Mi pequeño animal
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Mi pequeño animal - Rafaela Merino-Bianchi
Mi pequeño animal
Rafaela Merino-Bianchi B.
Mi pequeño animal
© Rafaela Merino-Bianchi B.
© eBooks del sur
ISBN Digital: 978-956-9274-32-9
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Índice
Capítulo I. Señorita
Capítulo II. C´est ma vie
Capítulo III. Mi nombre cuando yo ya no exista
Capítulo IV. Maps
Capítulo V. Ya no puedo morir más
Capítulo VI. No lloro por ti
Capítulo VII. Un día ayer
Capítulo VIII. Tanto creo en ti
Agradecimientos
"El dolor se talla y se detalla"
Gonzalo Millán
(Las canciones que aparecen en este libro, son las que escucha o tararea la protagonista y pertenecen a discos de: Christina Rosenvinge, Patti Smith, Les Têtes Raides, Yeah Yeah Yeahs, The Cramps, Francisca Valenzuela, Manuel García, Gepe, Fernando Milagros, Javiera Mena y Señor Chinarro).
CAPÍTULO I
Señorita
La única vez que María Gracia se hizo oír en la mesa familiar fue cuando su madre anunció que llevarían a la abuela a un hogar de ancianos. Entonces como nunca antes, encaró a su mamá y le dio argumentos tan sólidos –como que la abuela estaba vieja, sí; pero lúcida y sana; que además al fin y al cabo la casa era de ella y que el Senior Suites salía carísimo- que la mujer no pudo rebatirla, y la Granny se quedó. El arrebato de la, hasta entonces, siempre bien portada adolescente tuvo consecuencias: se quedó sin ir a las vacaciones que sus compañeras del prestigioso colegio inglés habían organizado. Francamente, no le importó mucho. Pocas cosas la hacían estremecerse o sentir con fuerza. Todas sus emociones eran contenidas, suaves y delicadas, al igual que su aspecto: delgada como una pre púber, con un cuerpo carente de formas, el pelo rubio con tintes anaranjados y la piel tan blanca que se le apreciaban las venas. Por el contrario, esos aspectos de su persona: la falta de sensaciones fuertes, de reacciones, de pasión y su aspecto frágil los odiaba con toda la fuerza del mundo. Y así como odiaba su verdosa palidez y especialmente su ojo derecho, el que tenía un coloboma -el iris se extendía dentro de la pupila, como un derrame-; despreciaba su personalidad anoréxica.
En el colegio mantenía una precaria tranquilidad a punta de juntarse con las compañeras correctas. Sin destacar en nada, sin molestar a las más populares, había conseguido ser parte del grupo sin que la cuestionaran demasiado. Los hombres, tema presente desde que habían pasado a sexto básico, tampoco llamaban su atención. Los compañeros del colegio del lado la invitaban a un helado o un paseo, pero ella, sin una razón aparente, se moría de miedo y se negaba. Sólo uno, cuando ya tenía 15 años, había conseguido convencerla: Andrés Gallo o el Pollo
, -alumno de IV Medio del colegio contiguo, ese que convierte en divino el verbo y el predicado- aunque no le pasaba mucho con él. Le caía bien, era guapo y le gustaba a su mamá. Por lo mismo, la dejaba salir con él. Se habían dado miles de besos y se habían tocado, explorado hasta no poder más de deseo y tener que parar.
Sus amigas partieron a Cachagua y ella se quedó en la casa. Había pasado a Tercero Medio como la mejor alumna del curso. Ese verano fue especialmente caluroso, pero ella aprovechó esos días para leer y esconderse en el cuarto de la abuela, la Granny. Le encantaba hablar con ella. Su abuela se estaba quedando sorda, así que le contaba historias a viva voz o le ponía vinilos en su tocadiscos a todo volumen. Fueron, lejos, sus mejores vacaciones.
