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Vírgenes a Medias: Novela Romántica de Época: Novela romántica de época
Vírgenes a Medias: Novela Romántica de Época: Novela romántica de época
Vírgenes a Medias: Novela Romántica de Época: Novela romántica de época
Libro electrónico347 páginas4 horas

Vírgenes a Medias: Novela Romántica de Época: Novela romántica de época

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Eugène Marcel Prévost (1 de mayo de 1862 - 8 de abril de 1941) fue un novelista y dramaturgo francés nacido en París, en el VIII Distrito de París y fallecido en Vianne.​ Fue elegido miembro de la Academia Francesa para el asiento número 9, que había sido de Victorien Sardou.2
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 dic 2020
ISBN9781640810938
Vírgenes a Medias: Novela Romántica de Época: Novela romántica de época
Autor

Marcel Prévost

Eugène Marcel Prévost (1 de mayo de 1862 - 8 de abril de 1941) fue un novelista y dramaturgo francés nacido en París, en el VIII Distrito de París y fallecido en Vianne.​ Fue elegido miembro de la Academia Francesa para el asiento número 9, que había sido de Victorien Sardou.2

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    Vírgenes a Medias - Marcel Prévost

    Primera Parte

    Capítulo 1

    Matilde acababa de sentarse delante de la mesa escritorio del saloncito y escribía rápidamente un telegrama. Muy cerca de ella estaba su madre, la señora de Rouvre, tendida sobre una chaise longue, con las piernas anquilosadas a causa de su reumatismo y dispuesta a continuar la lectura de su novela inglesa en tanto que la hija terminaba la ocupación comenzada.

    La mesa-escritorio, demasiada baja por cierto para la estatura de Matilde, era uno de esos muebles de caoba oscura, cómodos y caprichosos que fabrica Londres y que París comienza ya a adoptar. Y lo mismo el mobiliario del saloncito que el de otro salón mucho más espacioso que se veía desde allí, gracias a estar abierto y sin cortinaje uno de sus balcones, tenían, por lo demás, el sello de ese gusto de Ultra-Mancha, gusto alegre y un poco falsa en el que se refugia la elegancia moderna, no sin algún reparo por haberlos ya visto con demasía en los puros y deliciosos estilos franceses del último siglo. Las sillas eran de palos corvos y barnizadas de blanco o verde pálido; las butacas, anchísimas, en caoba pintada de madera de las Islas y tenían por simple adorno sencillos cojines planos de tafilete en lugar de los suaves almohadones de pluma o seda. La tapicería y el cortinaje dejaban caer de los frisos sus rectos pliegues de coral monocromo al mismo tiempo que una ligera gasa a grandes flores anaranjadas alternaban con el malva y el verde azulado. Por último, un fieltro cortado al ras y de tonos de musgo tirando a amarillo, extendía por el suelo a modo de espesa y unida hierba, como si fuera césped recién cortado en cualquier jardín británico.

    Tenía la familia Rouvre por vivienda el segundo piso de uno de esos edificios colosales con que un arquitecto de París ha dotado a varias de las hermosas avenidas que convergen en el Arco de Triunfo, y lo mismo la vivienda que el decorado atestiguaban un gusto resuelto de modernismo que no significaba una renuncia a las comodidades de antaño, antes bien hallábase dispuesto a utilizarlas dentro de las exigencias de lo nuevo.

    El cuarto daba a la avenida de Kléber y muy cerca de la plaza de la Estrella, con quince balcones de fachada que representaban una superficie bastante para un hotel vastísimo; gracias a lo cual las tres personas que lo habitaban y que eran la señora de Rouvre, divorciada primeramente y viuda más tarde, y sus dos hijas Matilde y Jacobs, podían todas ellas tener su independencia, su casita aparte y sus balcones sobre la extensa gatería paralela a la fachada. Un inmenso hall movible que ocupaba todo el patio interior de la casa y podía elevarse por medio de ascensores al nivel de los diferentes pisos, doblaba la extensión superficial del ocupado por la familia de Rouvre siempre que por ser día de baile se hacía necesario.

    En nada deslucía Matilde este cuadro de moderna elegancia; por el contrario, ella le daba vida con felices combinaciones constituyendo su principal adorno.

