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Enrique IX
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Libro electrónico197 páginas2 horas

Enrique IX

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Información de este libro electrónico

La reina de Inglaterra tiene 93 años. El proceso de elevar al trono a un nuevo monarca ya se está organizando. Su hijo, el príncipe Carlos, es el heredero natural. Sin embargo, alguien está intentando alterar la línea sucesoria. Hay más de 140 personas en la línea esperando ser monarcas. Si el príncipe Carlos, por alguna razón, es incapaz de acceder al trono, entonces el siguiente en la línea, el príncipe Guillermo, se hará rey. Si él tampoco puede, el príncipe Jorge será el siguiente en la línea, y así continúa bajando la lista. Se están llevando a cabo retorcidos planes. La señora Pion Ciana Victoria Lancaster, conocida entre sus amigos como Ciana, es la número treinta y siete. Guillermo Jorge Tindall Mountbatten es el número treinta y ocho en la lista de la familia real. Ataviado con un disfraz y bajo el nombre de Escipión, Guillermo Mountbatten se encuentra accidentalmente con Ciana en un pub londinense. Tiempo atrás, un general dijo la famosa frase “Ningún plan de batalla sobrevive al contacto con el enemigo”. Eso es justo lo que ocurrió cuando Ciana y Escipión se encontraron.
IdiomaEspañol
EditorialTektime
Fecha de lanzamiento15 oct 2020
ISBN9788835412472
Enrique IX

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    Enrique IX - Charley Brindley

    Capítulo uno

    Hoy, 23 de junio, Nueva York

    Scipio

    Scipio deambulaba por el cementerio de Trinity Church buscando una lápida específica. Llevaba papel de calco, cinta protectora y carboncillo en su mochila.

    Mientras esperaba ver la lápida que buscaba, hacía copias de otras lápidas para justificar su motivo de estar allí.

    En otros cementerios había encontrado lápidas de hombres con la misma fecha de nacimiento que él tenía, pero los detalles no habían terminado de cuadrar.

    Necesitaba un muerto nacido en su fecha de cumpleaños, sin familiares vivos y con una constitución y apariencia semejante a la que tenía Scipio cuando estaba vivo; un hombre caucásico de aproximadamente 1,80 metros, constitución atlética, cabello castaño oscuro y ojos marrones. Había encontrado diversos hombres con las mismas características físicas, pero todavía tenían familiares cercanos vivos. Nunca servirían para su propósito.

    «Eh, amigo. ¿Qué estás haciendo?».

    Scipio se dio la vuelta y encontró a un guardia de seguridad tras de sí. El muchacho de barriga cervecera plegó sus enormes brazos, enseñando una pistola enfundada en su cadera derecha.

    Lo último que Scipio quería era ser multado o arrestado. «Tan solo estoy haciendo unos esbozos». Abrió un rollo de papel de estraza. «He aquí uno de los que ya he terminado».

    «Ah, un esbozo de lápidas, ¿no? Está bien. Es solo que hemos tenido cierto vandalismo últimamente y tengo que revisar a todo el mundo».

    «Perdón. Cuando entré no vi a nadie. De lo contrario, habría pedido permiso. Quiero preservar las lápidas, no profanarlas».

    Scipio mantuvo un tono de voz suave y evitó dar más información de la necesaria. No preguntó nada que pudiera dar pie a conversación para así no mantener al guardia ocupado demasiado tiempo. 

    «Sí, no hay problema. Suerte con eso».

    «Gracias». Enrolló el dibujo. «Solo quiero hacer un par de ellos más y salgo de aquí».

    «Claro, tómate tu tiempo».

    Metió el esbozo en su mochila. Cuanto menos tiempo pasara hablando, mejor. No quería dejar una huella duradera, incluso si estaba vistiendo uno de sus disfraces; esta vez, era un hombre de mediana edad, con barba y bigote entrecano, y sus mejillas estaban marcadas por cicatrices de viejos forúnculos. Siempre se creaba una apariencia en la que nadie querría estarse fijando durante mucho tiempo, sin ser a la vez algo fácil de recordar.

    «Genial. Hasta la vista», dijo Scipio.

    El guardia de seguridad ya se había girado para seguir su camino.

