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Avikar
Avikar
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Libro electrónico469 páginas7 horas

Avikar

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Información de este libro electrónico

Edén Swan tenía una licenciatura en gestión administrativa con mercadeo y una maestría en lenguas, si bien, nunca había trabajado. Pero, tras una fuerte discusión con su madre sobre el futuro de la granja Swan, decidió que era el momento de independizarse y abandonar la casa de sus padres. Para ello se mudó a Cranbrook, Canadá y envió su currículo a veinte compañías, aunque solo anhelaba trabajar para una… la embotelladora Avikar.

Edén sentía una gran admiración por Antoine Avikar, el CEO de la empresa, pues en solo dos años logró que el agua Avikar fuera reconocida a nivel nacional y pretendía ampliar su participación al mercado internacional. El cargo de asistente ejecutiva estuvo vacante esos dos años y esperaba que sus destrezas y estudios le permitieran al señor Avikar confiar en ella para el puesto.

Tras una entrevista telefónica, Edén pasó al siguiente nivel y fue el mismo señor Avikar quien la recibió para determinar su elegibilidad. La reunión sería exitosa si no fuera por un detalle, Edén padecía del trastorno obsesivo compulsivo y por algún motivo, ese día, no pudo ocultárselo a su posible jefe. Al descubrir sus propias acciones Edén piensa que está todo perdido, pero en esa mirada de ónix solo encontró aceptación, algo que jamás le ofrecieron. Edén se sintió descolocada y se preguntó qué sucedía con él para que fuera capaz de comprenderla. ¿Acaso sería ella lo que él necesitaba?

Una historia donde los protagonistas se esfuerzan por controlar sus trastornos y las jugarretas de su mente. En una lucha constante por encontrar ese minuto de silencio mientras reciben la aceptación del otro. Hallando el amor de una forma inesperada, inoportuna e imparable.
 

IdiomaEspañol
EditorialR.M. de Loera
Fecha de lanzamiento16 mar 2022
ISBN9798201420499
Avikar

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    Avikar - R.M. de Loera

    Avikar

    Published by R.M. de Loera

    © 2018 R. M. de Loera

    Derecho de autor imagen: Germancreative on Fiverr

    Printed in the United States

    Imprint: Independently published

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    Las referencias a los acontecimientos, gente o lugares son usadas de manera ficticia y/o son producto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

    Facebook: RMdeLoera

    Instagram: rmdeloera

    Con gran respeto a todas las personas

    que sufren alguna condición mental.

    Pido por que puedan liberar su mente.

    Y que por un minuto…

    solo se escuche el silencio.

    Contents

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    13

    14

    15

    16

    17

    18

    19

    20

    21

    22

    23

    Epílogo

    Agradecimientos

    Acerca de la autora

    Otros libros de la autora

    1

    Eden

    «¿Lo traes contigo?... Sí… ¿Estás segura?... Sí… Esto es una locura… Y el taxista, ¿es que no piensa limpiar la mancha en el cristal?... Olvídalo ya… Podría detenerse un momento y limpiarla... No es importante… ¡¿Qué no es importante?! Al salir una partícula podría tocarte. Vas a morir… morir… morir…»

    Me dirigía en taxi a una entrevista en la Embotelladora Avikar. Era la última a la que asistiría pues si no conseguía el empleo tendría que regresar a casa con el sabor del fracaso. Mi currículo no era problema, luego de enviarlo a más de veinte compañías todos me llamaron. Las entrevistas por teléfono eran estupendas, me ofrecían empleo desde interna hasta asistente ejecutiva. Era cuando pasaba al siguiente nivel que comenzaban las complicaciones.

    Transitábamos con lentitud por Baker Street, la carretera estaba mojada y en muy mal estado. Me mudé a Cranbrook, un pueblo al sureste de la Columbia Británica de Canadá, a finales de noviembre con la intención de buscar empleo y encontrar mi independencia. Me gustaba que era una comunidad pequeña, emergente en desarrollo económico a la par con zonas turísticas y hermosas residencias. Pero quizás muy pronto tendría que despedirme de ese magnífico lugar, era la primera semana de enero y no hallaba el trabajo indicado, tenía esperanzas que ese lo fuera… las tuve desde que descubrí el significado de Avikar.

    «Con un poco de agua y jabón esa mancha saldría con facilidad… Edén acaban de pasar un bache y cae nieve sin parar, podrías perdonar al pobre de Jacob, después de todo es el único taxista en la ciudad que está dispuesto a transportarte e intenta mantener tus estrictas reglas… En el bolso tengo unas toallitas húmedas quizá deba pedirle que se detenga y yo misma limpiarlo.»

