un poco de las manos.

    Cole les sostuvo la mirada sin decir nada. Se obligó a sí mismo a creer que saldría de esta. Todavía no era demasiado tarde para él. Todo el mundo tenía un precio, todo el mundo estaba en venta. ¿No se lo había enseñado Wolfhagen?

    −Tengo dinero– dijo. −Millones. Les daré el triple de lo que les paga Wolfhagen. Tienen la oportunidad de irse de aquí ahora mismo y no tener que volver a hacer esto nunca más. No tendrán que volver a trabajar en toda la vida. Lo único que tienen que hacer es dejarme vivir.

    Los labios de la mujer, pintados de rojo, dibujaron una media sonrisa.  −¿De verdad cree que iba a dejar que se fuese sin más?

    Cole negó con la cabeza en un gesto de incomprensión, pero lo comprendía perfectamente. Sabía que su día tenía que llegar. Sin embargo su fe en el poder y la capacidad de convicción del dinero todavía le daba ánimos. Si les ofrecía lo suficiente no lo matarían.  –Millones− dijo.

    Ella alzó la pistola.

    Pamplona, España

    Seis meses más tarde

    DESDE QUE ERA UN NIÑO, Mark Andrews siempre había deseado correr en los encierros.

    De muchacho, en Boston, se sentaba en el regazo de su abuelo y escuchaba las historias que le contaba de cuando había estado en España, cuando todavía era joven y soltero y se dedicaba a viajar a cuenta del fondo fiduciario que su padre había establecido para cuando se hubiese graduado en Yale.

    Mark escuchaba maravillado el relato que su abuelo le hacía de la fiesta de San Fermín, la desenfrenada semana de adoración al toro en la que se veneraba al santo patrón de Pamplona, San Fermín, convertido en mártir al ser arrastrado con unos toros por las estrechas y polvorientas calles de la ciudad.

    El abuelo de Mark había corrido en los encierros. Había sido uno de los miles de hombres con camisa blanca y faja roja que esperaban con impaciencia a que el primer cohete señalase la salida de los toros.

    Incluso entonces, en la casa de sus padres hacía unos treinta años, Mark podía oír el atronador redoble de los cascos de las doce bestias letales que se acercaban velozmente por la calle de Santo Domingo, atravesando la Plaza Consistorial y la calle Mercaderes. Pura furia homicida dirigida hacia los insensatos jóvenes que corrían ciegamente delante de las afiladas cornamentas.

    Ahora, a los treinta y nueve años, mientras sentía el sol de la mañana dándole en la cara y la deliciosa anticipación del inminente evento inundándole los sentidos, el propio Mark Andrews se encontraba entre los insensatos de camisa blanca y faja roja.

    La ciudad de Pamplona se había vuelto loca.

    Durante toda la semana, cincuenta mil personas de todo el mundo habían participado en los Sanfermines, como se referían los lugareños a la fiesta en honor de San Fermín. Desfilaban borrachos por las calles con los imponentes y vistosos gigantes, bebían cantidades ingentes de vino, hacían el amor en los callejones, y por las mañanas se despertaban del breve sueño para ver los espectaculares encierros.

    Al empezar la semana, el alcalde había inaugurado las festividades lanzando un cohete desde el balcón del ayuntamiento. Y ahora, mientras Mark esperaba junto a otros casi mil hombres por el cohete que señalaría el inicio del encierro, observaba y escuchaba a la multitud enardecida que lo miraba desde lo alto.  Desde las ventanas abiertas, los balcones de hierro forjado, la escalinata de Santo Domingo y hasta la misma plaza de toros.

    Nunca se había sentido así de vivo. Iba a correr igual que lo había hecho su abuelo.

    Sintió el contacto de una mano sobre su brazo. Se volvió y se encontró con un extraño.

    −¿Sabe usted qué hora es?− preguntó el hombre. −Me he dejado el reloj en el hotel.  Están a punto de disparar el primer cohete.

    Mark miró al hombre con una sonrisa, encantado de haber coincidido con otro norteamericano. Miró su reloj.  −En cuestión de minutos estaremos corriendo a toda velocidad para escapar de doce toros acosados−. Ofreció su mano al hombre, que la recibió con un apretón.  −Soy Mark Andrews– dijo.  −De Manhattan.

    El hombre le estrechó la mano con firmeza y sonreía mostrando unos dientes de un blanco intenso.  −Vincent Spocatti −dijo. −De Los Ángeles. ¿Qué le ha traído hasta aquí?

    −Mi abuelo− dijo Mark.  −¿Y a usted?

