La cruz de la familia
Por Olga Kryuchkova
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Innokenti Yelenski es nombrado profesor de literatura en Moscú y se traslada de su ciudad natal a su nuevo lugar de residencia. Al cabo de un tiempo su esposa Natalia junto con su pequeña hija Arina alquila un carruaje y se dirige a Moscú en pos del marido. Sin embargo, por el camino el carruaje es atacado por la banda de Svistún. Natalia y los otros viajeros mueren. Svistún recoge a Arina por compasión. Pero se encariña con ella, como si fuera de su sangre y se instala en Moscú, donde vive con holgura. Arina crece en la abundancia, sin sospechar que quien la educa no es su verdadero padre.
Con el paso de los años Arina se convierte en una señorita encantadora. En el lecho de muerte su “padre” le confiesa que muchos años atrás la había recogido en el camino que llevaba a Moscú y le entregó una crucecita que había arrancado del cadáver de su madre. Arina estaba confundida. Ése a quien consideraba su padre era ¡el culpable de la muerte de su madre!
Apenas se quedó huérfana, a su alrededor empezaron a revolotear a su alrededor loa cazadores de herencias. Sin embargo, el “padre” fallecido había enseñado a la muchacha a defenderse y a disparar un arma con precisión. No obstante, Arina no perdía la esperanza de encontrar el verdadero amor y descubrir a su verdadero padre.
Olga Kryuchkova
Olga Kryuchkova began her creative career in 2006. During this time, the author had more than 100 publications and reprints (historical novels, historical adventures, esotericism, art therapy, fantasy). A number of novels were co-written with Elena Kryuchkova.
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La cruz de la familia - Olga Kryuchkova
Olga Kriuchkova
LA CRUZ DE LA FAMILIA
Sinopsis
Innokenti Yelenski es nombrado profesor de literatura en Moscú y se traslada de su ciudad natal a su nuevo lugar de residencia. Al cabo de un tiempo su esposa Natalia junto con su pequeña hija Arina alquila un carruaje y se dirige a Moscú en pos del marido. Sin embargo, por el camino el carruaje es atacado por la banda de Svistún. Natalia y los otros viajeros mueren. Svistún recoge a Arina por compasión. Pero se encariña con ella, como si fuera de su sangre y se instala en Moscú, donde vive con holgura. Arina crece en la abundancia, sin sospechar que quien la educa no es su verdadero padre.
Con el paso de los años Arina se convierte en una señorita encantadora. En el lecho de muerte su padre
le confiesa que muchos años atrás la había recogido en el camino que llevaba a Moscú y le entregó una crucecita que había arrancado del cadáver de su madre. Arina estaba confundida. Ése a quien consideraba su padre era ¡el culpable de la muerte de su madre!
Apenas se quedó huérfana, a su alrededor empezaron a revolotear a su alrededor loa cazadores de herencias. Sin embargo, el padre
fallecido había enseñado a la muchacha a defenderse y a disparar un arma con precisión. No obstante, Arina no perdía la esperanza de encontrar el verdadero amor y descubrir a su verdadero padre.
Capítulo I
La familia Yelenski recibió el nuevo año de 1850 de una forma bastante modesta, incluso para la idea que se tenía en una ciudad pequeña como Zhizdra. El salario de Innokenti Petróvich, profesor de literatura en el instituto de chicos de la ciudad, sólo llegaba para pagar el piso del Estado, comprar leña para la estufa y alimentarse frugalmente.
Se había casado relativamente tarde, a los casi treinta y cinco años, hasta ese momento se había ganado la reputación de un amante del saber y de solterón empedernido entre los profesores del instituto. Esos veinte rublos bastaban para una vida modesta, e Innokenti no esperaba nada más. Durante muchos años estuvo escribiendo con mucha entrega sobre el legendario caudillo de los hunos, Atila, soñando que algún día se lo publicarían. Pero pasaban los años, Atila aumentaba de grosor con nuevos capítulos y notas, pero aún estaba lejos ese momento en que pudiera enviar el manuscrito a El Almanaque de Moscú.
En aquel tiempo Innokenti Petróvich no se ocupaba de la casa: o bien las clases en el instituto o la redacción del manuscrito hicieron que la vivienda adquiriera un aspecto descuidado. Comía en la taberna más cercana, una comida cara y, digamos, de una calidad bastante dudosa. En los últimos tiempos Yelenski empezaba a tener problemas con el hígado, y por eso contrató una sirvienta, la joven Natalia, una huérfana de padre y madre, de Zhizdra.
