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El coleccionista de lágrimas
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El coleccionista de lágrimas
Libro electrónico390 páginas13 horas

El coleccionista de lágrimas

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Un viaje novelado por la Alemania nazi y su herencia de horror.
El profesor Julio Verne, catedrático de historia y experto en la Segunda Guerra Mundial, tiene problemas para conciliar el sueño. Sólo interrumpen su insomnio terribles y vívidas pesadillas sobre las atrocidades del régimen nazi. Durante sus clases, Julio obliga a sus alumnos a reflexionar sobre cómo se habrían comportado en esa época y de qué manera los ciudadanos son capaces de aceptar la tentación autoritaria. Su fama como profesor comienza a trascender más allá de las aulas, especialmente cuando sale a la luz un extraño complot nazi en su contra.
Augusto Cury explora la psicología de Hitler y las razones sociales que llevaron a su ascenso en esta trepidante novela sobre la crueldad, la tiranía y los esfuerzos de la humanidad por oponerse a ellas.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento20 abr 2023
ISBN9786075577142
El coleccionista de lágrimas
Autor

Augusto Cury

Augusto Cury is a psychiatrist, psychotherapist, scientist, and bestselling author. The writer of more than twenty books, his books have been published in more than fifty countries. Through his work as a theorist in education and philosophy, he created the Theory of Multifocal Intelligence which presents a new approach to the logic of thinking, the process of interpretation, and the creation of thinkers. Cury created the School of Intelligence based on this theory.

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    El coleccionista de lágrimas - Augusto Cury

    1

    El terror nocturno

    Sin gritar ni llorar, padres e hijos judíos se quitaban la ropa, se reunían en círculos familiares, se besaban y se despedían unos de otros, esperando la señal de otros hombres de la SS* que aguardaban cerca de la zanja con látigos en las manos. Durante los quince minutos que estuve presente en aquel escenario, no escuché ninguna petición de clemencia ante el pelotón de fusilamiento… Lo que más me sacudió fue ver a una familia de unas siete personas, un hombre y una mujer de aproximadamente cincuenta años, con dos hijas, de veinte y veinticuatro años, tres niños de diez, siete y uno de apenas uno… La madre cargaba al bebé. La pareja se miraba con lágrimas en los ojos. Después, el padre tomó las manos del niño de diez años y le habló tiernamente; el niño luchaba por contener las lágrimas. Entonces escuché una serie de disparos. Miré a la zanja y vi los cuerpos contorsionándose o inmóviles encima de quienes murieron antes que ellos…** ¹

    —¡N o! ¡No! ¡Cobarde! ¡Omiso!

    Julio Verne se movía en la cama en estado de shock; había tenido una pesadilla de uno de los hechos más sombríos de la Segunda Guerra Mundial. Despertó súbitamente con el corazón palpitando, las arterias pulsando, los pulmones ansiosos buscando oxígeno, las manos gélidas y hematidrosis (sudor sanguinolento desencadenado en rarísimos casos de intenso estrés). Se autoflagelaba golpeando su rostro y gritando:

    —¡Soy un débil! ¿¡Por qué no reaccioné!?

    Y lloraba copiosamente, aunque las lágrimas rara vez formaran parte del menú de sus sentimientos.

    Katherine, su esposa, asustada, encendió la luz de la mesa de noche.

    —¿Qué pasa, Julio…? ¿Qué sucedió?

    Sin prestarle atención, él, en estado de pánico, continuaba castigándose.

    —¡Soy un canalla! ¡Pequé por omisión!

    Desconcertada, ella vio el rostro de su esposo sangrando en medio de una completa desesperación. Se sentó en la cama, angustiada. Parecía que su marido estuviera en una guerra y hubiera cometido un crimen imperdonable. Se habían conocido ocho años antes y hacía cinco que estaban casados. Era una relación estrecha, íntima, regada de placer; había pensado que lo conocía tan bien pero, sorprendida, jamás había presenciado una reacción así. El hombre con quien decidiera compartir su historia era intelectualmente inteligente. Nunca lo había visto padecer de insomnio, sueño fragmentado, o ser el blanco de terrores nocturnos ni, mucho menos, lastimarse a sí mismo. Parecía que, en aquella noche fatídica, un brutal depredador y una frágil presa habitaban en la misma mente.