    El hombre pareció sorprendido.  –Hemingway− dijo en un tono que implicaba que no podía haber otra razón para haber viajado miles de kilómetros para asistir a aquel evento. −Incluso he traído conmigo a Lady Brett−. Señaló la calle bloqueada con barreras, hacia un edificio en uno de cuyos balcones del segundo piso se encontraba una mujer joven de pelo oscuro y vestido blanco que se movían llevados por la brisa.

    −Esa de ahí es mi mujer −dijo. −La de la cámara de video.

    Mark miró hacia arriba y alcanzó a ver brevemente a la mujer justo en el momento en que el primer cohete apareció surcando el cielo para indicar que se habían abierto las puertas del corral.

    Sintió una descarga de adrenalina. La masa de jóvenes españoles y turistas se movió hacia delante. La multitud dio un grito de júbilo que se propagó por las estrechas callejuelas, reverberando contra las paredes de piedra y surgiendo finalmente en la misma plaza de toros. Instantes después sonó un segundo cohete, advirtiendo a la multitud que la carrera, que normalmente duraba solo dos minutos, había empezado.

    Mark corrió. Oía los toros galopando a sus espaldas, sentía la tierra temblando bajo sus pies y corría, sabedor de que si tropezaba, si se caía en aquella calle, primero le iba a pasar por encima la gente que corría tras él, y después vendrían a pisotearlo las propias bestias de 800 kilos de peso.

    Se movía fácil y velozmente, sintiéndose repentinamente eufórico mientras pasaba a toda velocidad por la calle Estafeta y la calle de Javier. Pensó fugazmente en su abuelo y deseó que hubiese podido estar aquí para verlo.

    La multitud de espectadores lanzaba voces. Alaridos. El formidable sonido de los cascos contra el suelo inundaba el aire de la mañana con la intensidad de un millón de pequeñas explosiones. Mark lanzó una mirada por encima del hombro, vio al norteamericano, la masa de jóvenes que corrían tras él y el primero de los doce toros que acortaban rápidamente la distancia que los separaba.

    Se sentía exultante. Más allá de la felicidad. Se daba cuenta de que ni siquiera el día en que había testificado contra Wolfhagen había estado a la altura de la emoción que sentía en aquel momento.

    Se encontraba ya cerca de la plaza de toros cuando Spocatti, admirador de la generación perdida de Hemingway, se inclinó hacia delante y lo agarró por el brazo.

    Sorprendido, se frenó un instante y miró hacia él. Ahora corría a su lado, la cara enrojecida y reluciente, los ojos ligeramente más sombríos de lo que recordaba. Mark estaba a punto de decir algo cuando Spocatti gritó:  −Tengo un mensaje para ti, Andrews. Wolfhagen te manda sus saludos. Dice que quiere darte las gracias por arruinarle la vida.

    Y antes de que Mark pudiese decir nada, antes incluso de que pudiese reaccionar, el hombre le clavó un puñal en el costado izquierdo. Volvió a hacerlo. Y todavía una vez más. Y otra, hundiéndole el puñal cerca del corazón.

    Mark dejó de correr. El dolor era insoportable. Se miró el costado y el pecho ensangrentados y cayó de rodillas, incapaz sino de mirar aturdido cómo el tal Spocatti saltaba sobre una de las barreras y se perdía entre la muchedumbre enfervorizada.

    Había caído en medio de la calle. Cientos de hombres lo sobrepasaban a toda velocidad, saltándole por encima, lanzando alaridos al tiempo que los toros se iban acercando. Sabedor de que aquello era el final, consciente de que así era como iba a morir, Mark se dio la vuelta y miró de frente al primer toro cuando éste apareció, bajó la cabeza y le hundió los cuernos en el muslo derecho.

    Lo levantó y lo lanzó sin esfuerzo por los aires, un muñeco de trapo surcando el halo trazado por su propia sangre, la pierna derecha destrozada, el hueso asomando a través de la carne desgarrada.

    Cayó pesadamente sobre un costado, tan aturdido que apenas era consciente de que los otros toros lo estaban pisoteando, los cascos hincándosele en la cara, los brazos y el estómago.

    Los hombres que pasaban corriendo a su lado trataban de apartarlo, trataban de agarrarlo por la camisa y arrastrarlo a un lugar seguro, pero era imposible. Las bestias se les echaban encima. Nadie podía hacer nada excepto mirar horrorizados cómo doce toros a la carrera despedazaban a un antiguo príncipe de Wall Street.

