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Asesino de Santas
Asesino de Santas
Asesino de Santas
Libro electrónico631 páginas6 horas

Asesino de Santas

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Información de este libro electrónico

Jack Kennett, un niño de trece años, se enfrenta a un asesino en serie que ha secuestrado a su novia.

Un psicópata que se pasea por la ciudad degollando a tipos disfrazados de Santa Claus.

Una desenfrenada carrera contra el tiempo hasta Nochebuena.

 

UNA NOVELA CARGADA DE GIROS INESPERADOS
¡NO PODRÁS PARAR DE LEER!

 

  • JACK KENNETT ES UN NIÑO DE TRECE AÑOS CON UN TRASTORNO AUTOINMUNE que lo confina a un dormitorio delimitado por un muro de cristal. Su novia ha sido secuestrada por un asesino en serie que parece guardar un rencor especial al mismísimo Santa Claus.
  • LA DETECTIVE RACHEL VANS LIDERA una desesperada investigación policial mientras que combate contra sus propios demonios y mantiene a raya una ominosa condición cardíaca.
  • ERICK DAYTON ES UN EX-SOLDADO QUE DISPONE SU DESTREZA MILITAR al servicio de Jack para dar caza al Asesino de Santas. Jamás recuperará su audición, pero tal vez pueda recuperar su honor.


¿Quién es el Asesino de Santas?

Súmate a la vertiginosa persecución.

IdiomaEspañol
EditorialRaff Minzer
Fecha de lanzamiento8 jun 2022
ISBN9789564045757
Asesino de Santas
Autor

Raff Minzer

Raff Minzer mostró desde pequeño una inclinación especial por degustar lasañas y libros en similar proporción. En un día normal, es posible encontrarlo con una buena novela en la mano y un tazón de medio litro de café negro en la otra (endulzado con miel), o imaginando que juega al tira y afloja con el cachorro de perro que sueña con adoptar (eventualmente).

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    Asesino de Santas - Raff Minzer

    ASESINO DE SANTAS

    Raff Minzer

    Si quieres saber más acerca del autor, puedes hacer click

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    O visitar:

    raffminzer.com

    Copyright©2021 Raff Minzer

    Publicado por Raff Minzer

    Derechos exclusivos de edición

    ©Raff Minzer

    E-Book ISBN: 978-956-404-575-7

    Diseño de portada: Raff Minzer

    Primera edición: noviembre 2021

    Todos los derechos reservados. Esta publicación o cualquier parte de ésta, incluido el diseño de la cubierta, no se permite reproducir ni transmitir de ninguna forma y por ningún medio, ya sea químico, mecánico, óptico, eléctrico, de grabación, de fotocopia, o que esté incluido en los sistemas de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso previo por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual

    Este libro es un trabajo de ficción. Todos los nombres, personajes e incidentes que tengan algún parecido con personas, lugares o eventos reales son pura coincidencia.

    Para Allan Turski y Liat Tapia

    PARTE I

    21 DICIEMBRE 2018

    1

    Eran las 07:00 AM cuando el plácido sueño de Jack Kennett se transformó en un infierno de guitarras eléctricas reverberando a toda potencia. Wake Up era el tema que había configurado para despertarse los viernes, y la banda de rap metal parecía tomarse muy a pecho el desafío.

    Acostado sobre el estómago, con los ojos aún cerrados, Jack estiró el brazo en busca del audífono manos-libres sobre la mesita de noche.

    «Fuck

    El retumbe infernal de los rasgueos eléctricos le impidió concentrarse en tantear el área superior del mueble. El incansable punteo del bajo y los furiosos gritos del vocalista eran parte de los razonables argumentos que su padre había traído a colación al sugerir una alternativa más serena para sus despertares, pero el hecho de que la canción perteneciera a la banda sonora de The Matrix, y a que se titulara Wake Up, era demasiado tentador.

    «El sueño juega un rol fundamental en el buen desarrollo preadolescente», insistía su padre imitando la voz de un experto en un comercial de dentífricos.

    «No soy pre ―respondía él, incapaz de evitar picar el anzuelo―. Trece es thirteen en inglés, ¿okey? Acaba en teen. No en preteen

    El caso es que su cama parecía haberlo teletransportado al centro de una monstruosa catedral en la que los aullidos de pecadores achicharrándose por toda la eternidad hacían de coro durante una misa oficiada por Rage Against the Machine.

    Por fin, encontró la diminuta pieza electrónica, la encajó en su oído izquierdo, le dio un toque para silenciar la escandalosa alarma del móvil al que estaba sincronizado, e inmediatamente volvió a darle otro, pero esta vez, mantuvo la yema de su dedo presionada.