    —Jacob, por favor podría…

    —Ya llegamos, señorita Swan —dijo al interrumpirme y detenerse.

    —Muchas gracias, Jacob —Le extendí un billete con la mano enguantada —. Conserve el cambio.

    —Gracias, señorita. ¿Mañana a qué hora paso a recogerla? Me toma cerca de hora y media lavar el taxi y limpiarlo por dentro.

    No era un reclamo, Jacob era tan quisquilloso como yo y le gustaba mantener en orden a su bebé como él lo llamaba. Rondaba los sesenta años, su cabello leonado en un estilo mojado con nada fuera de lugar. Vestía una camisa de botones blanca impoluta, un pantalón negro y una boina del mismo color como lo haría un chófer antiguo.

    —Todo depende de la entrevista.

    —Usted tiene mi teléfono, llámeme cuando salga. Me dice si le dieron el puesto o si tengo que llevarla al aeropuerto.

    —Gracias, Jacob. No sé qué haría sin usted.

    Él asintió. Tomé mi bolso negro y guardé el monedero rojo en el bolsillo izquierdo interior. Luego agarré las toallas húmedas y saqué dos, al igual que la sombrilla en el bolsillo derecho exterior. Abrí la puerta del taxi en el mismo instante que extendí la sombrilla. Al cerrar la puerta, limpié la mancha en el cristal delantero. Jacob tocó el claxon en agradecimiento y le dije adiós con la mano enguantada.

    «¿Lo traes contigo?... Sí… ¿Estás segura?... Sí… Tienes que revisar, estás a punto de entrar ahí y no sabes qué va a ocurrir, puedes tener una reacción de inmediato y jamás llegar a la entrevista. ¡Revisa!... ¡Revisa!... ¡Revisa!»

    Llevé la mano derecha al bolsillo y de inmediato sentí el estuche.

    Levanté la mirada para observar el edificio de una sola planta, cubierto en cristales ahumados necesarios para mitigar el reflejo del sol en la nieve.

    Tomé una bocanada de aire y me armé de valor. Caminé despacio para que la nieve me salpicara lo menos posible, me acerqué a la puerta de cristal y la empujé con la toallita.

    La amplitud y altura del área de recepción eran satisfactorias. Las paredes y techo de un color gris claro y una iluminación adecuada. En la esquina derecha se encontraba un arbusto de maple, cinco baldosas después un gran espejo horizontal colgaba de la pared y debajo se hallaba una mesa larga y estrecha. La pared izquierda tenía un montaje en tablas antiguas y en el suelo se simulaba un camino de piedras y brotes de hierba. El conjunto aportaba calidez y cercanía a un edificio que de otra forma debía ser frío e impersonal.

    Ocho baldosas después, un sillón gris oscuro, que podría albergar cinco personas, ofrecía el espacio necesario para los clientes que esperarían por algún ejecutivo de la envasadora.

    «El piso es blanco y negro ¿por qué no puede ser blanco o negro?... Empiezas muy bien Edén… Aunque los dos son terribles, al blanco se le nota de inmediato la suciedad y al negro el polvo. ¿Qué no lo saben?... ¡Ya basta! ¡Camina!»

    Antes de dirigirme a la recepcionista le pregunté al guardia de seguridad por el baño. Me dio las indicaciones y minutos después me encontraba frente a un espejo pulcro. Retiré el gorro, la bufanda y mitones los doblé con meticulosidad para guardarlos en el bolsillo izquierdo exterior. Mi maquillaje natural estaba intacto, el cabello bermejo en su lugar. Me agaché para limpiar mis botas negras y retirar las mallas de cachemira. Al enderezarme pasé una toalla húmeda en mis guantes de cuero. Revisé una vez más que todo estuviera inmaculado y salí.

    «Podrían considerar un beige o un tono gris perlado… ¡Olvida el maldito piso!»

    Me acerqué a la recepcionista, asegurándome de solo pisar las baldosas blancas. La señorita me observó con el ceño fruncido. Sus ojos rasgados me hicieron saber que era de algún país asiático. Para mí la combinación de colores en la vestimenta no iba con el tono de piel ambarino. La identificación en el mostrador de imitación de piedra decía que se llamaba Kim Hee – jin.

    —Hola, buenos días. Soy Edén Swan y tengo una entrevista con el señor Antoine Avikar.

    Ella entrecerró más los ojos ante las pausas en mi hablar. Los pensamientos nunca se detenían por lo que al platicar tenía que competir con ellos.

    —El señor Avikar se encuentra en una reunión. La atenderá en veinte minutos, a la hora de su cita. Si gusta sentarse —dijo al señalar el sillón gris oscuro.

