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Réquiem de los Cielos: Obertura
Réquiem de los Cielos: Obertura
Réquiem de los Cielos: Obertura
Libro electrónico407 páginas6 horas

Réquiem de los Cielos: Obertura

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La guerra que inició Lucifer en contra de Dios aún no ha terminado.

Réquiem de los cielos presenta, por un lado, a un ángel caído, un ser que se atrevió a desafiar al Padre para unirse a la rebelión de Lucifer, y batallar contra sus antiguos hermanos en los mismos prados del Paraíso. Sin embargo esta guerra lo arrastra a él y a un tercio de los Coros Celestiales a la desgracia y el exilio en el mundo terrenal. Desde ahí comenzará a planear su venganza y centrará sus esfuerzos en seducir y atacar a los humanos hasta adquirir el poder suficiente que le permita llevar a cabo su venganza.

Por otro, a Linda, o Almendra Lyon, da igual, porque ninguno es su verdadero nombre, sino su seudónimo, una tímida escritora y periodista que trabaja en Santiago de Chile. Al leer un libro que le ha regalado su hermano, Almendra tiene una idea para su próxima publicación, un trabajo que requerirá de ciertas investigaciones que la llevarán a adentrarse en un mundo desconocido para ella. Para hacerlo, se contactará con un enigmático personaje que la arrastrará a un ascendente espiral de terror y seducción.

Cuando al fin sus historias se crucen, uno se verá enfrentado a la incertidumbre de proseguir con su batalla o dejarse llevar por sus sentimientos, y la otra por lanzarse a la aventura o hacerle caso a la voz de alarma que le pide a gritos que huya.

Esta novela pasa de ser una profusión de deseos, sensaciones y erotismo a intrincarse en algo que se escapa de las manos de los protagonistas. Un libro en el que está presente la lucha entre ángeles y demonios, el bien y el mal, y una naturaleza humana a veces demasiado incomprensible.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento8 ene 2016
ISBN9788491122869
Réquiem de los Cielos: Obertura
Autor

Danny Navarrete

Danny Navarrete (Puente Alto, Chile) descubrió su fascinación por contar historias desde muy pequeño y ya en el colegio dibujaba cómics que hacía circular entre sus compañeros. A los 17 años ingresó en la Fuerza Aérea de Chile y en sus filas empezó a desarrollar lo que sería la historia de Asmodeo, que le llevó a investigar en numerosos textos sobre religión, angelología y demonología para dar forma a la épica historia de la eterna batalla entre el bien y el mal que comienza en Obertura, el primer libro de la saga Réquiem de los Cielos.

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    Réquiem de los Cielos - Danny Navarrete

    I

    No podía decir que llevaba una vida perfecta, pero tenía todo lo que una mujer necesitaba y no había mucho de lo que pudiera quejarme. Quizás no era plenamente feliz, pero sí era independiente, arrendaba un departamento, tenía muy pocas deudas y un buen plan de ahorro para futuro. Aún faltaban cosas que concretar y anhelos que cubrir, aunque estaba segura de ir por buen camino para llegar a ellos. Después de salir de la universidad y de uno que otro altibajo, al fin sentía que había encontrado el equilibrio.

    Trabajaba en algo que me encantaba, si bien no era lo que imaginé mientras estaba en el colegio. Pero nunca oculté mi fascinación por aquello que me llevó casi sin quererlo a ser lo que soy ahora: la fotografía.

    Cuando cumplí once años y un tío me regaló mi primera máquina fotográfica -una Canon 110 ED de un espectacular zoom de 0,61 X que me trajo de uno de sus viajes a Argentina-, jamás me había alejado de la fotografía. Siempre era la encargada de inmortalizar las celebraciones o eventos memorables, ya fueran familiares o de amigos, lo que me incentivó a participar en varios concursos y llenar toda una estantería con álbumes fotográficos.

    Así nació mi primer amor, el cual me fue llevando a descubrir un talento que permanecía oculto en mí. Como yo era la única alumna de mi colegio que tenía una cámara propia, sin proponérmelo me gané un puesto en el periódico escolar, primero sólo como fotógrafa, pero después, a medida que fui pasando de curso y tomando más confianza, empecé a encargarme de hacer reportajes por mi cuenta sobre las actividades del establecimiento, los logros de las escuelas deportivas, las presentaciones de los profesores recién contratados y de los alumnos destacados, entre otras cosas.

