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Tormentas
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Libro electrónico150 páginas3 horas

Tormentas

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Tormentas actualiza una antigua y notable tradición literaria argentina: la de la violencia desatada de la naturaleza operando sobre los cuerpos, sobre el deseo, sobre las pasiones. La potencia de la naturaleza transformando a las personas, descontrolándolas, desatando dramas.
Juan Zorraquín tiene un oído sensible, finísimo, capaz de trasladarlo a sus cuentos, de forma que nosotros, sus lectores, también escuchemos el eco lejano de Sarmiento, del determinismo climático (el calor de la pampa vuelve taciturno al gaucho), de la tensión entre civilización y barbarie; pero también el clima agobiante de La inundación, de Martínez Estrada (personajes “capaces de los mayores excesos”); y luego, quizás a través de Borges, de las tormentas anglosajonas (Melville), para volverse, ya más cercano, eco del materialismo brutal de Fogwill, a su vez eco de la sexualidad igualmente brutal de Osvaldo Lamborghini.
El arte de Juan Zorraquín reside en hacer equilibrio en la punta de ese iceberg, sin por eso abrumar sus cuentos de citas o mensajes en clave; sino al contrario, con la naturalidad y la sencillez de quien se sabe perteneciente a una larga herencia.

Prólogo de Luis Chitarroni.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2013
ISBN9789873731655
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    Tormentas - Juan Zorraquín

    Tormentas

    Los dos náufragos

    Parecíamos estar destinados a mantener siempre los vínculos que habitualmente se mantienen entre empleadores y empleados. Destinar o destino son palabras grandes y complicadas en la tierra monótona de una pampa que ofrecía todo el cielo del verano. Sus pomposas nubes hechas de rojos sangrientos parecían apuñaladas por una poderosa forma de la belleza. Pero fueron el viento desatado sin escrúpulos y la lluvia que trajo poco más tarde los que variaron las rutas fijas en que nos movíamos. Viento y lluvia se lanzaron sobre nosotros como si tuvieran vida y estuvieran indignados por algo que nadie podía saber qué era. Parecía una tormenta hecha para el mar, heraldo de algún huracán; quizá se lamentara de estar vagando por allí en esas pampas sin enemigos en vez de jugar con las arbitrarias formas del agua y dibujar olas y tormentas que aterraran a ciudades y barcos felices en su ausencia.

    Seguramente fue el tiempo lo que nos llevó allí y no el destino. Entonces estoy cierto en decir que lo hicieron el viento y la lluvia. Nos obligaron a buscar un refugio en la tapera del fondo del malezal. Tapera que solamente vi antes, mientras cruzaba a caballo en algunas ocasiones, lejanas y fortuitas, pero donde nunca entré por ser un lugar sin ningún interés especial y quedar afuera de mis recorridas habituales.

    Fue allí, opacada toda realidad, en las brumas grises del agua rebotando en todos los rincones de una casa devastada por el abandono donde vi sus ojos profundamente ambiguos en el color pero sobre todo en su mirada. Una cosa es ver unos ojos, otra sentir una mirada y después verla.

    El viento no ahorraba sus gemidos y sus quejas, los relámpagos inquietaban. Pero más clara que ellos era su mirada, que inevitablemente me hacía mirarlo todo entero, mojado y semidesnudo, mientras Basilio intentaba encender un fuego porque el frío empezaba a molestar. La claridad de sus ojos pertenecía a una totalidad que se advertía como fuerza en una masa de músculos hechos con el mismo material de equilibrio y poder, forma compacta que no marcaba músculos pero que revelaba toda la concentrada potencia de su vigor. La piel era oscura y brillaba. En sus músculos, descubrí, se basaba su destreza con el lazo y su agilidad de tigre que era fama en toda la estancia, en todos los campos por donde anduvo.

    Las leñas secas estaban en un rincón y lo que era para mí el inicio de un temor y una aventura para contar parecía una rutina para Basilio. Fue él quien había conducido hacia ese refugio cuando todavía cierto naranja se sostenía en el cielo. Su instinto le hizo hablar.