    Julio Verne, observador, determinado, perspicaz, de buen carácter. Analítico, pero con vertientes de ansiedad. Era mesurado, pero jamás rechazaba una polémica. Políglota, hablaba cinco idiomas: inglés (su lengua materna), alemán, francés, polaco y hebreo. Orador brillante, tenía una mente sofisticada, era un hombre poco común. Estudió psicología, fue notable como alumno y más notable aún como psicoterapeuta clínico y profesor de psicología, pero un accidente automovilístico cambió sus planes. Después de terminar su maestría, el accidente le dejó múltiples fracturas y lo inmovilizó por seis meses. Recluido en la cama, recorrió los libros científicos, pero al aburrirse perdió el interés en ellos. Necesitaba algunas dosis de aventura. Rescató entonces una pasión antigua, los libros de historia, en especial, sobre la Segunda Guerra Mundial. Los devoró de día y de noche como un hambriento que llevaba mucho tiempo desnutrido.

    Al convalecer, tomó una actitud que incomodaría a sus amigos y decepcionaría a sus padres: cursar la más fundamental de las áreas del conocimiento, historia.

    —¿Historia, Julio? Tu salario va a caer en picada —dijeron sus padres.

    —Pero me mueve una pasión.

    —Un psicólogo no debe ser controlado por sus pasiones —opinaron sus amigos.

    —¿Y por qué no? La razón sin emoción es una tierra sin fertilidad.

    Cuando tomaba una decisión, no daba marcha atrás. Terminada su nueva carrera, dejó el set terapéutico para arriesgarse en los escenarios del salón de clases. Y brilló, aunque su cuenta bancaria nunca volvió a ser la misma. Ya tenía una maestría en psicología, ahora decidió hacer un doctorado en historia, cuyo tema involucraba la mente de los grandes dictadores. Intrépido, unió esas dos ciencias humanas y se convirtió en un especialista en el perfil psicológico, la mercadotecnia, las acciones e influencias de los sociópatas en el tejido social, en especial, de los nazis.

    El profesor era de origen judío; tenía treinta y ocho años y vivía en Londres, la ciudad que al final de la primera mitad del siglo XX fue la capital de la resistencia contra el nazismo. Hijo único, 1.83 metros de altura, cabello lacio, negro, delgado, con una nariz que sobresalía en su arquitectura facial, ojos almendrados y castaños. Estaba fuera de los patrones de belleza, pero era atractivo. Recibió el nombre de Julio Verne a causa de la fascinación de sus padres, Josef, comerciante en arte y productos electrónicos, y Sarah, propietaria de una exclusiva tienda de moda femenina, por el legendario escritor francés del mismo nombre. Josef y Sarah viajaban en los libros de ese autor y soñaban con que su hijo, cuando creciera, liberara su imaginación y viajara en el tiempo. Sólo que no sabían que un día él lo haría literalmente, primero en sus pesadillas y después…

    La dramática pesadilla del profesor lo llevó por primera vez a salir de las páginas de los libros hacia el pulso de la historia, experimentando en su mente los horrores provocados por Hitler. Jamás había tenido la sensación de ser transportado en el tiempo con tanto realismo. Respiró la historia. Con la mente invadida, la tranquilidad robada, el ánimo pulverizado, su serenidad se esfumó.

    —¿Qué hice? ¿Por qué me quedé callado? ¿Por qué? —decía para sí Julio Verne, sin aliento.