    Scipio recorrió las tres últimas hileras de tumbas, leyendo las fechas de nacimiento.

    Nada. Hora de irse al siguiente cementerio.

    * * * * *

    La autopista de Brooklyn-Queens atraviesa el cementerio Calvary, cerca del Departamento de Sanidad de la Ciudad de Nueva York, en Long Island.

    En el amanecer del martes Scipio aparcó en la calle 48, cogió sus materiales de calco y entró en el cementerio. Echó una mirada a los campos de estelas, las cuales se elevaban como brotes de bambú de granito y mármol que crecen con ayuda de fertilizante humano.

    Guau. Dos millones setecientas mil tumbas. Menos mal que me he traído el almuerzo.

    Caminó durante dos horas, sin poder encontrar lo que buscaba.

    Pensando en justificar su presencia en el lugar, Scipio se arrodilló y sacó una hoja de papel sobre una lápida. Según esparcía el carboncillo por la superficie, las fechas de nacimiento y defunción se iban materializando junto con el epitafio; «Aquí yace un ateo bien avituallado y sin lugar adonde ir».

    También sería posible divertirse un poco con este trabajo.

    Se detuvo para sentarse en un soleado banco rodeado de muertos y se comió su sándwich de mermelada y mantequilla de cacahuete. Tenía media docena de esbozos, pero no tenía identidad todavía. Se acabó su Dr. Pepper, tiró las sobras a una papelera llena de rosas de plástico descoloridas; entonces volvió a la búsqueda solitaria de su nueva identidad.

    Había encontrado seis lápidas con su fecha de nacimiento, pero cuatro de ellas eran de mujeres, una de un hombre que todavía tenía a su viuda viva y la sexta era de alguien nacido en China.

    Solo después de las tres de la tarde Scipio encontró a otro candidato. Encendió su iPad, encontró la necrológica del hombre y sonrió al ver los detalles. A través de Google localizó una foto del hombre, quien aparecía de pie con su nueva esposa bajo un arco decorado con flores. Databa del 11 de julio de 2017. Según su necrológica, él y su mujer habían muerto en un accidente de tráfico en el 2019 sin dejar descendientes.

    Maldito Tim, al fin te he encontrado.

    Echó un vistazo a la tumba que estaba junto a la de Timothy Delenor.

    Hola, Sra. D. Lo siento por su prematura muerte.

    Scipio deslizó su Rolex de oro, dejando el reloj en el interior de su muñeca. Hizo un esbozo de las dos lápidas; después se fue a casa a hackear un rato.

    A medianoche ya tenía el carné de conducir del Sr. Timothy Morton Delenor, su última factura del agua, su certificado y lugar de nacimiento y, lo más importante, su número de la Seguridad Social.

    A la mañana siguiente, después de crear un nuevo carné de conducir usando Photoshop, su propia foto, su nueva dirección temporal y una pequeña y útil plastificadora, Scipio fue a la oficina de correos para que le hicieran una foto y así obtener un pasaporte. Pagó los cincuenta dólares adicionales para acelerar el proceso.

    Scipio había trabajado como programador en una empresa de software durante tres años. Durante aquel tiempo formó parte de un grupo de piratas informáticos «de sombrero negro». No solo aprendió cómo construir una puerta trasera a toda aplicación que registró, también tuvo acceso a la Dark Web, donde compró sofisticados programas que le permitían infiltrarse a través de los firewalls más fuertes del planeta, incluso de aquellos para bancos chinos. Aquellos programadores de la Dark Web habían instalado accesos traseros a miles de programas de software comerciales, permitiéndoles colarse en los sistemas informáticos de bancos, empresas de información crediticia y, lo más sencillo de todo, agencias gubernamentales como los departamentos de vehículos automotores y de archivos de antecedentes penales.

    Tuvo que hacer una pequeña limpieza en los archivos del Sr. Delenor, ya que había sido arrestado cinco veces por conducir ebrio, había poseído seis tarjetas de crédito por encima del límite permitido y había dejado de pagar las facturas mensuales.

    Cuando el Departamento de Estado de los Estados Unidos investigara al Sr. Delenor utilizando su número de la Seguridad Social y su número del carné de conducir para expedir su pasaporte, sabía que encontrarían un historial impecable recientemente limpiado por él.

