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La migración
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Libro electrónico203 páginas4 horas

La migración

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De Pablo Maurette conocíamos sus extraordinarios ensayos filosóficos, El sentido olvidado y La carne viva, ambos de gran repercusión entre los lectores y la crítica. ¿Qué ocurre cuando alguien de ese perfil da el salto a la ficción? Bueno, no hay una regla escrita. Hay resultados buenos, malos y regulares. Pues bien, en el caso de Maurette es el mejor de los resultados. La migración, su primera novela, atrapa por su inteligencia, su ironía, la forma en que los acontecimientos se desarrollan y la seguridad, en la lectura, de estar ante a un narrador consumado.
Pasemos a los hechos. Estamos en Buenos Aires en 2041. Ante la inesperada aparición de un documento perdido, tres hombres se juntan a recordar a un amigo que desapareció misteriosamente en Chicago 25 años atrás. A lo largo de una noche interminable de excesos en una Buenos Aires vagamente distópica, la lectura del documento recobrado se entrelaza con la crónica del asesinato de un profesor de historia de las religiones, la historia de Rumania en el siglo XX y la creencia atávica en la transmigración de las almas. La intriga nunca se detiene, como tampoco termina, luego de haber llegado al final, el recuerdo de haber leído una novela hermosa.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2020
ISBN9789873731525
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    La migración - Pablo Maurette

    F.B.

    1

    Me van a matar. Hasta hace tres horas era una sospecha que con el correr de los días había engordado alimentándose de mis miedos como esas alimañas hematófagas que viven en las almohadas de pluma y vacían de vida a los durmientes, primero sumiéndolos en una modorra crónica, luego enfermándolos y, finalmente, matándolos. Ahora ya no me cabe duda. Son las once y cuarto de la noche. Es jueves diecinueve de mayo de 2016. Me lo dijeron en la esquina de Elston y Spaulding. You’re a dead man. En realidad, fue más lento y modulado. You are a dead man. Me estaba por subir al taxi y Amelia, que ya estaba adentro, vio al hombre que salía del restaurante y me indicó con un movimiento de cejas que venía alguien. Me di vuelta y lo vi. Tenía el delantal salpicado de manchas de comida, bandana roja y sandalias de plástico. Supuse que nos habíamos olvidado algo. Me extrañó que mandasen al cocinero. Amelia lo miraba acercarse con atención y una pequeña sonrisa expectante. El taxista, un hombre de Etiopía o de Eritrea, quizás un keniata, participaba de la situación con una expresión vacuna. Saqué el teléfono. Eran las ocho y treinta y tres. El taxista nos apuró. We go? Me di vuelta. Todo duró menos de quince segundos. Mucho menos. Diez. Cinco, quizá. Cuando tuve al tipo encima, me envolvió en un vaho de axilas, cigarrillos, colonia mentolada y sopa de repollo. Me acercó la boca al oído y susurró con el inconfundible acento rumano: you are a dead man. Dio media vuelta y volvió al restaurante. Subí al taxi entre incrédulo y divertido, como si me hubieran contado algo que le concernía a otro. Arrancamos. Amelia me acarició el lóbulo de la oreja. I’m a dead man. Ella me miró extrañada. Nos reímos. I’m a dead man. Amelia volvió a reír. I am a dead man, repetí fuerte. El taxista se dio vuelta, lanzó una carcajada y empezó a toser, atragantado con su propia saliva. I’m a dead man, I’m a dead man, I am a dead man, hasta que Amelia me hizo callar con un pellizco en la nuca. Todo muy simpático, pero a mí me van a matar.

    Va a ser mejor que empiece desde el principio: la Nochebuena pasada, acá en Chicago. Me había comprado pata y muslo de pavo en Walmart, una latita de puré de arándanos rojos, papas de rotisería y una botella de vino australiano, Pinot Grigio, tapa a rosca. Estaba solo y estaba contento. Cuánta paz, qué silencio, cuánto tiempo libre para matar con aplomo para un as de la procrastinación como el que escribe. Afuera, las calles, los autos y los árboles estaban cubiertos por un generoso manto de nieve. La ciudad sumida en un silencio sepulcral. Las familias, calentitas, mirando la tele, envolviendo regalos, preparando la comida. No muy lejos de casa, los gorilas del zoológico de Lincoln Park durmiendo amontonados en sus cunas de aserrín. Un poco más lejos, en el centro, los mendigos con suerte jugando a las cartas en refugios climatizados y los menos afortunados, vagando por Lower Wacker en busca de algún ducto que escupiese vapor. Y yo, solo como un hongo y feliz como una perdiz.

