Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El secreto de Kailani
El secreto de Kailani
El secreto de Kailani
Libro electrónico246 páginas3 horas

El secreto de Kailani

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

¿De donde viene? ¿quien es? ¿como ha sobrevivido? Son las primeras preguntas que se hace Elenek, un viejo pescador de Hawai cuando encuentra una niña flotando en el océano. Michael, el famoso y no por eso menos conflictivo psicólogo de la fiscalía de Los Angeles, tiene que averiguar si aquella niña llamada Kailani, es en realidad Jessica, la hija de los Taylor. Una familia desaparecida dos años atrás. Entonces aparece en escena un misterioso personaje que atenta contra sus vidas, y es cuando Michael movido por su insaciable y retorcida curiosidad, se ve envuelto en una trama de traiciones y asesinatos, en la que su vida y la de la propia niña correrán peligro.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ago 2023
ISBN9798223131878
El secreto de Kailani
Autor

jordi baliellas

Soy Jordi Baliellas, mi pasión es escribir, y lo hago por pura afición ya que mi cabeza no para de darme ideas para construir historias “que bajo mi punto de vista” merecen ser contadas.

Relacionado con El secreto de Kailani

Libros electrónicos relacionados

Thriller y crimen para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El secreto de Kailani

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El secreto de Kailani - jordi baliellas

    CAPÍTULO I

    Mr. Collins

    ––––––––

    Soy Michael Collins. Quizás queda mal que yo lo diga, pero soy uno de los más prestigiosos psicólogos del estado de California. Y no, no tengo nada que ver con el piloto del Apolo 11 que llevó a Neil Armstrong y Edwin E. Aldrin a la Luna. El hecho de llamarme igual fue cosa de mi padre, gran aficionado en su juventud a la exploración espacial. Tengo mi estudio privado montado en casa, en Los Ángeles, a primera línea de mar, desde donde cada noche, vísperas de fiestas o fines de semana, los adolescentes beben, fuman, se drogan y, en ocasiones, hasta fornican al calor de las hogueras en sus fiestas particulares sobre la fina y clara arena de la playa. Cuando los veo, siento una mezcla de sentimientos al ver la superficialidad de sus vidas y su comportamiento. Parece que, en su mundo, solo importa quién es el que tiene el mejor coche o la mejor moto, y en el caso de ellas, quién tiene mejor trasero y mejores pechos. En ocasiones, hasta se gastan cantidades indecentes en operarse por todos lados, llegando a parecer muñecas de plástico.

    Generalmente, me hacen sentir lastima y vergüenza ajena, pero no negaré que, entre esos sentimientos, también están la envidia y la añoranza. Añoranza de tener una vida sencilla y sin preocupaciones.

    Si bien es verdad que todavía soy relativamente joven, a mis 37 años me siento a millones de años luz de aquella vida pasada que yo recuerdo no hace tanto que viví. Los mejores años, sin duda, en la Universidad de Los Ángeles (UCLA), donde me preocupaba más de las fiestas y de encandilar a chicas que de los estudios, y eso era gracias a que no tenía que perder el tiempo en estudiar debido a mi memoria fotográfica, que siempre me puso las cosas más sencillas.

    Me gustaría decir que ser psicólogo es mi vocación, y que siempre soñé con hacer lo que hago, pero no es así. En realidad, antes de ingresar en la universidad, yo era muy mal estudiante, y eso se debía a que nunca supe qué quería ser el día de mañana. De hecho, acabé los estudios básicos y me puse a trabajar en la tienda de coches de ocasión de mi padre. Aquello me mataba, pero, poco a poco, interactuando con los clientes, me di cuenta de que me parecía fascinante el comportamiento del ser humano. Aprendí muchas técnicas de venta; unas me las enseñó mi padre y otras las aprendí por mi cuenta. Es increíble cómo, con unas palabras o unos detalles, o incluso el tono de voz y la mirada, se puede influir en un individuo para que gaste cientos de miles de dólares en un coche que no es lo que busca ni lo que necesita, ni siquiera el color que quiere.

