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El ladrido del tigre
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El ladrido del tigre
Libro electrónico137 páginas2 horas

El ladrido del tigre

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A la desaparición de siete perros le sigue la desaparición de una mujer y, más tarde, la aparición de unos cadáveres en un arroyo isleño del delta del Tigre. De todo se esboza una explicación, unas conjeturas a veces delirantes. Con esos motores y con el particular clima social de la isla, El ladrido del Tigre toma impulso narrativo y se lee desde la primera página como una novela de misterio situada en un paisaje de arroyos, riachos y juncales y con personajes pintorescos que no son lo que parecen, que cambian a medida que avanza el relato. En la isla "había lugares en los que parecía que uno cruzara un cementerio sin tumbas", escribe el narrador, inquietante. Novela de misterio, novela de género, en El ladrido del Tigre la pintura social es la excusa para entregarse a la narración de una trama intrigante que es al mismo tiempo una reflexión sobre las conductas humanas.
IdiomaEspañol
EditorialBlatt & Ríos
Fecha de lanzamiento30 oct 2021
ISBN9789878473239
El ladrido del tigre

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    El ladrido del tigre - Osvaldo Baigorria

    Si me dijeran que hay unicornios en la luna, yo aprobaría o rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero podría imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmaría de antemano que el hecho era imposible.

    —J. L. Borges

    ¡Al diablo con el paisaje! El paisaje es tremendamente estúpido. Preferiría mucho más un robo, aunque fuese pequeño.

    —W. Gombrowicz

    Uno

    La imposibilidad de una isla

    El primer indicio de que me había mudado a un lugar equivocado fue la desaparición de los siete perros del matrimonio vecino que vivía a trescientos metros de mi casa. Hoy puedo decir que fue un indicio, pero en aquel momento sólo me pareció algo curioso. Es difícil detectar el significado de un hecho en el momento en que ocurre o apenas ha sucedido. Ahora creo que puedo ver los acontecimientos con más claridad, después de mi vuelta a tierra firme. Igual debo reconocer que la isla hubiera sido un buen lugar para pasar la pandemia. Dicen que no hubo un sólo caso de coronavirus, pese a que allí nadie quiso vacunarse y, además, por la reducción del turismo y del exceso de tráfico humano, reapareció la fauna de origen, desde lobitos de río hasta ciervos de los pantanos. Viva la naturaleza, habrán gritado algunos fans de la naturaleza viva. Yo aprendí a ser más cauto, desconfiado, en la isla.

    Veía a los canes esas mañanas en las que salía a caminar y, conociéndome, ya no me ladraban, aunque sí se alteraban cuando pasaba acompañado por algún vagabundo de esos que suelen adherirse a las caminatas humanas. Me parece que eran siete, nunca me los puse a contar, pero el número coincide con lo que dijeron otros vecinos. Quizá eran cinco o seis, pero sonaban a siete. Aun si hubieran sido seis eran sin duda demasiados para una sola casa, aunque tuviera un extenso terreno a resguardo tras una cerca. La mayoría de la gente con perros tenía dos o tres, cuatro como mucho. De todos modos, la presencia –y de pronto la ausencia– de un grupo grande de perros tras una cerca era notoria para alguien que pasara caminando frente a la casa. Pasé un día, y al otro, y al otro también, y de pronto ya no los veía por ningún lado. Eran lindos animales: un par de caniches, y otros de razas pequeñas o cruzas que no supe determinar, más un pitbull, y un siberiano que me caía simpático y que casi siempre movía la cola como saludándome al pasar.

