La boca seca
Por Marcelo Carnero
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La boca seca - Marcelo Carnero
Primera parte
Los soles de noche se encendieron en una explosión. El vaho del kerosén se desparramó por el ambiente. El desconcierto podía medirse en los pasos descalzos de las viejas que no alcanzaban, que no lograban hacer pie en la noche. Iban y venían las sombras, sin distinguir qué dictaba ese murmullo, creciente en los oídos, desparejo. Los cuerpos, carcomidos por la costumbre, no entendían que fuera la hora de ser arrancados del sueño ni de las imágenes de aquella infancia remota, en la que los bailes todavía no habían sido castrados y la sangre cubría los pezones oscuros, los abdómenes tensos de las negras bajo el lechoso favor de una luna africana. Tampoco los caballos que afuera se inquietaban, encendiendo el ladrido de los perros, sentían que fuera la hora de echar a andar las piedras de los ojos.
Milagros, una de las esclavas, gritaba entre jadeos: vértigo calla la ciudad su amarillo en noches de vidrio el punzón la fiebre profanan la lengua enfundada con trapos desnudos pozos boca arriba arrancan los pechos atenazan hijos al silencio
.
El médico entró y miró el cuerpo volado por la fiebre sobre un colchón de paja en los establos. Abrió con los dedos la boca reseca. Le miró los dientes, las encías hinchadas, casi blancas. Alrededor se juntaron los esclavos. Rezaban, sosteniendo los amuletos entre los dedos transpirados.
—¿Ya tuvo cría? —preguntó.
Correa negó con la cabeza. Sabía que eso le bajaba el precio al ejemplar.
—A simple vista parece fuerte. ¿No pensó en venderla?
El médico metió la mano en el escote de la mujer y apretó.
Los esclavos se pararon de inmediato y quedaron estáticos, mascullando, ante un gesto de la fusta levantada de Correa. El médico continuó:
—Va a tener mucha leche. Piénselo. Con lo que saque de la venta puede comprar dos o tres. Siempre es mejor tener tres malos sanos que uno bueno enfermo —dijo sonriendo.
Revolvió con la mano dentro de su maletín y sacó un frasco de vidrio. Miró su interior. Le dio suaves golpes con la punta de los dedos. Dos largos parásitos se desperezaban con vapores de siesta.
—Habrá que extraerle sangre —advirtió.
Al salir, las lombrices se vieron más flacas de lo que parecían tras el vidrio.
—Acá están mis bellezas —exclamó mientras sostenía de la cola con una pinza una y después la otra lombriz, que se contorsionaba en el aire.
Apoyó los parásitos sobre un brazo de la esclava.
Los bichos se introdujeron lentamente en la carne. Dejaron sobre la piel un aceite brillante. El médico pasó un dedo por el pocito que se cerraba y se lo chupó. Los esclavos fruncieron las bocas de asco.
—Bien, en la medida en que mis animalitos crezcan, la fiebre comenzará a bajar. Que nadie se impresione, llegan a tamaños sorprendentes —dijo remarcando las consonantes, para después continuar—: Solo puede tenerlos tres días adentro. Contrólela. ¿Comprendió?
Correa asintió con la cabeza, después lo despidió en la puerta del establo.
El médico se fue cabalgando y a lo lejos, parecía que iba suspendido sobre el polvo que levantaban los cascos de su yegua.
Milagros durmió toda la tarde.
Vivi, que aquella noche la cuidaba junto a Amador, le pasaba la mano por la frente. En el ejercicio, parecía leer con sus dedos en la profundidad del sueño. Rezaba.
Amador la miraba con la cabeza hundida entre los hombros. Con los ojos un poco inquietos por el miedo.
—Hay que curarle el sueño —dijo la vieja, lagrimeando, entrando a un lugar vedado para el resto, frotándose el sentido. Y empezó a blanquear los ojos, que ya no tenían mirada.
El sueño de la vieja
—Muncho —decía la vieja.
Los ojos entrecerrados de ratona, tratando de fijar un límite y agregaba con la consonancia una cifra desconocida a la capacidad de la palabra.
—Mame —sugirió, y estiró la trompa al aire, oliendo o buscando.
Después levantó el trapo que la cubría y sacó una teta enorme que dejó correr de su pezón un blanco goterón de calostro.
El hombre sintió que viajaba subido a la gota. Caía con un peso de muerto.
—Basta —advirtió la vieja, y pasó la mano extendida por delante de su cara.
Corrió la sábana que colgaba como una cortina y un nuevo ambiente se abrió con fuerza.
La última vez que la visitaron, la vieja pidió que él escribiese su nombre en un papel. Luego lo tomó y pasó rápidamente sus dedos sobre lo escrito. Algo se desaforó como un libro abierto. La vieja se tomó un tiempo y ese tiempo pasó ensombrecido.
Él se desvanecía, viajaba encima de la gota, volvía opaco como una luz vacía.
Ahora estaban ahí, la vieja le observaba el rostro de fragmentado, se sobaba las manos. Tarareaba unos sonidos acordonados. Puso yuyos a quemar. Después cerró los ojos y volcó la cabeza hacia adelante, eructando. Un charco se formó en medio de sus pies, abastecido por un hilo de baba que le caía desde la boca entreabierta.