    Entonces, le contó a Katherine los detalles de su pesadilla. Tenía como escenario el relato de Berthold Konrad Hermann Albert Speer, arquitecto en jefe del nazismo, ministro de Armamento y amigo personal de Hitler. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Speer, uno de los entusiastas de la construcción de la capital mundial soñada por el nazismo, le contó al tribunal de Núremberg, instalado para juzgar los crímenes de guerra, sobre el asesinato de familias judías que había presenciado.² El arquitecto del nazismo había atestiguado de cerca la gran obra de Hitler, el exterminio en masa de personas inocentes con lujo de crueldad. El profesor no sólo había soñado con ese dato histórico, sino que se vio y se sintió participando en carne y hueso en el acontecimiento.

    Katherine quedó atónita con la descripción.

    —Cálmate, querido. Estamos aquí, saludables y en nuestra cama —e intentando menguar su ansiedad, lo abrazó afectuosamente, pero él no se lo permitió.

    —Yo estaba ahí, Kate. Estaba ahí…

    Kate era el nombre cariñoso por el cual la llamaba.

    —¿Cómo que estabas ahí? —preguntó ella, preocupada.

    —Yo estaba presente en ese episodio…

    —Pero sólo fue una pesadilla —intervino ella.

    —¡Sí! Pero no fue un invento de mi mente. Fue un drama histórico. Sin embargo, yo… me acobardé. ¿Cómo pude hacer eso?

    —Pero si fue una masacre de judíos, ¿por qué no fuiste asesinado en tu pesadilla?

    —Ése era el problema. Yo no estaba en la piel de los judíos. No estaba bajo la mira de los verdugos; al contrario, llevaba puesto un uniforme de la SS. Estaba al lado de Albert Speer… —respiró prolongadamente—. Vi a esas familias morir delante de mí. Vi a madres y niños asesinados sin piedad. Sabía que pertenecían a mi raza. Pero no grité en favor de ellos. Traicioné todas mis convicciones.

    —Pero todo ocurrió en tu inconsciente. Todos saben que eres un humanista, un…

    —¿Lo soy? ¿No seré una farsa? —dijo Julio Verne, pasándose las manos por el rostro en la actitud desesperada de quien ha comenzado a desconfiar de sus verdades.

    Tensa, ella todavía hizo otro intento para proteger a su hombre, cuya marca personal era la capacidad de rehacerse, ahora temporalmente fragmentada.

    —No te culpes… Recuerda uno de tus propios pensamientos: Cuando la vida está en riesgo, el instinto de supervivencia prevalece sobre la solidaridad.

    Pero el intento sólo empeoró su estado.

    —Yo acuñé ese pensamiento para entender las locuras de los demás. Jamás pensé en aplicarlo para entender mis propias locuras. No fui solidario, no protegí a niños inocentes, me acobardé, aunque inconscientemente, para preservarme.

    Aunque el profesor quería meter la cabeza bajo la almohada y no salir de casa, necesitaba prepararse para otra jornada de trabajo. Desconsolado, se levantó rápidamente y fue a arreglarse.

    Julio Verne había conocido a Katherine cuando ya era profesor de historia, en la sala de maestros de la universidad. Cabello negro, largo, ondulado, ojos verdes, 1.65 metros de altura, treinta y dos años, seis más joven que él, atraía por su belleza física y, todavía más, por la intelectual. Formada en psicología social, era una especialista en marketing de masas y en ciencia de la religión. Era católica practicante, pero, al igual que Julio Verne, respetaba y hasta elogiaba a quienes eran diferentes. Tenía buenos amigos no sólo entre sus pares académicos, sino también entre musulmanes, judíos, protestantes, budistas, ateos. Carismática, de rápido raciocinio, atrevida, a veces impulsiva, hipersensible, sufría por hechos que no sucedían. Soñaba con tener dos hijos con Julio Verne, pero la dificultad para embarazarse la atormentaba.