    Por aquel entonces, empecé a leer sobre el comportamiento del hombre y sobre técnicas de persuasión. Esto fue lo que hizo que me interesara la psicología, y al año de estar trabajando con mi padre, me inscribí en la universidad, aprobando las pruebas de acceso con la mejor nota de mi promoción. Lo que yo pretendo a través de este escrito es contar la historia de mi vida, y no me refiero a la historia de mi vida como tal, sino a la historia más emocionante, trepidante, emotiva y, por qué no decirlo, más triste y desgarradora que he vivido y que viviré nunca.

    Me tengo que remontar a mis inicios como psicólogo. Aunque no sea primordialmente esencial para el desarrollo de mi relato, sin estos acontecimientos, nunca hubiese llegado a vivir lo que escribiré en estas líneas.

    Recuerdo ese día como unos de los más calurosos del estado. Alguien golpeó a la puerta de mi apartamento donde vivía y trabajaba en la zona centro de Los Ángeles. Aquel día no tenía sesión con ningún paciente, pero sabía que tenía que ser alguien conocido, porque solo los que me conocían sabían que el timbre de mi apartamento no funcionaba desde hacía tres años que instalé mi consulta allí. Me levanté pesadumbroso del sofá, sin muchas ganas de recibir visitas, cuando volvieron a aporrear la puerta.

    —Ya voy, ya voy —dije de malos modos.

    —Miki, ¿cómo estás? —Era Ronal, el fiscal del distrito al que conocí meses atrás cuando traté a su mejor amigo, Jack. Jack Smith era patrón de barco y sufrió un naufragio navegando por el Pacífico.

    —Roland, ¿cómo tú por aquí? —dije con falso entusiasmo.

    —Vengo a proponerte algo, a devolverte el favor que le hiciste a mi buen amigo Jackie.

    —No fue ningún favor, es mi trabajo. —No pude evitar fijarme en su maletín de piel negro con el cierre dorado.

    En aquel maletín traía redactado un contrato de colaboración con la fiscalía que me aseguró trabajo para el resto de mis días. Gracias a esos trabajos, pago mi casa y puedo permitirme conducir un Selby Cobra del 66 color gris plomizo. Recuerdo que los primeros trabajos eran elaborando perfiles psicológicos de posibles delincuentes o dar apoyo psicológico a testigos y víctimas de crímenes violentos.

    CAPÍTULO II

    El paciente

    Era un día soleado, recuerdo que estaba descansando en la tumbona del balcón de mi casa adosada, observando la playa, mientras ojeaba el expediente de mi nuevo paciente, al tiempo que saboreaba mi whisky Blanton’s reserva especial de la mejor destilería de Kentucky. Existen puristas del whisky que ven un sacrilegio beberlo con hielo, pero yo soy incapaz de bebérmelo como si fuese orín de burra por mucho que sea una botella de más de 80 dólares.

    El paciente del expediente que ojeaba se llamaba Marcus Deep. Era un tipo estirado, y me refiero tanto a su carácter como a su aspecto físico. Medía casi dos metros, de hecho, jugó a baloncesto en la liga universitaria en el 85. Por lo que leí, podría haber jugado en la NBA si no llega a ser por una artrosis prematura que le obligó a dejar los terrenos de juego. El caso de Marcus también fue uno de los que me encargó la fiscalía. Por lo visto, el señor Deep fue testigo cinco días antes del asesinato de su mujer durante un atraco. En los expedientes que ojeaba, aparecía la declaración jurada del día del asesinato, así como unas fotos del cadáver. El timbre me sacó de mi estado de relajación, le di el último sorbo al whisky y me dispuse a abrir la puerta. Me sorprendió el carisma de Marcus y también la forma tan exagerada de apretar la mano en el momento de saludarnos.

