Perdida en tu pasado: Tu mirada en el tiempo, #3
Por R.M. de Loera
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Estoy segura de que James Montgomery solo puede amar a Ethel Richardson y yo me aseguraré de que sea correspondido. Ella lo amará tanto que sentirá un vacío en el pecho cuando no lo tenga cerca. En esta guerra, yo seré la derrotada, pero me alzaré con la victoria.
Un hombre con un invento que puede revolucionar la historia.
Una mujer dispuesta a luchar por reescribirla.
Un amor que transformará su mundo.
Es fácil juzgar el pasado con los ojos de la actualidad,
pero no es tan sencillo sobrevivir en él.
Y tú, ¿apretarías el botón?
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Perdida en tu pasado - R.M. de Loera
Perdida en tu pasado
Perdida en tu pasado
Tu mirada en el tiempo / Libro 3
© 2020 R. M. de Loera
Published by R.M. de Loera
Portada: Germancreative on Flivver
Printed in the United States
Imprint: Independently published
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Aunque se hace referencia a la comunidad de Cave Spring y la ciudad de Roanoke, ambas en el Commonwealth de Virginia, Estados Unidos, todos los nombres, personajes, negocios, lugares, eventos e incidentes son producto de la imaginación del autor y usados de manera ficticia. Cualquier parecido con alguna persona viva o muerta o eventos pasados es pura coincidencia.
Este libro está ambientado en una población que existió en la realidad y se hace referencia a personas y negocios reales. Cuando se mencionan es de una manera ficticia, y como tal deben tomarse.
La autora le ofrece sus respetos al Commonwealth de Virginia, Estados Unidos y la magnífica preservación de su historia, sin ello hubiera sido difícil imaginar esta historia.
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Para mi guerrero:
Tu fortaleza es la mía
Para mi niña amada:
Tu sonrisa es lo más
reconfortante en el mundo
¡Gracias a ambos por tenerme paciencia
al momento de escribir esta historia!
El amor es la única cosa,
—que somos capaces de percibir—
que trasciende las dimensiones
del tiempo y el espacio.
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Algún día de octubre de 1926
18 años
La hojarasca se revolvió detrás de mí. Me detuve y giré, aunque por ser de noche no pude ver nada. Desde hacía casi un mes vivía en el buen año de 1926 y en todo ese tiempo sentí que alguien me seguía. Debía ser solo el nerviosismo de encontrarme en un año diferente al mío, donde las personas que más amaba estaban, pero no podía acercarme a ellas.
El corazón me bombeaba frenético. Todavía me faltaba una milla por llegar a la casa de James y frente a mí solo estaba la negrura apabullante. Grité cuando un búho decidió cantar en un tono escalofriante.
Cerré los ojos e inhalé y exhalé despacio. Esa sería la última noche en que tendría que hacer una caminata tan larga y las agujetas en mis pies agradecerían el descanso. Me volví de pronto al escuchar pasos otra vez. Sabía que no era mi imaginación o alguna broma del viento.
—¿Quién está ahí?
Solo me contestó el murmullo del río y el siseo del aire. Me reacomodé la blusa, como si con eso fuera capaz de proporcionarme más calor, y giré. Faltaba poco, pues en mis pies sentía el declive en el suelo que provocaban las pisadas de las vacas, si bien jamás me encontré con una. Sin embargo, me apuré al escuchar un cencerro lejano. Me parecía una imprudencia que el dueño les permitiera estar sueltas a esas horas, pues podrían lastimarse, aunque no quería que una vaca me encontrara, se pondría nerviosa y sin duda me atacaría.
Fruncí el ceño, pues las luces de la casa deberían ser visibles desde el punto en el que me encontraba y no era así, ¿acaso estaba perdida? No podía ser, conocía ese camino a la perfección, me aprendí cada relieve en la oscuridad, la ubicación de los árboles y las estrellas. Respiré profundo, si bien tenía los ojos humedecidos. Por un segundo solo podía escuchar el galopar de mi corazón. Si me perdía nadie me buscaría… Estaba sola. Comprendía por qué James me echó, no lo juzgaba por ello, pero eso no significaba que no existía dolor. James Montgomery me rompió el corazón.
Sorbí y sonreí, aunque el olor era apenas perceptible también era inconfundible: levadura. No estaba perdida, si bien no sabía por qué no había luz. Me apresuré y cuando encontré el camino firme, casi daba brinquitos de felicidad. Me sentía cansada y quería dormir.
