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Cartas a mi Amada: Romance y Misterio en Cartas de Amor: Romance y misterio en cartas de amor
Cartas a mi Amada: Romance y Misterio en Cartas de Amor: Romance y misterio en cartas de amor
Cartas a mi Amada: Romance y Misterio en Cartas de Amor: Romance y misterio en cartas de amor
Libro electrónico393 páginas5 horas

Cartas a mi Amada: Romance y Misterio en Cartas de Amor: Romance y misterio en cartas de amor

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Ambientada en Inglaterra durante la primera
Guerra Mundial, un hombre le pide a otro soldado que le ayude a poner en
palabras lo que siente para cortejar a su amada.



 



El hombre sin talento para escribir logra
casarse con la chica, hasta que una fatídica noche confiesa que no escribió las
cartas y termina con un cuchillo en la espalda.



 



El hombre que realmente escribió las cartas se
enamoró de la mujer y ahora quiere convertirse en su segundo marido, aun
sabiendo que ella asesinó al primero.



 



Pero ¿realmente fue ella? Una historia de amor
diferente, mucha intriga y misterio, a medida que se va desarrollando la
relación de los personajes principales.



 



¿Quién escribió realmente las cartas de amor?
¿Es verdad que Phoebe es una asesina? ¿Qué secretos oculta el personaje curioso
de Singleton?



 



Te invitamos a que te sumerjas en una historia
intrigante, inteligente y realista que te mantendrá absorto hasta el final.

IdiomaEspañol
EditorialEnamora
Fecha de lanzamiento19 dic 2020
ISBN9781640810976
Cartas a mi Amada: Romance y Misterio en Cartas de Amor: Romance y misterio en cartas de amor

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    Cartas a mi Amada - Chris Massie

    Invocación

    Del tío garabateador, 

    para Eric y Alice Finch, de Montreal, Canadá, 

    con gratitud y amor

    Cuando nuestros soldados regresen, traerán sus sueños de hogar y de patria, que no podrán ver cristalizados» Pero intentemos hacer todo lo posible para que lo logren.

    Cuando nosotros, los que hemos combatido en la última guerra, regresamos, lo hicimos hacia la luz de una estrella que iba a caer en completa oscuridad. Esperábamos apagar nuestra sed en aguas vivientes, pero la copa que se tendió a nuestros labios estaba vacía.

    Esta es la historia de un soldado cuyo sueño de hogar y de amor, concebido en las trincheras, se trocó en realidad. Es un idilio, una fantasía, pero constituye un lugar acogedor para el corazón de todos los que aprecian la bondad y la clemencia, a la vez que está pictórico de belleza para sus ojos. Singleton, todas las estrellas y las flores y la divina parte del olvido no es tan imposible como parece. Cuando muchos de nosotros vemos reaparecer las primeras hojitas pegajosas de la primavera, tal como las llamara Dostoyewsky, sentimos dentro de nuestros espíritus un impulso hacia la resurrección y la vida. No del otro mundo, pero sí de éste. Convirtámoslo en realidad.

    Primera Parte

    FATA MORGANA

    Capítulo 1

    Volvimos a Francia durante la última guerra para hacer una iniciación, pero no en la pelea.  Mi relato comienza en un área de retaguardia, a vanas millas detrás del frente, en un pequeño campamento, perfectamente feliz. No solamente había allí árboles que no fueron mutilados, sino también huertos llenos de frutos y un arroyuelo donde crecían los berros y que resultaba de lo más propicio para el lavado de los carros. Era este un nuevo campamento; por lo tanto, los campesinos franceses no habían tenido tiempo para tornarse avaros y enemistados, y formaban una agradable comunidad aldeana, mostrándose curiosos acerca de nosotros, serviciales y contentos con cualquier ayuda que les diéramos en cambio.

    El campamento estaba ocupado, casi en su totalidad, por un hospital al que yo había sido agregado como ciclista correo. Pero no había mucho que hacer. Durante el verano jugábamos al cricket o nos tumbábamos al sol. Geográficamente, la guerra se encontraba a alguna distancia de allí, pero se da siempre el caso de que fuera del frente se piensa en ella con un poco más de sutileza que cuando se está en él. Llegaban órdenes y sigilosamente se hacían cambios estratégicos. Una mañana uno estaba bebiendo en un cafetín y a la siguiente era arrastrado al infierno. En consecuencia, nuestro sueño era ansioso* a pesar de que gozábamos de una cierta comodidad.