    Aunque de redondas caderas y busto bastante pronunciado, Matilde, parecía más bien delgada que gruesa, gracias a la flexible largura de su talle, a la graciosa caída de sus hombros y a la pequeñez de su cabecita pálida coronada de cabellos de un raro color negro, indefinible como lo sería el de un tejido de oro al que se hubiese bruñido y dejara transparentar a través de la pátina el rojo luminoso del metal.

    Su espesa cabellera, peinada a la japonesa, dejaba, al descubierto una frente estrecha a la que parecían subrayar dos hermosas cejas, limpias como hechas de una pincelada, y unos ojos que sin ser muy grandes despedían un brillo azul incomparable.

    Otro atractivo, todavía, lo era la nariz, una nariz encantadora, delgada de arriba, ensanchada en las aberturas y formando en la punta ese ligero realce que presta al semblante un aire de altivez levantisca y decide en el Conservatorio la vocación de las grandes coquetas. La boca era la único que venía a romper un poco la armonía de los una boca diminuta guarnecida de lindísimos dientes, pero redondeada más bien que hendida y con unos labios en los que un médico curioso de apreciar estigmas de degeneración hubiera podido notar los pliegues verticales apenas perceptibles. Y es seguro que habría relacionado este indicio con la forma particular de aquellas orejitas monísimas, por su parte inferior unidas casi sin lóbulo a la cabeza.

    Mas, ¡quién sabe!, acaso estas ligeras desarmonías que alteran monótono de la belleza convencional femenina son el supremo resorte de la sugestión, el incentivo misterioso merced al que tales mujeres se hacen amar con mayor intensidad y peligro. Inclinada sobre el elegante vade de tafilete y en el momento en que llenaba de una escritura rápida la cuartilla azul del telegrama, Matilde ejercía sin quererlo una atracción irresistible que acaso no hubieran despertado otras formas y rasgos de una belleza más clásica. Su sencillo traje de gasa gris con cinturón de faya, sin un solo volante, sin una sola alhaja; sus manos completamente desprovistas de sortijas, la frescura de camelia de su piel y algo de incompleto todavía en la forma de los brazos y los contornos del cuello, denunciaban, si no precisamente la niña, una solterita que apenas hubiera pasado de los veinte años. Y, sin embargo, en sus anchas caderas, en su bien cumplido busto y en aquellos ojos de fijas pupilas que ella levantaba ahora del papel, mientras mordiscaba distraída las barbas de la pluma y con el entrecejo fruncido buscaba una palabra rebelde; en todo esto, había un no sé qué de definitivo y de completo, es más, algo todavía como la desilusión de la mirada y en el gesto que habrían hecho vacilar y preguntarse: ¿pero no es ya una señora?, lo cual no la hubiera en realidad sorprendido pues ya algunas veces y según los días, o la especie de tocado, se había sentido llamar indistintamente señorita o señora en los grandes almacenes a donde, casi siempre sola, porque el reumatismo o la indolencia natural de su madre, como buena criolla, lo exigiese, se hacía conducir , en su cupé desde hacía mucho tiempo.

    No pedía darse un contraste más singular que el que formaba con la hija aquella pobre madre valetudinaria, tendida en este instante sobre su chaise longue, con la angustia pintada en el rostro por las intermitentes punzadas de mal y no leyendo ya su Tauchnitz que, desprendido de sus manos, yacía sobre la alfombra.

    No obstante, Elvira Hernández había ido hermosa, como lo atestiguaban algunas miniaturas de su juventud, en los tiempos en que Francisco de Rouvre, un caballero de la Gironda desembarcaba en Cuba por el año 68, en busca de una fortuna, y realizaba de buenas a primeras la soñada aventura haciéndose amar de Ia rica criolla y casándose con ella. Mas de aquella hermosura no quedaba ya la menor huella en aquel cuerpo reducido por el artritismo, ni en aquel rostro ahora plegado de un modo increíble, abotagado y destruido, al que todavía ella se complacía en empolvar ignominiosamente completando así su aspecto de dueña al que escapan pocas españolas una vez llegadas a la cuarentena. Sin embargo, aún en medio de tanto sufrimiento, quedábala todavía esa frivolidad y esa despreocupación optimista de la juventud, con una inclinación persistente al adorno y a los cintajos llamativos lo mismo que a las gruesas alhajas de oro y a las piedras de colores, y era necesaria toda la autoridad despótica de Matilde para evitar que se vistiera con tocados de cotorra los días de paseo, vestidos, que a escondidas de su hija ella encargaba a la modista. Y, por el contrario, cuando el reumatismo llegaba a molestarla mucho, se descuidaba hasta el exceso de conservar durante todo el día el mismo vestido puesto al salir de la cama. Hoy era uno de esos días precisamente, y aunque día de recepción en su casa como martes, eran ya las dos de la tarde y permanecía aún envuelta en una simple bata oscura, adornada con cintas Habana, sin siquiera haberse peinado ni lavado y sin haber hecho por junto otra cosa que empolvarse la cara.