    Dos intelectuales, un judío y una cristiana, vivían armónica y afectuosamente. Su secreto era simple: no tenían la necesidad neurótica de cambiarse uno al otro, respetaban la cultura de cada uno. Rara vez una pareja estuvo tan enamorada y alegre. Katherine había tenido muchos pretendientes, pero quedó encantada con el profesor de historia, una mente provocativa, estimulante, que sabía que el tamaño de las preguntas determina la dimensión de las respuestas. Su intelecto era una fuente inagotable de cuestionamientos, de ahí surgía la predilección del profesor por discusiones, debates, controversias, mesas redondas. Pero los años pasaron, y el éxito académico tocó a su puerta. Y fue un desastre.

    Los aplausos y reconocimientos se convirtieron en el único veneno que consiguió asfixiar la mente del maestro. Intelectual renombrado, escritor admirado (cinco libros publicados en más de treinta países), el profesor Julio Verne dejó de nutrirse con el alimento de las dudas. Su capacidad de preguntar, de analizar nuevas ideas, entró en un coma inducido. El pensador se apagó. La llama que fascinara a Katherine se estaba extinguiendo. Sus clases seguían siendo didácticas, bien articuladas y ricas en detalles, pero no oxigenaban la mente de sus alumnos, no encantaban a sus audiencias, no generaban introspección ni conciencia crítica. Dejó de ser un formador de pensadores y se volvió un formador de repetidores de información. Se olvidó de la frase que lo había impulsado al inicio de su carrera: El día en que un maestro deje de provocar la mente de los alumnos y ya no consiga estimularlos a pensar críticamente, estará listo para ser sustituido por una computadora.

    Concibió esa frase para otros maestros, era difícil aceptar que ese día había llegado para él… Igual de difícil era aceptar que preparaba el alimento del conocimiento para una audiencia que no tenía apetito intelectual. La notable cultura de Julio Verne no tenía sabor, inducía al sueño. Hasta que otro accidente en el camino, tanto o más fuerte que el que lo había llevado a ser un profesor de historia, comenzó a rescatarlo: sus terrores nocturnos…

    Se arregló en cinco minutos. Nunca le había dado importancia a la ropa de moda ni a las combinaciones estéticas, Katherine lo monitoreaba en esa área. No desayunó, no tenía apetito. Sólo pidió disculpas a la mujer que amaba:

    —Me voy a recuperar, Kate. Gracias otra vez por invertir en mí —dijo, con afecto.

    Ella no lo acompañó, tenía actividades en la universidad esa mañana. Pero le pidió:

    —Cancela tus clases, no estás bien. Mira tu cara.

    —Me gustaría, pero ¿cómo? Los alumnos me están esperando. Ellos no tienen la culpa de mis miserias psíquicas —la besó con suavidad y se despidió.

    Las pesadillas comenzaron a sucederse noche tras noche, y empezaron a ocurrir hechos inquietantes durante el día, sacudiendo y nutriendo su ansiedad, pero también, de alguna manera, liberándolo del calabozo de la monotonía y haciendo que su mente volviera a aventurarse. Volvería a brillar en el salón de clases, pero el precio sería alto, muy alto…

    * Schutzstaffel (SS) [Tropa de protección], creada en un inicio como guardia personal de Hitler (de ahí el nombre), con el tiempo se convirtió en una enorme organización paramilitar del Partido Nazi que se encargaba, entre otras funciones, del proyecto de exterminio en masa en los campos de concentración.

    ** Testimonio real de un observador sobre el exterminio judío.

    2

    Terror en el salón de clases

    Ansioso, el profesor sintió que no debía conducir su auto esa mañana. Tomó el metro y se mezcló con la multitud, algo que siempre había apreciado, pero no en ese momento. Intentaba evitar los pensamientos que lo acusaban y lo señalaban, pero sencillamente no controlaba su mente. Sintió que la universidad nunca había estado tan lejos. Pero debía tranquilizarse, después de todo daría una clase importante para un grupo exigente de estudiantes de derecho sobre el ambiente sociopolítico de Europa previo a la Segunda Guerra Mundial.