    ―Llamar a Liz. Usar ringtone de Jingle Bells ―ordenó, permitiéndose un par de segundos adicionales para considerar las opciones―. Versión de…

    2

    Pedos.

    Desde el móvil de Liz escapó una sucesión de pedos al ritmo de las campanas de la típica melodía navideña de Jingle Bells.

    Liz gruñó, malhumorada por despertar.

    El eco de pedos rebotó sobre las cuatro paredes de su minúsculo cuarto, como un ejército de hombres aliviando sus intestinos tras ser alimentados con frijoles podridos.

    «Fuck. Va a despertar a Bob.»

    Si bien esto le daba derecho a imprecar a Jack con unas cuantas groserías, sonrió inevitablemente ante su ridícula ocurrencia.

    Aún con los ojos cerrados, tanteó debajo de la cama en busca de su manos-libres. Luego de haber aplastado con el pie el primer aparato que Jack le había regalado, había aprendido a guardarlo bajo la protección de la cama. Prefería evitar tener que contarle que por segunda vez había destruido su regalo, pues sabía que no tardaría ni un día en comprarle un tercero.

    «Aquí estás.»

    Encajó la pieza en su oído izquierdo y la presionó con el dedo.

    ―¿Really? ―contestó la llamada.

    ―¿Qué? ―oyó la voz de Jack a través del manos-libres―. ¿No hueles el aroma de Navidad en el aire?

    ―Smart-ass.

    ―¿Qué? ―preguntó Jack, como si no hubiera entendido.

    ―Sabelotodo.

    ―Lo sé.

    ―No sabías qué significaba smart-ass.

    ―¿Cómo lo sabes? Tal vez me gusta escucharte explicar tus propios insultos.

    Ya resignada a comenzar la rutina del día escolar, abrió los ojos para encontrarse con Flip, un pequeño pajarito de origami colgado de una cuerda delgada sujeta al techo mohoso con la misma cinta de embalaje que había utilizado para reparar las grietas de su pequeña ventana.

    Liz había omitido contarle a Jack que el pajarito tenía nombre. También había omitido contarle que Flip colgaba de su techo y que era lo primero que veía al despertar. Jack podía ser muy engreído si se le abría la puerta, y ella no estaba para abrirle esas puertas a nadie.

    La mañana del día en que había recibido a Flip había sido una mañana de aquellas. Jack debía de haber advertido que algo no andaba bien, puesto que cuando Liz fue a visitarlo por la tarde, como todos los días después de la escuela, lo encontró esperándola con una luminosa sonrisa y un pajarito de papel que batía las alas cada vez que tiraban de su cola. No había sido necesario que Jack explicara la razón del proverbio escrito sobre un ala del pajarito:

    el ave canta, aunque la rama cruja, porque sabe que tiene alas

    Esa mañana de aquellas había olvidado girar el cerrojo de la puerta del baño y el novio de su madre había aprovechado la ocasión para entrar por sorpresa mientras se daba una ducha.

    «No te preocupes por mí, nena, sigue con lo tuyo», había dicho Bob antes de comenzar a orinar.

    Si bien la cortina de plástico barato impedía que ambos pudieran verse, no representaba protección real alguna si a Bob se le hubiera antojado asomar la cabeza. O algo peor. Con hijos de puta como él, nunca se podía descartar el peligro. Y hijos de puta como él, lo sabían.

    Desnuda e impotente, el primer instinto de Liz había sido taparse sus partes privadas con las manos y permanecer inmóvil como un cervatillo, demasiado débil para huir o enfrentar al depredador mientras demarcaba su territorio, pero sabía mejor que eso. No estaba dispuesta a darle ese placer a fucking Bob. Se había forzado en despegar sus manos de la protección que ofrecían a su intimidad, para reanudar la tarea de enjabonarse el cuerpo como si nada, como si Bob fuera tan solo una mosca de insignificante presencia.

    Aún le generaba náusea evocar el interminable chorro de orina estrellándose sin ningún pudor contra el agua de la taza del retrete―. ¿Qué prefieres, nena? ¿tiro de la cadena o…?

    ―Sí ―había logrado musitar.

    Carecía del espacio suficiente como para evitar que el agua de la ducha la quemara con el brusco cambio de temperatura que provocaría tirar de la cadena, pero no le había importado. El solo hecho de imaginarse la fétida orina marrón de ese animal estancada en el retrete la hacía sentirse violentada. Si hubiera tenido que ducharse con agua hirviendo para evitarlo, tampoco lo habría pensado dos veces.

    Rise and shine, baby, rise and shine ―dijo Jack en su oído, rescatándola del asqueroso recuerdo.