    –Se viene el agua y es agua grande.

    El ruido de un rayo que hizo temblar hasta la tierra que era el piso de la tapera no lo inmutó. Me obligó, por el sacudón de miedo que me crispó, a admirarlo un tanto más por su firmeza que por sus ojos, que eran ahora para mí extrañamente bellos.

    Los caballos estaban adentro, con nosotros, y así de asustados como yo con la tormenta. Las calchas servían de asiento para mí. Basilio estaba ocupado en hacer mate. El suyo, el caballo de Basilio, era un bayo con crines blancas, y tenía el mechón largo del medio, tusado estaba, como si se estuviera domando, pero se mantenía quieto como el mío, un alazán viejo de galope perfecto y manso como son los caballos de los patrones.

    Él estaba en cuclillas y yo recostado cuando me acercó el primer mate hecho en una lata con agua de lluvia en el fuego de la tormenta. Lo miré lo más intensamente que pude y él no bajó los ojos. Le dije gracias. Y él contestó, las merece.

    Su perfil mostraba una pequeña nariz recta y labios anchos, le pedí que girara para mirarlo y le pedí sin temor que sonriera.

    Él acató porque le hizo gracia el pedido, no por obedecer una orden. Su sonrisa guardaba el elegante equilibrio que tenía todo su cuerpo, pero sus dientes eran blancos y grandes, asombrosamente alegres. Su mirada sutil era menos poderosa que su sonrisa, e indetenibles en esas circunstancias viajaron hacia mi centro.

    Se agregaba a mi observación minuciosa la confianza lenta y constante que me produjo su imprevista guía. Yo quería volver y él parecía aceptar. Con su modo casi mudo, sin embargo, impuso su voluntad. Nos quedaríamos en la tapera hasta que pase lo peor, pero lo peor no pasaba y ahora estábamos ahí, yo admirándolo, y él cebando mate para ambos. Las paredes se sostenían aún, las ventanas y puertas eran amplios agujeros agrandados, los caballos entraron sin dificultad aunque algo remisos por el miedo, los techos altos y las chapas todavía resistían el agua, pero las goteras eran la regla.

    La tapera tenía tres habitaciones comunicadas por puertas interiores. Emplazada muy cerca del molino y un poco más lejos del llamado arroyo hecho por una sucesión muy interrumpida de bajos, como pequeñas lagunas alargadas escoltadas por algunos árboles escasos, algo así como palanganas aisladas sin aparente unidad, de la que solo se advierte su continuidad cuando llueve grande. En la casa olvidada siempre había leña, mate y una lata para el agua, que dejaban los peones porque en el fondo del campo a veces era importante matear, se necesitaban tres horas para volver a las casas.

    Nunca entiendo, cuando me encuentro con algunos de los peones, cómo sienten y qué piensan, pero semitonos y silencios me marcaron con claridad, cuando insistí en volver hasta las casas, que el tal Basilio no quería continuar de ningún modo, por eso le agradecí, quizá de haber estado sin mí lo hubiera hecho, pero su instinto cuidador nos llevó a la tapera. No creo que el agradecimiento le sonara a otra cosa que a convención.

    –No hubiéramos llegado con esos truenos, estos rayos y el agua cayendo a baldazos.

    –No, patrón –contestó.

    El mate empezó a circular lento y yo hablaba para mantener la calma, pero Basilio repetía sí y no y solo con presión consignaba algunos detalles de su vida, que tenía veintitrés años y dos hijos, que trabajó desde que se acuerda, que su padre fue capataz de La Loma, una estancia grande que hoy está para la venta, decadente y arrendada. Eran diez hermanos y me informó que su mamá vivía en el pueblo con los cuatro menores.

    El fuego daba algo de calor, que luchaba contra el viento helado y me arrastré hasta sentir la proximidad de las llamas. Este movimiento me pegó a su cuerpo, percibía un olor ácido y desagradable que tenía un carácter para mí impreciso. Sudor seco, cuero y tierra generan ese intenso olor que emanan los hombres en estas tierras.

