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Una oportunidad para amarte
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Libro electrónico177 páginas3 horas

Una oportunidad para amarte

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Mauricio conoció a Alejandra en la universidad, cuando ambos atravesaban una época difícil. Apenas la vio, se interesó en ella y terminó enamorándose. Desafortunadamente, las circunstancias le impidieron acercarse.

Años después y siendo el director de una prometedora constructora, la encuentra otra vez cuando ella acude a una entrevista de trabajo en su empresa. El reencuentro lo decide a mostrar sus sentimientos a la mujer de la que sigue enamorado, pero ser correspondido no será tan sencillo.
Por su parte, Alejandra ha tenido una vida complicada en todos los sentidos, conoce de sobra el lado oscuro de las personas y la hipocresía de la que son capaces, por lo que no está dispuesta a creer tan fácilmente en la sinceridad de Mauricio.
¿Podrá darle una oportunidad para amarla?

 

"Leí tu novela y has descrito a cabalidad la realidad que vive una joven con embarazo adolescente, como arma y rearma su vida social, laboral, familiar y sentimentalmente hablando." 

Mar Issa Oñate

 

"Simplemente hermosa. No cabe duda del sentimiento con la que fueron escritas estas letras."

Viviana Jimenez

 

"Hermosa novela, con mucha fuerza de superación, paciencia y amor."

 

Magdalena Morales

 

 

 

IdiomaEspañol
EditorialBelem Duarte
Fecha de lanzamiento20 ene 2023
ISBN9798215944219
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    Una oportunidad para amarte - Belem Duarte

    1. ANTES

    Texto, Logotipo Descripción generada automáticamente

    Hasta los dieciséis años fui una adolescente más rebelde de lo común, incapaz de pensar las consecuencias de mis actos. Entonces un embarazo no planeado, fruto de una relación condenada al fracaso, cambió mi vida.

    Los primeros meses, pasado el trago amargo del positivo que temía, quise negarlo. Era nada, era poco, sólo minúsculas células de otra parte mezcladas con las mías. Células que hicieron notar inclementes su presencia, gritando con una voz muda, llamándome y demandando aceptación como un mandato que clamaba ser obedecido desde la profundidad de mi propio ser, y de una naturaleza que desconocía. Nunca me sentí tan cansada como esos días. Se sumaron otros síntomas innegables. La acusadora molestia en mis pechos, piquetes en mi carne adolescente que parecían un castigo, el siempre presente malestar estomacal, las ganas de no comer, el deseo de dormir... y morir.

    Decidí que no estaba lista para ser madre, pero tampoco podía pensar en cortar esa vida que ya sentía. Lo intenté, pero fui incapaz de hacerlo. Consideré la adopción. Me convertí en un vientre cobijando a un hijo ajeno; un hijo que me acompañaría largas semanas y que vibraba al compás de mi voz; un hijo que se arrullaba con mis movimientos, que se movía buscando mi mano cuando tímidamente la resbalaba por mi vientre abultado. Un niño al que puse un nombre que cantaba estando a solas, cuando creía que nadie me escuchaba.

    La melodía era simple. Brotaba de mi garganta con una voz tierna, como todos los pensamientos que le dedicaba al pequeño que sin haber nacido estaba tomando posesión de mi corazón. Sin saberlo, me estaba enamorando. A mis cortos años, estaba conociendo el significado de la palabra anhelo.

    Comencé a soñar con el rostro del niño. Al despertar, casi podía percibir su olor. Fue uno de esos sueños nítidos lo que me permitió tenerlo entre mis brazos. Su cabecita reposaba en mi pecho y yo corría llevándolo conmigo. Únicamente recuerdo el camino largo que se extendía frente a mí: una acera vacía, alumbrada apenas por luces nocturnas de las que brotaban sombras con largos brazos y bocas abiertas que nos perseguían. Corrí más, con todas mis fuerzas, hasta sentir que el aire se me acababa por esfuerzo y angustia. Desperté antes de escapar, sin saber si aquellas espeluznantes sombras habían logrado arrebatarme a mi pequeño. Eso era él: mi pequeño, mi hijo. No podía ni quería seguir negándolo. Sería su madre al menos los meses que siguiera conmigo.

    La idea de entregarlo me perturbaba un poco más cada día. Al escuchar los golpeteos de su corazón recién formado, supe que sería una decisión que me cambiaría la existencia. Pero no tenía opción. Poco podía ofrecerle: era una adolescente sin nada más que el deseo de tenerlo cerca. Ni siquiera contaba con el consejo de mi madre, fallecida prematuramente, para librarme de las preocupaciones. No sabía qué era normal y qué no, qué pasaría y qué no. Algo dentro me decía que lo que sentía solo podía crecer. Deseaba equivocarme. No podía ni dormir pensándolo ¿Y si lo quería más? ¿Y si al tenerlo no podía separarme de él? ¿Qué haría después si decidía conservarlo?