    «El tercer botón de la chaqueta beige está a punto de caerse, ¿se habrá percatado? Lástima que no tenga ese color en específico. ¿Se molestará si se lo digo?... La mujer te mira como si fueras una extraterrestre. Por esto has perdido muchas oportunidades, solo da media vuelta y siéntate.»

    Giré y caminé hasta el sillón gris. Me quité el anorak azul cielo y lo coloqué, doblado con precisión, sobre el brazo izquierdo. Tomé asiento con el bolso negro al lado derecho. Al hacerlo la falda azul índigo quedó más corta de un lado que de otro, así que me aseguré estuviera paralela en las dos piernas.

    Los minutos pasaron con lentitud… Mis pensamientos iban y venían entre el piso y el botón suelto.

    Me fui de varias empresas sin hacer la entrevista final porque no me atendían a la hora pactada, lo que desataba aún más mis compulsiones. Si así era en una cita, no quería imaginar cómo sería trabajar para ellos.

    Poco a poco mi corazón se aceleró.

    «¿Lo traes contigo?... Sabes que sí… ¿Está en tu bolsillo?... Sí… Revisa… Revisa… Revisa…»

    Asegurándome que nadie me observara llevé la mano derecha al bolsillo de la falda y sentí el estuche.

    Consulté el reloj, de platino que me regalaron mis padres, cuando faltaban segundos para las once de la mañana. Levanté la mirada a la puerta de caoba al final del pasillo cuando la escuché abrir.

    Reconocí al señor Avikar pues hice una búsqueda en Google sobre él y la empresa. Vestía un traje de tres piezas en azul añil impecable, zapatos negros lustrosos, el cabello tan brilloso como la turmalina, en un corte moderno, un poco largo para un ejecutivo.

    Él se hizo cargo de la compañía hacía dos años cuando su padrino se retiró luego de veinte años, antes que él, su abuelo trabajó casi treinta. Era una empresa familiar, uno de los motivos por el que los escogí. El otro era mi admiración hacia el señor Avikar por llevar la compañía local a una nacional en ese tiempo, algo impresionante para un hombre de treinta y tres años. Yo tenía treinta y ni siquiera había logrado un puesto de freidora en un establecimiento de comida rápida.

    Con un paso desenfadado él caminó hacía mí. Le extendí la mano izquierda al percatarme que usaba el reloj en la mano derecha. Era en cuero oscuro y tenía una esfera de gran tamaño, un toque muy masculino al igual que él.

    Una pequeña curva se dibujó en sus labios como si estuviera complacido. Su abuelo era un inmigrante hindú, el motivo de ese tono dorado en la piel. En el rostro de mandíbula cuadrada no había ninguna marca, lo que me hacía pensar en una niñez sin travesuras.

    —Buenos días, señorita Swan —dijo en un tono grave muy placentero y fluido, la presión en mi mano fue firme, aunque delicada —. Soy Antoine Avikar. Bienvenida a la embotelladora Avikar, si gusta dialogaremos en mi oficina.

    Asentí. Él señaló el despacho y comenzamos a caminar.

    «¡Tienes que pisar las baldosas negras también!»

    —Dígame, señorita Swan, ¿consume usted nuestro producto?

    —Lamento decirle que no —respondí sin bajar la mirada, aunque el calor golpeó mis pómulos.

    Ese dejo de sonrisa apareció una vez más.

    —Gracias por la honestidad. Su grupo demográfico es un reto para nosotros. Quizás podamos descubrir juntos en qué fallamos.

    Él se adelantó unos pasos para abrir la puerta y me permitió entrar. Un segundo de calma me golpeó, su oficina era prolija con un olor agradable, su perfume a cardamomo y clavo almizclado estaba impregnado en cada rincón. Era un espacio amplio, el gran ventanal en la pared derecha era la responsable de la iluminación natural y cálida. Los pisos eran de madera pulida en un tono claro, el escritorio, de acero inoxidable, lo que me sorprendió gratamente. Un archivero también en metal, con probabilidad donde guardaba los expedientes de los clientes más importantes, se encontraba al lado de un librero de roble antiguo que sin embargo combinaba a la perfección con ese aire de modernidad que quería transmitir.

    Dos metros a la izquierda se encontraba un sillón para cuatro personas en cuero negro y un corte clásico. Frente a él una mesa de centro de cristal. Detrás una puerta de pino doble que con probabilidad daba acceso al salón de juntas.

    Él se acercó a la silla en cuero blanco y metal frente al escritorio y la sacó para que me sentara. Le dio la vuelta a la mesa y se acomodó en el asiento del mismo material.