    Promediaban mis vacaciones de Navidad, cuatro semanas en casa, leyendo a Giordano Bruno, escuchando a Vasco Rossi, fumando cigarrillos indonesios que echan humos florales, tomando whisky de Kentucky y cervezas belgas, chocolatadas y fortísimas, subiendo la calefacción y abriendo las ventanas por las noches, haciendo saludos al sol por la mañana y flexiones de brazos (dos series de treinta) cuando cae el sol, a las cuatro y pico. Era la primera vez que pasaba Navidad solo. No podía ser peor que tantas Navidades en lo de mi tío en Beccar, sin papá, que se negaba a ir (asimilado, puede ser, traidor nunca, decía), y con mamá mortificada, que se disculpaba con su hermano y con mis abuelos por su marido. De esas Nochebuenas en la casa de mi tío me quedan el piso de losa y el olor a humedad, los asados atroces a cuarenta grados, el pasto amarillento del jardín, la pileta llena de gente, el olor a cloro, los regalos a medianoche (costumbre insólita) bajo el arbolito de plástico, el pan dulce Los Dos Chinos, la sidra Real, la liturgia bárbara de los petardos, todo el mundo derritiéndose y, al final de la noche, alguien que vomita. Esta vez pasaría Navidad solo y sería un acontecimiento tan insignificante como cualquier otro. Hace dos mil quince (¿o dieciséis, o catorce?) años nació en Belén un judío excepcional y hoy en Chicago ha caído una nevada bestial y Aarón está solo en su departamento y va a comer pata y muslo de pavo y va a tomar vino blanco mientras a lo largo y a lo ancho del mundo cristiano las familias se reúnen alrededor de mesas bien provistas y dan cuenta de cornucopias y discuten frivolidades y se recriminan tonterías apasionadamente y se hacen regalitos descartables y se dan besos de amor filial, fraternal, conyugal.

    ¿Y si me tomaba un taxi a O’Hare y volaba a Buenos Aires y sorprendía a todos y me daban besos de amor maternal paternal fraternal feral estival y lloraban y llorábamos todos y comíamos vitel toné y pionono y pan dulce sin fruta abrillantada, y tomábamos sidra y venían todos mis amigos alertados por mi hermano, y toda mi familia también, todos, los vivos y los muertos, Rom y Camila incluso, y brindábamos y hacíamos los catálogos de mis barrabasadas del pasado, cuando era malo y delinquía y vandalizaba escuelas públicas (yo, el chico de colegio privado), y nos reíamos y todos decían qué tipo increíble Aarón, es único, francamente único, ahora vive en Chicago, acá no hay nadie como él, yo la verdad que nunca conocí a alguien así, qué suerte haber coincidido con él en el espacio y en el tiempo siendo que, como dijo Giordano Bruno, el espacio y el tiempo son infinitos, qué suerte que sea mi hijo hermano amigo primo vecino cuñado tocayo compañero de banco conocido de mi novio profesor de batería ex compañero de judo paciente sosías alumno de inglés admirador ex amante amor imposible? ¿Y si hacía aquello y pasaba todo esto?

    Estaba perdido en estas y otras fabulaciones cuando sonó la chicharra del teléfono en vibrador. Era un mensaje de texto. Un mensaje alarmante. De Buenos Aires. De una mujer. Una mujer del pasado cercano. Una mujer a la que frecuentaba cada vez que viajaba a visitar a mi familia. Tenemos que hablar, decía. ¿Qué pasa?, respondí. ¿Embarazada? Imposible. No de mí, al menos. No daban los tiempos. ¿Separada? Absurdo. Era una mantenida. ¿Viuda? Dios no lo permita. Tenía que ser lo otro. Hablemos asi por msajito no, me retó. No puedo hablar, estoy en la biblioteca, decime por acá y decímelo ya, exigí. ¿La biblioteca un veinticuatro de diciembre? Era inverosímil. Por suerte no se dio cuenta. O, si se dio cuenta, no dijo nada. Cdo podes hablar?, ella. Sandra, por el amor de Dios, ¿se enteró? Decímelo ya porque saco pasaje a Phnom Penh y me rajo hoy mismo. Jajaja no es eso tonto no podes ser + atacado vos eh aparte te iria a buscar hasta el infierno lo conoces mejor q yo. Me senté, o mejor dicho aterricé sobre una silla, aliviado y exhausto. Qué tipa enervante. No respondí. No se puede vivir así, siempre con el Jesús en la boca, como diría mamá. El teléfono volvió a vibrar. No q capaz Anibal se va d viaje en abril asi venis. Qué feo eso de capaz, pensé. Casi respondo: incapaz. No, mejor no, que no me odie, no la puedo hacer enojar, a ver si, despechada, le dice a Aníbal que la acoso, o inventa algo peor. Me excusé, estoy ocupado ahora, después hablamos, me despedí y juré no volver a escribirle nunca más. Revoleé el teléfono que cayó sobre uno de los almohadones del sofá, picó y terminó en la chimenea intacto, desgraciadamente. Yo, que minutos atrás me regalaba con fantasías de una vuelta a la patria impromptu, una sorpresa maravillosa para todos mis seres queridos, una gran fiesta de cariño, ahora temblaba de nervios como un cobayo. Y como suele pasar cuando lo arrebatan a uno violentamente de una ensoñación diurna, tomé una decisión imprevisible, típica de alma destemplada. Saldría a la calle, iría a comprarme algo, un regalo de Navidad. Eran casi las cuatro de la tarde, los negocios todavía estarían abiertos. Me abrigué y salí.