    Matilde, que había terminado ya su telegrama, le firmó y le fechó — 4 de febrero de 1893 — humedeció ligeramente un dedo, le pasó por la parte engomada de la cuartilla azul y escribió el sobre.

    —¿A quién escribes? — preguntó la señora de Rouvre.

    —A Aarón. Hoy pasa toda la tarde en el despacho y le mando por eso el azul al Banco Católico.

    La señora de Rouvre se volvió más hacia su hija no sin que el reuma la arrancase un quejido.

    —¿Y qué le quieres a semejante hombre?

    —Que me proporcione un palco de la Ópera para mañana, día de estreno, y le digo, que me lo traiga esta tarde. Como le recibí tan mal el martes último, estoy segura que sin esto, ya no parecería por aquí, pero el telegrama reparará todo y a las cinco le veremos llegar haciendo cumplidos.

    Matilde, que entretente conservaba el telegrama entre los dedos, jugando con él, añadió:

    —Director del Banco Católico. Esto soñará bien a los oídos de Chantel…

    —¡Qué disparate! No creo que tenemos necesidad de presentar a los Chantel un semejante personaje que sobre ser un falso alsaciano es, un falso católico que explota a los curas, a las pobres Hermanas y a las comunidades religiosas, y todavía, por si no  fuera bastante, se permite decir en todas partes que está enamorado de ti, como si una señorita de Rouvre no tuviera otra cosa qué hacer que pensar en un usurero de Frankfurt y casado por añadidura. Ya encontrará la señora Chantel algo mejor que eso, por la primera vez que pone los pies en esta casa… Nuestros martes no puede decirse que no sean de los más concurridos.

    Matilde había dejado hablar a su madre, mirándola entretanto con una cierta sonrisa mezclada de ironía y de tristeza:

    —Sí, muy concurridos por gentes de ministerio y, hasta si usted quiere, con exceso… Todo ese mundo de las recepciones abiertas: unos cuantos agregados de gabinete particular como Lestrange, secretarios de diputados, como Julián, algunos restos de las amistades del círculo de papá y nuestras relaciones de las temporadas de baños. No creo que esto vaya a impresionar mucho a gentes linajudas coma Máxima y su madre.

    —¿Y la señora Ucelli?

    —¡Valiente!…

    —¡Cómo! ¡La amiga de la duquesa de la Spezzia!

    —Pues precisamente — interrumpió la joven, porque de esto se va hablando demasiado y convendrá que, si la Ucelli se encuentra aquí con los Chantel no se hable para nada de la duquesa de la Spezzia.

    —¿No te parece que podemos contar con los dos Le Tessier? — preguntó la señora de Rouvre después de una pausa.

    —En cuanto a Pablo no es seguro, porque, hoy habrá discusión importante en el Senado a propósito de los privilegios del Banco de Francia y él hablará. Héctor vendrá seguramente como todos los martes.

    —Pues bien; yo creo que, si Máximo y su madre se encuentran aquí un senador, futuro ministro, como Pablo, una especie de princesa como la señora Ucelli…

    —Un director de una gran sociedad financiera católica, como Aarón —le interrumpió Matilde con ironía.

    —Y un caballero cumplidísimo como Héctor, que es a la vez un sportman a la moda…

    —Tendrán seguramente de qué estar satisfechos; concluyó la joven.

    —¡Dios lo haga!

    —¿Acaso ellos pueden ver otro tanto todos los días? ¡Quisiera yo asistir a una de sus recepciones de Vézeris, allá en el Poitou!

    Matilde se levantó y oprimió el botón eléctrico cercano, a la chimenea.

    —¡Oh! — replicó. — Yo sé a quiénes recibirán los Chantel en Vézeris; tal vez a gentes sin alguna importancia y hasta ridículas, pero sí estoy convencida de que son de lo que en la comarca habrá de más noble y respetable; de lo más encopetado.