    Un día ese sentimiento opresor llegó al límite cuando caminaba de regreso a casa. Las clases en la preparatoria se habían vuelto espantosas. El calor insoportable, las largas horas en la butaca, hinchaban mis piernas y tobillos. Además, todos se fijaban en mí. Algunos me dedicaban miradas apenadas, otros más maliciosas. Hasta mis amigas se sentían incómodas con mi embarazo y la apariencia que estaba adoptando. No podían alegrarse. Ellas sabían que no estaba bien. No estaba bien ser una niña y traer dentro a otro niño, no estaba bien que escuchando la clase tuviera que levantarme más de dos veces para ir al sanitario, no estaba bien que no pudiera participar en la clase de deportes. Dudaban si acariciar mi vientre como hacen las amigas de una mujer embarazada. Se preguntaban si hablar de lo que sería mi hijo o simplemente actuar como si nada hubiera cambiado.

    Esa mañana en particular mis hormonas conspiraron, haciendo insoportable el continuar en la escuela. Me disculpé con el profesor, acusé a un malestar inexistente de no permitirme seguir con las clases, y salí corriendo del centro escolar. El guardia de la puerta tuvo que detenerme. Su voz me volvió a la realidad. Debía tener más cuidado: en mi estado no podía permitirme esos arranques adolescentes. Una caída es cosa seria para una mujer embarazada.

    Calmé mis ánimos y me encaminé a casa. Sin querer llegar rápido, aminoré la marcha, hasta que mis pasos se volvieron solo un débil arrastre de pies. Contemplaba la sombra de mi silueta cabizbaja y deformada. Fue entonces que la escuché. Provenía de un callejón sin pavimento que daba a unas viviendas humildes: los ladridos de la perra negra y sus lastimeros aullidos.

    No la vi hasta adentrarme un poco en ese camino terregoso. Siempre me han gustado los animales; sin embargo, los perros no son mis favoritos (me mordieron tres veces de niña y les tomé un poco de miedo). Pero el lamento de esa perra negra me llegó hondo. Por un momento creí escuchar una voz humana en su súplica. Estaba atada al tronco de una lila en el patio trasero de una de las viviendas. Su mirada angustiada, al igual que sus ladridos, iba más allá: apuntaba al hombre que sumergía uno a uno a pequeños cachorros negros en un balde de agua helada. Los cachorros entraban con vida y salían sin ella.  La perra (instintiva, madre salvaje al fin) lloraba, ladraba, gritaba desesperada. Sabía que nada podía hacer y aun así intentaba luchar, deshacerse de la soga que la aprisionaba impidiéndole cumplir con la misión de proteger a sus crías. Conté al menos diez cachorros sin vida a los pies del hombre mientras hundía al onceavo. Solo uno, el más pequeño, el único de un color distinto al de la madre, permanecía vivo y agazapado a un lado de los cadáveres de sus hermanos.

    ¿Cómo explicar que, por extraño que parezca, compartí el sentimiento de aquella perra? La comprendí, me hermané con esa madre de especie diferente. Su dolor se me tatuó en el alma. No pude más. Le grité al hombre desde mi posición y él me miró asombrado, algo avergonzado de que su cruel acto tuviera testigos. Una vez que obtuve su atención, le rogué casi de rodillas que le perdonara la vida al último cachorro. Se justificó diciendo que eran demasiados. No tenía para alimentarlos una vez que crecieran, y pocas personas querían un perro mestizo.

    —Yo lo quiero, yo quiero a ése —le aseguré.

    Él no me creyó al principio. Sin embargo, no era un mal hombre -solo uno lo suficientemente hundido en la pobreza como para que el corazón se le hubiera endurecido. Al final me lo entregó. Le pregunté por el destino de la perra y no tuvo reparos en decirme que la entregaría al centro de control animal. Ya no podía alimentarla y no quería más problemas. También se la pedí, pero no se mostró conforme.

    —Si la deja en la calle, ella regresará a mi casa —justificó.

    Le juré una y otra vez que no lo haría. Que la mantendría cerca y que jamás la volvería a ver. Solo así aceptó. Llegué a casa llevando a la perra negra de la misma soga que antes la ataba al árbol, y a su cachorro bajo mi brazo. Mi padre miró descontento mi adquisición, pero le bastó ver la expresión en mi rostro para saber que no era el momento de reclamarme nada. Después le conté lo sucedido, omitiendo en parte cómo eso me había hecho sentir. Durante los siguientes días me quedé horas mirando a la perra y su cachorro. Mientras este se alimentaba de ella, me preguntaba si el resto de su cuerpo no extrañaba a los once perritos que le habían sido arrebatados.