    —Mucho gusto —dijo a la vez que se adentraba en el salón y se paraba junto al estante donde tengo expuesto todos mis trofeos de lucha grecorromana. Después de un par de cumplidos, nos acomodamos, yo en el sofá y él en el diván. Lo primero que hizo después de sentarse fue mirar el reloj.

    —Bueno, señor Deep, ¿cómo se encuentra?

    —Pues como se puede imaginar. —Resopló—. No muy bien, tengo la imagen grabada en mi mente, quiero pasar página y olvidarme de todo esto.

    Tras una pequeña pausa, después de anotar algo en mi libreta, le dije:

    —¿No se siente culpable?

    Se incorporó en el diván para mirarme.

    —¿Yo? ¿Por qué me debería sentir culpable? —Aquella mirada penetrante no era normal.

    —Bueno, la gente, en estos casos, suele sentir que podría haber hecho algo para evitar la tragedia. Eso provoca sentimiento de culpabilidad. —Hice una pausa esperando su respuesta—. Intento evaluar su situación y sus sentimientos para ayudarle a pasar página.

    —Pues no me siento culpable, ¿qué podría haber hecho yo? —Se acarició la nuca y miró de nuevo el reloj.

    —¿Se siente furioso?

    —No, solo estoy triste. —No me pareció convincente.

    —Supongo que debe echar de menos a su mujer. —observé que su rostro no reflejaba ningún tipo de sentimiento—. Debe tener ganas de que atrapen al culpable.

    —Eso me da lo mismo. —Se encogió de hombros—. El daño ya está hecho, solo quiero pasar página y olvidarme de todo esto.

    —Precisamente, ese es mi trabajo, hacer que pase página, pero, para ello, no simplemente vale repetirlo una y otra vez.

    —Tiene usted razón. —Miró el reloj de nuevo—. Es lo más horrible que he vivido, le dimos todo, no tendría por qué haberla matado. —Me fijé en que apretó el labio inferior y entrecerró un poco los ojos.

    —¿Aquel hombre atacó a su mujer después de darles lo que quería?

    —Sí, era un hombre afroamericano. —Me pareció un dato irrelevante que me dio que pensar, y yo, cuando pienso, o pienso muy bien, o pienso muy mal. En este caso, fue más la segunda.

    —¿Recuerda qué ropa llevaba? —Desvió la mirada hacia arriba, ligeramente a la Izquierda.

    —Llevaba una camiseta de los yanquis, una gorra y vaqueros azules un poco caídos; también llevaba unas deportivas blancas. —Su respuesta no hizo más que alimentar la desconfianza que ya me transmitía.

    —¿Recuerda la marca? —Volvió a dirigir la mirada hacia el mismo sitio.

    —Eran Nike. —Me miró extrañado—. ¿Es relevante eso?

    —¿Recuerda su altura? —dije haciendo caso omiso a su pregunta.

    —Era un hombre normal.

    —Pero ¿cuánto diría que medía?

    —No sé. —Miró nuevamente hacia arriba a la izquierda—. No más de metro setenta.

    —¿Es usted religioso? ¿Cree en Dios?

    —La verdad es que no, pero no entiendo a qué viene este interrogatorio.

    —¿Usted quiere olvidar a su mujer? Porque se casaron, ¿verdad?

    —Sí que nos casamos, hace diez años. —Esta vez miró hacia arriba a la derecha—. Y no, no me quiero olvidar de ella.

    —¿Qué es esa marca que tiene en el cuello?

    —Pero ¿a qué viene esto? —Se levantó del diván—. ¿Qué tipo de psicólogo es? ¿Con estas preguntas me va a ayudar?

    Me puse de pie, con aire desafiante.

    —Usted no necesita ayuda. —Observé cómo hizo una mueca de perplejidad—. Usted no echa de menos a su mujer y no siente en absoluto que ocurriera el incidente.

    —¿Pero cómo se atreve?

