La Reina
Por Betty García R.
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¿Te gustan las historias reales, románticas y con tinte lésbico?
¿Quieres leer un tipo de novela diferente a la usual?
Si la respuesta a las anteriores preguntas es positiva, entonces te invito a leer esta historia que te llevará a la alegría, pero tambien a la nostalgia, cuando los personajes te hagan recordar lo que fue o lo que pudo ser en tu vida.
¡Descubre las emociones, alegrías y tristezas de La Reina! De seguro te sentirás identificada con ella.
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La Reina - Betty García R.
Capítulo 1
Se enamoró de la guitarra, tal como más adelante se iba a enamorar de las mujeres; y, es que ella había nacido para eso, no para cosas diferentes a componer, cantar y amar. Pero no fue del todo así, porque coincidió con la desdichada época en que la sociedad despiadada no aceptaba, ningún tipo de relación, que no fuera la amistad normal, entre dos mujeres.
Era la mejor de las épocas, era la peor de las épocas, eso nadie lo sabe porque cada tiempo tiene buenos y malos momentos, sin embargo, Rina componía y cantaba con su alma enamorada como si supiera de antemano que un día el mundo posaría la atención en ella y la alabaría por aquella voz especial, potente, un poco rasgada, pero suavizada por los matices y la coloratura que lograba imponerle.
Rina Santiago Tovar había nacido años atrás, en algún lugar de Jalisco, México. Era feliz allí, aunque sus padres, María Tovar, maestra de escuela, y Rosendo Santiago, hijo de un migrante español, dedicado al comercio de telas y cachivaches, habían decidido, desde tiempo atrás, que aquella niña delgada, de grandes ojos negros, cabello lacio oscuro y caminar de gacela debía tener un futuro promisorio. Y, esto lo lograrían en un lugar con mejores oportunidades, así que marcharon al D.F., la capital mexicana.
En mayo de 1976 arribaron al barrio Bosquecitos, una colonia huérfana de gobierno, de calles polvorientas, casitas de ladrillo prieto y apenas brotando ante los antojados ojos de propios y extraños que veían allí el futuro de sus hogares. El agua era escasa, los primeros postes de la luz eléctrica esparcidos inundaban los andenes y uno que otro almacén emergía entre aquel paisaje paupérrimo, casi olvidado de la voluntad divina.
No obstante, para Rina y sus dos hermanos mayores; Luis Gabriel y Juan Pablo, parecía que el mundo había cambiado para bien y que aquel lugar era la puerta de entrada a un nuevo universo, vasto e inagotable de posibilidades, tal vez como siempre lo habían añorado. No lo era así para sus padres que maldecían la hora en que dejaron atrás la cómoda casa en Jalisco. Más, ya no tenían otra alternativa que remangar sus vestidos, apretar los dientes mientras mascullaban la desdicha y continuar adelante con el plan previamente trazado. De lo único que los padres de Rina estaban seguros, era de que no podían, de ninguna manera, permitir que la joven continuara albergando el gusto por la música, pues de antemano sabían que las personas dedicadas a tan noble profesión terminaban humilladas, pobres y dadas al traste.
Lógicamente que la chica no hacía parte de aquellas decisiones, vivía en su propio mundo, un mundo colorido, pletórico de esperanza, fe y quimeras que parecían situarse al alcance de sus manos. El corazón de Rina Santiago era y había sido desde el día en que aterrizó en este mundo, un enjambre de amor, de palpitaciones por la bondad, la solidaridad, sencillez, ilusión y nobleza. Para ella todo giraba en torno de los acordes sonoros que ya sacaba, magistralmente, de su vieja guitarra.
El instrumento estaba un poco roído en el diapasón, debilitado por el uso, inadecuado, de las tres generaciones de músicos frustrados con los que contaba la familia materna. Atrás, a la altura del quinto traste, Rina había tallado una media luna, como símbolo del lazo romántico entre ella y la musa nocturna, por aquella época, su única fuente de inspiración.
El día de su cumpleaños número diez fue regalada con el viejo instrumento. Unos meses atrás, el entonces poseedor de la guitarra, el tío Nazareth, vio el potencial en la pequeña aprendiz; al instante tomó la decisión de cederle una parte de su alma. Sí, porque es eso lo que significa un violín, un saxo, la trompeta, la guitarra o cualquier otro instrumento musical para quien ama este arte. Desde que Rina la tocó por primera vez le pareció una cosa despampanante, única, como ninguna otra que hasta ese día recordara. Aunque, pese a sus ruegos, hasta aquel cumpleaños no había logrado convencer al tío para que cediera a su pequeño antojo. Ni siquiera se la prestaba, así llenara los ojos de lágrimas, él no había consentido y solo existía una razón para no hacerlo; el hombre aún no era capaz de sacar más de cuatro notas seguidas en la guitarra y creía que tampoco la niña podría lograrlo.
Después de todo, el instrumento era casi tan grande como la chiquilla y ni fuerza se le notaba para sostenerla, entonces ¿para qué cederla aún si la esperanza aguardaba en un escondido rincón de su alma?
Pero llegó el día y la guitarra parecía que por fin había caído en las manos indicadas. No pasaron más de dos lunas y Rina ya rasgaba las cuerdas afinándose en valses, cumbias, boleros y algo de música criolla. Era sorprendente la conexión entre ellas, más aún, la rapidez con la que avanzaba la chica en sus propias composiciones.
Dos años más tarde presentó su primera audición ante el difícil público de la escuela. Lo más natural fueron los aplausos y vítores que recibió, pero hubo algo que llamó la atención de propios y extraños; Rina no era tan solo buena como autodidacta en la interpretación de las notas musicales sobre la guitarra, pues también dejó en claro su excepcionalidad en el tema de las contexturas melódicas; las letras le salían tan natural: era una letrista pura. Y, aunque no sonaban a canciones complejas de amores o desamores, los entendidos en la materia alababan su postura métrica, y las progresiones que parecían fluir con tiempo y ritmo sobre la música que les impregnaba.
Así que cuando cumplió los trece años, pasaba las horas encerrada en su cuarto rasgando las cuerdas de su guitarra, creando canciones de cuanto tema asomaba en su joven cabeza y mascullando las nuevas ideas para lo que sería su futuro ingreso en el mundo artístico. Lo era, porque ella no se veía a sí misma como una mujer abnegada en un hogar, ni sentada frente a un escritorio repleto de papeles y teléfonos por contestar. Su verdadero sueño era viajar por el mundo, crear conciertos repletos de personas que corearan sus canciones y aplaudieran a rabiar.
En realidad era el sueño de muchos jóvenes que veían en la música la única oportunidad de surgir. Pero también era la posibilidad más remota que existía, pues en aquella época, especialmente para las mujeres, el arte las sometía a estrictas reglas impuestas por los cánones machistas de una sociedad injusta e incipiente.
Como artista tenía pocas posibilidades de crear