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La banda de los polacos
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Siete chavales polacos que no son polacos emprenden una misión de ayuda al prójimo que oculta un maquiavélico plan.
En esta novela hay un viejo quiosquero llamado Borges que elucubra sobre la existencia de Dios y tiene extrañas visiones. En una de esas visiones entrevé a una banda de polacos, siete en concreto —acaso como los siete locos de Roberto Arlt—, que son polacos no porque hayan nacido en ese país, sino porque son rubios y de piel blanca en un país de gente de tez morena.
Los siete polacos son siete chavales que, espoleados por la Yesi —la Polaca llamada también la Colorada porque no es rubia, sino pelirroja y la más blanca de todos—, deciden encontrar un objetivo en la vida: hacer el bien, ayudar al prójimo. Acuden entonces a la iglesia del pueblo y convencen al sacerdote —y este al obispo— para que los apoyen en su misión, y empiezan a ser conocidos como los Wojtyla. Pero este cometido, maquinado por la Yesi, oculta un plan secreto y maquiavélico que pretende vengar el motivo que originó el color de su piel y su condición de polaca.
Federico Jeanmaire, uno de los talentos más singulares y deslumbrantes de la actual literatura argentina, nos ofrece una nueva muestra de su ingenio exquisito y desbordante.
Autor
Federico Jeanmaire
Federico Jeanmaire (Baradero, Argentina, 1957) es licenciado en Letras, profesor universitario y especialista en El Quijote. Como novelista ha obtenido premios muy importantes en su país, como el Rojas, el Emecé y el Clarín. En Anagrama ha publicado Miguel, una biografía ficticia de Cervantes: «Un retrato entintado, ruptural, estudiado y nada académico de Cervantes, y un intento de novela histórica que se salta algunas reglas del género. Un logro y un juego» (Luis Antonio de Villena, El Mundo); Tacos altos: «Ideal para redescubrir a un autor argentino original, capaz de construir un mundo personal con estilo propio y cercano» (Diego Gándara, La Razón); «Bellísima historia sobre la transición de la infancia a la vida adulta, las dudas existenciales, la búsqueda de la identidad individual, el choque cultural entre Oriente y Occidente, y la pulsión de venganza» (Quimera), y Amores enanos (finalista del XXXIV Premio Herralde de Novela): «La novela más divertida del año... Una fábula corrosiva... escrita con una pulcritud de acróbata. Un libro sin duda recomendable» (Alberto Olmos, El Confidencial); «Jeanmaire muestra una solvencia técnica magistral y con ello consigue una de esas narraciones absorbentes que (...) lleva a la lectura de un tirón... Tantos momentos divertidos de la novela enmascaran un implacable retrato sobre la imposible convivencia humana» (Santos Sanz Villanueva, Mercurio).
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La banda de los polacos - Federico Jeanmaire
Índice
Portada
Polonia del sur
Borges
Siete
Cinco
Una
Jonathan
Caramelos
Ipomea
El sermón de la maceta
Fresno, luna y billetes
El lado oscuro de la belleza
El quiosquero sabe más que google
Tres
Mensajes
Solos pero acompañados
Treinta y nueve
Un corto paréntesis
Elián rodríguez
El jardín de los milagros
Dos
Carla
Puertas y puertas
La última cena
Las manos de dios
Un segundo paréntesis
Jueves santo
El amor cambiará el mundo
África del norte
Créditos
Yo era polaco.
Testamento,
WITOLD GOMBROWICZ
protejo lo absurdo
como si fuera lo único
sensato que queda
El mecanismo del agua,
ALEJANDRA SANTORO
Un huracán no dura toda la mañana.
LAO TSE
POLONIA DEL SUR
Me tapé los ojos y vi una banda de polacos. Eso le había dicho al Polaco el viejo Borges, el propietario del quiosco más concurrido de la villa, el más elegante, el que queda justo enfrente de la iglesia. Se lo había dicho hacía muchos años, cuando el Polaco todavía era un nene. Ahora, el Polaco lo recordaba en voz alta frente a los otros varios polacos que lo rodeaban. Cuando me percaté de que cruzabas, de que venías para acá, me tapé los ojos y vi una banda de polacos, recuerda el Polaco desde algún entusiasmo que le dijo el viejo Borges aquella vez.
