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incuenta centavos. La vida de Patti Smith (Chicago, Illinois, 1946) se estaría contando de manera muy diferente de haberse instalado en Nueva York con alguna moneda más en el bolsillo. Sin embargo, para una joven crecida en las zonas rurales del sur de Jersey, que llegaba a la ciudad que nunca duerme sin perspectivas reales, cincuenta centavos era mucho dinero en 1967. Hasta allí llegó un lunes; ella había nacido un lunes. Era un buen día para instalarse. Nadie le esperaba y todo le aguardaba. Entre otras cosas, la hambruna. Porque durante más tiempo del deseado, deambuló por las calles neoyorquinas sin un lugar en el que deshacer su diminuta maleta de cuadros, sólo con la mísera compañía de materializar el sueño americano y un mantra: “Tengo hambre, tengo mucha hambre”. Aunque estaba dispuesta a dormir en bancos, metros y cementerios mientras encontraba trabajo, no estaba preparada para el hambre constante que le atormentaba. Ella era una muchacha flaca que lo quemaba todo enseguida y tenía un apetito voraz. El romanticismo no podía colmar su necesidad de alimento. Hasta Baudelaire tenía que comer -lo demuestran los lamentos desesperados de sus cartas por faltarle carne y cerveza negra-. Y así, convencida de tener un futuro mucho más prometedor que el pronosticado por una infancia de abundantes pasajes de raquitismo y cucharadas de miel como único premio de