    ―¿Qué? Sabes que no hablo peli-nerd tan bien como tú ―respondió al tiempo que se levantaba de la cama y se calzaba las pantuflas. No logró identificar a qué serie o película pertenecía la peli-frase, pero baby, eso sí que lo entendía―. Así que baby, ¿eh? ―Se imaginó el pálido rostro de Jack tiñéndose de vergüenza y sonrió nuevamente a sus expensas.

    ―Así es la frase, ¿okey?

    Liz caminó por el pasillo del estrecho apartamento en dirección al baño, vistiendo un camisón deshilachado y cargando su áspera toalla de ducha debajo del brazo. La alfombra estaba repleta de enjambres de manchas de orígenes imposibles de rastrear; el papel beige de las paredes, opaco de tanta suciedad; la mitad de las bombillas quemadas. Si el mantenimiento de su cuarto caía en un rango de negligencia moderada, el resto del apartamento calificaba como inmundicia perfectamente conservada.

    3

    La gruesa capa de grasa y el traje de Santa Claus que el viejo Walt Sí Señor le exigía vestir, mantenían a Edgar a una temperatura confortable, casi refrescante. La semana anterior se le había ocurrido presentarse abrigado con la chaqueta de rojo bermellón con ribetes de poliéster blanco que le prestaban en su trabajito diurno del Mall Dawkins, y a Walt Sí Señor no se le escapaba ni un pedo.

    «Bonita chaqueta, Edgar ―había comentado Walt Sí Señor en aquella ocasión―. Santa Claus en la entrada de un club de putas: muy bueno para el espíritu navideño de la clientela, ¿no? Si hasta tienes la edad y la pinta, ¿no? ―había decretado el viejo, dirigiendo una mirada a la rechoncha panza de Edgar.»

    A otro, le habría contestado que no era precisamente jodido espíritu navideño lo que la clientela buscaba en ese lugar, pero Walt Sí Señor toleraba un solo tipo de respuesta.

    «Sí, señor.»

    Ahora, disfrazado del obeso mórbido más famoso del mundo, concluía su turno de guardia en la entrada del club nocturno Afrodita cuando ya amanecía. La nieve acechaba el contorno de sus ojos, desparramada como una sombra albina; el aire apuntalaba gélidas estocadas en sus pulmones con cada bocanada.

    Y tenía prisa.

    Se le secaba la boca de tanto pensar en las latas de cerveza Bud enfriando en la nevera, pero Walt Sí Señor se tomaba su tiempo en contar el mísero fajo de billetes arrugados que representaba su paga semanal. Proyectaba un aire de abuelito afable más que del jodido Sí Señor que era, pero habría sido un error apresurarlo ―contaba con menos afabilidad que nietos, y de nietos, solo contaba con uno―. Cuando Edgar era aún un mocoso demasiado joven para que Nixon lo enviara a repartir recados a Vietnam y demasiado viejo como para seguir sacándole lustre a la verga con la exclusiva asistencia de su mano derecha, Walt Sí Señor ya administraba el club del fallecido capo Lanotti, padre del actual capo Lanotti, y ya ofrecía sus famosos descuentos especiales. Edgar le debía a uno de esos descuentos especiales el haber perdido la virginidad con Peor es Nada.

    En el telón de su mente se proyectó una figura desnuda sentada encima de su nerviosa virilidad, como una de esas escenas eróticas en blanco y negro de la era del cine mudo. Dos pechos colgando cual cantimploras de cuero vacías sobre la torpe expresión de un Edgar adolescente. Las arrugadas comisuras de una sonrisa reconfortante, maternal, insinuando una dentadura casi completa.

    Se preguntó qué nombre tendría grabada la lápida de Peor es Nada, pero nada se le vino a la mente.

    A excepción de las putas, no había cambiado ni el apellido del dueño del Club, ni las palizas a empleados problemáticos que el viejo Walt Sí Señor organizaba con una llamada.

    «Todo sigue igual, pero peor ―concluyó―. Una mano áspera y desgastada que sigue haciendo todo el trabajo de lustre.»

    Pensó en Dora. Hacía años que el tipo de apetito de su señora se había desplazado de lo que se metía entre las piernas a lo que se metía en la boca. Las únicas putas que Edgar podría haberse permitido para resarcir su abstinencia involuntaria eran las del Club, pero el jodido Walt Sí Señor se había encargado de dejarle bien clara la política de la empresa respecto al tema: «Ed, al señor Lanotti no le gusta que sus empleados sean también sus clientes. No cagar donde se come y todo eso. Entiendo que puedas sentirte tentado ―había explicado Walt Sí Señor en tono paternal―, así que, si llegas a hacerlo, te sugiero a Heidi Gemidos. Tremendo culo y tetas promedio; pero es de lejos la que recibe mejores propinas, y ya sabes lo que significa eso. Y, qué demonios, hasta te ofrezco un descuento especial de empleado ―había agregado animado―. Si es la última vez que usas la polla, que se despida con honores, ¿no?»