    Así descubrí mi vocación de informar y después de dar la Prueba de Aptitud Académica, entré como una flamante nueva alumna a estudiar periodismo en la Universidad de Chile.

    Pero además de la fotografía, tenía otro gran amor, la lectura. Todo empezó cuando llegó a mis manos <<La Ciudad de las Bestias>>, de Isabel Allende. Debo reconocer que en un principio sentí cierto recelo de comenzar a leerlo, pues mi padre era un ferviente pinochetista y toda mi familia era de derecha, por lo que crecí en un ambiente en el que el comunismo y todo lo relacionado con Salvador Allende era casi un tema vetado en la casa y yo, asumo mi ignorancia, pensaba que esa escritora era hija del desaparecido ex presidente.

    Sin embargo apenas leí su primera página no pude parar hasta casi terminar el libro por completo y quedar con ganas de leer más, de sumergirme en esos mundos fantásticos que esperaban a que mis ojos los encontraran dentro de las páginas que los mantenían ocultos.

    Entonces me convertí en una devoradora de libros, zambulléndome en obras de los más variados géneros y artistas cada vez que los estudios me lo permitían. Gracias a la admiración que comencé a sentir por una gran variedad de escritores, desde la misma Isabel Allende, pasando por Carlos Cahutemoc, J.J Benítez, Becca Fitzpatrick, John Grisham, Ken Follet, Tolkien, Stephen King hasta llegar a Lovecraft y Poe, liberé mi creatividad y empecé a escribir en mi tiempo libre. Así, años después, cuando ya obtuve un trabajo fijo y estable como columnista en un conocido periódico de la capital, en el que hablaba de temas cotidianos bajo el seudónimo de Linda, logré escribir y publicar un libro infantil y dos novelas policiales que si bien no fueron Best Sellers -el libro infantil me había dado una ganancia neta de setenta mil pesos-, en algo aportaron para mi economía.

    -¿De dónde inventas tantas cosas? -me preguntaba a menudo don Guido, mi editor, cuando le presentaba los borradores para el diario.

    -Sólo brotan de mi cabeza -respondía siempre sonriente.

    -¿Y por qué no escribes con el otro seudónimo? A mi gusto, suena más atractivo.

    Solía contestar con evasivas a esa pregunta. La verdad, no concebía que Linda, quien sólo escribía sobre jocosos temas ordinarios y comunes, pudiera detallar las cosas que ocurrían en las novelas policiales. Con un inocente libro para niños era suficiente para ella, además de las columnas livianas que publicaba en el diario.

    Sin embargo, Almendra Lyon, mi otro seudónimo, era una mujer completamente distinta. Se trataba de una escritora más directa y con mayor morbo, capaz de describir sin tapujos una sangrienta escena del crimen o escribir con lujo de detalles acerca de la sicópata obsesión de un asesino en serie.

    En definitiva Almendra no escribiría sobre las aventuras que conlleva salir a trotar con tu perro por el Parque Forestal un día domingo por la tarde, ni Linda escribiría sobre un maniático que gustaba de coleccionar los ojos de sus víctimas.

    De todas maneras, salvo don Guido, nadie más sabía que Linda y Almendra Lyon eran la misma persona. De hecho, nadie en el diario sospechaba siquiera que yo era ambas.

    -Es bueno que nadie lo sepa, por si te haces famosa -decía mi editor, guiñándome un ojo.

    Así que seguí su consejo y no se lo dije a nadie, excepto a Felipe, mi hermano menor, el que por mucho es mi mejor amigo, a pesar de nuestras diferencias.

    -¡Es genial! -me dijo con una enorme y fascinada sonrisa apenas terminé de contarle que acababa de salir a la venta mi primera novela <>.

    -Quise probar si era capaz de escribir algo que no fuera para niños o la lectura dominical-, le dije mientras nos abrazábamos como cuando éramos niños-. Puede que no le vaya muy bien, pero es un inicio.