    —Lamento el desorden —Advertí la vergüenza en la mirada de ónix y un tono rosado casi imperceptible en los pómulos. Fruncí el ceño y mi cuerpo entró en alerta. Sobre el escritorio, la bandeja de destruir y archivar estaba a rebosar. La cafetera se quedó a mitad del proceso. Parpadeé varias veces porque no percibí esos detalles al entrar —. Iba a prepararme un café cuando me percaté que ya era hora y no me gusta hacer esperar a las personas, eso dejaría mucho qué desear. —Fijé mis ojos en los suyos, una sensación de hormigueo me recorrió. Él tomó el currículo entre los dedos, escaneándolo con rapidez —. Veo que es fluyente en español y mandarín, aparte del inglés y francés nuestros idiomas oficiales.

    —Sí, señor. Aun tomo clases de mandarín para mantenerme al día.

    Su rostro se mantuvo inmutable ante las pausas en mi hablar.

    Llevó los dedos a sus labios, entre ellos un bolígrafo de oro antiguo. Entonces me percaté que el nudo de la corbata gris estaba orientado hacia el lado izquierdo.

    —Algo me dice que usted me ha estudiado, me reconoció al instante —dijo con esa pequeña curva en los labios como si estuviera complacido.

    «Es un detalle minúsculo, con probabilidad él la vea derecha al mirarse al espejo, no lo puedes acusar de descuidado. Todo lo demás está perfecto en su traje, concéntrate en la entrevista.»

    —Como sabrá queremos abrirnos paso a nivel mundial y me ayudaría tener a mi lado alguien que pueda desenvolverse en varios idiomas, además, sus destrezas son magníficas. Sin embargo, usted no ha trabajado a pesar de haberse graduado hace varios años. Entiéndame, señorita Swan, necesito algo más a una asistente, quiero a mi mano izquierda.

    Percibí un aire de travesura en su mirada por un segundo, aunque no podría estar segura. No pude evitar sonreírle.

    —Yo soy esa persona —aseguré.

    —¿Podrá aprender de manera expedita sobre una envasadora de agua? ¿De marketing? ¿Incluso sobre mangas, tuercas y engranajes? —me percaté de la duda en su tono.

    —Sí, puedo hacerlo.

    Él continuaba atento al currículo.

    —Dice aquí que hizo una maestría online en una universidad comunitaria en ¿Alberta?

    «Son solo unos milímetros… Un toque de nada y listo.»

    —Sí, sé que no es renombrada…

    —O conocida —me interrumpió en un murmullo.

    —Pero le puedo asegurar… —Sin percatarme me puse en pie. Como en automático caminé a la cafetera para terminar de preparar el brebaje. Luego tomé la pila de documentos de la papelera —Que soy apta para el puesto, si es que usted puede darme una oportunidad le demostraré mi eficiencia.

    Los destruí. Luego tomé el otro montón y me acerqué al archivero en la oficina, coloqué cada documento en su respectiva carpeta. Por último, serví el café. Al ver la crema al lado de la cafetera le agregué un toque, no había azúcar. Ubiqué un portavaso sobre el escritorio y una servilleta en su regazo. Él no perdió detalle de cada uno de mis movimientos. Se quedó estático cuando me acerqué y llevé mis dedos a la corbata. Puse el nudo justo al medio y suspiré.

    «Perfecto… Ni tanto, tienes que lavar el vaso de la cafetera. De prisa… ¿Qué haces? Tú nunca muestras tus compulsiones a las personas, ¿cómo se te ocurre exponer tu debilidad a un posible jefe? Edén acabas de perder la única oportunidad que te quedaba para que te contrataran. Te fallaste a ti misma.»

    Un gesto de apreciación escapó de la garganta del señor Avikar al sentir el café en la temperatura óptima, no muy caliente para quemarlo, pero tampoco tibio.

    Asentí, por un milisegundo satisfecha.

    Tomé el vaso de la cafetera. Caminé hasta una pequeña puerta de pino en la oficina, tal y como pensé era un baño, de un blanco inmaculado. Abrí el grifo, aun con los guantes puestos, lo lavé hasta quedar reluciente. Al salir la taza estaba sobre el portavaso y él concentrado en el trabajo. Me acerqué una vez más para tomar la taza, me apresuré hasta el lavabo y la enjuagué varias veces. Salí del baño y caminé hasta el archivero para colocar la taza bocabajo, desconectar la cafetera, enrollar el cable y acomodar con meticulosidad los portavasos… Todo estaba perfecto.