    Nunca lo olí en mujeres. Olor a sobaco no alcanzaba para definirlo.

    Me recosté y entrelacé mis manos para sostener mi cabeza y cerrando los ojos me evadí del temor creciente que me daba la tormenta.

    Quería concentrarme en algo diferente que no fueran problemas, pero una y otra vez mi mente giraba en blanco, el viento no cesaba y la noche empezó a ganar el día. Solo había una débil claridad cuando me sorprendió un recuerdo.

    Era una pelea, la había sostenido en mi adolescencia a la salida de una fiesta en San Isidro. El motivo era vago, haber bailado con una amiga de una prima que resultó la antigua novia de uno de los contrincantes de aquella pelea. Comenzamos a discutir entre la multitud que bailaba y nos citamos a la salida en un callejón oscuro. Yo estaba solo y ellos eran varios, pero mi furia era intensa. El primero fue sencillo y el segundo más difícil, soporté con firme resistencia los primeros golpes, cuando vi la sangre saliendo de mi nariz me descontrolé, con la cabeza gacha me precipité en el abdomen rival y en el suelo descargué varios golpes enardecidos, nos interrumpió un policía y terminamos en la comisaría. El recuerdo me hacía hervir el ánimo todavía y al mismo tiempo me dio algo de valor para soportar los truenos que de vez en vez reaparecían con renovada energía.

    –¿Sos de pelear? –le pregunté.

    –No me gusta, pero no le escapo.

    –¿Peleaste alguna vez? –insistí.

    No me respondió. Se levantó y se dirigió hasta la puerta, la cruzó y se llegó a la otra habitación donde estaban los caballos.

    Al volver, insistí.

    –Tuve una desgracia y maté a un hombre, estuve dos años preso, pero fue en defensa propia, el hombre era cazador, amenazó y golpeó a mi mujer, sacó él primero su cuchillo. Fue con su propio facón que lo maté. Mi mujer estuvo herida por un mes pero igual me tuvieron dos años –dijo sin que pudiera transmitir el más leve tono de queja o justificación. Contaba solo los hechos, como si nada más hubiera detrás de ellos–. Hace dos años que salí.

    Su mirada parecía idéntica pero cierta concentración en los rasgos de su cara la hacían más antigua, traía en el aire cierta tristeza.

    Nadie me había adelantado esa información, aunque creí recordar algún comentario hecho al pasar por el capataz Ortíz.

    Callé, si bien mis intenciones eran satisfacer mi curiosidad, algo inaudible en el tono de su voz me recomendaba silencio. Así estuvimos por un largo rato, yo no pensaba en nada, ni siquiera en la situación. Dormir era impensable, pero me perdí en imaginar cómo habría sido su prisión. Cierto temor me provocaba ese hecho, matar a alguien marcaba una diferencia en mi forma de ver las cosas. Basilio lo ignoraba. Un primo mío había asesinado a su mujer pero luego se había suicidado, estaba deprimido, era loco, nos dijimos y eso fue todo. Matar es locura, pero Basilio me probaba lo contrario. Nunca conocí a nadie que venciera el tabú.

    Recordé la petaca en mi campera, tenía whisky, la llevo siempre pero no la uso jamás, parte del disfraz gaucho, como el cuchillo, decía a mis amigos cuando en ocasiones les ofrecía un trago. El alcohol me haría entrar en calor y quién sabe tal vez cambiar el estado de ánimo que se ponía cada vez más oscuro, como la noche, que ya estaba encima nuestro. Además tomar es siempre un gesto cordial entre varones.

    Es una hermosa petaca de plata forrada con cuero de carpincho, que me regaló mi padre cuando dije que me encargaría de ese campo en Corrientes, junto con un rosario en forma de anillo de cobre para contar la hacienda. Alcohol y paciencia y una mirada serena para contar te va a ser necesario, me dijo. La llevo por costumbre y esta era la primera vez que tendría utilidad, nunca se sabe.

    Nada es sencillo y menos una tormenta en el campo. Debía cuidarme, ya lo había comprendido, de ciertas

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