    Cuando todo terminó y ya habían pasado todos los toros, el cuerpo de lo que había sido Mark Andrews yacía tirado en la calle, tan roto y magullado que resultaba irreconocible, apenas respirando con un jadeo lento y entrecortado. Levantó la mirada hacia la estrecha rendija de cielo azul que brillaba en el hueco entre los edificios situados a ambos lados de la calle.

    Un instante antes de perder definitivamente la consciencia su mirada flaqueante se encontró con la señora Brett Ashley. Estaba en uno de los balcones de hierro forjado situados justo encima de su cabeza, y sonreía mientras grababa su muerte con la cámara de video que sostenía en su mano extendida.

    CAPÍTULO UNO

    Primer día

    Nueva York

    Un mes más tarde

    EN LA TIENDA DE CÁMARAS Click Click de la Calle 8 Oeste, Jo Jo Wilson hacía girar las manecillas del dial del abollado tanque verde de oxígeno que sujetaba entre sus piernas y miraba la cámara que Marty Spellman tenía en las manos.  −¿Es una belleza, verdad?− dijo a través de la máscara que le cubría la boca.  −Acaba de salir al mercado. Sabía que querrías una. Te llamé a ti primero. He tenido que usar mis contactos, ¿sabes?

    Marty examinó la cámara. Era una Nikon último modelo, la mejor y la última de su serie, y resultaba impresionante. Solo Dios sabía cómo se había hecho Wilson con ella. Tenía un objetivo de esos tan potentes que pueden capturar la mirada complacida de un marido infiel a una distancia de cuatro campos de fútbol. Se le derretía el corazón solo de tenerla en las manos.

    El problema era que ya había sido usada. La funda negra tenía pequeños rasguños. La lente manchas de suciedad. Marty le echó otro vistazo y negó con la cabeza. De ningún modo iba a pagar 20.000 dólares por aquella cámara.

    −Es una pena que sea robada− dijo.

    Wilson parecía sorprendido, sinceramente ofendido. Se ladeó en el taburete y parpadeó, la enorme barriga redonda expuesta al frente como el globo de texto de un comic. Setenta años de comilonas que monopolizaban los 68 kilos de su cuerpo. El que su corazón siguiese latiendo era un misterio médico. −¿De qué demonios estás hablando?− dijo.  Esa cámara no es robada.

    −A mí no me mientas− dijo Marty.

    −No te estoy mintiendo.

    −Entonces muéstrame la factura.

    Aquello hizo que se callase.

    −¿Y dónde está la caja?

    Jo Jo miró hacia otro lado.

    −Tienes que dejar de mentirme, Jo Jo. No se te da bien. Te tengo calado desde el día que nos conocimos, cuando fuiste lo bastante estúpido como para tratar de venderme un micrófono direccional que no tenía direccionalidad. ¿Cómo es que a estas alturas todavía no te has dado cuenta?

    Wilson chasqueó los dedos a ambos lados de la cabeza.  −No te oigo, Spellman. El enfisema también se me está comiendo los oídos.

    Marty sacó cincuenta billetes de 100 dólares del bolsillo de sus pantalones y los dispuso en forma de abanico sobre el sucio mostrador de cristal que los separaba.  −Cinco mil y te haces cargo tú de la entrega, mañana en mi apartamento. Es un precio justo Jo Jo. Los dos lo sabemos.

    Wilson no tuvo problemas para oír aquello, y miró el dinero como si fuese un excremento maloliente. Tomó aire y negó con la pálida imitación de luna que tenía por cabeza.  −Tienes más dinero que Dios ¿y esto es lo que me ofreces? ¿Cinco mil dólares de mierda?−  Echó la máscara hacia un lado y escupió saliva imaginaria.  −O diez mil o nada.

    Marty puso un dedo sobre uno de los billetes de 100 dólares y a continuación lo deslizó hacia la izquierda.  −Y la oferta va disminuyendo. Tú dirás.

    −¡Esa cámara vale veinte mil y tú lo sabes!

    −Y tú probablemente la conseguiste por dos mil. Se llevó otro billete hacia un lado. −Mira. Es magia. El dinero desaparece.

    −Venga− dijo Wilson.  −Dame un respiro. Doris tuvo que ir al médico la semana pasada. Tiene que operarse. Necesito el dinero.

    Incluso si era cierto, Marty no tenía ninguna duda de que Jo Jo Wilson era un tipo demasiado listo como para haber llegado a los setenta años sin haber contratado un seguro médico. Aquello no era más que otra estratagema.