    También dejé de ver a la mujer de la casa, aunque esto al principio no me llamó la atención. No se la veía muy seguido y, además, muchas mujeres iban y venían o se iban y no volvían jamás. Eso se decía. Como el almacenero de La Pulpería, a quien todas llamaban el pulpero, cuando le pregunté por ella: "None of my business". Pronto advertí que la isla podía ser inhóspita para una mujer, sobre todo si vivía sola, sin protección familiar o apoyos de grupo; en cambio, siempre resultó atractiva para solitarios. De aquella mujer se decía que era médica anestesista, retirada y con muchísimo dinero y que había comprado esa propiedad para montar una guardería canina. Al principio me pareció raro que tuvieran a los animales encerrados detrás de una cerca alambrada, ningún vecino lo hacía, todos dejaban a los perros sueltos para que pudieran bajar al muelle, meterse en el agua, así que tenerlos a resguardo podía verse como un gesto de buena vecindad. Luego escuché que la anestesista había tenido la idea de cuidar perros que los dueños dejaban solos por días o semanas enteras para que no quedaran sueltos en el monte y se dedicaran a exterminar la fauna local; sería algo así como una defensora de animales que al final se habría quedado con varias mascotas que los dueños nunca vinieron a buscar. Las pocas veces que la vi me dio la impresión de que estaba enferma o agobiada, con la piel pálida, el cabello escaso, la mirada casi siempre al suelo como si le costase concentrarse para caminar –claro que el terreno es irregular en la isla, uno puede tropezar con alguna raíz o resbalarse en el barro– y casi nunca saludaba a nadie. Él, en cambio, era más bien del tipo simpático, saludador, de sonrisa entradora. Bastante más joven que ella, y del color opuesto, cabello negro largo, piel morena, aspecto aindiado, buenos músculos, atractivo. Pero no se le conocían amigos en la isla. Salía poco de su casa, al menos en la época en la que estaba su mujer. Era un matrimonio que casi no tenía relaciones con vecinos. En eso no eran raros.

    Las certezas en la isla tendían a resbalar como pies sobre lodo fresco: nadie sabía cuándo alguien estaba o no en su casa. La gente se encerraba, sobre todo en invierno, aunque no sé cómo, pese al encierro, las voces se echaban a correr, a veces a nadar. Lo primero que se dijo es que la mujer había abandonado al marido llevándose a todos sus perros. Igual era imposible que los hubiese podido subir a una embarcación, incluso de noche, sin que nadie se enterase. Su casa estaba en la zona más angosta de un arroyo que se volvía innavegable cuando había agua baja y una pequeña embarcación no podría jamás contener a todos esos animales. Además, el alboroto que armarían habría despertado los ladridos de los perros vecinos. Se dijeron muchas otras cosas: que la mujer había dejado al marido porque descubrió que él tenía una amante, cierta muchacha de rizos negros que vivía en una cabaña cercana; que había viajado a Canadá donde tenía hijos de un matrimonio anterior; que estaba internada en un hospital quizá por alguna operación. En el único almacén de la isla alguien le preguntó al marido, y parece que lo único que él dijo es: Se fue.

    La pandemia me salvó de la idea loca de ponerme a escribir un policial de terror sobre estos hechos para presentar a un concurso de subgéneros –policial, terror y fantasía– que fue postergado por la crisis y la falta de fondos –esa fue la explicación oficial– y que terminó siendo más discutido que truco entre tartamudos. ¿Policial o de terror? Se puede hacer un policial de terror en el sentido de malo, más que por terrorífico. ¿Novela negra o hard-boiled? Esta última expresión es asombrosa y tendrá un origen patriarcal porque hay que tener imaginación para suponer que un cínico tiene los huevos bien duros. Pero en este campo los míos serían apenas poché, así que renuncié a poco de empezar. Había comenzado a fantasear con esa idea a principios de la pandemia sin tener ninguna destreza ni suficientes lecturas en esos géneros/sub. Sí tenía algunos datos que podrían servir para un non-fiction o quizá para el guión de uno de esos films basados en hechos reales en torno a las misteriosas desapariciones y muertes dudosas o muertes sin duda que ocurrieron durante más de cinco años en medio de aquel paisaje de ensueño, un paisaje que era el único rostro que la isla mostraba a sus visitantes.