    Al atravesar la avenida a tres cuadras de la universidad, de pronto apareció un auto sin control que venía en su dirección. El conductor zigzagueaba como si estuviera alcoholizado o no supiera manejar. Sus ojos parecían estar fijos en el profesor que, en un impulso instintivo, dio un salto y rodó por el pavimento, con lo que escapó de la colisión. El conductor impactó con fuerza su vehículo en un auto estacionado a dos metros de él y se desmayó.

    El susto, por haber sido tan intenso, robó su atención y alivió la emoción de la sobrecarga de pensamientos inquietantes. Los transeúntes rápidamente intentaron auxiliar a la víctima. Como el hombre estaba inconsciente, pidieron ayuda. Las sirenas de las patrullas y de la ambulancia no tardaron en golpear el aire con sus sonidos ensordecedores. El profesor no sufrió lesiones mayores, sólo una pequeña escoriación en el lado derecho de la cara, el mismo lado en que su ojo estaba morado por la autolesión producida por la pesadilla. También se ensució el lado izquierdo de su camisa a la altura del ombligo pero, indiferente a la estética, no regresó a su casa, daría su clase así como estaba.

    Antes de partir a la universidad, se aproximó al auto de la víctima y preguntó sobre su estado. Los socorristas querían librarse de las preguntas de los curiosos, pero informados de que el profesor había sido el atropellado, le respondieron que quizás el hombre habría sufrido un traumatismo craneoencefálico y necesitarían hacerle exámenes urgentes. Era un hombre de cerca de cuarenta años, con el rostro alargado, de apariencia nórdica. Cuando lo trasladaban a la camilla, Julio Verne lo miró y se llevó otra impresión. Vio que el conductor traía un anillo extraño en la mano derecha. Intentó acercarse para verlo mejor, y ahí percibió que parecía un anillo de honor de la SS, la violenta policía del Partido Nazi, un premio ofrecido a pocos miembros de esa agrupación dirigida por Himmler. Quería aproximarse y tocar el anillo, pero no fue posible, los paramédicos lo apartaron.

    Mientras el conductor entraba inconsciente en la ambulancia, el profesor, con las manos en la cabeza, pensó en voz alta:

    —¡No es posible! ¿Un anillo de honor de la SS? Debo estar confundido por la pesadilla que tuve.

    Y, después de ese episodio, emprendió el camino hacia la universidad.

    Mientras recorría los pasillos de la inmensa institución, sintió que el aire entraba con dificultad a sus pulmones. Sus colegas profesores lo saludaban y, al mismo tiempo, quedaban desconcertados con su horrible apariencia. La cara con ligeros edemas y escoriaciones, la piel amoratada alrededor de su ojo derecho, la camisa rasgada, los pasos apresurados, la emoción tensa… No tenía la misma sonrisa ni la misma disposición para entablar un breve diálogo.

    Entró en el salón de clases. Esperó a que los alumnos entraran a cuentagotas. Su inquietud era tangible y su apariencia impropia, pero la mayoría de sus distraídos alumnos no se dio cuenta. El profesor pasó silenciosamente su vista por la clase y quedó decepcionado. No había nada inusual con ese grupo, y ése era el problema. Conversaciones paralelas, juegos en los celulares, mensajes en las redes sociales, los comportamientos de siempre; lo único que no había era el placer de entender, por lo menos historia. Era posible escuchar una indiscreta conversación que decía:

    —Historia, qué flojera. Queremos escuchar un proceso criminal, civil…

    Como era frecuente, Julio Verne necesitaba ejercer presión para atraer la atención, algo que en ese momento comenzó a provocarle náuseas. Usaría el recurso de multimedia para dar otra clase didáctica y con riqueza de detalles. Pero ¿para qué? ¿Y para quién?, se preguntó, angustiado. ¿Qué estoy haciendo aquí?, en lo más recóndito de su mente, cuestionó su papel como educador como desde hacía mucho tiempo no había hecho.

    Insatisfecho, movió la cabeza, dejó a un lado la computadora y abandonó la didáctica rigurosa y las palabras mesuradas. Cambió de tema, se aventuró a hablar de aquello que aleteaba en su mente.