    «Tienes los guantes mojados…»

    Giré y mis obsesiones se quedaron a mitad, el señor Avikar estaba tan cerca que sentía su respiración tibia en el rostro, sus ojos entrelazados a los míos. El calor golpeó mis pómulos. No tenía idea de sus pensamientos, pero no me echó de la oficina… Me sentía descolocada. Sus labios se acercaron a los míos con timidez como para probar mi reacción... Me quedé paralizada, sin responderle. Él llevó la punta de los dedos al rostro para recorrer mi mentón con una caricia ligera hasta empujar, con suavidad, el labio inferior con el pulgar. Sentí la tibieza de su lengua…

    «La servilleta está en el piso y quien sabe que partículas hay en el suelo... Ese es el menor de tus problemas, sabes que no pueden besarte, sabes que su piel no puede entrar en contacto con la tuya. ¿Qué haces, Edén?»

    Su mano izquierda subió con lentitud por el muslo, pero la tensión se adueñó de mí. Él se separó solo unos milímetros.

    —No te relajaras hasta que recojas la servilleta, ¿verdad?

    —Lo siento —musité mientras el calor golpeaba mis pómulos una vez más.

    —¿Si te dejo ir prometes regresar? —Ese tono de voz grave tan placentero me tenía hipnotizada. Asentí. Solo entonces se distanció para dejar el camino libre. Llegué hasta el escritorio y me coloqué en cuclillas para recoger la servilleta, la doblé justo a la mitad, luego en cuartos. Todas las puntas correspondían. Respiré profundo y giré. No lo conocía, pero percibía cierta ternura en su mirada, él no juzgaba mis compulsiones —Ven aquí.

    Caminé despacio hasta el archivero y coloqué la servilleta en paralelo con los portavasos. Giré e intenté no desviar mi mirada de la suya. A tientas sus labios regresaron a los míos mientras la mano izquierda subía una vez más por el muslo… Apoyé mi frente en su hombro, las manos en el pecho, para no perder el equilibrio, cuando el placer sacudió segundo a segundo cada rincón… Un suspiro escapó de mi garganta mientras él me sostenía con delicadeza…

    «Tus guantes siguen mojados.»

    —Usted… no… quiere… que yo… —dije con un hilo de voz.

    —No —contestó en un tono severo.

    Asentí.

    «Edén no necesitas experiencia laboral para saber que con tu jefe se debe mantener una relación profesional rigurosa… Regresa a casa, allá tienes todo… Menos independencia para tomar mis propias decisiones.»

    Él se alejó como para darme tiempo. Solo tuve que acomodar un poco la falda, sus movimientos fueron muy pausados, con la certeza de que no podía haber nada imperfecto en mí.

    Caminé hasta el asiento de invitados, coloqué el anorak, doblado por la mitad en el brazo izquierdo y el bolso en la mano derecha. Me quedé unos minutos de pie frente al escritorio, pero él no volvió a mirarme.

    —Bueno… gracias —musité.

    «¡Y le das las gracias! Eres patética… Él sabe que es por su comprensión... Tú conoces cómo reaccionan las personas a las compulsiones, con enfado, justificación, colaboración o las ignoran… Nadie intentó eliminarlas con un orgasmo… —sonreí —Al menos ya sabemos que no funciona. Tus guantes siguen mojados.»

    Di media vuelta, me aseguré de no hacer ruido. Con delicadeza giré el pomo de la puerta.

    —Lunes, a las nueve —dijo él en un tono certero.

    —Lo siento. En las noches tengo clases —respondí tras aclarar la garganta y dar la vuelta.

    El lunes ya no estaría en Cranbrook, esa era mi última oportunidad y la desperdicié. Regresaría a la granja de mis padres, ellos tenían razón.

    —De la mañana, el trabajo es suyo —respondió tras aclarar la garganta.

    En ese momento la tensión recorría cada poro de su piel dorada, la voz era cortante. Era probable que se sintiera comprometido a darme el empleo por lo que sucedió.

    —¡Oh! —sentí el calor golpear mis pómulos —No tiene que darme el empleo, no iré a recursos humanos a levantar una queja.

    Él giró y caminó hacia el escritorio para tomar asiento, nuestras miradas nunca se encontraron.

    —De hecho, tienes —enfatizó —que ir a la dirección de recursos humanos, a firmar el contrato —dijo al escanear una vez más el currículo —. Mi prima Zoey te atenderá.

    —¿P – por qué? —susurré.

    —Eres lo que necesito —confesó al fijar esa mirada de ónix en la mía.

    2

    Eden

    «¿Qué haces? ¡Tienes que parecer una persona normal! ¡Pisa las baldosas negras también! Y tus guantes siguen mojados... Dijo que me necesita. A mí.»

    —¿Hay algún problema con el suelo? —preguntó con burla la recepcionista.