    —¡Vaya! No hay en el mundo una persona tan sencilla como la señora de Chantel. Acuérdate de este verano, en las termas de San Armando, qué bien nos entendíamos las dos con nuestras partidas de bésigue por la tarde, y qué paseítos aquellos, una al lado de la otra en los carritos de mano.

    —Es cierto; efectivamente, que ambas hacíais una buena pareja — dijo Matilde, como pensativa.

    Y es que la joven trataba entonces de explicarse inútilmente por arte de qué invisibles lazos habían llegado a entenderse tan fácilmente, en las soledades de una pequeña estación del norte, la pajarilla sin sesos de su madre y aquella rígida provinciana, especie de puritana católica y noble, la madre de Máximo Chantel.

    Ambas son piadosas, se decía, y acaso con algo de exageración; las dos sufren igual enfermedad, aunque con manifestaciones diferentes, y cada una, de ellas cree que la otra está más enferma… Pero es que además hay algo en todo esto de misterioso. ¿Por qué he gustado yo a Máximo?

    De pie y apoyada contra la chimenea, Matilde evocaba el recuerdo de los cuatro días que Máximo había ido a pasar cerca de su madre en San Armando, cuatro días durante los cuales ella había visto a Máximo prendarse de ella y como ligarse invenciblemente a una afección a la que ella no había contribuido, apenas por su parte. De pronto había partido como si quisiera refugiarse en las soledades de Vézeris al frente de la vastísima empresa agrícola que allí dirigía, y habían pasado los meses sin volver a tener otras noticias de él que no fuese por las cartas de la señora de Chantel a la señora de Rouvre. Matilde continuaba pensando:

    No importa… me ama… no se me olvida a mí tan fácilmente. Y en efecto, ahora venía, con objeto de acompañar a su madre que quería consultar con un médico a la moda.

    —¿La señorita desea?… — dijo la doncella desde la puerta.

    —Tenga usted, Berta; que lleven esto inmediatamente al Telégrafo y haga usted que enciendan fuego en el salón grande, pero cuide usted de cerrar antes el calorífero. Aquí hace un calor sofocante.

    —Está bien, señorita.

    —A las cuatro y media irá usted misma a buscar a la señorita Jacoba a su clase y la dirá usted de mi parte que se vista en seguida a fin de que pueda ayudarme a servir el té en el salón.

    —Está bien, señorita. ¿Tiene usted algo más que mandarme?…

    —Sí, espere usted. A las tres aproximadamente vendrá una persona… una joven que preguntará por mí. Condúzcala usted hasta, aquí directamente y sin pasar por el salón; en seguida me avisa usted.

    —¿Aunque haya visitas?

    —No importa, por más que a esa hora no habrá nadie todavía.

    —¿A quién vas a recibir? — preguntó la señora de Rouvre, poniéndose, no sin esfuerzo, derecha en su asiento.

    —Tú no la conoces… Es una amiga del convento a la cual no he vuelto a ver desde que salí de Picpus.

    —¿Y qué te quiere?

    —Pues todavía no lo sé — dijo Matilde con alguna impaciencia. — Únicamente sé que tiene necesidad de verme.

    —¿Cómo se llama?

    —Duroy… Estéfana Duroy.

    La señora de Rouvre reflexionó un instante.

    —iEstéfana Duroy!… Decididamente, no me acuerdo.

    —Tú no te acuerdas nunca de nada — replicó Matilde: e interrumpiendo el diálogo se acercó al balcón para levantar los visillos.

    La avenida de Kléber estaba ligeramente alfombrada por una capa de nieve que aquel claro sol de invierno no había logrado derretir. Matilde contempló un instante la circulación de los carruajes, todos ellos con sus cristales levantados, y a la vez echó una mirada sobre los transeúntes, que, arrebujados en sus abrigos, aceleraban el paso. La doncella, que continuaba todavía en la puerta del saloncito, volvió a preguntar:

    —¿Tiene algo más que mandarme la señorita?

    —No — respondió Matilde.

    —Yo, hija mía, quiero que me llevéis a mi casita… — dijo, en tanto que acababa de ponerse de pie, la señora de Rouvre. — ¡Di… Matilde! añadió.

    —¡Mamá!

    —No habrá necesidad de que yo me apresure, ¿verdad?

    —No hay para qué mamá. Quédate en tu cuarto hasta que la señora de Chantel llegue. Yo haré que te avisen.

    —Bueno este bien ¡Vamos, Berta; deme usted el brazo!