    —No hubo una generación que no produjera locuras, no hubo pueblo que no formara mentes estúpidas, pero en los días de Adolf Hitler, nuestra especie rayó en la locura. Terminada la guerra, se instaló el tribunal de Núremberg. Testigos oculares denunciaron los sufrimientos perpetrados en los campos de exterminio. Los gemidos inexpresables de niños y adultos formaron parte del expediente de los juicios. ¿Qué piensan sobre eso, queridos estudiantes de derecho?

    Pocos querían pensar en el asunto. Mientras Julio Verne intentaba viajar por las atrocidades de la Segunda Guerra, la mayoría de los universitarios continuaba en otros mundos, conversaba sobre deportes, música, moda, usaba sus celulares y otras distracciones. Indignado con su indiferencia, el profesor elevó más todavía su tono de voz.

    —8,861,800. Ése fue el probable número de judíos bajo el control directo o indirecto de los nazis en los países europeos. Y se calcula que ellos exterminaron a más de dos tercios, es decir, 5,993,900. Las cifras son de tal forma crudas que, si hubiera asesinado a un judío por minuto, la máquina de destrucción humana montada por los nazis tardaría diez años trabajando veinticuatro horas al día.

    Algunos alumnos, antes desconcentrados, quedaron impactados con esos datos, pero la mayoría todavía permanecía indiferente. El dolor ajeno no les inmutaba. El profesor se pasó las manos por el rostro. Profundamente indignado, preguntó, como si estuviera hablando al aire:

    —¿Qué especie es esa que extermina a sus iguales como si fueran subhumanos o monstruos? La meta de Adolf Hitler era el genocidio, barrer a la raza judía, desde los niños hasta los adultos, de Europa y, si era posible, de la faz de la Tierra. Para Hitler y sus discípulos, no sólo los judíos, sino también los eslavos, los gitanos, los homosexuales no eran seres humanos complejos y completos.

    Mientras hablaba, se esforzó por no involucrar sus sentimientos. Pero no tuvo éxito. Recordando las escenas de su pesadilla, las 100 mil células de su sistema lacrimal se contrajeron y expulsaron lágrimas que serpentearon por los pliegues de su rostro, denunciando la angustia reprimida en los terrenos secretos de su emoción.

    Intentó disfrazar sus sentimientos. Bajó suavemente la cabeza y pasó con delicadeza los dedos de su mano derecha sobre ambos ojos y la cara. Interrumpió el curso de las lágrimas, pero no el movimiento de su emoción. Algunos se sensibilizaron; sin embargo, varios espectadores continuaban distraídos, sin percibir siquiera la conmoción del maestro. En la era digital, la juventud había perdido la capacidad de percibir lo intangible, la historia ya no aguzaba el paladar de la psique ni arrebataba la imaginación de los estudiantes de derecho, de medicina, de ingeniería, de psicología, de computación. Las excepciones eran raras. Se sentía preso en las tramas de la inutilidad como profesor y en las garras del conformismo de su clase. Su ansiedad se fue a las alturas. En un exabrupto, habló temerariamente a los desconcentrados:

    —¿La sociedad de consumo entorpeció su sensibilidad? Ustedes tienen ojos, pero ¿pueden distinguir lo esencial?

    Marcus y Jeferson, dos alumnos de posturas políticas extremistas, conversaban entre sí, en tono bajo pero audible.

    —¿Quién es este tipo para acusarnos de esa manera? —le dijo Marcus a Jeferson.

    —¡A ese profesor le pagan para enseñarnos, no para darnos sermones! —completó éste, en voz alta.

    El profesor los escuchó y, por primera vez, cuestionó el papel de la historia, por lo menos la que él enseñaba, en prevenir el ascenso de psicópatas al poder. Para las mentes desenfocadas, el conocimiento se convertía en una semilla estéril. Respiró profundamente y dio un fuerte manotazo en la mesa.