    —¿La dirección de recursos humanos? —contesté con una sonrisa.

    Un resoplido de desaprobación escapó de su garganta. De inmediato se recompuso y señaló el pasillo a la derecha.

    —La tercera puerta a la izquierda —No pudo disimular la rigidez en la mandíbula.

    Asentí. Cuando iba a mitad del pasillo, la escuché reír por mi forma de caminar. Llegué al lugar. Antes de abrir alineé el rótulo inclinado hacia la izquierda como si hubieran azotado la puerta. Toqué.

    —Adelante —dijo una voz de mujer desde adentro.

    Abrí y un jadeo escapó de mi garganta. Al parecer ella vació el contenido del bolso en el escritorio de imitación de piedra. Su maquillaje, teléfono y monedero rodaban por el suelo.

    «No firmes nada… Huye… Huye de aquí…No puedo él dijo que me necesitaba.»

    —Tú debes ser la señorita Swan.

    Me extendió la mano.

    Zoey Avikar era una mujer joven, quizás un par de años mayor que su primo. Esa piel caoba hacía resaltar los ojos cobrizos. Ese día vestía un traje negro con estampado de círculos blancos. Una cadena larga de la cual colgaba un cristal swarovski en forma de gota de agua y aretes con el mismo material complementaban su ajuar.

    —Sí… —respondí desde el marco de la puerta ya que no podía moverme.

    El vaso de café tenía la huella del lápiz labial fucsia en la orilla.

    «¿Por qué te iba a necesitar? ¿Por tu gran experiencia en el mundo laboral? ¿Tú vasto conocimiento en envasar agua? ¿Estás segura de poder trabajar aquí? ¿Sin pisar un lado en específico del suelo todos los días? ¿Sin poder controlar el desorden de las demás personas? Admite que mueres por acomodar el bolso de esa mujer y lavar el vaso del café… Sobreviviré, esto es lo que siempre soñé… ¿Cómo vas a hacer para no tocar ni un ápice de lo que existe a tu alrededor? Tú sabes lo que puede suceder... Utilizaré guantes siempre… ¿Así como ahora? En cuanto salgas a la calle tendrán que llevarte al hospital y amputar tus dedos por congelación… Fue un error, uno que jamás volveré a cometer.»

    —Lo siento tengo mis guantes mojados.

    Ella asintió.

    —Disculpa el desorden, no encuentro mis lentes y sin ellos no veo casi nada.

    Movió la mano y el café terminó en el piso.

    «El líquido va a tocar tus botas y eso no puede suceder. No es el café de mamá…Las toallitas tengo que usarlas… No serán suficientes… Puedo ir al baño por papel y regresar... ¿Sin pisar las baldosas negras? Te tardarás una eternidad.»

    —Están… Están… —Apreté los puños para intentar controlar la compulsión de repetir la palabra —Están en su cabeza.

    —¡Oh! —dijo al sonrojarse y llevar las manos al lugar. Entonces masculló —Antoine como no encuentres una asistente, renunciaré.

    —¿Está todo bien?

    —Haz de pensar que estoy loca —Intentó sonreír —. Solo firma aquí —Me mostró la línea al final de una hoja —. Me dijo mi primo que se le olvidó acordar tu sueldo y beneficios, lo harán el lunes. Tendré los documentos listos entonces… Él solo quiere que no te le escapes —En sus labios se dibujó una sonrisa perspicaz. Busqué en el bolsillo pequeño al lado del teléfono y saqué el bolígrafo. Con dudas me acerqué al escritorio, cuando iba a firmar ella me detuvo —. ¡Oh, no, no, no! Lo siento tiene que ser en color rojo —Fruncí el ceño —. Solo los contratos en la empresa, en tu área puedes usar el color que desees.

    Asentí.

    «Otro error Edén. ¿Por qué no regresas a casa? La rutina ya está establecida, todo es perfecto.»

    Me ofreció el bolígrafo y la tabla con el papel.

    «No puedes tocar esa tabla, mucho menos el papel. ¡Ni pienses agarrar el bolígrafo! ¿Lo traes contigo?... Sí… ¿Estás segura?... Sí… Revisa… Revisa… Revisa…»

    Lo tomé con mis dedos temblorosos. Con los lentes en su lugar, ella agarró el bolso del piso y empujó con el brazo todo lo que estaba encima del escritorio en su interior.

    Firmé de prisa y salí de la oficina. Por instinto llevé la mano al bolsillo derecho para apretar el estuche.

    Tuve que apoyarme en la puerta unos segundos para calmar mi corazón. Con pasos inseguros, caminé hasta el baño para ponerme una vez más las mayas de cachemira.