    Me hice de una amistad, o quizá sería más correcto decir que un joven soldado llamado Arthur Morgan me brindó su amistad. La prolongada ociosidad nos hacía unirnos íntimamente. Cambiábamos confidencias. Bajo la amenaza de lo de allá, el corazón se descarga. ¿Era el miedo el que hacía discutir a los hombres sus amores humanos y sus creencias espirituales? Quizá fuera así en parte, pero no del todo. Al enfrentarse con la cruda realidad, los hombres adquieren madurez, y se abren. La muerte, esperándolos allá, podía soltar sus lenguas, pero las palabras que decían eran para los vivos. Millones sumaban los hombres agrupados allí, lejos de sus mujeres. La mujer, fondo del pensamiento de todo hombre; pero ella no podía tocarnos y por lo tanto nos volvíamos inocentes y nos confesábamos los unos a los otros. La veíamos sin tocarla y sin que nos tocara; un misterio terrible y agradable, la otra parte del misterio, pues la primera estaba muerta.

    Arthur y yo mirábamos hacia los dos lados; hacia la muerte y hacia la mujer. Era la condición común dé la vida de soldado. Pero Arthur no había estado nunca allá. Alistado siendo menor, a los dieciséis años aproximadamente, había sido agregado ahora al hospital a causa de ello, pero pronto cumpliría los dieciocho años y sería apto para la muerte. Era un muchachón grande que andaba a la ventura y, huérfano, o lo que puede considerarse como tal, nadie se ocupaba de reclamar su baja de las filas.

    Pero había una muchacha de su edad hacia la cual se sentía atraído: Phoebe. A Arthur le costó poco esfuerzo abandonar a Phoebe. ¿Recuerdan ese espíritu? Ella quería que él fuese y él quería ir. La mentira en la oficina de reclutamiento pudo no haber sorprendido al médico. Por lo general se acordaba de que cualquier hombre apto para la guerra podía combatir, y en realidad, ése era su deber. Fue después cuando se descubrió que nadie puede estar en condiciones óptimas para la lucha moderna.

    Arthur llegó a Francia después de haberse entrenado; entonces fue descubierta su corta edad, de manera que no hace al caso. Pero como era un buen soldado, no fue enviado de regreso, siendo agregado al hospital de la retaguardia, como una medida temporal, hasta que alcanzara la edad militar.

    En Inglaterra, este muchacho había trabajado la tierra como labrador en una granja, desde el amanecer hasta la noche, pero en el hospital, su deber como soldado era asistir a la formación de la mañana y luego pelar unas cuantas papas o raspar unos bancos; después, tenía libre el resto del día, con la salvedad de que no podía abandonar el campamento hasta el anochecer. Era entonces demasiado joven para tener recursos mentales que lo sostuviesen durante largos períodos de inacción.

    Únicamente le interesaba la sencilla literatura para muchachos oficinistas, de la que se conseguía muy poca por allí. Andaba sin rumbo, creciendo, sin ir a ninguna parte, ni siquiera allá.

    La necesidad de que se empezara a afeitar comenzó a ser notada en la formación de la mañana, y fue singular el hecho de que nuestra amistad tuviese principio al enseñarle yo a usar una navaja. En esos días no eran comunes las maquinitas de afeitar. Después, tomamos la costumbre de vagar por las afueras del campamento, al anochecer, y generalmente encontrábamos algún lugar de esa campiña sin señales de la guerra.

    Nos sentábamos allí y charlábamos. O, en realidad, le dejaba yo hablar sobre Phoebe. Seguía con ese tema eternamente. El vacío de su vida estaba lleno de ella. Dieciocho meses antes la había dejado, sin ninguna pena por el redoblar de los tambores. Phoebe se había mostrado bastante resignada con su partida, pero, aunque no hubiese sido así, él se habría marchado lo mismo. Ahora había vuelto a él con la intención vengativa de saturarle e inundarle la mente vacía con meditaciones de luna llena, hasta que éstas se convirtieron en una enfermedad mental para él, y aun para mí, que debía tener la suficiente paciencia de escucharlo hablar acerca de lo mismo una y otra vez.

