La pirámide
Por Sergio Bizzio
4/5
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Siempre está el humor, aunque esta obra no tiene nada de humorística. Al contrario, estos cuentos tratan sobre la vida y el destino de unas criaturas; impiadosos, sin embargo los tres son cuentos tiernos. Los relatos atrapan y los sucesos se desencadenan en un libro que brilla por la fluidez y excelencia de su prosa, por la apuesta por la invención y por la originalidad de sus tramas.
Tres cuentos perfectos, tres pases de magia.
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La pirámide - Sergio Bizzio
Ríos
La mancha
Como casi todo el mundo, Derlis veía una serie de manchas muy pequeñas, grises y translúcidas, comúnmente llamadas moscas volantes
, que según le habían dicho eran pedacitos de sustancia gelatinosa pegados al globo ocular; las veía porque estaban en los ojos, precisamente, y las veía desde hacía décadas. Esa mañana cuando despertó había una mancha nueva.
A las otras nunca las había podido observar con detenimiento (eran de lo más huidizas), pero las conocía, por lo menos a las mejor definidas, que eran las más antiguas, y estaba totalmente habituado a ellas. Esta le molestó enseguida. Era compacta, sólida, negra, de bordes regulares. Se movía como las otras, describiendo las mismas curvas, pero a veces hacía una pirueta independiente, como fuera de programa, lo que le llamó la atención.
La veía únicamente en el ojo derecho, muy de reojo. Estaba ubicada al límite del campo visual, y avanzaba flotando hasta la pupila, de donde se retiraba a toda velocidad cuando intentaba hacer foco en ella. La mancha lo acompañó durante toda la mañana. Al mediodía, de pronto, desapareció.
Un rato después del almuerzo volvió a verla. Esta vez tuvo la impresión de que no estaba en el ojo sino afuera. Puso una mano abierta entre el ojo y ella, y la mancha quedó del otro lado, oculta. No se había equivocado. ¿Qué era eso?
Trató de agarrarla. No hubo caso, la mancha se escabullía a la velocidad del rayo. Dio tantos manotazos al aire que quedó exhausto y completamente transpirado y fue a darse una ducha. Por alguna razón, la mancha se mantuvo apartada –quizá por la razón más obvia: evitaba el agua–, a un metro de distancia o más; en relación con su tamaño, debía ser una distancia considerable.
Ni bien cerró la canilla, la mancha volvió a acercarse. Entonces la vio en el espejo. Flotaba a centímetros de su sien derecha.
Derlis dio vuelta la cabeza a un lado y otro y la mancha acompañó el movimiento sin retrasarse ni adelantarse un solo milímetro, como unida a su sien por un cable de acero invisible. Hizo un nuevo intento por agarrarla, luego otro, y otro, y de golpe giró la cara hacia la izquierda. Fue un giro sorpresivo y violento. La mancha, siempre fija en su posición, chocó sin ruido contra el espejo y cayó en línea recta sobre el mármol del lavamanos.
Derlis fue en busca de una lupa y la apuntó sobre la mancha.
Lo que vio lo dejó helado. Era un platito volador.
Necesitó mirarla varias veces para convencerse de que, en efecto, no era una mancha sino una nave. Y aun así no lo podía creer. No tuvo más remedio que aceptarlo cuando en la base de la nave se abrió una puerta y salió una luz redonda, muy brillante, y enseguida otra, y una más.
Las tres lucecitas, tan pequeñas que podían ocupar la cabeza de un alfiler, dieron una vuelta en fila india alrededor de la nave. Parecían estar examinándola. Al cabo de una breve inspección debieron levantar la vista hacia la lupa, porque se apretaron de pronto unas contra otras temblando asustadas: el ojo que habían seguido durante horas era diez o veinte veces más grande.
Dejó caer la lupa sobre ellas