Al llegar me escondí entre los árboles y observé. No se veía a nadie. Caminé a hurtadillas y llegué hasta el granero. Era el lugar más lejano y seguro donde estar, pero James pasaba la mayoría del tiempo allí así que no podía ocultarme allí. Miré de un lado al otro y me apresuré hasta el cobertizo.
Me costaba comprender el porqué de esos edificios tan desvencijados. Y no sabía para qué era el cobre que estaba en el interior del granero, parecían tubos de ensayo gigantes y con formas un tanto peculiares. Sin embargo, la exquisitez del interior del cobertizo te robaba el aliento. Había cerca de diez sillas, todas del pino más fino. Doblé las piernas hasta encontrar el suelo y poco a poco me recosté encima de la alfombra, lo único capaz de calentarme las extremidades frías. No obstante, pensar en la alfombra como algo para eliminar el frío debía ser una blasfemia. Los hilos parecían los más finos y los colores azul índigo y lavanda no eran comunes. Las alfombras de las tiendas en la ciudad eran de colores neutros y nada ostentosos mientras que esa mostraba flores coloridas y unos envases egipcios en las esquinas.
Imaginaba que ese era el consultorio donde James atendía a las personas. En el centro había un escritorio enorme de madera exquisita. Ni el granero, ni el cobertizo existían en 1957, solo la casa. El interior era el mismo que yo conocía, aunque en los estantes faltaban muchos libros, mas allí estaba Einstein, Tesla y Fitzgerald.
Giré a la derecha en un intento de calmar el borborigmo. Sabía que el refrigerador y la alacena tendrían todo lo que pudiera desear, pero jamás me permití entrar a la casa otra vez. Solo aquel domingo en que encontré a James en ese estado preocupante.
Me cubrí los labios con una mano temblorosa, cuando un sollozo escapó de ellos. Me costaba cerrar los ojos porque lo veía a él tirado en el suelo, en tanto convulsaba y se ahogaba con su propia saliva. No sé cómo pude forzarle la boca para abrírsela a la vez que le giré la cabeza para que el líquido se escurriera.
Esa semana había trabajado. apenas podía mover las manos, pues James me había mordido en varias ocasiones. «¿Él sería capaz de recordar? ¿Estaría furioso conmigo?». Un resuello fue el preámbulo de varios sollozos y jadeos. Volví a girar, tenía que ser una mujer fuerte y dejarme de lamentaciones. No había nada que hacer. Tendría que encontrar la forma de continuar con mi vida, sin ninguno de ellos junto a mí… sin James.
divisor de escenaAbrí los ojos y grité al encontrarme frente a frente con una niña que me observaba con desaprobación. Llevé la mirada a la ventana, todavía el sol no se asomaba en el horizonte.
—¿Quién eres tú?
—Tu no casa James.
—Tú no debes estar en casa de James. —Levanté los ojos exasperada conmigo misma por corregir sus palabras.
—Mamá decir largo. No volver.
Me puse en pie y giré la cabeza de un lado al otro al sentir el cuello y los hombros agarrotados y entumecidos. Salí y me percaté de que, a pesar del movimiento en el exterior, la casa permanecía muda y hasta solitaria. Caminé a hurtadillas, intentaba evitar que alguno de ellos me viera y me delatara con James.
Me movía despacio, ya que mis pies parecían embutidos en los zapatos de tacón. Ansiaba que fuera medio día porque el hotel Roanoke me pagaría mi primer sueldo.
Al primer lugar en el que busqué empleo fue en el molino Richardson para estar cerca de Ethel, mas allí no trabajaban mujeres. Tuve que pedirle un periódico prestado a uno de los hombres y apuntar las dos ofertas de empleo que existían para damas. Me entrevistaron en las dos, pero terminé como telefonista del hotel Roanoke.
Conseguí el empleo por mi voz y por saber leer y escribir. El encargado del hotel, el señor Dameron, parecía sorprendido porque fuera así. Él era un hombre bajo y excéntrico. Según el señor, era evidente que yo no era una chica de sociedad y aun así tuve el privilegio de instruirme. Me envió a enfermería, donde me tomaron la temperatura y la presión arterial, luego me hicieron un examen ocular, me pesaron y cogieron mis medidas. Me ofrecieron un plan de alimentación, pues era considerada una stout. Estaba perdida con su lenguaje, si bien creo que quisieron decir que estaba gorda.
En la primera semana aprendí a cómo conectar las llamadas y a mover los cables de la diminuta central con rapidez y eficiencia. Durante diez horas al día tenía los oídos cubiertos por auriculares y un micrófono me colgaba del cuello.