    Cerca de quince minutos después llegué hasta el área de seguridad, una vez más escuché a la recepcionista reír. Me puse el anorak, la bufanda y el gorro, no podría usar los mitones, ya que solo acentuaría el frío por los guantes mojados. Por último, saqué el teléfono y marqué el número de Jacob. En ese momento el guardia, que no estaba en su puesto, se acercó a mí.

    —Aún está aquí, señorita Swan —dijo aliviado y fruncí el ceño.

    Era un hombre cerca de los cincuenta y cinco años, la piel tostada y ojos expresivos me hizo intuir que era latino, sus ademanes me confirmaron su amabilidad. La placa en el lado izquierdo del pecho decía Luis García, jefe de seguridad.

    —Sí —respondí al apartar el teléfono.

    —El señor Avikar le envía esto.

    Me entregó unos guantes de hombre, de cuero negro.

    —Gracias.

    Sentí el calor golpear mis pómulos.

    —No es aconsejable que tenga sus manos mojadas, podría perderlas por el frío —dijo cuando me quedé con los guantes en la mano, sin cambiar los míos.

    —Lo sé. De ahora en adelante procuraré tener otro par en el bolso.

    Con cuidado saqué mis manos de los guantes y me coloqué los que el guardia me entregó.

    «¿Qué haces? ¡Quítatelos ahora mismo! ¿Acaso te volviste loca? ¡Puedes morir… morir… morir!»

    Él asintió complacido, entonces añadió —:

    —El señor Avikar también me pidió que Ethan la llevara a casa.

    —Señorita Swan... Señorita Swan —repitió Jacob en el teléfono.

    Le hice una seña al señor Luis para poder responderle. Al acercarme el teléfono al oído una vez más percibí en los guantes el perfume de cardamomo y clavo almizclado del señor Avikar, no pude evitar el calor en mis pómulos.

    —Hola, Jacob. Ya salí de la entrevista. ¿Cree poder venir por mí? —dije tras aclarar la garganta.

    —Lo siento mucho, señorita. Mi hija entró en trabajo de parto y estamos con ella en el hospital.

    —¡Oh! Bueno… Obtuve el empleo, Jacob.

    —Cuánto me alegro, señorita. Sin falta iré por usted el lunes. A las ocho treinta, ¿le parece bien?

    —Ocho… solo por si acaso.

    —Ocho —confirmó —. Hasta el lunes, señorita.

    —Que todo salga bien. Adiós.

    Colgué el teléfono y observé con dudas al señor Luis.

    —Ethan es muy cuidadoso al conducir, se lo aseguro —dijo él con una sonrisa que para una persona normal era reconfortante.

    —N – no… es…

    —Ya está aquí.

    Colocó la mano derecha en mi espalda y con la izquierda abrió la puerta de la empresa.

    Con delicadeza me empujó hasta el sedán Genesis G90 en color negro. Un hombre de unos sesenta años me esperaba con una sonrisa. Al acercarme de inmediato abrió la puerta e inclinó la cabeza en saludo. Ambos hombres vestían un uniforme de traje negro, a juego con la corbata y camisa blanca. Ethan, el chófer, cubría su cuello con una bufanda negra y un gorro del mismo color. Ambos estaban impecables.

    Con dudas me senté en el borde del asiento en cuero con el bolso en el regazo. Ethan le dio la vuelta al automóvil y subió.

    —Buenas tardes, señorita Swan.

    —N – no tiene que llevarme, Ethan. ¿Qué tal si el señor Avikar lo necesita?

    —Él fue muy enfático en que la llevara a casa… Tiene sus guantes mojados.

    —Ya no —dije al mostrarle los enormes guantes en mis manos.

    «Corres un gran riesgo al usarlos y lo sabes… Estoy bien… No lo estás. Ni siquiera sabes con qué jabón los lavaron o qué compañía los fabricó. Puedes morir… morir… morir…»

    Él sonrió con benevolencia y dijo —:

    —No se ajustan a sus manos.

    Asentí. Observé el automóvil, tenía un aspecto nuevo, los asientos impecables. El interior era una mezcla de cuero, madera, metal y gamuza. El automóvil era tan lujoso que podía ajustar la calefacción en mi propio asiento e incluso la altura y reclinación de este. Aun así, mantuve la espalda recta en todo momento.

    Ethan condujo con precaución, al parecer conocía muy bien la carretera porque esquivó todos los baches. Al menos desde donde yo podía ver el automóvil se mantuvo impoluto.

    Cerca de cuarenta minutos después pasamos al lado del parque Rotario entre la avenida 10ma y la 1ra. Unos instantes después, llegamos a casa. No tuve que darle la dirección, pero no me pareció extraño, imaginaba que el señor Avikar lo hizo, ya que estaba en el currículo.