El hombre quebró los eructos de la vieja, se derrumbó y cayó al piso.
En un giro del cuello, la vieja salió del trance y clavó los ojos blancos, vacíos, en los de Amador y habló gruesamente:
—La arena... la arena lo cubre... —dijo alucinada.
Los fragmentos de luz que entraban por las ventanas se convirtieron en un cristal filoso. En la casa se preparaban para recibir a los invitados de la cumbre.
Correa, sentado en su sillón, fumaba y meditaba sobre los comentarios que harían sus invitados cuando se enteraran de los gritos, de la locura de los esclavos por la noche. Y en cómo iban a tener motivos para pensar que ese seguía siendo un lugar donde solo vivían unos miserables. Recordaba el desprecio sufrido tantas veces desde que se inició en el comercio. Cuando su padre lo llevaba a las grandes reuniones y él se pasaba las noches tomando whiskys que le quemaban la garganta, siempre escapado de la risa de los otros. Reuniones en las que, después de discutir el nuevo precio del tasajo o el trigo, se festejaba descorchando los mejores vinos, atando mujeres a las camas, cazando cuerpos a caballo.
En una de esas reuniones mordió por primera vez el hueso del amor. Después lo buscó, sin saber, vaciando su deseo, con la culpa ardiéndole la lengua.
Siempre llegaba en una imagen deforme, aquella mano que una vez lo rozó en el centro, ahora oscuro, ahora muerto de la inocencia.
Vivi hizo un fuego, tomó su amuleto y agradeció. Puso a calentar agua. Partió una galleta y despertó a Amador.
Tomaron mate, impresionados por lo sucedido durante la noche. Después se largaron a hablar, poco a poco.
—Hay que irse de acá pronto —dijo Vivi—. Lo que está pasando no es bueno.
Amador chupaba la bombilla de la calabaza estirando la trompa. Cuando terminó, siguió jugando con ese ruido tan particular del mate vacío.
Afuera el aire se sostenía con una rítmica cardíaca. La vieja que lo observaba en silencio le dijo:
—Dame el mate para acá, si no querés que te dé... —hizo un movimiento con la mano como si le fuera a pegar.
El negro, imperturbable, estiró el cuello para atrás y le ofreció el mate vacío. Vivi se lo arrancó de la mano y continuó:
—Te estoy enterando de algo importante.
Amador la miraba sin decir nada.
—Hay que llevarse a Milagros de acá, algo terrible va a pasar, necesito que nos ayudés.
Al fin el esclavo se rascó la cabeza y después de desperezarse largamente, habló con la lengua lenta, con la boca llena de ronquidos graves.
—Pero usted se volvió loca o qué, ¿dónde?, ¿eh?, digamé dónde vamos a ir ni con Milagros ni con nadie nosotros. Si en derredor de esto, ¿qué hay?
—Cimarrón, no sé para qué te dejé crecer a vos, mirá que sos... Si no me querés ayudar no me importa, me la voy a llevar igual. No voy a dejar que le hagan nada de lo que dice el mata hombres ese. Lo único que quiere es quedarse con ella, tan bonita que es... tenemos...
En ese momento entró Correa. Los esclavos hicieron silencio.
—¿Le bajó la fiebre?
—Y un poco le ha bajado patrón, por lo menos no mencionó palabra mientras dormía —respondió Vivi mirando al suelo.
—Bueno, ustedes dos terminen de haraganear, lávenla un poco. Después vuelvan al trabajo.
—Gracias, patrón, gracias —dijeron al unísono la vieja y el negro y se retiraron.
Al principio los esclavos fueron arriados desde distintos puntos. Los traían a pie, encadenados, kilómetros y kilómetros. Muchos morían de hambre. A otros se les blanqueaba la piel, se les cubrían los cuerpos de llagas, el pus se les volcaba por los poros, la fiebre les vaciaba los intestinos. Los sacaban de los Quilombos, los asentamientos que armaban en los montes. Los ejércitos del gobierno central iban a perro, machete y pólvora, contra facas, gomeras y tambores. Se desató una guerra que duró mucho tiempo. Eran poblaciones poderosas.
Los asentamientos que al principio eran casi invisibles en la inmensidad del monte se convirtieron en verdaderas fortalezas con el paso de los años. Cuentan que cuando terminó la resistencia, el gobierno mandó a quemar todo. Algunos grupos quedaron desparramados a lo largo del territorio, pero casi sin conexión unos con otros. Ya no representaban un peligro y estaban más bien absorbidos por las haciendas cercanas.
Vivi era una de las sobrevivientes de los primeros grupos que trajeron. Perdió a su marido y a su hijo en una revuelta. Tenía el cuerpo bordado por los costurones de los latigazos. Cuando llegaron Amador y Milagros, que estaban huérfanos, los crió. Todos la respetaban, por su edad y por ser la encargada de curar al grupo.
Ahora era difícil que cualquier cosa llegara hasta esos pueblos y ni siquiera a Dios se le perdonó la espera. Cuando murió el cura, a la iglesia de a poco