    Capítulo dos

    Hoy, 17 de junio, Londres, Inglaterra

    Ciana

    Todo estaba repleto de fotógrafos, compradores de moda y escritores a lo largo de la pasarela, tanto en los laterales como al final de esta.

    Odiaba el ajustado vestido de color cóctel esmeralda que exhibía, pero lo lucía con aires de ostentación, como si hubiera sido hecho a medida para ella.

    Poinciana Victoria Lancaster siempre estaba nerviosa en las sesiones fotográficas. Sabía que tenía una silueta estupenda y se consideraba razonablemente bella. Es solo que tenía que asumir una actitud altiva en la pasarela, un comportamiento totalmente opuesto a su alegre y extrovertida personalidad habitual. Sin embargo, tenía que ganarse la vida y desfilar era todo lo que sabía hacer.

    Alta, pero no delgada, su pelo era del color de la chatarra, apagado por difusos destellos de luz solar congelada. Rizos esponjosos rebotaban en sus hombros, sombreando su talla 32 copa C.

    Ciana, tal y como la conocían sus amigos, era una aristócrata extraña que poseía poco más que su título. A los diecinueve años, ella solita luchaba cada mes para pagar su mitad de alquiler en un pequeño piso. Era un lugar adorable en Hillingdon, cerca del Aeropuerto de Heathrow, en Branpton Lane, pero aun así algo caro para su bolsillo. Las cuatrocientas libras mensuales eran demasiado para ella.

    El piso estaba cerca de una estación de metro, lo que le era muy útil a la hora de ir a cualquier zona de Londres para sus sesiones fotográficas. Quizá en un año o algo más podría comprarse un MINI Cooper de segunda mano. Aunque, por el momento, el metro y Uber deberían bastar.

    Su compañero de piso era un chico maravilloso; guapo y tan solo un año mayor que ella. Él compartía con ella las labores de mantener el apartamento limpio y arreglado, y ocasionalmente también cocinaba para ambos. Normalmente hacía la limpieza después de la cena, dejándole a ella tiempo para el trabajo de clase. La mayoría de las tardes pedían comida a domicilio. Ella asistía a clases nocturnas en la Universidad de Westminster, esforzándose por obtener un grado en diseño de moda.

    Ciana y Bradley habían llegado a un acuerdo sobre las visitas nocturnas; si alguno de ellos quería pasar la noche con un amigo, el otro compañero de piso haría planes para dormir en casa de un colega. Era un poco incómodo, pero rara vez ocurría más de una o dos veces al mes.

    A Ciana le gustaban las citas, pero siempre acababa una relación antes de que derivara en algo serio. Había otras cosas más importantes a esas alturas de su vida.

    Eso era una de las mejores cosas que tenía Bradley; el sexo. Nunca fue un problema entre ellos, ya que él era gay, lo que le convertía en un maravilloso colega y confidente. Tener sexo al margen de una relación amorosa hacía la vida mucho más fácil. El sexo, los celos y más tarde el rencor siempre parecían ir de la mano. Ella no quería dramas.

    Ciana se detuvo al final de la pasarela, hizo una pose con su mano izquierda sobre la cadera, alzó la nariz al aire y dio un giro sobre sus afilados tacones. Exagerando el movimiento de sus caderas al terminar el giro, dio la vuelta sobre la pasarela; entonces salió del escenario directa a cambiarse para su próximo desfile de acentuada pomposidad esnob.

    Algunos investigadores piensan que una mujer menea su trasero de forma distinta a un hombre porque su diseño pélvico no es como el de este, con el fin de que se pueda realizar correctamente el parto. Esos cerebritos son unos charlatanes.

    Una mujer con un trasero bien definido lo mueve provocativamente porque sabe que los hombres se lo están mirando. Cuando una mujer se aproxima a un hombre, este se fija en su cara y luego le mira los pechos. Cuando esta se aleja, el hombre no hace sino comerle las nalgas con la mirada. Por otro lado, a las mujeres también les gustan las nalgas bien definidas y los hombros anchos que parecen acentuarse en comparación

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