Mardones
Enrique Mardones era socio de su papá o quería serlo. Era el doctor al que consultaban en la Isapre de la que su padre, George R., era Gerente General y accionista y que, pese a que era unos diez años menor, se habían hecho buenos amigos. A su mamá también parecía agradarle. Como todo santiaguino que veranea en Zapallar y no se pierde por nada las sociales de El Mercurio, al poco de conocerse encontraron numerosos conocidos en común. Y a su mamá eso le encantaba. Si conocía a la misma gente, en consecuencia, era del mismo grupo y alguien en quien confiar. A Gracia le molestó un poco que hubiese un invitado esa noche de enero cuando su padre lo presentó al resto de la familia. Con desgano se cambió y se puso un vestido azul. Le pareció que ponerse un vestido era la solución que menos esfuerzo requería. Escuchó el timbre, abrió la puerta y al verlo no pudo evitar sonreír. Esperaba a un esperpento de lentes, pelado y con cara de aburrido, pero se encontró con un hombre muy alto, de espalda ancha, moreno, de brazos largos y fuertes. No era guapo, pero era grande como un oso. De unos treinta y cinco años, con una sonrisa encantadora, un poco cínica: era perfecto.
Cuando se sentaron a la mesa, ella lo hizo frente a la visita. Sus padres a los extremos y los hermanos, menores que ella, pronto fueron excusados. Enrique sabía de muchos temas: conversaba de libros, teatro, pintura, y de viajes al extranjero; era entretenido y un gran lector. Estaba tan contenta que apenas se acordaba de la lechuga que su mamá había puesto en su plato. Él la miraba coqueto, no parecía importarle que le doblara la edad ni que su socio y señora estuvieran ahí. Tampoco reparó ni comentó nunca su defecto en el ojo. La veía con descaro y ella se sentía feliz. Incluso tocó un poco el piano. Hacía tiempo que no tocaba, pero cuando su mamá –ya un poco desinhibida con el vino de la cena- lo sugirió en la sobremesa, ella estuvo de acuerdo y una vez frente a las teclas se concentró tanto que la melodía sonó perfecta. Desde ese momento tenía un solo deseo: que Enrique la admirara. Que él volviera muchas veces. Que hubiera cien noches como esa.
Tocó el Claro de Luna
de Beethoven. Le costó decidir la pieza, pues no quería que Enrique la mirara como una niña tonta. Misses Winnifred se había empeñado en que tocara Para Elisa
a la perfección, pero el Claro de Luna
le parecía más maduro, más oscuro. A él pareció encantarle. Su padre no puso atención y su mamá la reprendió por la elección de la melodía. Al terminar, el doctor se levantó y le puso una mano sobre el hombro: era fuerte y cálida y le dijo una frase que había escuchado mil veces desde que tenía uso de razón, pero esta vez le encantó oírla: Qué graciosa que eres, Gracia
.
Una vez en su pieza pensó en el médico. Su presencia la había llenado de deseo y de ideas. Y el piano, que había dejado abandonado hace unos meses, volvía a tener sentido. Recordó entonces a Clément. Seis años atrás, cuando ella tenía 10 años, un amigo de la infancia de su madre la fue a visitar con su hijo quinceañero, Clément. Era un adolescente alto, flaco y desgarbado que no le prestó la menor atención a la niña. Sólo pareció despertar del estado de ensoñación o simple aburrimiento en el que estaba sumergido, cuando a Gracia su madre la mandó al piano. En ese entonces, llevaba apenas un año practicando con Misses Winnifred y le daba mucha vergüenza tocar frente al invitado, pero Clément se levantó lleno de energía, se sentó en la banca junto a ella y se puso a improvisar unas melodías que jamás había escuchado. El padre del chico era músico y estaba extremadamente orgulloso del talento heredado por su hijo. La madre de Gracia, en cambio, se mostró desagradada por el tipo de música que el joven tocó. Música roja
, diría después. Gracia se acordaba de Clément algunas veces: por su historia, por la mala disposición que tuvo su madre esa vez para con su amigo, porque nunca más volvió a hablar de él –evidente, era un comunacho- y porque ese joven se había transformado al piano, convirtiéndose en un ser grande que exudaba pasión. Gracia no se conmovía tocando las teclas, jamás había sentido nada al piano. Sólo le preocupaba ejecutar las notas a la perfección y que quienes la escucharan quedaran satisfechos. Pero ella no sentía emoción alguna, aspecto que a la muy british de su profesora no le importaba: sólo le preocupaba que las piezas fueran bien interpretadas.