    De no existir un impulso similar en mi vida, no lo hubiera escuchado. Pero lo que yo sentía no era del mismo carácter de lo que sentía este muchacho. Él estaba física y visiblemente enfermo, bajo la tensión de la creciente ansiedad por Phoebe. Las nuevas fotografías que ella le había enviado, me había dicho, no la mostraban tal cual era, o por lo menos tal como él la recordaba. Desde su separación, ella se había hecho más mujer ahora era una joven de cara redonda y suave, ojos inteligentes y labios que se alargaban en una delgada sinuosidad, con una curva pronunciada debajo del labio inferior, la cual se redondeaba en un mentón firme y tierno. La frente parecía muy blanca, dentro de un marco de rubios cabellos, efecto del truco fotográfico consistente en colocar la luz alta sobre el punto más significativo. No era, de todos modos, una cara hermosa, pero se la recordaba después de haberla mirado; quizás así me pareciese porque la veía tan a menudo que el recordarla se me hizo habitual, como sucede con un anuncio que es impuesto a la vista de uno por todas partes.

    Había otra razón muy particular en aquel entonces por la cual debía recordarla. Yo le escribía. O, mejor dicho, en las cartas que Arthur le enviaba, colaboraba yo, imaginándome, lo mejor que podía, que era él, hasta que me vi realmente torturado por la misma obsesión. Accedí a ello porque él me pidió, apelando a lo que llamaba mi instrucción, como si estuviese invocando a un genio, que le ayudara a dar expresión a lo que tan intensamente sentía.

    Esta superchería ridícula y que, naturalmente, no era nada honesta, hizo necesario que yo viera las cartas de ella. Estas me asombraron bastante. Su lectura era excepcionalmente agradable, y mientras las recorría comprobé la incapacidad de Arthur para contestarlas y por qué me había solicitado mi colaboración.

    Es probablemente cierto que las cartas de amor que tienen una apariencia de literatura no son tan sinceras como aquellas que no la tienen; pero sucedía que estas cartas eran de un estilo sin ninguna pretensión literaria. Eran simples, con buenas expresiones, de ese estilo que es difícil de simular y que depende más de la personalidad que del lenguaje; de esa manera, cuando de tanto en tanto fallaba la ortografía, parecía que ello agregara sinceridad a una personalidad a la vez tan inculta como intensa.

    La consecuencia obvia debió haber sido que yo me enamorase de inmediato de Phoebe; pero había una buena razón para que no sucediera así. Yo también estaba enamorado, pero de una joven que no hubiera entendido la forma particular de escribir que yo había creado para Arthur. Por otra parte, yo la encontraba incitante y me sentía morbosamente interesado. Como el muchacho se puso a todas vistas enfermo de nostalgia, hice esfuerzos, a través de estas cartas, para obtener de ella algo suficientemente satisfactorio como para sostenerlo; pero a medida que las cartas progresaban en él tono apasionado, más y más profundamente se hundía Arthur en la meditación sexual, hasta que hubo que tomar una determinación.

    La solución estaba en conseguir que regresara con licencia al hogar; pero, dado que había sido favorecido con una cierta inmunidad al ser destinado detrás de las líneas, era muy justo que los demás hombres de su batallón, que estaban en constante peligro en el área de vanguardia, fueran tenidos en cuenta antes que él. Transcurrieron unos meses y cada día se vio más próxima la posibilidad de que Arthur fuera designado para ir allá. El casi lo deseaba, aunque había agotado hacía ya tiempo por el espíritu de romance y gloria que le indujera a alistarse. Hubiese podido ir como voluntario, de haberlo deseado, pero una vez ensimismado en el sexo, se había imbuido en una especie de fatalismo. Tenía miedo de dar un primer paso que lo alejara de su muchacha en dirección a la muerte, no porque temiera a la muerte en particular, sino porque tenía miedo de cualquier cosa que lo apartara de la locura que se había posesionado y de él. En realidad, no quería escapar de la degradación mental, moral y aun física causada por Phoebe y por la abstención sexual. Su imaginación sexualmente ansiosa, se hundía en la misma fuente de su existencia, y ya eran bien visibles los síntomas de su enfermedad mental.

    Porque así lo comprendí, dejé de lado mi norma de no solicitar favor alguno a un oficial, aunque tenía más contacto con ellos que la mayoría de los otros soldados.