    La nieve me llegaba a la mitad de las pantorrillas. El problema ahora era qué comprar. Tenía que ser algo que vendiesen en un radio de dos, máximo, tres cuadras. Hacía un frío de lobos. Ropa usada, no. Había comprado un corbatín en la feria americana de la esquina y la primera vez que me lo puse encontré dos ácaros disecados entre los repulgues. Alcohol, tampoco. El palestino de la licorería de la otra cuadra solo vende matarratas. Tenía que ser un libro, desgraciadamente. Por aquellos días la idea de comprar libros me repugnaba. Hay que cargarlos, ubicarlos con cierto criterio entre los otros libros de la biblioteca, y entonces empieza el proceso tortuoso de no leerlos. Pasan los días y uno sabe que están ahí esperando con esa paciencia exasperante de los objetos y, de vez en cuando, uno los abre, los hojea, los cierra y los devuelve. Y siguen pasando los días y la culpa por no leerlos se intensifica, agravada por el cálculo de cuántos libros no voy a leer nunca y sabiendo que, de los que sí leí, con suerte me acuerdo de apenas un detalle vago, una imagen, un nombre quizás, una sensación, alguna que otra subtrama y, en casos rarísimos, la trama entera, o parte de ella, más bien. En fin, tenía bibliofobia. A pesar de ello, entré a la librería del gordo. Buscaría material impactante. Algo sobre caníbales, tal vez.

    La calefacción me empañó los anteojos y empecé el ritual tedioso de quitarme las capas de abrigo, cuando uno de los dos gatos persas que se la pasaban durmiendo en la vidriera se me prendió a la pierna derecha y empezó a afilarse las garras contra el corderoy. El gordo vino a mi rescate de inmediato. Era un hombre de piel curtida por el lastre de vicios y enfermedades. Un alma obesa de librero triste rebalsaba por las órbitas de sus ojos celestes. Pidió disculpas por la impertinencia del felino y me avisó que estaba por cerrar. Le pedí cinco minutos. ¿Qué buscás?, preguntó. Algo sobre Jeffrey Dahmer. True Crime, at the end of History, dijo y señaló hacia el fondo del primer pasillo. Recorrí la sección dos veces, a vuelo de pájaro y en vano. Hice una última barrida de ojos poniendo un poco más de atención y, de pronto, un volumen de lomo violeta se destacó entre todos los otros lomos negros, grises, verdes, naranjas. Lo rescaté de su apretado cautiverio y vi el título. The Magical Murder of Professor Culianu. El autor, Alaistair Danton, enseñaba Escritura Creativa en la Universidad de Loyola, en Chicago. En la tapa, la foto de un hombre con anteojos. Professor Culianu, especulé no sin razón. Lo di vuelta y lo que leí en la contratapa desencadenó una serie vertiginosa de acontecimientos que continúa hasta el día de hoy y que seguirá su proceder, como un río desbordado, mañana, el día después de mañana y hasta que termine todo, hasta que me maten.

    El veintiuno de mayo de 1991, Ioan Petru Culianu, un profesor de Historia de las Religiones, fue asesinado estilo ejecución en Hyde Park, en el campus de la Universidad de Chicago, leí. Tuve la extraña sensación de que acababa de pasar algo importante y volví a leer. Mayo del ’91. Asesinado estilo ejecución. University of Chicago. Leí nuevamente, esta vez atónito. Culianu. Asesinado estilo ejecución. En la Universidad de Chicago. En el baño del Departamento de Historia de las Religiones. Eso es en Swift Hall, donde desayuno todos los días, a veces almuerzo ahí, en la cafetería del subsuelo. Tres pisos arriba, en el baño, Ioan Petru Culianu, profesor de Historia de las Religiones, fue asesinado estilo ejecución el veintiuno de mayo de 1991. Hojeé el libro y el estupor no hizo más que intensificarse. Era un estupor lúcido, comprendí que estaba frente a lo que vulgarmente se llama una revelación. Abaniqué las páginas y las siguientes palabras parecieron despegarse del papel, como ídolos tridimensionales de tinta que se estiraban para captar mi atención, para que mis ojos se aferrasen a sus afilados contornos alfabéticos: Renaissance, emerald, Culianu, gunshot, eros, Romania, toilet, Giordano Bruno, cahoots, Ceauşescu, debacle, fruition, Mircea Eliade, vinculis, Bucharest, Securitate, ludibrium, Borges, Kumari Kandam, excandescence, tupilaq, Madame Blatavsky, Chicago, divinity, murder, Miron Costin, caldera, execution-style, metempsychosis, Culianu, Culianu, Culianu.