    —Estoy hablando de uno de los mayores dramas de la humanidad, ¿y ustedes parecen indiferentes a él?

    El profesor comentó que los campos de concentración eran centros de confinamiento, cercados por alambradas de púas y otras barreras, y vigilados día y noche. Uno de los primeros campos fue construido por Inglaterra en Sudáfrica, en la Guerra de los Bóers, entre 1899 y 1902. Lamentablemente, al final de la guerra, 26 mil mujeres y niños murieron, muchos por infecciones. Los campos de concentración se esparcieron por todo el mundo. En Estados Unidos, después del ataque a Pearl Harbor, 120 mil personas fueron confinadas, en su mayoría japonesas con ciudadanía estadunidense, un craso error. Incluso en Brasil, después de la declaración de guerra a los países del Eje en 1942, el gobierno creó doce campos de concentración para confinar a alemanes, italianos y japoneses.

    —Nada se compara a los campos de concentración nazis. No eran campos de vigilancia, sino de exterminio brutal y de una descomunal esclavitud. El 17 de marzo de 1942, el campo de Belzec desarrolló una capacidad de asesinar a 15 mil personas por día; en abril, fue el turno de Sobibór, cerca de la frontera de Ucrania: 20 mil por día. En Treblinka, 25 mil por día.³

    La gran mayoría de los alumnos ni siquiera había oído hablar de esos campos. No sabían el resultado, no imaginaban que en Treblinka habían sido asesinadas 700 mil personas; en Belzec, 600 mil; en Sobibór, 250 mil; en Majdanek, 200 mil; en Kulmhof, más de 152 mil.

    —¿Eso no los desconcierta, señoras y señores?

    Más de la mitad de los alumnos quedaron impresionados con esos datos, pero algunos todavía alborotaban en el fondo del salón y se burlaban del profesor descontrolado.

    —¿Qué saben sobre Auschwitz?

    Algunos de los futuros juristas intentarían ser magistrados, fiscales o criminalistas, pero pocos se interesaban en estudiar la mayor máquina de violación de los derechos humanos de todos los tiempos. Sólo conocían los datos superficiales.

    —Fue un campo de concentración donde miles de hombres murieron en una cámara de gas —afirmó Deborah, una de sus alumnas, que vivía distraída con las redes sociales, pero que ahora había despertado.

    Los alumnos no sabían que el gas usado en Auschwitz no era el gas de los motores, o gas carbónico, sino un poderoso pesticida, el Zyklon B, a base de cianuro, que desprendía un gas altamente tóxico que asfixiaba los pulmones y producía vómitos y diarreas. Desconocían el trabajo esclavo o los experimentos pseudocientíficos realizados sin autorización de los pacientes.

    —De acuerdo, Deborah. Pero ¿quiénes fueron deportados a ese campo? Innumerables ancianos, mujeres y niños fueron deportados ahí y exterminados.

    Había alumnos, incluso de universidades de otros países, que creían que Auschwitz no había existido, nunca habían entrado en las aguas profundas de la historia. La ignorancia hacía que los gravísimos errores cometidos por las sociedades modernas dejaran de ser pedagógicos para prevenir nuevas atrocidades en el futuro.

    —Calígula fue cruel, Stalin fue un sanguinario, Pol Pot fue un tirano, pero Hitler y el nazismo llegaron a los límites de lo inimaginable. Durante su juicio, Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, comentó con un dejo de orgullo que el campo era una industria de masacres sin fallas, desde la selección de los que llegaban, a la eliminación de los cadáveres y hasta el aprovechamiento de sus pertenencias.