    Sin embargo, <<Cuando Suena la Campana>>, mi primera novela policial, la que relataba en doscientas veintitrés páginas en formato de bolsillo la historia de un profesor de historia que disfrutaba torturando y asesinando a sus alumnos más desordenados, logró vender casi mil copias en todo Chile en un solo año, lo que me significó una ganancia total cercana a los seiscientos mil pesos. A pesar de que yo lo consideré todo un éxito, la crítica me hizo mierda, diciendo que era una obra con exceso de morbosidad y sangre innecesaria, pero con el pasar del tiempo conocí gente que había quedado gratamente sorprendida con lo intrincado de la historia y lo gráfico de la narración, así que opté por no tomar en cuenta al prestigioso cuerpo de críticos literarios.

    Eso fue hace tres años, pero al año siguiente, cuando salió al mercado -también en formato de bolsillo-, <<El Camino Secreto>>, las cosas mejoraron de manera notable.

    En trescientas quince páginas, contaba la historia de un detective de la Policía de Investigaciones que investigaba el misterioso secuestro y asesinato de un miembro del gabinete del Ministro de Defensa Nacional, lo que estaba a punto de desencadenar una guerra relámpago contra Argentina, sin que nadie sospechara que se trataba de un disimulado movimiento desde un sector del gobierno para desviar la atención del mundo de los negocios que un respetable senador llevaba a cabo con terroristas musulmanes.

    -Esto es mucho más atrevido –don Guido me llamó por celular apenas terminó de leer el borrador-. Me gusta la manera en que vas contando lo que pasa, pero no sé si tenga buena aceptación. A muchos políticos no les gusta ni que se sugiera que puedan hacer negocios turbios. Sabes que son algo <> de piel.

    -Si sé -le contesté, algo adormilada. Eran cerca de la una de la mañana y apenas había logrado conciliar el sueño-. Siempre me ha dicho que deje que mi loca cabeza guíe mis dedos sobre el teclado y eso es lo que salió.

    -Mmm -dijo al cabo de unos segundos-. Haré lo mismo que he hecho con todo lo que has escrito desde que trabajamos juntos: voy a dejar que mi hija lo lea y si le gusta me encargaré de mover los hilos para que lo publiquen.

    Él tenía una hija de diecisiete años que compartía su gusto por la lectura y devoraba toda novela que caía en sus manos. Ella era el principal filtro que usaba mi editor para decidir qué podía ser publicado con posibilidades de éxito y qué definitivamente no.

    Así, al pasar la prueba y con apenas unos cambios hechos por el mismo don Guido, salieron a la venta dos mil ejemplares de la primera edición de <<El Camino Secreto.>> Sin embargo apenas se vendieron siete en los primeros tres meses, por lo que estaba dando por perdida toda la inversión en la novela. Hasta que en el cuarto mes hubo una repentina alza en las ventas y ya al séptimo mes debieron imprimirse mil copias más.

    En el año siguiente, se vendieron tres mil seiscientas copias, lo que luego de pagar algunos gastos extras, me dejó una ganancia neta cercana al millón de pesos.

    Ya en tres años, había agregado a mi cuenta de ahorro casi tres palitos verdes.

    Y ahora estaba a punto de sumergirme en una nueva e intrincada historia, todo gracias a mi hermano.

    Resulta que un día en que fue a visitarme -él vive en un departamento en Gran Avenida y yo arriendo uno en Rojas Magallanes-, me llevó un libro envuelto en un brillante papel de regalo rojo.

    -Ábrelo -me dijo con una sonrisa pícara-. Es algo para que estimules tu creatividad.

    Curiosa, rasgué el papel con impaciencia y apareció ante mí una novela de tapas negras que en su cara traía una hermosa rosa roja. <>, de Megan Maxwell.

    -No conocía este libro -le dije al darle una hojeada antes de leer la reseña de la contra portada.

    -Mi novia lo leyó y dice que es buenísimo -me contestó dejando su bolso en mi sofá para sentarse de un salto junto a él-. Hasta yo leí una parte y te diré que es muy… sugerente.