    −Son tiempos duros para todos, Jo Jo. ¿Has visto cómo está la economía? La cosa está que da asco. Ayer mismo, en la zona sur del Bronx, vi a una anciana asando una paloma en un basurero de metal. Retiró otro billete y lo arrugó con la mano hasta que desapareció en el puño cerrado.  −Imagina lo que podría hacer ella con este dinero.

    −No puedo ni imaginarte en el Bronx.

    Marty puso un dedo sobre otro billete.

    Y Wilson cedió. Cogió el dinero y lo contó dos veces antes de metérselo en el bolsillo de la camisa.  −No te harás famoso por tu generosidad, Spellman, puedes estar seguro. En todo caso, ¿para qué necesitas una cámara así? ¿Tienes otro caso?

    −Siempre tengo otro caso, Jo Jo.

    −¿De qué se trata esta vez? ¿Otro asesinato?−  Tomó una bocanada de aire.  −¿O te vas a cargar a algún miembro de la alta sociedad por engañar a su mujer?

    Marty no lo sabía. El día anterior por la mañana había recibido la llamada de Maggie Cain, una novelista superventas cuyos libros recibían ahora el aplauso de la crítica. Era la escritora favorita de su exmujer. Durante la breve conversación Cain le había preguntado si podían reunirse a las seis del día siguiente, pero no había ofrecido más detalles. −Preferiría que hablásemos en persona− dijo.  −Tengo motivos de sobra para que no me gusten los teléfonos, ni fijos ni móviles.

    Aquello despertó el interés de Marty. Su trabajo podía llegar a cansar. Anotó la dirección, dijo que allí estaría y colgó el teléfono.

    Faltaban cuarenta minutos para las seis.

    Miró a Wilson, que estaba cerrando la válvula de oxígeno.  −Venga hombre, guárdate al menos unas gotas− dijo Marty.  −Necesito que sigas con vida para que mañana me entreguen la cámara.

    −Claro, claro.

    −Sabes que te quiero, camarada.

    −Y una mierda.

    −Es cierto.

    −Entonces recomiéndame una película. Mi mujer quiere ver algo reconfortante.

    −¿Tal y cómo estás? Cocoon es la mejor alternativa.

    −Que te den por el culo, Spellman.

    Con una sonrisa, Marty dejó la cámara posada en el mostrador, salió de la tienda y giró a la derecha en la Quinta Avenida.

    MAGGIE CAIN VIVÍA EN la Calle 19 Oeste.

    Cuando Marty llegó al estrecho edificio de piedra rojiza le echó un vistazo a las flores que adornaban las ventanas, al llamador de bronce en la puerta de caoba y a una entrada que debía de estar recién barrida.

    Cuando Cain salió a recibirle se encontró con una mujer joven, de poco más de treinta años, con una cabellera morena que le llegaba hasta los hombros. Su ropa indicaba que era una persona demasiado ocupada para preocuparse con trivialidades: unos vaqueros desgastados y una camiseta blanca. No llevaba maquillaje, lo que sorprendió a Marty, porque hacerlo la ayudaría a ocultar la desdibujada cicatriz que se extendía desde el ángulo del ojo izquierdo hasta el extremo de la boca.

    Ella estiró la mano, que Marty estrechó con la suya.  −Es usted muy amable por haber venido− dijo ella.

    Tenía una mano fuerte que apretaba con firmeza, mostrando tanta seguridad como su voz.  −Es un placer− dijo Marty.  −Tenía muchas ganas de que llegara este momento.

    −Yo también. Ella se hizo a un lado, revelando un recibidor que se extendía ante ellos en diversos tonos de luz y oscuridad.  −Sé que es usted un hombre ocupado− dijo.  −Entre para que podamos hablar.

    Él la siguió por un pasillo cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías, cuadros y dibujos que le llamaron la atención, hasta la sala de estar, que olía a rosas frescas. Observó que en una esquina de la sala había un piano de cola, sobre cuya tapa cerrada había varias fotografías montadas en marcos de plata. Sobre el alfeizar de la ventana situada tras el piano había un gato negro sentado con elegancia, observando atentamente la ciudad.

    −Esa es Baby Jane− dijo Maggie, señalando hacia el gato con un movimiento de cabeza.  −La rescaté de la calle hace años. Ella es la auténtica dueña de la casa.

    −¿Entonces, es con ella con quien debería estar hablando?

    Maggie se rio.  −De hecho, seguramente respondería, pero me temo que tendrá que conformarse conmigo. ¿Le apetece beber algo? Tengo de todo, pero si prefiere algo refrescante prepararé una jarra de té helado.

    −El té es perfecto.

    Marty aprovechó su ausencia para echar un vistazo a

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