    «Sí, señor.» Edgar estaba al tanto de la colección de pollas del capo Lanotti.

    ―…Ed?

    Se espabiló con los roñosos billetes que Walt Sí Señor le plantaba frente al rostro.

    ―Sí, señor ―respondió de forma automática, desconociendo si había existido alguna pregunta.

    Recibió su paga, se despidió respetuosamente, y se marchó de allí con prisa, perfectamente capaz de asesinar a alguien antes que verse forzado a pronunciar otro jodido sí, señor.

    4

    Jack se enderezó, acomodó una almohada contra el respaldo de la cama para apoyar su espalda, y presionó su huella dactilar sobre el pequeño lector LED que sobresalía al costado de la mesita de noche. Esto activó su sistema de inmersión, bautizado por él como SHUMM: Súper-Hiper-Ultra-Mega-Max.

    «SHUMM. Como el zummmmmm-bido de un coche de Fórmula 1», había explicado a Liz.

    Gracias a un sistema de engranajes, poleas y soportes atornillados al techo, el sueño de todo tech-geek de entre nueve y treinta y nueve años de edad descendió a los pies de la cama hasta ubicarse a una altura paralela a sus ojos: Una pantalla curva de setenta pulgadas con ultra-resolución, la nueva versión de la consola de videojuegos de Play Station, un sistema de audio con sonido envolvente 5.1 y subwoofer de espectro amplio; una CPU de Intel con tanta memoria RAM que procesaba más rápido que Sonic el Erizo en anfetaminas, y una tarjeta gráfica Geforce RTX 3090 que habría sido la envidia de los amigos de Jack, si es que efectivamente hubiera contado con alguno. Desde debajo de los costados de la cama se desplegaron automáticamente sobre sus piernas unas bandejas con gadgets que incluían un teclado Corsair K100 RGB, un mando con mouse incorporado, el visor de realidad virtual Oculus Go, y dos controles para la Play Station. En suma, gear del que el Batman de Nolan estaría orgulloso (el único Batman que realmente importaba).

    Apenas la estructura acabó de acomodarse alrededor y frente a él, usó el teclado integrado a la bandeja desplegada sobre sus piernas para encender la enorme pantalla, más ancha que su cama y tan alta que comenzaba a la altura del colchón y casi tocaba el techo.

    La imagen de la pantalla se subdividió digitalmente en tres partes iguales. La división izquierda de la pantalla mostraba, sin audio activo, las transmisiones continuas del circuito cerrado de seguridad compuesto de cuatro cámaras. Se desplegaban en una cuadrícula de dos por dos, ofreciéndole una visión casi absoluta de lo que ocurría en la sala de estar y el comedor, el exterior de la puerta de entrada principal, la cocina, y la base de las escaleras que conducían al segundo piso.

    «Solo el primer piso ―había autorizado su padre durante la extensa negociación apodada más tarde como La Batalla del Niño Metiche―. Y sin audio, ¿eh? No tengo ningún interés en que invadas la intimidad de mis invitados y las conversaciones privadas que tengo con mis clientes a través del móvil. Niños enfermos y padres que van a perder a sus hijos. No es para que andes metiendo las orejas a la ligera.»

    El área de más a la derecha mostró un conjunto de íconos de apps dispuestos en cuadrícula y reproduciendo previews sin audio de sus contenidos recomendados. La app de Boomerang, un canal de dibujos animados antiguos, transmitía el preview de un especial de Navidad de Los Picapiedra. Jack había visto un par de episodios por curiosidad, para saber cómo habían sido las caricaturas en la infancia de su padre. Si bien la sitcom animada no destacaba por ser una representación particularmente fidedigna de la prehistoria, Jack tenía que reconocer que, cuando era pequeño, había soñado en más de una ocasión con tener un dinosaurio de mascota. En la app de noticias locales 24BRIGHTNOW, la operadísima Decca Newman conducía el noticiario Bright Morning. A su costado se intercalaba una imagen de unos prismáticos de juguete salpicados de sangre, y la fotografía de un tipo vestido de Santa Claus con un recuadro sobrepuesto digitalmente que distorsionaba el área del rostro y cuello del cadáver.

    5

    ―¿Cómo está mi Rapunzelito? ―preguntó Liz con sarcasmo, reparando con desagrado en que la puerta del cuarto de su madre estaba abierta.

    ―Igual de aburrido que Bran el Roto antes de convertirse en el Cuervo de Tres Ojos ―oyó la respuesta de Jack a través del audífono.

    ―Estoy convencida de que Bran el Roto hubiera sacrificado uno de sus tres ojos a cambio de un sistema de inmersión con pantalla de ultra-resolución como el tuyo.