Me detuve unos segundos cuando ya no podía caminar más, pero no me atreví a quitarme los zapatos por temor a que los pies no volvieran a entrar. El río se arrastraba con fuerza por las recientes lluvias y el olor a tierra húmeda me inundaba las fosas nasales. En cuanto llegara a la ciudad tendría que limpiarme los zapatos del lodazal que cargaba.
—¡Señorita Barbara! ¡Señorita Barbara! —El repartidor agitó la mano mientras pedaleaba con sus pequeños pies a gran velocidad por la carretera.
—¡Hola, Charles!
Muy pronto él estuvo frente a mí con la carita sucia y una gran sonrisa en la boca.
—Aquí están la manzana y las hojuelas.
Asentí con entusiasmo, en tanto él limpiaba la fruta con la manga de la camisa sucia y me la entregó. Le di un mordisco enorme sin importarme que tuviera más gérmenes, estaba hambrienta.
Siempre nos encontrábamos a mitad de camino. Charles era quien le llevaba las provisiones a James y fue quien le entregó la carta al abuelo. No estaba segura de haber hecho bien, mas alguien tenía que ayudarlo. Hubiera dado lo que fuera por ser yo quien lo hiciera, pero no sabía qué mal lo aquejaba, si alguno, y él no me quería a su lado. Era lo mejor. No tenía que estar junto a él, solo Ethel tendría ese privilegio.
—Pasa por el hotel en la tarde. Te pagaré el dólar que falta.
Los ojos cafés de Charles se iluminaron y asintió una y otra vez. Le dije adiós con la mano mientras le dejaba la bolsa de hojuelas con la mitad de su contenido.
Ya el sol iluminaba el cielo por el este cuando llegué a la avenida Shenandoah esquina con la calle Jefferson. Apostado en una loma, como un rey en su trono, se encontraba el grandioso hotel Roanoke, que pertenecía a la compañía de ferrocarriles Norfolk y Western. Contaba con ciento cincuenta habitaciones y el exterior estaba cubierto de jardines y fuentes inagotables. Su estilo en cabaña no le robaba a la majestuosidad y el porche era enorme. Cada rincón exudaba opulencia.
Me dirigí a la entrada lateral. Fui acomedida y grácil y en mis labios mantuve una sonrisa servicial. Ya en una ocasión me habían llamado la atención por ser demasiado impetuosa y con la mirada que me dirigió el supervisor comprendí que podría perder el sustento con esas actitudes.
Si bien mi comportamiento impulsivo había tenido un motivo. En aquella ocasión terminé tarde por una llamada entre la habitación setenta y cinco y la ochenta y nueve y no quería dejar de ver a James. Unos días antes descubrí que tropezaría con él al salir del trabajo. Yo solía quedarme en silencio, pues con verlo era suficiente para mí. Mis pies flotaban por el aire después de percibir el calor de su cuerpo y el olor ácido del cuero del Aqua Velva que en él le daba un aire fresco y familiar. Aunque en segundos él bajaba la cabeza y se cambiaba de acera. La súplica porque no se marchara, y que me hiciera compañía solo un tiempo más, era ahogada en mi garganta.
Llegué al salón de descanso y me acerqué a mi casillero. Allí tenía guardadas las tres combinaciones de faldas y blusas que me había podido comprar al empeñar el broche que me regaló James en mi cumpleaños. Fue difícil deshacerme de la única pertenencia que tenía, de algo que él me dio y significaba tanto, aunque planeaba recuperarlo tan pronto tuviera mi sueldo.
Caminé los pocos pasos hasta el lavabo y entre brincos y grititos me aseé. No era la única, la mayoría de las mucamas lo hacía. Era común escuchar las quejas por el agua fría y las risitas de las demás.
—Hola, Bobby. —Una de mis compañeras se detuvo junto a mí cuando terminaba de recogerme el cabello en una coleta baja. El de ella estaba en trenzas que cubrían las orejas en espiral y tenía varios mechones cortos que asemejaban el estilo que, algunas de las chicas, utilizaba.
—Hola, Florence. ¿Tendrás el periódico?
—No, lo siento.
Me acerqué a las otras muchachas que descansaban en los sillones mullidos con líneas blancas y negras. Era un lugar muy cómodo donde escuchar algunos chismes, confidencias y hasta bailar las unas con las otras. Ninguna de ellas tenía diario y salí apesadumbrada cuando un grupo de hombres entró al hotel, ellos hablaban y reían entre sí. Me quedé en una esquina y esperé, ya que varios llevaban el papel entre las manos y parecían discutir las noticias. Inhalé y exhalé despacio