    Para la época en la que sucedió todo esto debían vivir allí de modo permanente unas treinta o cuarenta personas; es difícil calcular. Yo llegué a conocer a unas veinte más o menos permanentes, si bien entre las que iban y venían nunca se podía estar seguro. Había varias viviendas de fin de semana, residentes transitorios, una población que aumentaba según la temporada (en verano se cuadruplicaba). Y los límites eran imprecisos: el monte se extendía hacia el noreste y cada tanto en la maleza crecían chozas precarias, inmigrantes ilegales. Por suerte se trataba de una isla grande y la densidad poblacional era baja: suponiendo que hubiese unos cincuenta residentes fijos, entre legales e ilegales, eso daría 1,25 personas por hectárea dentro de esas cuarenta hectáreas exploradas y holladas por pie humano hasta aquel momento, aunque se calculaba que esa porción poblada o transitada debía ser un tercio del total, una totalidad que incluía cierta zona de pantano boscoso o monte pantanoso a la que era imposible ingresar, territorio de anfibios, víboras, batracios. En algunos mapas viejos aparecía como La Reculada, lo que originó el chasco de llamarla Reculeada; en planos más nuevos figuró como Pavo Fiambre, que es el nombre del arroyo que la corta casi por la mitad (si la hubiera cortado entera, habría dos islas); en otros no tiene nombre. La gente le decía simplemente la isla. En realidad, a todas las islas del delta le decían la isla.

    La vida isleña es como el agua de los ríos, arroyos y canales opacos que ocultan su fondo, en un delta de agua dulce que arrastra toneladas de sedimentos durante cientos de kilómetros, donde el lodo abunda y el agua sube y baja según la luna o el viento. Hay pleamar y bajamar todos los días y si el viento sopla en cierta dirección, sube el agua, y si sopla en la dirección opuesta, baja. Recuerdo que cuando descendía a tal punto que mostraba las arenas y el limo del fondo cercano a las orillas, reaparecían muchos objetos perdidos: quizá una sandalia, botellas, vidrios rotos, juguetes de niños, algún teléfono celular. El accidente más común era la caída de un teléfono celular de las manos cuando uno estaba hablando o manipulándolo sobre un muelle: el aparato sería demasiado pesado para que lo arrastrara la corriente, pero en aguas tan opacas y arcillosas es difícil abrir los ojos sumergidos para encontrarlo, a menos que se porten antiparras, y aun así la oscuridad sería total. Si el agua no estaba muy alta, uno podía meterse a revolver con los pies descalzos por si tocaba algo duro en ese fondo, aunque de repente se podía llevar la sorpresa de alzarse con un hueso. De animal, en principio.

    Las gentes del lugar tenían el mal hábito de arrojar sus desechos orgánicos al agua, con el justificativo de que los huesos de carne o aves y otros restos de comida podían terminar siendo alimento para peces. A veces también arrojaban desechos inorgánicos, porque al Pavo Fiambre nunca llegaba el servicio de recolección de basura, y aunque las más responsables se acostumbraron a transportar sus vidrios y plásticos hasta tierra firme, muchas continuaron enterrando esos residuos en el fondo de sus terrenos como relleno para que las tierras ganen altura, y unas cuantas se acostumbraron a volcarlos disimuladamente al agua. Así que se podían encontrar sorpresas durante los días de bajante.

    Una de esas sorpresas fue el cuerpo humano que apareció sumergido cabeza abajo en el limo del fondo un mes más tarde de que desaparecieran los siete perros junto a la mujer del vecino. Dos niños lo divisaron; el primero habrá anunciado: Ahí veo una bota con un pie adentro y apenas el agua bajó un poquito más, el segundo gritaría: Hay otro pie con una bota puesta. Distintos puntos de vista desde dos orillas, la izquierda y la derecha. El agua bajó un poco más y se descubrió que se trataba efectivamente de dos pies, pantorrillas, rodillas, muslos, cadera y medio pecho sumergido. Algún vecino dio aviso a la policía y pocas horas más tarde ya estaban las lanchas de la prefectura y agentes con trajes de neopreno intentando sacar el cuerpo enterrado en el limo, tarea difícil porque al primer tirón se quedaron con las botas en las manos.

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