Yelenski le destinó un sueldo pequeño, cinco rublos al mes, con la condición de que podía comer con él. No tardó mucho el solterón empedernido a acostumbrarse a la compañía de la joven sirvienta. Cómo no, era una muchacha aseada y cocinaba de maravilla. Nada que ver con la taberna barata, y además en las largas noches de invierno tenía con quien compartir alguna palabra. Natalia no podía pagar su miserable vivienda a cuenta de un salario tan escaso como eran cinco rublos al mes. Con el permiso de Yelenski se trasladó a su piso y se instaló en una pequeña habitación que había junto a la cocina, que por lo visto en un tiempo se había destinado a despensa, o bien a otro servicio para la casa,
Natalia se comportaba modestamente, trasladó sus modestas pertenencias, que cabían en un solo fardo, un pañuelo de grandes cuadros. Se instaló en la despensa
y nada dejaba entrever su interés por el dueño. Aunque empezaron a acudir a su mente pensamientos muy peligrosos para una joven de su edad, que hacía poco había cumplido los 20 años, y no tenía todavía un pretendiente, nadie necesitaba una chica sin dote, ni siquiera el más humilde comerciante. En su imaginación Natalia se veía a ella misma e Innokenti Petróvich sentados a la mesa cubierta por un blanco mantel almidonado tipo richelieu
y tomando el té en unas grandes tazas floreadas. Innokenti Petróvich le mira satisfecho, en la mesa hay un nuevo samovar de cobre, y ella, vestida a la última moda burguesa, con un vestido de satén beige con un remate de encaje y una cofia de ese mismo color, sirve al dueño como si fuera su propio marido.
Una vez, en primavera, cuando todas las criaturas vivas sobre la tierra están ansiosas de amor y las hojas brotan, la joven, colorada como una manzana, se soltó la trenza, se vistió con la mejor camisa de noche de percal y muy decidida se dirigió a la habitación del amo.
Cuando abrió la puerta, Innokenti Petróvich ya estaba en la cama y leía un libro a la luz de la vela.
— Natasha, ¿qué ocurre? — exclamó sorprendido.
— Nada... — dijo la joven confusa, su decisión había desaparecido en un segundo y las mejillas se inundaron de un profundo rubor.
— Querida, ¿cómo que nada? Si has venido a estas horas es que hay alguna razón — insistió Yelenski — Di, no tengas vergüenza, te has puesto roja... en vano. ¿O es que te he ofendido?
— Para nada, Innokenti Petróvich, usted es muy bueno conmigo... — murmuró la muchacha — Solo que yo... Pensé que usted se sentía tan solo como yo... y he pensado... ¡Perdóneme!
Natalia se echó a llorar y salió corriendo hacia sus modestas habitaciones.
— ¡Dios mío! — la sospecha le sorprendió.
Se levantó de un salto, se echó sobre los hombros una bata de aspecto gastada y descalzo se dirigió a las habitaciones de Natalia. Ésta estaba echada en la cama, con la cabeza hundida en la almohada, y lloraba con mucho sentimiento,
— Querida, ¿qué pasa? — Innokenti se sentó junto a la muchacha y le acariciaba la espalda intentando calmarla.
Natalia sollozaba con más fuerza:
— ¡Perdone a esta tonta! Usted es tan educado, enseña en el instituto... Y yo ni siquiera sé escribir... ¿Qué soy yo para usted, y sin dote, además?
— Pero, a qué viene todo esto... El dinero para mí no significa nada en absoluto. Aunque es necesario para vivir... — suspiró Innokenti — . Me resulta muy agradable, pero es tan joven que no me decidía...
Natalia levantó el rosto encendido de la almohada.
— Entonces, ¿no me desprecia porque soy huérfana? — dijo sorprendida.
— ¡Vágame Dios, Natalia! ¡Qué cosas dice! Eres una joven encantadora, hogareña. Si le soy sincero, me he acostumbrado a usted.
— Bueno, bueno, amo... — se echó a llorar de nuevo — Yo también me he acostumbrado a usted...
Innokenti la abrazó, y estuvieron así sentados mucho rato. Natalia empapó copiosamente la bata del señor con sus lágrimas, y éste, a su vez, luchaba contra una natural conmoción ante las expresiones emotivas de la sirvienta. Finalmente, la naturaleza masculina superó a la del amante del saber y empezó a llenar de besos apasionados el rostro cubierto de lágrimas. Ella le apretó contra sí enseguida, sin sentirse turbada por su falta de experiencia. El busto turgente de Natalia subía y bajaba por la preocupación y la pasión. Innokenti finalmente sucumbió a la pasión: le besó los labios, el cuello y luego en el pecho. Al fin, tumbó a la muchacha en la cama, sus manos se deslizaron por debajo del camisón...
Natalia, obedeciendo a su naturaleza femenina, rodeó a Innokenti con las piernas, y él ya sin fuerzas para oponerse a sus remordimientos la penetró. La muchacha gritó. Innokenti comprendió que era el primer hombre de su vida, procuró no apresurarse y ser tierno, pero lo consiguió a duras penas porque había vivido mucho tiempo sin mujeres. Tan pronto como entró en Natalia, su masculinidad produjo la semilla que regó el vientre de Natalia, quien al darse cuenta lloró de felicidad pensando que finalmente tendría un hijo.
Al cabo de nueve meses nació una niña, muy bonita, parecida como dos gotas de agua a la madre. La bautizaron con el nombre de Arina, Innokenti estaba feliz y como hombre formal que era se casó con Natalia en la iglesia más cercana. La celebración fue muy discreta, apenas sin invitados, asistieron solo los testimonios, un colega de Innokenti y su esposa.
Aunque ese día solemne Natalia no pudo regalar