    ¿Le dolía su ausencia? ¿Los extrañaba? Quizás el hecho de ser un animal la liberaba en parte de esa pena. Me cuestioné eso día tras día, sin obtener más respuesta que la dedicación con que la veía cuidar al único cachorro que logré rescatar. Al mirarla entendí que yo no podría vivir con esa pérdida. Aunque a mi hijo nadie le fuera a hacer daño sino más bien lo contrario, yo lo quería y lo necesitaba cerca de mí, de mi pecho y de mi alma.

    La perra negra y su cachorro encontraron con el tiempo un buen hogar y jamás volví a saber de ellos. Pero gracias a su aparición logré reconocer que ya era la madre del niño que arrullaba en mi vientre. Entregarlo dejó de ser una opción para mí.

    2. CUANDO TE VI

    Texto, Logotipo Descripción generada automáticamente

    Las palabras de mi padre se repitieron en mi cabeza mucho tiempo después de pronunciadas. Aunque quería aparentar que no me habían afectado, lo cierto era que me hacían sentir miserable. El hombre se atrevió a reclamarme a mí y a mi madre lo invertido en mi manutención y la educación que él quería que tuviera sin preguntarme nunca lo que yo quería; no le importaba. Solo pensaba en sí mismo. Los demás existíamos para complacerlo o hacerle la vida más difícil. Yo en especial pertenecía al segundo grupo y sé de primera mano que siempre fui un dolor de cabeza para él.

    Puedo entenderlo en parte, él no esperaba que una aventura de fin de semana con una de las abogadas del despacho que lo representaba fuera a tener semejantes consecuencias. Lo que no comprendí nunca fue por qué se empeñó en ensañarse conmigo, por qué no simplemente desapareció de mi vida. Nunca le pedí nada, sabiendo que sus recursos eran vastos. Jamás me atreví a pedirle nada más que el tiempo que le reclamaba cuando era niño, tiempo que dejé de exigirle años atrás, cuando comprendí que, entre sus negocios y su familia, yo no tenía más cabida que la firma del cheque mensual que mi madre recibía.

    Al final, decidí complacerlo y evitarle molestias. Me matriculé en una universidad que le costaría la décima parte de lo que pagaba en la de su elección, una que mi madre y mi trabajo de medio tiempo fácilmente solventarían. Esa semana recibí su llamada. Como siempre, solo escuché palabras endurecidas que decidí tragarme sin responder. Nada cambiaría mis planes. Luego de un año desperdiciado intentando ser lo que él quería, creía oportuno cambiar el rumbo a algo que satisficiera más mis expectativas personales.

    A los diecinueve años, mi madre era el mayor de mis ejemplos. Luego de representar a hombres como mi padre entendió la poca satisfacción que le redituaba vender su profesión al mejor postor y decidió representar a personas que no tenían forma de costearse un buen abogado. Así conocí en parte los dos extremos de una sociedad desigual y decidí que me dedicaría a brindar un poco de ayuda a los que menos tenían. Ignoraba si podía llevar mi proyecto hasta sus últimas consecuencias, pero al menos lo intentaría. Haciendo lo que creía correcto, inicié mi primer año en una universidad de mi elección y en el marco de una profesión que serviría más a mi propósito. Mi conducta desagradó a Octavio Sifuentes, mi ausente, pero autoritario padre. Me propuse entonces dejar de rendirle cuentas. Ya era mayor de edad y lo que había gastado en mí algún día se lo devolvería, ese fue uno de mis primeros objetivos en la vida.

    Las cosas no cambiaron mucho pese a mis expectativas, la única diferencia fue la efímera sensación de libertad que me dejó haber tomado mis propias decisiones. Sensación que pronto se disipó en el medio de la turbulencia que seguía siendo mi vida. Poco me complacía y en cambio, todo me molestaba. Los pocos amigos que me permitía tener me envidiaban por la facilidad con que las chicas se me acercaban. Sin embargo, yo no sabía si eso me agradaba. Nunca pude estar seguro de que la preferencia de esas lindas muchachas se debía a mis cualidades y no al nombre de mi reconocido y favorecido padre.

    Me sentía a su sombra e imaginaba que su nombre iba tatuado en mi frente, como símbolo de la propiedad que él intentaba ejercer sobre mi vida. El tiempo transcurrió. Días, meses, un par de años en los que me dejé llevar por todo y por nada. Nunca había sido bueno para mantener el ritmo, estaba en mí el iniciar con entusiasmo para luego perderlo poco a poco.

    Una mañana eso cambió. Era un día gris, como casi todos los que vivía en aquel tiempo. Sentado en el fondo del salón de clases, intentaba sin mucho éxito mantener centrada mi atención en lo que el

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