    —No me trate como si fuese imbécil. —Levanté el dedo índice frente a su cara—. Si quisiera a su mujer, sentiría rabia hacia el asesino y estaría deseoso de venganza. La única razón de que no sintiese furia sería si fuese un borrego ignorante religioso al que le tienen comido el coco con el rollo ese de perdonarlo todo, y usted me ha dicho que no lo es, así que la única explicación es que no la quería.

    Se quedó perplejo unos segundos y, cuando abrió la boca para decir algo, lo volví a interrumpir.

    —Es más, cuando me dijo que la echaba de menos, se tocó la nuca, y eso es un gesto que hace la gente inconscientemente al mentir. Además, se nota que ha venido por compromiso y que tiene mejores cosas que hacer, no hace más que controlar el tiempo. ¿Qué tipo de persona pierde a un ser querido en un incidente violento y está pendiente de la hora mientras recibe tratamiento psicológico?

    —¿De qué demonios va? —Me agarró fuertemente de cuello de la camisa.

    —¿O sea, que me odia más a mí por decirle las cosas claras que al asesino de su mujer? —Me miraba con los ojos inyectados en sangre. Por un momento, tuve miedo de que me golpeara—. Además, todo lo que me ha explicado del atraco se lo ha inventado, cada vez que me explicaba algo de ello, ha dirigido la mirada hacia arriba a la izquierda. Esa es la parte del cerebro de la imaginación, y los humanos miramos hacia allí inconscientemente cuando inventamos algo, todo lo contrario que cuando recordamos, que miramos hacia la derecha, cosa que ha hecho al recordar los años que llevaba casado con su mujer. —Me soltó en un gesto de resignación.

    —¿Y que si ya no quería a mi mujer? ¿Es algún delito? —respondió con aire chulesco.

    —No, pero el asesinato sí que lo es. —Vi claramente cómo palideció—. Mató a su mujer porque quiere a otra y es tan cobarde que, en vez de decírselo, prefirió matarla.

    —Pero qué cojones es esto, ¿en qué se basa para decir esas bobadas?

    —Si dice que no quiere olvidar a su mujer, ¿por qué no lleva la alianza?

    —Me la quité esta mañana para fregar y olvidé ponérmela de nuevo, siempre la llevo, ha sido un despiste.

    —Tiene la piel muy morena y no se ve la marca de la alianza en su dedo, eso quiere decir que lleva días sin ponérsela. Además, esa marca que tiene en el cuello —la señalé— es un chupetón.

    —Bueno, con todo esto podrá demostrar que tengo una amante, pero no que soy un asesino —dijo adoptando nuevamente una postura chulesca.

    —Estas son las fotos de la escena del crimen. —Las tiré sobre la mesa—. Usted dijo en la declaración que el ladrón solo apuñaló a su mujer, cogió el bolso y echó a correr. En la foto, como ve, su mujer tiene los bolsillos de la chaqueta vueltos hacia fuera. Eso quiere decir que ella tenía las manos en los bolsillos en el momento en el que la apuñalaron. No me creo que su mujer estuviese con las manos en los bolsillos mientras la robaban. ¿Y cómo le pudo dar el bolso al agresor sin sacarse las manos de los bolsillos?

    Marcus se quedó petrificado y se le pusieron los ojos cristalinos, como si fuese a empezar a llorar.

    —Ahora sí que se ha emocionado de verdad, no como cuando hablaba de su mujer. ¿Se cree que no me he fijado en cómo apretaba el labio inferior y hacía fuerza con los ojos para provocar que le salieran lágrimas? —Marcus se dejó caer en el sofá.—. Además, la puñalada está hecha a una altura y con un ángulo que coincide con la de un agresor alto si le hubiese apuñalado a traición, sin enseñar su arma, mientras la víctima se mostraba completamente relajada, con las manos en los bolsillos ante un conocido. Es más, ¿quién recuerda con tanta exactitud la vestimenta de un agresor mientras le roban? Si bastante faena tiene uno en esa situación para no cagarse en los pantalones.

    Se levantó como una exhalación y se abalanzó sobre la cubitera que tenía en el balcón, cogió el picahielo y se lo apretó contra el cuello.