    Lo miré con suspicacia y partí a sentarme a su lado sin dejar de leer la contratapa.

    <>

    -Yo sé que te va a gustar -escuché a mi hermano sonreír mientras yo seguía leyendo.

    <<… Judith sucumbe a la atracción que el alemán ejerce sobre ella y acepta formar parte de sus juegos sexuales…>>

    -¡Me trajiste un libro porno! -le dije con exagerado escándalo, logrando que él lanzara una enorme risotada.

    -Porno, no. Erótico. Como escritora deberías saber la diferencia.

    Reconozco que desde pequeña siempre fui recatada y pudorosa -<> me enrostraba mi hermano cuando se burlaba de mí-. No era que el sexo fuera para mí un tabú ni nada por el estilo, pero consideraba que todo eso del erotismo o la pornografía rayaban en la degeneración y transformaban algo tan natural y lindo en poco menos que una práctica deportiva. Y ahora, con todo el furor que había causado en el publico la saga de <>, el tema estaba en boca de todos, lo que en cierto modo me incomodaba, sobre todo porque la mayoría de mis compañeras del diario ya lo habían leído y se la pasaban hablando del tema o de a quién elegirían para que hiciera con ellas lo que el dichoso Grey hacía en su libro.

    Para mí, que perdí mi virginidad a los veintidós años y sólo había tenido una pareja seria en toda mi vida, era algo de lo que me costaba trabajo hablar.

    -Léelo antes de opinar -me dijo mi hermano, con lágrimas en los ojos de tanto reírse de mi cara-. Por la manera que cuentas las cosas, si te animaras a escribir algo parecido, estoy seguro de que terminarías haciéndote millonaria.

    -¡Ni hablar! -contesté a secas.

    -¿Cómo sabes? Las mujeres son cada vez más atrevidas. Es obvio que si saben que una escritora chilena sacó un libro erótico, van a llegar a pelearse por comprarlo. Y de paso nos pelearían a nosotros, los hombres, quienes te estaríamos muy agradecidos.

    -¿Y qué quieres que escriba? No sabría cómo contar algo así.

    -Hermanita, ese es tu trabajo. Lee este libro y después deja que tu imaginación haga el resto. Si quieres, puedo darte algunos tips.

    -¡Sal de aquí, pervertido! -le dije dándole un librazo en el hombro.

    Esa noche, seguí mi rutina diaria. Me coloqué mi pijama de polar, acomodé los almohadones y me senté en la cama con el notebook sobre mis piernas y el televisor encendido. Siempre hacía zapping por los canales nacionales al tiempo que buscaba noticias llamativas por internet de donde sacar alguna idea para mi columna semanal.

    Pero lo primero era abrir mi Facebook.

    Revisé las notificaciones -tenía dieciséis, pero trece eran solicitudes de Candy Crush-, y luego comencé a ver las noticias. No había muchas cosas interesantes, salvo algunas fotos de mis cantantes favoritos o tiernas imágenes de gatitos tristes porque mañana será lunes.

    Entonces hice click en mi perfil y miré por un rato mi foto. Era una muy antigua en la que aparecía abrazada a mi peluche de Hello Kitty gigante, un regalo que mi ex me había dado para mi cumpleaños número veintinueve y que aún permanecía desterrado en una esquina de mi dormitorio, justo al lado del cesto de la ropa sucia. En ella estaba vestida con un sencillo sweater blanco y jeans, con el pelo amarrado en una cola. Sonreía para la cámara y es que estaba contenta en ese tiempo, casi feliz.

    Me fijé en mis facciones. Nunca me he considerado una mujer linda, aunque sé que tampoco soy fea. Mis ojos son grandes y almendrados, de un café oscuro que a veces parece totalmente negro. Mis labios no son ni delgados ni gruesos, pero son armónicos a mi nariz respingada. Tengo unos pómulos bien definidos y mi mentón puntiagudo tiene un lunar negro por el lado izquierdo. El mayor cambio de esa foto a la actualidad es que en ella mi pelo negro me llegaba hasta el hombro y ahora me llega poco más abajo de las paletas.