    Y apoyándose en la doncella se dejaba ya conducir, arrastrando por el salón grande la pesada pierna izquierda; pero antes de salir se volvió hacia su hija:

    —¡Matilde!

    —¿Qué quiere usted, mamá? — respondió la joven, uniéndose a la señora de Rouvre y esforzándose por dominar la impaciencia.

    La enferma daba vueltas por encontrar las palabras como si la costase trabajo expresar aquello que quería decir.

    —¿Sabes, Matilde?… Aquel adorno en estrás antigua que vimos el otro día en el Antiguo Japón

    —¡Ah, sí, me acuerdo! ¿Y qué?

    —Nada… Que me había olvidado decírtelo… Escribí que me lo mandaran y lo traerán esa tarde.

    La tez pálida de Matilde se coloró súbitamente de rosa, el pliegue de su frente se hizo más hondo y hasta sus ojos azules tomaron tonos oscuros.

    —¡Pero esto es absurdo!… ¡Vamos, mamá! — dijo dominándose.

    — ¿Qué necesidad tenías de?…

    —Necesidad, precisamente, no — replicó la señora de Rouvre; — Pero me gustaba mucho… y no creo que tengo tantos distracciones… Al mismo tiempo traerán la factura… No estamos en el caso de reparar por trescientos francos más o menos… ¿no te parece?

    Matilde no replicó nada esta vez, y mientras su madre se alejaba apoyada en el brazo de Berta, ella se volvió al saloncito. Tomó de encima de la mesa distraídamente un delgado cortaplumas de madera, recuerdo de una temporada de baños, pero tan nerviosa estaba que se le quebró entre los dedos. En el momento en que arrojaba los pedazos a la chimenea, apareció Berta de nuevo:

    —¡Señorita!

    —¿Ha venido ya esa señora?

    —No, señorita; es el señorito Julián.

    —¡Berta! Es preciso que pierda usted la costumbre de decir señorito Julián’’’ cuando se trata del señor de Suberceaux. Y, sobre todo, es ridículo que lo diga usted cuando hay personas delante… ¿Por qué no entra el señor de Suberceaux?

    —Es que… es José quien ha abierto; no ha sabido decir dónde la señorita se hallaba y el señorito Jul … él señor de Suberceaux se ha dirigido sin preguntar al cuarto de la señorita…

    Berta pronunció está frase sencillamente y Matilde no se manifestó sorprendida.

    —Bueno, pues, dígale usted que le espero aquí.

    Al quedar sola Matilde se miró en el espejo de la chimenea, pero más que por coquetería obedeciendo a ese instinto de mujer elegante que, por primera vez en el día, va a dejarse ver de un hombre: siquiera se trate de un hermano o de un antiguo amigo.

    Era Julián de Suberceaux, que se encontraba ya a la puerta del saloncito, un hombre de treinta años escasos y vestido con la corrección de un elegante de 1830, alto, musculoso y delgado, con el rostro seco y mate como lo tienen los vascos y casi sin bigote; aunque, en cambio, tenía unos admirables cabellos negros que llevaba un poco largos.

    Aquella cara formada por semiplenos bien definidos que convergían en una estrecha barbilla, aquellos labios finos y aquella nariz que indicaban energía y dureza hubieran dado a Julián una expresión casi de amenaza a no ser por la claridad de sus hermosos ojos azules, azul claro de flor, de lino, y que cual si fueran ojos de una mujer expresaban indecisión y ternura.

    Matilde se volvió hacia Julián y le examinó de una sola mirada, mirada de mujer amante que se complace en hallar una vez más encantador y hermoso al hombre a quien ama.

    Suberceaux tomó la mano que ella le tendía y la besó ceremoniosamente.

    —Buenas tardes, señorita. ¿Sigue usted bien? — preguntó Julián, inspeccionando de una sola ojeada, tanto la habitación en que se hallaba Matilde como el gran salón contiguo.

    —No … nadie… — dijo Matilde a media voz.

    El joven al oír esto la acercó a sí, estrechándola, como si quisiera moldear aquel cuerpo en el suyo, y la acarició con pasión en los labios, en el ensanche de la garganta, en el corpiño, en el misterioso nacimiento de los brazos, y subiendo de nuevo hasta el cuello, hasta los ojos, hasta las mejillas, sus labios se encontraron otra vez con los de Matilde, que le devolvió con usura todos sus besos en un prolongado y nervioso estremecimiento.

    Al fin se separaron todo estremecidos.