    Liz no pudo evitar detenerse a echar un vistazo al interior del cuarto. Mientras Jack cotorreaba sobre un supuesto mecanismo de defensa denominado proyección, se fijó en las tres botellas de whiskey vacías desparramadas por el piso, y entre ellas, el disfraz de Santa Claus, sucio y arrugado en un bulto, que el vago de Bob usaba para ganarse un dinero extra en su turno de las mañanas en el Mall Dawkins.

    Encima de ambas mesitas de noche reposaban ceniceros con montículos rebosantes de cenizas y colillas de cigarrillo. En la de Bob también se ostentaba con descaro un paquete opaco del tamaño de un ladrillo, con un pequeño tajo que dejaba a relucir las piedritas de crack contenidas en su interior.

    Su madre, acostada en el extremo lejano, parecía dormir, o al menos estar demasiado borracha como para mantener los ojos abiertos. Y Bob… Bob dormía como un blanco angelito. Un blanco angelito de dientes amarillos y antebrazos agujereados por jeringas pecaminosas.

    6

    El tráfico de Brighton aún no despertaba del todo. Al llegar a Main Street, Edgar no necesitó esperar a que le dieran la verde para cruzar hacia Main Square, la enaltecida plazuela principal de la ciudad que también hacía las veces de rotonda.

    La atravesó con impaciencia, aún contaba con la esperanza de disfrutar de unos cuantos tragos de Bud en paz y tranquilidad antes de que Dora se despertara. Después de tantos años de turno en el Afrodita, tenía calculado al minuto el tiempo que le llevaba recorrer el trayecto desde la antigua estatua de bronce del General B. Peterson, ubicada en medio de Main Square, hasta su humilde morada: una casa herrumbrosa de dos pisos, indistinguible de entre los cientos de casas herrumbrosas que formaban parte del barrio al que las voces artificiales de las aplicaciones de GPS se referían como Goldenton, y al que el común de las voces no artificiales se refería simplemente como El Culo, aludiendo a que el culo del distinguido General apuntaba en dirección a ese barrio, mientras que el rostro, al edificio del Ayuntamiento, supuestamente, con el fin de vigilar con fiereza la pulcritud de la institución gubernamental.

    Edgar tenía sus propios reparos respecto a la pulcritud de lo que pasaba dentro de esa mole de cemento que ocupaba toda una manzana y que compartía oficinas con el Cuartel General de la Policía. Y los reparos eran aún mayores en cuanto a la fiereza de la vigilancia de un General que no se enteraba ni de la capa de excremento de paloma de la que estaba cubierto. Erguido y solemne, el General B. Peterson apoyaba una mano sobre el pomo de su sable enfundado y, con la otra, apuntaba su índice en señal de advertencia en dirección a la ventana más alta del Ayuntamiento: la oficina del alcalde Bosch.

    Ni las palomas ni el alcalde Bosch parecían producir menos excrementos debido a esta advertencia.

    Al atravesar la plazuela reparó en que, pese a que la silueta del sol aún no despuntaba por el horizonte de tejados recargados de nieve, ya se había montado el tradicional árbol de Navidad de la ciudad, y que un puñado de obreros se ayudaba con una grúa especial para colgar las coloridas luces y adornos sobre el gigantesco pino artificial de más de seis pisos de altura. Brighton contaba con una estricta restricción municipal que prohibía toda construcción de más de tres pisos, por lo que la luminosa estrella de cinco puntas que coronaba el majestuoso pino escarchado, era visible prácticamente desde cualquier sector de la ciudad.

    A un costado de los trípodes con pancartas de la Fundación Deseo Feliz, unos pocos jóvenes voluntarios armaban las mesas para recibir regalos y donaciones. Edgar apuró el paso y se calentó las manos con el aliento, aprovechando la excusa para inclinar la cabeza y esquivar sus impertinentes miradas, no fuera a ser que le mendigaran algunos billetes con la destreza de un asaltante avezado o tuvieran el descaro de inscribirlo como voluntario sin que fuera a darse cuenta.

    La maniobra de evasión no resultó gratis. Caminar deprisa le exigió a su corazón un esfuerzo adicional. No tan grande como el esfuerzo que le hubiera exigido el inscribirse de voluntario en la jodida fundación, pero lo suficiente como para cuestionarse si hubiera salido más a cuenta pagar el peaje de esos mirones y evitar el sudor que ahora se le pegaba a la espalda.

    La generosa masa corporal de Edgar, fermentada por cincuenta y siete años en un cuerpo sedentario, encajaba de forma perfecta con la chaqueta y con el icónico gorro rematado por una peluda bola de pompón que le abrigaba la escasa mata de cabello gris. Un nene seguramente lo habría tomado por Santa Claus si aún hubiera llevado la barba postiza encima de esa áspera barba de tres días.