    —Muchas gracias, Ethan —dije cuando él abrió la puerta.

    —Él es muy exigente, pero no se arrepentirá.

    —Ansió trabajar para él. Siempre guardé la esperanza de recibir esa tercer llamada. Por eso a pesar de negativa, tras negativa de las otras empresas me quedé —Me atreví a confesarle a ese hombre que conocí hacía solo unos minutos.

    —¿Por qué está tan tensa entonces?

    —Tengo que decirle a mi mamá que me quedo en la ciudad.

    Su mirada dulce se llenó de comprensión.

    —Mucha suerte con eso —dijo mientras se despedía.

    Sonreí y asentí.

    Entré a la casa. Dejé las botas en el pórtico, tendría que limpiarlas después. No había cerrado bien la puerta, cuando me quité los guantes, luego el gorro y la bufanda. A mitad de pasillo ya estaba desnuda por completo.

    «Estúpida, tenías que lavarte las manos primero. Otro error Edén.»

    Abrí el grifo y me metí a la ducha sin esperar que el agua estuviera del todo caliente. Mi piel lo resintió, pero no podía esperar un segundo más. Tomé el jabón entre mis manos y froté con fuerza… Sobre mis palmas, entre mis dedos, debajo de mis uñas y los antebrazos. Dejé que el agua eliminara el residuo y las lavé otra vez y otra… hasta que estuvieron rojas.

    «No es suficiente… Sí lo es… Puedes tener algún rastro… Estoy bien.»

    Tomé el champú para lavar el cabello con meticulosidad. Deseché el jabón y tomé uno nuevo para limpiar la piel.

    No me sequé con la toalla, dejé que las gotas de agua se absorbieran encima de mí y humecté cada rincón.

    Salí del baño con los guantes de limpiar puestos. Con precaución para que la ropa de la entrevista no tocara nada de mi piel, la llevé al cuarto de lavado y activé el ciclo doble. Abrí la puerta principal, me acerqué a las botas. Primero le pasé el cepillo para eliminar el poco rastro de nieve que les quedaba, en el suelo estaba el charco que dejó la nieve derretida y la tierra. Las limpié con jabón y por último les pasé varias toallitas húmedas, hasta quedar relucientes. Tomé la escoba y el trapeador para limpiar el pórtico en su totalidad.

    Cuando terminé, regresé al cuarto de lavado y coloqué la ropa en la secadora. Llegué al baño una vez más, luego de lavar mis manos a consciencia, tomé una ducha, asegurándome que el jabón cubriera cada recoveco.

    Al salir, humecté una vez más mi piel.

    «¿No tienes nada? ¿Tu piel sigue sana?... Estoy bien… ¿Dónde lo dejaste? Búscalo… Búscalo… Búscalo…»

    Entré a la habitación y encendí el blower para secar cada hebra de cabello. Cuando terminé saqué un pantalón y camisa de lana del armario y me vestí.

    Llegué hasta la cocina, cerca de cinco horas después, para preparar la cena. Me sentía exhausta y famélica, pero nada podía empañar el hormigueo que me recorría de pies a cabeza.

    Me senté en el sillón dos horas después, me acompañaba un plato hondo con sopa de calabacita. El picante era producto de un toque de jengibre y un chile desvenado. El calor me arropó de inmediato, era lo que necesitaba para sentirme reconfortada. Cuando iba a mitad el teléfono sonó. Dejé el plato en el mantel individual sobre la mesa de centro, a la distancia justa, me levanté y caminé los pocos pasos hasta el pasillo donde estaba el bolso.

    —Hola, mamá —saludé al reconocer el tono del teléfono.

    —Hola, preciosa. ¿Cómo estás?

    Aunque intentaba ocultarlo percibía la preocupación en su melodiosa voz.

    Llegué una vez más hasta el sillón, encendí el altavoz y tomé el tazón entre mis manos.

    —Bien.

    —¿Segura? —insistió.

    —Sí.

    —Estamos ansiosos por verte mañana. ¿Cómo a qué hora vas a llegar?

    Tomé una bocanada profunda de aire y parpadeé varias veces. Entonces me armé de valor.

    —A las doce.

    —Eso es muy temprano. ¿Por qué no descansas un poco y llegas más tarde?

    Mamá era una mujer de cincuenta y ocho años, elegante y sofisticada. Tenía una gran carrera como abogada en Ontario, la cual abandonó a los pocos meses de mi nacimiento. Ella y papá decidieron comprar dos hectáreas de terreno en Dawson Creek, una ciudad de doce

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