    Cuando fui a la caja, el gordo dormitaba sentado en un taburete con el codo empotrado en la rodilla y la cabeza apoyada sobre la palma de la mano, un coloso vencido. Levantó la vista. ¿Dahmer? No, Culianu, respondí, y él asintió con aprobación. Pagué, me abrigué y salí a la calle. Llegué a casa, me desvestí, me puse el pijama y me senté a leer. Hice una pausa para comer a eso de las siete, me serví un whisky y seguí leyendo hasta que terminé el último nombre del índice en la página doscientos veintitrés. Faltaba poco para la medianoche. Me serví otro whisky, abrí la ventana y prendí uno de esos cigarritos indonesios que echan humos florales. El aire gélido de la noche me despabiló. Feliz cumpleaños, Jesús, pensé. Ahora sos un dios bebé pero, dentro de treinta y tres años vas a ser el rey de los judíos y te van a torturar y te van a humillar y te van a matar por decir barbaridades, como a Bruno, como a Ioan Petru Culianu. El frío me endureció la punta de la nariz. Estaba abotagado, me sentía sucio, empachado por la panzada de letras. Le mandé un mensajito a la chica que me gustaba. Priscilla se llamaba. Se llama. Es hija de un rabino. Feliz Navidad, hija del desierto, le puse. No recibiría respuesta hasta el día siguiente. Terminé el cigarrito y abrí un regalo que me había mandado mamá. Un libro de Anthony de Mello, que jamás leería. En la cocina encontré una caja de dulces que había comprado para llevar a una comida que después se canceló. Hablo de meses atrás. Me metí en la boca un bombón de mazapán, pero tras un par de masticadas cambié de idea y lo escupí por la ventana. Cerré, apagué la luz, me lavé los dientes y me fui a dormir.

    Esa noche tuve un sueño inusualmente vívido. Estaba sentado en el cráter de un volcán que se alzaba en medio de un lago. A mis pies, la pendiente empinada que terminaba en el espejo verde botella de las aguas. El lago, salpicado de pequeñas islas marrones y desiertas, se extendía hasta confundirse con el cielo. No había horizonte. Brillaba el sol, pero no hacía calor. No soplaba una gota de viento. La bóveda del cielo, celeste cósmico, se cerraba sobre el mundo y, en su expansión cristalina, producía una sensación de quietud que presagiaba una calamidad inminente. En algún momento, yo me daba vuelta y me asomaba a la boca del volcán, de la que subía el olor de un gas venenoso. Me asomaba más, a riesgo de caer, y creía oír el rumor de un arroyo que corría allá abajo en el fondo del cráter. El sonido del fluir de agua se hacía cada vez más fuerte y me invadía una sed tremenda, que devenía súbitamente un impulso impostergable de cambiar de estado, de moverme, pues en aquel universo onírico todo estaba en reposo. Entonces, me incorporaba, me posicionaba en el risco, como un clavadista experimentado y, en puntas de pie, los brazos en cruz, saltaba y caía raudo en palomita por la garganta del volcán al grito de banzaaaaaaiiiiiiii. Un extraño zumbido acompañaba la caída libre. Zumbaba mi cuerpo entero y zumbaban las fauces del volcán, como si me estuviera tragando un gato gigante que deglutía con fruición y ronroneaba. De pronto, el zumbido se exteriorizó y abrí los ojos. En la mesita de luz, el teléfono vibraba. Una llamada de mi madre que no atendí. Traté de volver a dormir, pero el teléfono vibró otra vez. Era un mensaje de Priscilla. ¿Vos festejás Navidad?, no salgas a la calle hoy, decía. Ok, darling, respondí de inmediato. Eran las diez de la mañana y una tormenta de nieve que venía desde el polo castigaba a la ciudad con la fuerza de mil demonios.

    Tengo que ir al baño, interrumpió el que escuchaba. El que leía, aparentemente irritado (aunque nunca sabremos si lo estaba, pues era un maestro de la ambigüedad gestual), apoyó la carpeta sobre la mesa, se sirvió lo que quedaba de Coca-Cola y se lo tomó de un trago. Cocucha refrescucha, dijo en una exhalación. A través de los grandes ventanales del bar, la luz de la tarde se ablandaba transformándose poco a poco en el manto granulado del anochecer. En la intersección de las dos avenidas, el tráfico humano, un caos de hormiguero pisoteado, se intensificaba y

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