    Elegí para mi propósito a un oficial para el que había hecho varias pequeñas diligencias personales, un cirujano inteligente a la vez que un sujeto muy correcto. Le conté todo lo que pude acerca de la situación que afectaba a Arthur y le hice notar que la causa principal de su perturbación parecía ser el largo tiempo que había sido retenido en Francia sin ninguna licencia.

    El oficial era comprensivo. El personalmente no podía hacer nada, pero prometió exponer el caso al coronel en la mejor forma posible y darme a conocer el resultado.

    No le dije nada a Arthur acerca de mi intervención, hasta alrededor de una quincena después de recibir la noticia de que su licencia había sido aceptada y que dentro de una semana podría ir a Inglaterra. La súbita noticia pareció paralizarlo. Sus miembros temblaron. Dentro de una semana, murmuró. No estaba preparado para esa partida.

    Su mente estaba completamente embarullada y sólo tenía una semana para desenredarla y hacerla reposar. No podía entregarse ya a la arpía en que se había convertido la ausente Phoebe, puesto que dentro de una semana iba a ver a la verdadera Phoebe, quien tenía tan sólo una vaga idea de lo sufrido por él, y aun eso había sido expresado por mí en los pasajes que le dictara en sus cartas.

    Arthur se había visto en la desagradable situación de tener que admitir que no conocía a esta Phoebe cuyas nuevas fotografías recibiera, puesto que ella había llegado a ese estado en que una niña adquiere el aspecto de mujer, mientras él permanecía estacionario, siendo nada más que un muchacho que vagaba por Francia, afligido por las crecientes inquietudes sexuales, pero atontado en todos los otros sentidos.

    Debo confesar que me sentí muy solo cuando él se fue. Este raro dramita ibseniano había significado para mí más de lo que yo mismo había creído. Esperaba, casi anhelante, nuevas de él, pues me había prometido que me escribiría. Muy raramente cumplen los soldados sus promesas en tales ocasiones, pero las circunstancias eran excepcionales en este caso, y esperaba que así lo hiciese. En los últimos días, cuando ya había perdido la esperanza de recibir novedades suyas, pues pronto regresaría, me llegó una tarjeta postal en la que se había garabateado con una letra muy mala y lápiz indeleble: Yo y Phoebe nos hemos casado hoy. Lo estamos pasando muy bien. —Arthur.

    No estaba preparado para esto. Creía que Arthur no iba a recibir más que desilusiones. No veía probabilidad alguna de otra cosa. Sentí lástima por él anticipadamente, consolándome con la perspectiva de que con las desilusiones quizá se lograría curarle de su estupidez.

    ¡Y se había casado! Me reí a pesar de mí mismo. Creía conocer el interior de esta chica Phoebe, pero no conocía nada. Bueno, estaba casado. Un buen trabajo. Buena suerte. Seguramente tenía que casarse. Así pensaba yo, pero quizás estuviera equivocado.

    Cuando volviese no podría seguir agregando mis frases sentimentales a sus cartas, pues ahora estaba casado. Era una cosa frenética la que habían hecho estos jóvenes locos, no obstante, el hallarnos en tiempo de guerra.  No había nada en Arthur, absolutamente nada…no tenía ningún porvenir, en el caso de terminar mañana la guerra. Pero la joven Phoebe era un brillante exponente de su sexo, y se había arruinado…se había perdido.

    Por supuesto que estoy expresando los sentimientos que me invadían en ese tiempo. Había intercambiado mis experiencias emocionales con Phoebe, quien en aquel entonces representaba la parte más vital de mi vida, y sentía que se había cometido un error, una locura, y que yo había ayudado a cometerlo. Porque todo el asunto de Arthur Morgan, desde que, como un simple muchacho había abandonado a Inglaterra, estaba construido sobre las cartas, y cualquier cosa de importancia que hubiera en éstas me pertenecía a mí, y por consiguiente cualquier cosa de importancia que hubiera en las cartas de Phoebe estaba dirigida a mí, a pesar de que fueran recibidas por Arthur.

    El hecho de que yo lo sintiera tan profundamente sugiere, lo admito, que ya no le era fiel en el pensamiento a mi propia novia; pero la Phoebe de las cartas era una abstracción que vivía en un mundo ideal, y lo que yo sentía por mi novia era un sentimiento concreto porque la conocía y la comprendía perfectamente y no había motivo alguno para tener sueños abstractos con respecto a ella.