    En cuanto a mi figura, Dios no me había dotado de una gran delantera, pero tampoco era <>, como dice mi hermano. Sí tengo una cintura bien marcada, gracias a unas caderas anchas modeladas por la genética que heredé de mi madre, sumado a años de spinning.

    En resumen, debería ser relativamente suertuda con los hombres, de no ser por lo corta de carácter y lo propensa a ponerme colorada y tartamuda cada vez que alguien me miraba de una manera sugerente.

    Sin embargo, aquella foto de una mujer de casi treinta años abrazada como una niña a un peluche gigante, era demasiado infantil, incluso para mí. Así que me puse a revisar las que ya había subido a Facebook, dispuesta a cambiar la imagen de perfil, pero al poco buscar me di cuenta de que casi en todas o aparecía con uno de los muchos ositos que tenía en la repisa de mi pieza o era una foto de un paisaje o una imagen con un pensamiento sacada de internet.

    En ninguna veía el reflejo de la mujer que debería ser a esta edad.

    Con un suspiro de resignación, estiré mi mano para agarrar la botella de agua mineral que tenía en el velador, pero mis dedos se toparon con algo que no debería haber estado ahí.

    Al lado de la lámpara se encontraba el libro que me había traído mi hermano.

    Lo miré un rato y luego lo tomé con la punta de mis dedos, como si fuera algo capaz de quemarme.

    -¿Qué tan malo puede ser? -me pregunté a mi misma sintiendo el morbo ruborizar mis mejillas.

    Dejé el notebook a un lado y sin pensármelo mucho, me puse a leer.

    La dedicatoria que ponía la escritora en las primeras páginas me pareció una linda frase para iniciar una novela rosa. Tal vez, pensé, no era tan porno como yo pensaba.

    Pero cuando llegué a la página dos la cosa comenzó de inmediato a subir de tono, sin embargo la situación en la que se encontraba la protagonista es casi divertida y no me pude guardar las ganas de saber más.

    Seguí leyendo.

    Ya en la página tres la cosa se volvió mucho más <> y Judith vive un episodio de voyerismo que la pone súper fogosa, por decir lo menos.

    Detuve un poco la lectura para imaginarme la escena. Yo no me habría quedado escondida en el auto mirando aquel espectáculo y dudo mucho que me hubiera puesto así de excitada, pero la forma que tiene la escritora de contar lo que pasa era simple y directa, facilitando la lectura. Y tuve que reconocer que mi curiosidad e interés en la historia iba en aumento.

    Así que continué leyendo.

    Sin darme cuenta, a las dos de la mañana ya había leído casi cien páginas del libro. El televisor sólo transmitía infomerciales y el notebook hacía rato que estaba sin baterías.

    Y me obligué a admitir que el libro resultó bastante adictivo y… excitante.

    Doblé la esquina de la página en la que iba y me levanté apuradita para ir a orinar. Al limpiarme, me di cuenta de que me había puesto húmeda sin darme cuenta. Miré el protector diario y, en efecto, me pasó algo parecido a lo que le ocurrió a Judith.

    ¡A mí, la santurrona! ¡Qué vergüenzaaaa!

    Me cambié el protector, me subí el pijama y al lavarme las manos y mirarme al espejo, noté que mis mejillas estaban algo sonrojadas.

    -De verdad me subió la temperatura… -pensé.

    Busqué mi cepillo de dientes, le eché pasta y comencé a lavarme para tratar de pensar otra cosa, pero las peripecias de la protagonista del libro seguían aún en mi cabeza. Nunca había leído algo así, a pesar de que mi hermano tenía desde hace años su atesorado <>

    Enjuagué mi boca y volví a la cama. Después de apagar el televisor y guardar el notebook, me preparé para dormir, no sin antes echar una última hojeada al libro que estaba reposando sobre mi almohada invitándome a seguir leyendo sus páginas. Pero tras una consulta a la pantalla de mi celular mi cerebro ordenó que me acostara. Era hora de dormir.

    Dejé el libro en el velador y apagué la luz.

    Sin embargo una idea empezó a surgir en mi cabeza, dio vueltas, se nutrió de lo que acababa de leer, de lo que mis compañeras comentaban…

    No aguanté más. Encendí la luz, agarré el celular y entré a internet. Casi de inmediato la página inicial de Google me miró de forma amistosa para invitarme a buscar en su infinita red del conocimiento.