    «Jodido Walt Sí Señor», se obligó a reconocer que el vejestorio que administraba el club de putas no se había equivocado.

    Se rascó la irritada piel de su barbilla mientras arribaba al borde de la rotonda y cruzaba hacia la acera de enfrente. Recordó fijarse en el semáforo cuando ya iba a medio camino: la delgada silueta recortada sobre la bombilla superior pareció burlarse específicamente del peatón barrigudo que la ignoraba, recriminándole con un rojo chillón palpitante.

    «Maldita barba.»

    No pudo evitar acordarse de Bob Reynolds, el tipo que hacía de Santa en el primer bloque. Si bien cada uno contaba con su propio traje, tenían que compartir la barba postiza. El cambio de turno era a las cuatro de la tarde, momento en que Bob le traspasaba esa asquerosidad húmeda y hedionda a cigarrillo. El drogata de Bob había quemado la suya en un estúpido intento de encender un cigarrillo con la barba puesta y el gilipollas del Departamento de Administración del Mall Dawkins había insistido en que ese tipo de barba ultra-realista era extremadamente costosa, puesto que se hacía con pelos de verdad, y que podían escoger compartirla, o comprar una nueva por una módica suma equivalente a la mitad de sus salarios.

    Walt Sí Señor no le exigía ponérsela. Podía ser un anciano curtido como matón en las alcantarillas de Brighton, pero, todo considerado, era bastante más razonable que ese muchachito de Administración y la patética pelusa que exhibía por bigote.

    «¿Por qué no le pides a Santa un jodido bigote ultra-realista, muchachito?»

    7

    Jack dividió el tercio central de la pantalla de SHUMM en dos bloques. La mitad superior quedó en negro y con un mensaje:

    esperando transmisión en directo

    En la mitad inferior se desplegó el navegador Chrome, preprogramado de forma automática con la primera consulta: clima de hoy.

    Viernes 21 de diciembre 2018

    5C° mínima / 7C° máxima

    probabilidad de nieve: 12%

    La mirada de Jack se distrajo hacia la app de 24BRIGHTNOW. Una cinta informaba de un tercer asesinato y de un supuesto asesino en serie.

    ―Se pronostica un día muy frío ―dijo Jack imitando la voz genérica de un locutor radial de la franja matutina―, así que guarde esas bragas cachondas y reestrene esos largos calzones de lana de su abuelita.

    8

    Ya dentro del baño, y habiendo asegurado la puerta con el pasador, Liz se cepilló los dientes con desafuero, como si el amargo resabio acumulado en su boca durante la noche fuera indistinguible al sabor de su desesperanza.

    ―…también tenemos un asesino en serie in-tha-house ―continuó Jack con su perorata, ahora imitando la voz de un periodista deportivo―. Y así es, si eres lo suficientemente afortunada, incluso te dejará un regalo de Navidad.

    Liz escupió la espuma del dentífrico y se enjuagó, escuchando con el mismo desdén que al que sintonizaba cuando Bob y su madre se lanzaban a los gritos.

    ―Y te estás perdiendo el especial de Navidad de Los Picapiedra. No estoy muy seguro de cómo sabían sobre Jesú…

    ―Tengo que colgar. ―Liz se sentó en el retrete.

    ―¿Por qué?

    ―Cosa de chicas.

    ―¿Cosa de chicas?

    ―Ca…

    9

    ―…gar.

    ―Los chicos también cagan, ¿sabes? ―repuso Jack, pero Liz ya había cortado la comunicación.

    Silencio.

    No un silencio absoluto, sino que un silencio envuelto en un torrente de ruido continuo y subterráneo del que uno se percata en exclusivos momentos de soledad.

    Afuera: coches, buses, niños riendo en la acera, probablemente enfrascados en batallas con bolas de nieve de camino a la escuela.

    Adentro: silencio. Como si el mismísimo tiempo se hubiera escabullido del universo para invernar en su cuarto.

    Jack activó el sonido de Los Picapiedra. Para asegurarse de no oír ni una gota de ese desesperante silencio, también activó el de la app de noticias locales. El ruido de ambas transmisiones se entremezcló con el ronroneo del ventilador especial que purificaba el aire que respiraba dentro de su prisión voluntaria de gruesas paredes de cristal termo-panel.

    «Una burbuja de cristal con baño en-suite ―decía Liz cada vez que Jack se autocompadecía de su propio encierro―. My poor suite-boy

    Técnicamente, su cuarto era un prisma rectangular y no una burbuja, pero Liz acertaba en cuanto al material del que estaba hecho el muro que lo separaba del resto de la humanidad. Y por muy en-suite que tuviera el baño, después de casi un año de encierro haciendo su propia limpieza, Jack comenzaba a pensar que quizás el riesgo de coger alguna infección fuera mayor al interior de su jaula con baño privado que al exterior.