    En ese momento yo no estaba enamorado de ninguna muchacha en particular, sino de un ideal irrealizable. Lejos de las mujeres, nuestras mentes se tornaban simples y veíamos visiones. Era la idealización de la necesidad sexual en condiciones de alejamiento total la que me afligía, y Phoebe ofrecía a este estado respuestas más románticas que las de la joven con la cual me iba a casar.

    Mientras Arthur se encontraba ausente, me paseaba a menudo cerca del ferrocarril, donde generalmente sucedía algo interesante: llegaba un tren hospital o pasaba un tren de tropas; aquí debo señalar que a lo largo de la misma línea férrea corrían los trenes civiles franceses. Es importante recordar esto: nuestros trenes militares R. O. D. paraban en los campamentos, pero no en las estaciones civiles; y donde, estábamos situados nosotros, los trenes franceses pasaban por el campamento hacia una aldea distante un kilómetro. Los soldados podían usar los trenes franceses cuando volvían de su licencia, pero éstos no paraban en el campamento. Estaban destinados a los civiles y llevaban a los soldados británicos sólo por cortesía.

    Resulta extraño que haya paseado tanto por allí con mi mente completamente despierta, en busca de algo que yo mismo no conocía. Pero el día en que Arthur debía volver, no fui por ese camino. Creí que le iba a molestar e irritar el encontrarme parado allí, esperándolo, como si deseara arrastrarlo nuevamente al infierno. Se sentiría como si lo hubiesen despedazado. Yo había tenido mi licencia y conocía ese sentimiento: turbación durante los primeros momentos, ridiculez, con apariencia de payaso, como si estuviésemos vestidos con ropas de bufón, tal como en realidad estábamos, mostrando labios sonrientes a nuestros camaradas, pero sintiendo interiormente la estupidez y la vergüenza de regresar; un peso plomizo en la garganta y en la boca del estómago; la propia luz de la fe, desalojada. Sin esperanzas, hundiéndonos; próximos a ser crucificados nuevamente, entre el amor a la mujer y el miedo a la muerte.

    Decidí esperar en mi tienda en forma de campana, hasta que viniera a buscarme, a su debido tiempo. El conocía cuál era mi situación en el campamento. Mientras permanecía sentado allí, meditaba sobre su regreso casi de la misma manera que él meditaba sobre Phoebe. Estaba morbosamente preocupado por cómo habrían transcurrido esos primeros días de matrimonio. Lo sabría al verlo, me dijera lo que me dijese. Si había sido feliz, se pasaría unos cuantos días rumiando sus recuerdos y luego se sentiría más afligido aún que en el caso de no haber tenido licencia alguna y de no haberse casado con Phoebe. Si lamentaba lo que había hecho tan estúpidamente, sería menos infeliz. No le dejaba yo ningún margen de escape. Estaba lleno de resentimiento, no para con Arthur; él no era capaz de despertar tal sensación, pero sí contra el caótico hado de la guerra y la desamparada debilidad de nuestros caracteres. Y de un momento a otro tendría que saltar de mi asiento y decirle a Arthur: ¡Felicitaciones!.

    Pero lo que esa tarde oí y presencié fue algo que acalla todas las lenguas y contradice todos los argumentos. Me llamaron desde fuera de la tienda. Me deslicé entre las lonas hacia el esplendoroso sol de agosto para mirar lo que quedaba de Arthur. Estaba sobre una camilla. Esta era levantada hacia mí por dos ordenanzas que conocían nuestra amistad, y ni una palabra fue pronunciada por ninguno de ellos. Me lo estaban ofreciendo, dejando que el tremendo hecho hablara por sí mismo. Sólo después me enteré de que en su viaje de regreso había subido al tren francés, y al descubrir que éste no paraba en el campamento, descendió mientras estaba en marcha, cargando con su valija, casco de acero, equipo y rifle, y cayó bajo las relampagueantes ruedas que le cortaron las piernas hasta las rodillas.

    Cuando lo vi, se estaba muriendo. Yo conocía a la muerte. Era demasiado tarde para preguntar por qué moría, tan lejos del peligro de muerte, demasiado tarde para razonar con el irrazonable horror del hecho. Únicamente pude murmurar a los vidriosos ojos que resaltaban en su cara cenicienta: ¿Me conoces?. El asintió con la cabeza y luego, con gran dificultad, como si le urgiese pronunciar mi nombre, dijo con una voz seca y balbuceante: Maurice Quinton. Incliné la cabeza hacia él y a pesar de que en esto me haya podido equivocar, creí oírle susurrar la palabra Phoebe.