    El rostro pálido de Matilde habíase ligeramente teñido de rosa. La joven se acercó nuevamente al espejo de la chimenea y puso en orden sus cabellos y los pliegues un tanto amigados de su corpiño. Suberceaux la contemplaba atentamente tirado en una silla que se hallaba cerca de la mesa-escritorio.

    Cuando la joven terminó aquella pequeña toilette se volvió hacia Julián y, de pie, apoyadas las manos sobre una butaca que se hallaba colocada enfrente, le dirigió una mirada llena de pasión.

    —¡Matilde!… ¡Matilde querida!… — murmuró el joven.

    Ella le miró al fondo de los ojos y en voz también muy baja, casi sin mover los labios, le dijo:

    —¡Te amo!…

    De las líneas de su rostro, de sus ojos, de toda ella, había desaparecido aquella aureola de virginidad que rodeaba su frente momentos, antes cuando junto a su madre escribía el telegrama. En aquella mirada ardiente que irradiaba el deseo, Matilde parecía una mujer cumplida, y tenía además ese no sé qué de rendida en la actitud y en la postura, ese algo por el que se traicionan las vírgenes, conque una vez siquiera hayan sentido los espasmos de la caricia.

    —Ya sentía necesidad de que me lo repitierais. ¡He pasado momentos tan amargos desde la última vez que nos vimos en casa de las Reversier!… — respondió Julián.

    Matilde, con la mirada ya más serena, se sentó en la butaca y le preguntó:

    —¿Qué? ¿Todavía el juego?…

    —Ni mucho menos… Todo lo contrario … Aquí tenéis … de la última noche…

    Y diciendo esto metió la mano en el bolsillo interior de su larga levita, una levita ancha de cuerpo y de faldones; y ajustada en la cintura como un traje de mujer.

    —Aquí tenéis… — dijo, al misma tiempo que dejaba ver un puñado de billetes de banco en completo desorden como si se tratara de papeles sin importancia.

    —¿En la calle Real? — preguntó Matilde.

    —No; en Los Dos Mundos, contra Aarón.

    —¡Ah! Contra Aarón… tanto mejor. Si bien, después de todo, es lo mismo… Sois incorregible… Después de haberme prometido…

    Suberceaux hizo un gesto de indiferencia.

    —¡Eso qué importa! Nunca habría de encontrarme peor que ahora. Pero además yo necesito vivir… Eso me impide pensar …

    Matilde le tomó la mano y le dijo sonriente:

    —¿Qué es lo que os proponéis olvidar?… ¿Acaso a mí?

    —Ya quisiera poder hacerlo — replicó el joven, retirando bruscamente la mano.

    Pero inmediatamente exclamó:

    —Os ruego que me perdonéis, Matilde… Estoy nervioso y triste. ¡Me hacéis sufrir tanto!…

    Matilde le interrogó con los ojos.

    —¡Me hacéis sufrir tanto!… Yo no os considero mía. Ya, no me pertenecéis — volvió a decir.

    La joven le mostró con la mirada, sin emplear otro lenguaje, el sitio en que momentos antes habían estado enlazados frenéticamente y este recuerdo hizo estremecer de nuevo a Julián.

    —Siempre los mismos reproches… Siempre… Y, sin embargo, yo hago todo, todo lo que puedo hacer; os lo aseguro.

    Suberceaux, poco a poco dominado, bajó la cabeza.

    —¡Cuánto tiempo ya! — balbuceó. — ¡Cuánto tiempo ya que no habéis venido!…

    Estas últimas palabras las pronunció en voz muy baja y como si tuviera miedo de ser oído hasta de aquella a quien hablaba. Matilde se levantó bruscamente, sus ojos se nublaron, se contrajeron los pliegues de su frente y su hermoso semblante expresó la misma alteración que la vimos cuando su madre la habló del adorno en estrás antiguo.

    Julián había acercado ya a ella implorando:

    —¡Oh, Matilde! No me guardéis rencor … os lo ruego. Ya sé que todo os ofende, pero no me es posible dominarme. El sólo recuerdo es para mí la vida toda. Aquellas dos veces… Os lo juro: sí me dijera: Espérala, otra vez va a venir a tu casa… y la tendrás una hora a solas contigo como las otras dos veces— Después morirás, se te fusila en seguida… ¡Oh, ¡cómo aceptaría, bendiciendo luego a los que me matasen! … Sí, Matilde: es que yo

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