    Las paredes a su izquierda y al fondo, estaban tapadas de repisas y estanterías sobrecargadas de juguetes tan olvidados como su inocencia. Figurines de Marvel, DC y hasta una colección de Transformers, semejaban más a cadáveres polvorientos que a superhéroes intergalácticos. Una docena de juegos de mesa y otra docena adicional de kits de trucos de magia compartían espacio con la colección de libros con dibujos de dinosaurios que su padre solía leerle cuando era pequeño.

    En cuanto a los juegos de mesa, la diversión menguaba proporcional al grosor del cristal que separaba a los participantes. Liz había insistido en darles una oportunidad durante los primeros meses de encierro, solo para descubrir que jugar al UNO no era lo mismo cuando no se podía apilar las cartas sobre el mismo montón. El Monopoly resultaba exasperante cuando uno de ellos quedaba a cargo de mover las fichas de ambos, puesto que solamente contaban con un tablero, y el que cada uno tuviera su propio set de dados le hacía sentir que hasta su suerte estaba tan aislada como él.

    De vez en cuando, su padre le pedía prestado alguno de los arcaicos kits de magia para arrancarle sonrisas a los niños de su fundación. Atrás habían quedado los tiempos en que Jack invitaba con todas las pompas a Theresa y a su padre para que asistieran a los espectáculos en la sala de estar: El Gran Jackolini, de sombrerito de copa y una capa de terciopelo negra cargada de bolsillos secretos, deslumbrando a su público con hazañas tan increíbles como transformar dos bolas de espuma en cuatro, o tragar una moneda de veinticinco centavos para luego hacerla aparecer, ante la sorpresa de todos, dentro de un puño apretado.

    Aún recordaba los rostros de expectación de su padre y niñera cuando El Gran Jackolini anunciaba que usaría un cuchillo común para cortarse un dedo, y los jadeos conmocionados de la audiencia al ver cómo se cercenaba el pulgar, empapando todo con sangre viscosa; la misma sangre que Theresa le ayudaba a preparar antes del espectáculo con una mezcla de jarabe de maíz, jarabe de chocolate y colorante carmesí oscuro. La escondía en una botella, dentro de uno de los bolsillos secretos de su capa, conectada a una delgada manguera que recorría la extensión de su brazo por debajo de la ropa para desembocar en el borde de su manga.

    ¿Qué había pasado con esa bendita inocencia y las olas de excitación que le provocaba sorprender a los grandes, desdeñando con facilidad el hecho de que ellos también eran cómplices de estas hazañas?

    No podía quejarse. Era un chico muy afortunado y lo sabía. Su SHUMM no solo le permitía disfrutar de películas y series, sino que también, embarcarse en misiones peligrosas, en tierras fantásticas y distópicas, por medio de los avatares de sus consolas de juegos; pasar horas reproduciendo videos en YouTube; y, por sobre todo, mantenerse en contacto con Liz, y a través de ella, con el mundo real. El mundo fuera de la burbuja.

    Se sintió ofuscado. Siempre le ocurría lo mismo. Estar desconectado de Liz lo arrojaba de vuelta a una asfixiante realidad por la que ya cumplía más de un año de condena involuntaria por cargos de ICS: Inmunodeficiencia Combinada Severa, o como a la doctora Holly le gustaba referirse cuando su padre no se encontraba cerca: Idiota-Coge-Sapos, por lo fácil que esta deficiencia lo exponía a coger cualquier tipo de enfermedad.

    En el tercio izquierdo de la pantalla, el CCTV mostró que Theresa salía de su habitación (ubicada en el sótano) y se dirigía a la cocina. Puso un par de rebanadas de pan en la tostadora y aprovechó el interludio para renovar el agua del florero de la pequeña mesa de la cocina, adornado con lirios blancos que su padre se encargaba de reponer cada dos semanas.

    Escuchó en su cabeza la voz de su padre: «Son los pequeños gestos, Jackie».

    En el CCTV, Theresa cogió la sartén y comenzó a preparar unos huevos revueltos. Jack profetizó que, como siempre, quedarían demasiado secos.

    Apretó el botón del intercomunicador sobre la mesita de noche―: Buuuueeenos días, There, ¿cómo le va, señora? ¿cómo amaneció? ¿cómo durmió? Benditos los ojos que se maravillan con su pres…

    ―Buenos días, Jackie. ―Theresa levantó la cabeza en dirección a la cámara del CCTV mientras revolvía los huevos―. ¿Qué me vas a pedir? Directo al grano, por favor, que tengo muchas cosas que hacer hoy.

    Dada la prisa, Jack decidió omitir la parte en la que fingía indignación.