    El profesor explicó que Auschwitz, anexionado por los alemanes en 1939 y creado en la primavera de 1940, en un antiguo cuartel, era una institución estatal administrada por la SS. El 14 de junio de 1940, las autoridades alemanas destinaron al KL* de Auschwitz el primer transporte de setecientos veintiocho prisioneros polacos, la mayoría políticos. Después de los judíos, los polacos representaron el mayor número de víctimas. A partir de 1941, los nazis deportaron ciudadanos de otros países. Durante su funcionamiento, los alemanes enviaron a ese campo a cerca de un millón cien mil judíos, casi 150 mil polacos, 23 mil gitanos, 15 mil prisioneros de guerra soviéticos y 25 mil personas de otras nacionalidades.⁶

    Evelyn se llevó las manos a la boca, sorprendida. Preguntó:

    —¡Dios mío, qué absurdo! ¿Cómo fueron a parar ahí los judíos de Polonia en tan gran cantidad si no había transporte colectivo suficiente?

    —Los judíos eran deportados en trenes de ganado, bajo condiciones insoportables hasta para los animales. No había baños, camas ni comida suficiente. El viaje era un martirio —reveló el profesor.

    —Pero ¿de dónde venían? ¿Todos eran de Alemania? —cuestionó Deborah, impresionada.

    —No. Los judíos fueron deportados de muchas naciones, lo que indicaba el deseo, demente y programado, de exterminio industrial; 438 mil de Hungría, 300 mil de Polonia, 69 mil de Francia, 60 mil de Holanda, 55 mil de Grecia, 46 mil de la República Checa (Bohemia y Moravia), 27 mil de Eslovaquia, 25 mil de Bélgica, 23 mil de Alemania y Austria, 10 mil de Yugoslavia, 7 mil quinientos de Italia, mil de Letonia, 690 de Noruega, y 34 mil de otros campos. El resultado: más de un millón de judíos murieron en los tres grandes campos de concentración de Auschwitz.

    Julio Verne tenía todos esos datos en la memoria, pero su pesadilla lo llevó a quedar profundamente sensibilizado con ellos. Frunció el entrecejo y otra vez se pasó las manos por los ojos.

    —Pero ¿qué pretexto daban los nazis para deportarlos? ¿Era por la fuerza? —quiso saber Peter, despertando su gusto por conocer más la historia.

    —Sí, fue por la fuerza, pero para disfrazar la máquina de destrucción en masa vendían ilusiones. Usaban megáfonos y esparcían rumores entre la población de esos países diciendo que los judíos deportados que iban al este serían asentados, recibirían casa, trabajo, escucharían orquestas sinfónicas y practicarían deportes. Y éstos, dejando todo lo que poseían, no sabían que los fétidos trenes eran el comienzo del holocausto.

    El diálogo era interesante, pero no para todos los alumnos.

    —¿Y qué pasaba cuando llegaban a Auschwitz? —inquirió Lucy, una alumna que rara vez hacía alguna pregunta en clase.

    —Imaginen la escena. No les estaba permitido siquiera sentarse en el suelo. Llegaban al campo de concentración extenuados, insomnes, hambrientos, deprimidos. No se alimentaban, no tomaban agua, ni siquiera había bancos para sentarse. Eran obligados a permanecer en pie. De inmediato, eran separados por un médico de la SS. Los aptos para el trabajo esclavo se salvaban, los demás iban a las cámaras de gas.

    —¡Increíble! Pero ¿cómo iban a las cámaras de gas? ¿No se resistían? —preguntó Lucas, un estudiante en apariencia insensible, pero que ahora estaba conmovido con esa información.

    —La fábrica de mentiras continuaba. Los engañaban. Les decían que iban a tomar un baño, a desinfectarse. Inocentes, entraban lentamente en la cámara de la muerte.

    El profesor continuó mencionando que, a partir de 1942, las mujeres también comenzaron a ser deportadas a Auschwitz. Representaban quizá la mitad de las víctimas de las cámaras de gas. Con ellas, traían a sus hijos. Fatigadas, cargaban sus maletitas; sin embargo, cuando bajaban de los trenes no veían las promesas. Algunas preguntaban por los pájaros, los campos verdes y riachuelos, pero sólo encontraban el tétrico ambiente del campo. Los nazis deportaron alrededor de 232 mil niños y

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