    <>

    Lo dudé un segundo antes de pinchar <>

    Y esperé a que cargaran los resultados.

    II

    De vez en cuando disfrutaba de acercarme a los fastuosos centros de adoración que los humanos han construido para alabar al Padre.

    Desde que escapé de la prisión en la que permanecí por largos siglos y reanudé mi deambular por este mundo, partiendo en el antiguo Egipto para luego cruzar las áridas tierras del Oriente Medio hasta alcanzar lo que los mortales llaman <>, atestigüe su incesante esfuerzo por ensalzar el nombre de Dios con construcciones cada vez más llenas de inútiles riquezas terrenales. Nada más alejado a la simpleza y humildad con la que los Coros cantábamos las alabanzas en las imperecederas tierras del Reino.

    Me era irrisorio ver la evolución de sus ritos, la tergiversación de la verdad sobre los inicios de su especie y el desprecio con el que éramos tratados dentro de sus iglesias. Gabriel y los demás mensajeros habían hecho muy bien su trabajo, difamándonos a tal punto que ellos aparecían como héroes y nosotros como los infames villanos.

    Nada se decía de la falta de criterio del Padre ni de la valentía de Lucifer al oponérsele.

    Aún así me entretenía ir y venir por sus grandes catedrales para escuchar las inútiles plegarias que entonaban los feligreses de manera casi refleja, sin siquiera detenerse a pensar en el significado de sus palabras. Me gustaba sentarme entre ellos a mirar sus ensayados actos de arrepentimiento y súplica que abandonaban al cabo de una hora, cuando volvían a su despreciable cotidianeidad.

    Pero sobre todo, me gustaba sentarme a mirar las muchas mujeres que iban cada vez menos recatadas a esos centros de alabanza, como si en lugar de tratarse de un ritual de adoración estuvieran acudiendo a un desfile de modas.

    Eso me daba la oportunidad de apreciar bien sus físicos y así escoger a las más exquisitas para acercarme a ellas, influir en sus mentes y llevarlas con total facilidad a mi cama.

    Como ocurrió con la mujer que ahora tenía entre mis brazos.

    Llamó mi atención su redondo y voluminoso trasero en cuanto entró al templo. La observé con detalle mientras se desarrollaba la insípida ceremonia dominical, deleitándome con su bien desarrollado físico. Fue fácil manipular sus deseos en cuanto me senté a su lado y la influencié para hacerla entrar en mi auto y llevarla a mi departamento. Ahora la tenía a mi absoluta disposición, jadeante y excitada por la lujuria sin control que desperté en sus pensamientos con las palabras ardientes que había depositado en su oído.

    Abrí a tirones su blusa, dejando al descubierto un par de hermosas tetas escondidas dentro de un delicado sujetador de encaje. No pude evitar reír al ver el collar con un crucifijo que descendía por entre sus pechos y se lo arranqué de un tirón, arrojándolo al piso con el más absoluto desprecio.

    Ella gemía y se contorneaba ante mis caricias como tantas otras lo habían hecho desde que descubrí los enormes placeres de la carne. Los ángeles nacimos puros y no existía el deseo entre nosotros a pesar de que varios tenían cuerpo de mujer. No usábamos el sexo porque no lo necesitábamos, no fuimos hechos para procrear. Nuestras esencias tomaban la forma que más se amoldaba a ellas, ya fuera masculina o femenina, pero todos éramos iguales en el Paraíso, no se hacía ninguna distinción de género como lo hacen los primitivos humanos.

    Aquí en la Tierra fue donde aprendí lo delicioso que era el sexo y la diferencia con que lo sentían los hombres y las mujeres. Aquí descubrí que los mortales transformaron una herramienta diseñada para hacer crecer su especie en un instrumento de egoísta placer que sus propias religiones mantenían vetado y catalogado como impuro. Era lo que muchas creencias clasificaban como uno de los siete pecados capitales, las faltas más graves que una persona puede cometer contra Dios y sus preceptos, causante directo de la condenación al Infierno.