    Murió luego y se lo llevaron. Siempre mudos: sin pronunciar una sola palabra. Entonces volví a mi tienda y me senté con la cabeza entre las manos hasta que me hicieron levantar para cumplir con mi deber.

    Más tarde, en el transcurso de la semana, escribí la última carta que debía escribirse. Estaba ésta apartada de todos los sentimientos que habían hecho de mis colaboraciones en las cartas de Arthur, una experiencia tan vital para mí. Tardé horas en su redacción, pero ahora la tengo completamente olvidada, mientras que aún recuerdo partes de mis composiciones anteriores, las que fueron escritas para Arthur hace veinticinco años. Phoebe contestó agradeciéndome, también aturdida ante la tragedia. Y así termina esta fase.

    Capítulo 2

    Ningún país es comparable al de los sueños de un soldado que está en servicio activo. No hay sitio alguno comparable al hogar; pero una verdad sutil, que generalmente no se lee dentro de ese lugar común sentimental, es descubierta cuando el viajero regresa. No hay sitio alguno comparable al hogar. El hogar no es un sitio sino una oración, y como la mayoría de las oraciones, es una invocación que raramente recibe respuesta alguna.

    Ser relevados de esa amenaza de muerte que he mencionado y ser transportados completamente hacia el otro sentido, el sentido de la vida, del amor, de una mujer, era una experiencia para la cual ninguno de nosotros estaba plenamente preparado.

    Estábamos preparados para la libertad, preparados para la rehabilitación como civiles, pero muy poco para este cambio mayor: el paso desde la larga oscuridad exterior hacia la vital luz interior proveniente de la voraz ansia por nosotros mismos y por la excitada fe en alguna mujer. Lo que necesitábamos era un poco de caridad, tiempo para recobrarnos, espacio para respirar. A pesar de que no lo demostrábamos y en realidad, hacíamos todo lo contrario, lo que necesitábamos era el estar solos en alguna parte y desenredar los enmarañados hilos de nuestras vidas rotas.

    Era asombrosa la rapidez con que temporalmente olvidábamos todo lo que había pasado allá. En un mes, las experiencias más dramáticas y terroríficas se volvían vagas como sueños, y como ocurre con los sueños, vacilábamos en relatarlas o no. No habíamos echado raíces en el hogar. No teníamos raíces. Y por más extraño que ello parezca, el estar fuera de peligro no nos era del todo agradable, porque en nuestra misma inmunidad encontrábamos conciencia de un riesgo completamente distinto. La artificial bondad que era esparcida sobre nosotros por los de casa, resultaba inapropiada e hiriente para nuestros nervios destrozados. No era bondad lo que necesitábamos, ni gratitud, sino tiempo para recobrarnos, tiempo para volcarnos en una forma fija, con pensamientos tranquilos que corriesen hacia una sola dirección.

    Una vez. estaba yo parado en un fértil prado, de pastos altos hasta la rodilla, y allí, bajo el cielo, y envuelto en el mundo verde, con su crujido en mis oídos, me sentí por un instante, a la par de mí mismo, una unidad. En verdad, éramos hombres enfermos, enfermos mentalmente y no del todo cuerdos.

    Toda mujer interesada en ello debiera enfrentarse con el hecho de que un soldado que ha regresado no es el mismo hombre que ella conocía y amaba cuando él partiera; y lo que es igualmente importante, que tampoco ella es siempre la misma mujer. La guerra no es una experiencia rutinaria; es un cataclismo, una horca, y la misma alma de un hombre, su corazón, son sacudidos dentro de él por sus fuerzas destructoras. No solamente son destrozadas las casas y desarraigados los árboles, desparramados los miembros y arrancadas las entrañas, sino que también esa trémula cosa dentro de nosotros que es nuestro corazón, nuestro supremo, el relicario dentro de un relicario, ella también está destrozada, desarraigada, desparramada y arrancada.