    —No puedo ir a la cárcel. —Me quedé allí plantado mientras ese pobre desgraciado apuntaba perfectamente hacia su aorta. Tras unos segundos en silencio, me miró a los ojos y me dijo—: ¿No vas a intentar disuadirme? Estás para ayudar a la gente. —Tal y como supuse, no tenía bemoles.

    Entonces, me acerqué y le susurré al oído:

    —Exacto, mi profesión va de ayudar a la gente, pero no a los monstruos. —Abrió bien los ojos en un gesto de sorpresa—. Tú eres un monstruo, y los mierdas como tú no merecen ni el aire que respiran, así que, por mí, haz lo que quieras. —Señalé hacia el suelo—. Pero no me manches la moqueta.

    La verdad es que dije esto último sin creer que tuviese valor para hacerlo, además de un monstruo, me parecía también un fanfarrón y un cobarde, pero en eso me equivoqué. Tengo clavada en mi retina la imagen del picahielo atravesando su aorta y el chorro de sangre exagerado que salió. Parecía tan falso como los de una película de serie B. Se giró mientras gemía como un cerdo en la matanza; me tuve que apartar para que no me salpicara.

    Llamé al hospital. Cuando llegaron, estaba prácticamente muerto. Me gustaría decir que no me afectó, pero la verdad es que estuve unos días aturdido por el suceso; incluso una noche soñé con ello. Lo sucedido en mi consulta trascendió a las noticias, y la verdad es que no fue muy buena publicidad. Tampoco me importó mucho porque continué teniendo trabajos de la fiscalía. Por suerte, grabo todas mis sesiones y tuve como confesión de asesinato la grabación de aquel día. Por eso, cuando le dije que era un monstruo y que no le ayudaría, bajé la voz para que no se escuchara en la grabación. Finalmente, encerraron a ese pusilánime y lo condenaron a cadena perpetua. Lo peor de aquel día fue que el muy capullo, al final, me manchó la alfombra.

    CAPÍTULO III

    La niña náufraga

    Hacía un sol radiante el día que me asignaron la paciente X (la denominé así en todos mis documentos y registros porque era la niña número diez que yo había tratado desde que ejercía). Aquella niña es el eje de toda esta historia y la que le dio un vuelco a mi vida y a mi manera de interpretar el mundo.

    Recibí una llamada de Ronal. Se quería reunir conmigo urgentemente para encargarme un caso; según él, el caso del año. Uno de esos que salen en las noticias y que me daría publicidad mediática, no sé si buena o mala, pero lo que estaba claro es que debería tener mucho cuidado con ese paciente. Quedé con Roland en un Starbucks que había de camino a casa sin saber todavía si aceptaría tratar a ese paciente tan importante.

    Nada más empujar la puerta para abrir, divisé a Roland tres mesas por delante. Estaba levantado y me saludaba con la mano. Por su entusiasmo al verme entrar, era evidente que llevaba rato esperando, o que, el que llevaba, se le hizo largo.

    —Te he pedido un café doble, como siempre —dijo a la vez que me estrechaba la mano. Entonces noté un halo de preocupación en su rostro.

    —Gracias —respondí mientras me sentaba—. Vayamos al grano. Es evidente que estás ansioso por decirme quién es ese personaje tan mediático. ¿Qué es? ¿Un actor? ¿Un deportista?

    —Nada más lejos de la realidad. —Sacó de su maletín negro un periódico y lo tiró sobre la mesa.

    —¿Esto qué es?

    El Heraldo, un periódico de Hawái. Esto es por lo que te he llamado —señaló un artículo donde salía la fotografía de una niña de unos diez años titulado «Kailani rompe su silencio»

    —¿Quién es Kailani? —Cogí el periódico con las dos manos para mirar la foto de cerca.

    —Es una niña que apareció flotando sobre una madera cerca de las costas de Hawi, una población de Hawái. Fue rescatada por un barco pesquero, casi muerta.

    —No

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1