El Polaco era el mayor de siete hermanos.
El mayor y el único polaco de la familia.
Sus hermanos no. Sus hermanos eran bien oscuros. Tan oscuros como su madre.
Era el único polaco de la familia pero no el único polaco de la villa. Había más polacos. Un montón de rubios blanquitos más. Varios de los cuales, ahora mismo, estaban escuchando atentamente lo que contaba que le había dicho, hacía años, el viejo Borges.
Por eso.
Porque ahora estaba rodeado de otros tan polacos como él, había preferido momentáneamente dejar de ser el Polaco para avisarles a los demás que su nombre era Braian.
–Soy Braian.
Les avisó a los que escuchaban.
Y enseguida continuó.
Aquella vez el viejo le había dicho que se tapó los ojos y vio una banda de polacos. Una banda de entre uno y diez polacos; que la imagen le había durado apenas unos segundos y que, en tan poco tiempo, no había podido establecer con precisión de cuántos polacos se trataba. Más de uno y menos de diez, le aseguró. Aunque no había podido contarlos y esa imposibilidad planteaba el difícil asunto de la existencia de Dios: solo Dios podía definir el número exacto de polacos que había visto mientras se tapaba los ojos durante algunos segundos. De cualquier manera, por supuesto que si en el futuro aparecía alguien capaz de contarlos que no fuera Dios, en ese improbable momento Dios dejaría de existir. Ergo, Dios todavía existe, había terminado el viejo Borges aquel día.
Los polacos se habían reunido en la placita triste y pelada que queda justo al costado de una de las salidas de la villa. A pedido de la Yesi, se habían reunido. Pero no eran amigos. Y como no eran amigos y la Polaca, la que había invitado a la reunión, no abría la boca, al Braian se le había ocurrido desafiar el mutismo general contando aquello que le había dicho, años atrás, el viejo Borges, el dueño del quiosco más sofisticado de la villa.
Braian dijo lo que dijo y volvió el silencio a la plaza.
Un buen rato.
Hasta que otro de los polacos, mirando hacia algún punto perdido entre las hojas más altas del solitario fresno que había a la derecha de la escena, argumentó que algo no le cerraba del cuento, que el viejo no podía haber visto ninguna banda, que uno no ve nada cuando se tapa los ojos.
Otro de los polacos le dio la razón.
Enseguida, un tercero atribuyó el hecho de que el viejo no pudiese saber con exactitud el número de polacos que conformaban la banda a los pocos segundos que había mantenido los ojos tapados; que nadie de la villa era tan bueno en matemáticas, que se necesitaba tiempo para sumar, que a ninguno de por ahí, por más viejo que fuera y aunque tuviese un quiosco enfrente de la iglesia, le alcanzaban unos pocos segundos para sumar nada.
–También eso es verdad.
Afirmó el polaco que antes había reconocido que nadie ve nada si se tapa los ojos. De inmediato, ese mismo polaco se encargó de terminar con las últimas dudas del grupo: aseguró que todos los villeros, incluso aquellos que no eran polacos, sabían perfectamente que Dios no existía, que Dios era un invento de los que no vivían en las villas.
El fresno había vuelto a su soledad habitual. Ya nadie le prestaba atención. No lo necesitaban. Los varios pares de ojos polacos se enfocaban en los del Braian con alguna ansiedad: esperaban la defensa que les debía de su relato.
Pero el Braian callaba.
No sabía qué decir.
Solo se le había ocurrido que la anécdota podía servir para romper el hielo. Tampoco tenía idea del motivo por el cual la Yesi los había reunido ahí en la placita. Con algo de desesperación, prefirió esquivar las miradas de los demás y refugiarse en los ojazos claros e imperturbables de la Polaca.