    Me sucedió una cosa en el frente, nada de excepcional, una cosa que ha sucedido a miles, pero en mi caso su efecto moral parecía ser extraordinariamente grave. Fui sensible a ello en un grado tal que me resultaba morbosamente severo. He aquí lo que ocurrió. Estaba en uno de mis urgentes viajes a los Cuarteles Generales de la División. Se había llegado a la conclusión de que una cierta brigada que debía ir a la cumbre en la madrugada se encontraba en una posición del sector demasiado abierta y sin apoyo, y se había revocado la orden. Recibí esta información del general, quien era responsable por ella, y se me indicó que no debía equivocarme de camino. En tales ocasiones se envía más de un correo, por rutas distintas, a fin de asegurar la entrega, pero sucedió en esta ocasión que yo era el único disponible.

    No había luna y era una noche negra como un pozo, pero tales circunstancias eran frecuentes, y la larga experiencia me había dado un sentido del tacto tal como el que se les supone a los bigotes de un gato; ese sentido se extendía delante de mí a través de una superficie suficiente de yardas, como para permitirme evitar los obstáculos que no llegaba a ver pero que presentía. Recién al salir de la intensa concentración que ello requería, encontré astillas y esto sólo había sido un percance menor, sin mayores inconvenientes.

    Tenía concertada una cita para esa noche con una muchacha francesa, colocada en un cafetín. Era a unos meses después del trágico fin del joven Morgan y ya no debía enviarle más floreos literarios a Phoebe. Las muchachas francesas, aun las campesinas, no son fácilmente accesibles. La vigilancia de sus padres es severa y es tan difícil acercarse a ellas como a las mismas judías. Había tardado seis semanas en lograr tomarle la mano, y este paseo que iba a hacer con ella a través de los caminos oscuros era algo de lo cual me sentía orgulloso.

    Me quedaba un margen de horas para ahorrar, debido a las desfavorables condiciones de ese oscurecimiento total. Estaba todo tan negro, que no tenía plena seguridad de que la muchacha se aventurase hacia nuestro lugar de cita; pero en cambio, si venía, esa oscuridad profunda no era nada desfavorable para la ocasión.

    Había una duda en mi mente. Estaba en comisión, pero no se me había dicho expresamente que debía partir de inmediato. Deseaba a la muchacha, y la deseaba mucho más si tenía la temeridad de venir a mis brazos a través de una oscuridad tan densa; pero al final, la prudencia logró imponerse sobre mis sentimientos confusos y agarré mi bicicleta, y con casco de acero, máscara y valija correo, estuve listo para partir.

    Ella estaba allí esperándome. En esa oscuridad profunda nos intuimos el uno al otro y nos encontramos, e inmediatamente nos juntamos. No teníamos necesidad de palabras, y las que pronunciamos eran tan sólo susurradas. Mi sangre, que se había helado por da guerra y encerrado en mi corazón, fue liberada. Sólo eso y nada menos: una mujer entre mis brazos, tan apasionadamente abandonada como yo mismo lo estaba, podía hacer que mi sangre fluyera poderosamente por mi cuerpo y mi cerebro, arrastrándome intoxicado al olvido …

    Ella río. Esto era tan alegre, tan travieso, tan femenilmente francés que me uní a ella y llenamos el negro silencio con nuestro regocijo. Cuando nos recobramos, dijo ella:

    —No vayas a hacerte matar, Tommy.

    —Me importaría un comino si Jerry [1] viene a buscarme esta noche, después de lo que me has dado — le repliqué.

    —No te di nada — contestó —. Yo tomé, tú tomaste.

    —¿Quieres decir cambio por cambio, un perro negro por un burro blanco?

    Esto la divirtió. Tuve que repetírselo una y otra vez a fin de que pudiera fijárselo en la memoria.

    —Bueno, hasta luego — le dije, poniendo en marcha mi bicicleta.

    —Hasta la vista, Tommy; perro negro por burro blanco.

    —Eso es, perro negro por burro blanco. Adiós.

    —Adiós, Tommy.

    No recuerdo su nombre y tampoco le di el mío, pero no puedo olvidar, aun ahora, cómo me sentía cuando ya estaba en el camino. La sangre me quemaba todavía las mejillas, la sangre que ella había subido desde mi corazón, y la casi olvidada sensación de ser un hombre volvió a mí. Nada de lo que sentía podía ser expresado con palabras, pero, aunque parezca extraño, después de lo que había sucedido, me volví súbitamente religioso. Creía en Dios. Sentía una fe inmensa en el

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