    ―Liz pasará a buscar el regalo de amigo secreto para Roger, y seguro que con…

    ―Sí, sí. Entiendo, entiendo.

    ―Si te queda de esa mermelada de moras…

    ―Jackie, se me están pasando los huevos. Yo me encargo.

    Jack no tenía recuerdos de cuando Theresa había llegado a la casa. Antes de alcanzar la madurez suficiente para procesar que, en la verdadera versión de los hechos, su madre lo había abandonado a su suerte en una lavandería, le habían contado la historia algo más piadosa de que había muerto cuando él todavía era un bebé. Nunca le habían especificado bien los pormenores, y cuando había llegado a la edad de atreverse a hacer ciertas preguntas, su padre le había revelado todo y le había mostrado el informe policial de su abandono. El caso es que Theresa había estado siempre con ellos, y aún le provocaba una sonrisa acordarse de la explicación que le había dado su padre cuando era pequeño: «Theresa es un ángel que se cayó del cielo y que ahora vive con nosotros».

    Jack había creído esa historia de forma literal. Durante años. Recordó la infinitud de veces en las que confiado en que su niñera tenía acceso especial al lugar en donde supuestamente residía su difunta madre, le enviaba recados a través de ella. A Theresa nunca le faltaban los recados que su madre le enviaba de vuelta desde el cielo. Todos amorosos y bien informados, mencionando detalles de la vida de Jack como si efectivamente estuviera observándolo desde arriba: «Mi amor, eres demasiado bueno como para estar peleando en la escuela por una canica con Andrew… Mi amor, no te acuestes tan tarde, que me gusta visitarte en tus sueños… Mi amor, despega la cara del móvil, que te estás perdiendo…

    El ringtone personalizado para las llamadas de Liz apenas alcanzó a reproducir la voz de Elvis Costello cantando She. Jack apretó el botón del manos-libres más rápido que Clint Eastwood desenfundando el revólver en medio de un duelo del Salvaje Oeste.

    10

    Edgar introdujo la llave en el cerrojo de la puerta y la giró con extrema precaución para evitar anunciar de su arribo a Dora.

    Distinguió el ruido de la ducha proveniente del cuarto y decidió tomarlo como una buena noticia. Si hubiera pillado a Dora durmiendo no se habría podido relajar por miedo a despertarla y habría tenido que dejar la TV en mudo, así que por lo menos ahora sabía que le quedaban unos cinco minutos de tranquilidad, quizás diez, dependiendo de cuánto tiempo llevara metida en la ducha.

    Maldijo mentalmente a su señora por esa chorrada de ducharse todos los días como si viviera en el jodido palacio de Buckingham y tuviera un coño más limpia y menos usada que la jodida reina de Inglaterra. Diablos, no comprendía el afán de Dora en lavar su carrocería si nunca la sacaba a dar una vuelta. Y no es que fuera la carrocería de un auto de lujo que a la larga acaba convirtiéndose en un clásico que todos quieren montar. La gente envejece, y ya está. Los viejos son viejos, y nadie les anda diciendo que son clásicos e intentando montarlos. Farrel Willis, uno de los enanos del Mall, opinaba que seguro que Dora pasaba la mitad del tiempo en la ducha entreteniéndose debajo del capó, pero Edgar no lo creía posible. Le causaba una especie de risa vergonzosa, casi infantil, imaginársela excitada con la cabeza de la manguera entre las piernas, en la misma ducha en la que él orinaba cuando le daba pereza aguantar.

    Edgar entró, pero no le dio la vuelta al cerrojo al cerrar la puerta. No quería arriesgarse a hacer más ruido del necesario y ya la aseguraría cuando Dora interrumpiera su solitario recreo.

    Se dirigió directamente a la nevera para coger tres latas de cerveza Bud. El contacto de su piel con el aluminio refrigerado lo recorrió con un escalofrío de placer y sintió la urgencia desesperada de humedecer sus labios resecos con el líquido dorado. Los ojos felinos de Licky, la longeva gatita bombay, flotaban como dos farolas sobre la mesa de centro de la sala de estar.

    Se quitó el gorro de pompón y lo colgó en el perchero. Hacía frío. No tanto como para necesitar calentarse las orejas dentro de las paredes de su propio hogar, pero suficiente como para preferir continuar disfrutando de la calidez protectora de la chaqueta de Santa Claus. Si bien la suya era de lana y pelaje sintético, se preguntó cómo es que el jodido de Santa se las había ingeniado para permanecer fuera del radar de las escandalosas organizaciones dedicadas a la lucha contra el maltrato animal. ¿Cuántos osos polares tendrían que haberse cargado sus elfos para confeccionar unos ribetes como esos?

    Pero no. La Navidad estaba fuera de límites. Nadie en su sano juicio

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