Ella entendió su desesperación.
Y aunque se tomó todavía algún tiempo para observar los alrededores de esa desesperación, la piba estaba decidida a asumir el liderazgo.
A la Yesi, a la Polaca, también la conocían como la Colorada. No era rubia como los demás polacos. Pelirroja y bien blanquita, la más blanquita de todos, hasta con pecas. Y no andaba en la joda. Casi una careta, la Colo. Sin embargo, estaba más buena que el pan calentito de la mañana. Por eso, con toda seguridad, fue que los polacos no habían tenido que hacer el menor esfuerzo para aceptar formar parte de la reunión.
Habían ido.
Para ver de qué se trataba.
O para tenerla a ella cerca al menos por un rato, mejor. Aunque, claro, al Braian se le había ocurrido el discurso ese que se había mandado. Y el resto de la tarde pintaba un desastre de sequía y de aburrimiento: ni una fresca había, solo el larguísimo y estúpido relato del polaco que se había presentado como el Braian.
–Polonia va a cambiar el mundo.
Se mandó la Polaca en medio de la desazón que se palpaba en el ambiente. Y continuó casi sin tomar aire: que el mundo estaba mal, muy mal, horrible, sucio, asqueroso, injusto, un desastre, que todo patas arriba, todo al revés, que había que terminar con tanta mierda de una vez y para siempre.
Pero no se detuvo ahí.
–Parece que no les gustó el cuento de Braian. Puede ser. Los entiendo. A mí también me cansó un poco. Demasiado largo. Sin embargo, si se animan a cambiar el mundo conmigo, tendríamos que empezar por cambiar los motivos que nos llevan a ese cansancio.
El silencio polaco era absoluto.
Esa perrita, lejos la más hermosa de la villa, también sabía decir y convencer.
Por eso, porque intuyó con facilidad lo que ocurría a su alrededor, la Polaca se animó a más: tendríamos que comenzar por cambiar algo módico; cambiar, por ejemplo, aquello que entendemos de lo que nos cuenta del mundo el viejo Borges o cualquier otro gil por el estilo, esa podría ser una buena manera de empezar a cambiarlo.
–No entiendo.
Dijo uno de los polacos.
El único polaco que, muy a pesar de la tremenda belleza de la Yesi, parecía no tener tantas ganas de permanecer por más tiempo en la ronda.
La Colo, entonces, se acercó hasta el polaco que había hablado y lo encaró. Desde muy cerca, le avisó que no quería conocer su nombre, que no le interesaba, que solo le importaba saber si tenía huevos para cambiar el mundo.
–Me sobran. Para eso y para lo que sea.
Contestó el polaco arrinconado.
–¿Vos sos el mismo machito que aseguró que Dios no existía, que eso era un invento de los que vivían fuera de la villa?
–El mismo.
–Eso habría que probarlo.
El polaco bajó los ojos.
No se animó a contestarle a esa mina tan linda y tan portentosa que era imposible probarlo, igual de imposible que demostrar su existencia. Bajó los ojos y se quedó callado en lo que comenzaba a parecerse, cada vez más, a un rincón penitente bien al sur de Polonia.
–A ver.
Dijo entonces la Yesi.
–Está claro que lo del viejo fue una premonición. Vio a varios polacos reunidos. Y eso es exactamente lo que somos ahora: varios polacos reunidos. Aunque no somos una banda. No todavía. Para convertirnos en una banda tendríamos que tener algún motivo, alguna razón, algún deseo común, algo que robar o algo por lo que luchar. El viejo lo imaginó. Tuvo una visión. Se tapó los ojos y apenas si lo vislumbró. Nosotros, hoy, acá, somos su premonición hecha realidad.
–Eso.
Afirmó el Braian.
Al pibe se le había transformado la cara. Sus ojos tenían otro brillo, casi reían de tanta felicidad. No podía dejar de masajearse la oreja izquierda. Quizá lo hacía por los nervios o, quizá, solo porque no sabía qué hacer con la alegría que le había caído encima apenas
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