    Fue Amón quien me habló por primera vez de los pecados con los que los seguidores del Hijo asociaron nuestros nombres.

    -El tuyo es el de la lujuria –a pesar de las incontables centurias, recordaba sus palabras como si las estuviera diciendo frente a mí-, el hambre incontrolable por los placeres carnales.

    En un principio me fue difícil comprender esa hambre. Aprendí de ella mientras me inmiscuía en las sociedades humanas, probando, degustando la carne mortal de una manera que antes no habría concebido. Como estaba obligado a cambiar de cuerpo para evitar que mi esencia quedara sin un receptáculo que pudiera poseerla, experimenté el sexo desde el punto de vista masculino y femenino, comparando las diversas formas de sentir y dar placer, hasta que decidí mantenerme en el cuerpo de un hombre. Las mujeres disfrutaban mejor del gozo que les provocaba una buena penetración, el orgasmo en ellas era mucho más fuerte, mucho más total que el que sentían los varones y sus cuerpos eran también más deliciosos. Verlas ser presa del más absoluto deleite era el mayor placer que yo podía experimentar. No había nada más exquisito para mí que una húmeda y cálida vagina, nada tan suave como los firmes pechos de una doncella o la delicada curva del trasero de una bella hembra como la que estaba por disfrutar en estos momentos.

    Desnudé su torso y empecé a chupar y mordisquear sus pezones hasta sacarle chillidos de placer, a la vez que mi mano iba a parar a su entrepierna para masajear su sexo por sobre la delgada tela del pantalón que llevaba puesto.

    Con el tiempo encontré la manera de entrar en los intrincados laberintos de la mente humana para hallar sus anhelos secretos, sus deseos ocultos. Es que no todos los mortales eran iguales. Algunos disfrutaban siendo sumisos y veían en la humillación una excitante manera de alcanzar el éxtasis. Otros llegaban al clímax a través del dolor, ya sea sintiéndolo o infringiéndolo. También había aquellos que se ponían calientes al dominar y avasallar a sus parejas. Y un sinnúmero de aberraciones que desvirtuaban el acto de la procreación para volverlo un salvaje juego de perversión.

    Esta mujer era de las que les gustaba sentir algo de dolor y me complacía poder entregarle ese placer.

    Desabroché su pantalón con brusquedad y metí con rapidez una mano en su ropa interior para palpar lo mojada que estaba. Ella gruñó y se sacudió al sentir mis dedos hurgueteando entre sus empapados labios mayores y se acercó a mí con la intención de besarme. Pero la detuve jalándole el cabello para luego hacerla girar hasta que quedó de espaldas a mí. Entonces le bajé el pantalón y la ropa interior hasta los tobillos y la empujé hacia adelante para hacer que apoyara ambas manos sobre el colchón de mi cama y así dejar su trasero desnudo expuesto a mis deseos.

    -¡Siiii…! –suspiró ella cuando le di una fuerte y sonora nalgada.

    Su blanca piel de inmediato tomó un color rojizo al recibir el impacto de mi mano, pero sus movimientos y sus gemidos indicaban que lejos de sufrir, esa mujer estaba excitada hasta el borde del descontrol. Tal como lo había leído en su mente, disfrutaba del dolor y no dudé en darle otra nalgada a la vez que tiraba con fuerza de su cabello para hacerla ponerse de pie.

    -Dame más…

    Era en extremo fácil hacer que los mortales sucumbieran a sus deseos más básicos y perdieran por completo la razón ante la más mínima provocación. En los milenios que llevaba entre ellos muy pocos lograron controlarse ante mis insinuaciones, pagando con sus vidas el atrevimiento de oponerse a mí. Sin embargo en la actualidad, cada vez eran menos los que lograban escapar de mi sed de sexo.

    Y yo no me cansaba de saciarla con ellos.

    La aferré por la cintura para apegarla contra mi cuerpo y metí un dedo en su boca. Ella, desbordante de pasión, lo chupó con vehemencia y cuando sentí que ya lo tenía bien mojado con su saliva, lo llevé entre sus piernas para introducirlo de un solo golpe en su

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