21 de enero de 1996
(Madrugada del domingo)
Esta noche, tocando para Enrique descubrí que el piano me da un poder. Puedo hacer que me mire y que me desee. Puedo así como provocarlo y eso me encanta. Quiero contarle TODO a la Granny, pero le diré que es estudiante de Medicina. No me atrevo a decirle que es tanto mayor. No puedo dejar de tocarme pensando en él. Cuando me puso la mano en el hombro sentí como una corriente en todo el cuerpo. Me acuerdo de eso y me acaricio, suave, así como fue su roce.
Fue raro, pero me hizo recordar a Clement ¿Qué será de él? Me acuerdo que esa vez que tocó el piano se transformó de este tipo apático que no me pescaba para nada a uno que se veía adulto, fuerte y grande y sus ojos llegaban a dar miedo. Estaba tan concentrado que jamás se me habría ocurrido interrumpirlo. Entonces pienso que quizás yo también puedo hacer eso, o sea, tener como una fuerza que le encante a Enrique. No sé cómo hacerlo, pero quizás el piano sea una manera de engancharlo, de gustarle. Nunca pensé que otra de las cosas por las que las tops me consideran perna al final podría terminar ayudándome a gustarle a un tipo…
Al día siguiente, por la noche sonó el teléfono y contestó Gracia: -Habla Mardones, dijo la voz al otro lado del auricular. Esperaba que contestaras tú.
Y con todo el encanto del que hacía gala el médico le dijo que había ido a la Feria del Disco a buscar lo que había tocado la noche anterior, pero había olvidado el nombre. Con esa excusa empezaron una serie de llamadas y Gracia ofreció prestarle su copia de Debussy. Una vez acordado el encuentro, Gracia se puso la ropa más linda y neutra que pudo encontrar. Nada de su clóset le gustaba, su cuerpo le cargaba y su pelo necesitaba de largas pasadas por el alisador para ser domado. Además, estaba su ojo. En media hora se arregló lo que mejor pudo y salió sin decirle a nadie. Del baúl de la abuela había sacado unos lentes de sol muy grandes, estilo Jackie Kennedy, pero hasta entonces le había dado vergüenza usarlos. Se los puso. Era una calurosa tarde de verano y Enrique bajó desde El Golf hasta el centro de Santiago. La llevó a ver Antes del Amanecer
al Biógrafo y se tomaron un jugo en la cafetería del cine. Gracia no podía creer que existiera un lugar tan bonito en Santiago. Lastarria… pensaba haber escuchado a la Granny decir que tenía un departamento por ahí, pero no estaba segura. Intentó parecer lo menos sorprendida frente a su cita, que la miraba con esa sonrisa de medio lado, que hacía imposible saber qué estaba pensando. La película también era distinta a las que veía con sus compañeras de colegio. De pronto sentía que todo le gustaba: Santiago, ese Santiago, el verano, las películas que estaba por descubrir y por sobre todo, Enrique, el hombre que estaba por mostrarle todo eso. En el café hablaron un poco del trabajo de él, que además hacía clases en la Universidad a los futuros médicos, y del colegio.
Miércoles 7 de febrero de 1996
(Noche)
Mardones, que prefiere que le diga así en vez de Enrique, me preguntó si estoy pololeando. No supe qué contestarle (espero no haberme puesto roja): que sí para demostrarle que no soy una niña chica o que no para que supiera que no había nadie más. Opté por decirle la verdad: que salgo con Andrés. A él pareció interesarle sobremanera nuestra relación (¿celos o simple copucha?) incluso me preguntó hasta dónde habíamos llegado, cuán serio era ese lazo. Sorteé, muerta de plancha, sus preguntas lo mejor que pude. Obvio que me puse roja…
Gracia ni siquiera había considerado la posibilidad de tener sexo con el Pollo, pese a la excitación que sentía cuando se tocaban. Su colegio, católico y en extremo tradicional, no hablaba directamente de relaciones prematrimoniales, pero estaba claro que estaban en contra y sus compañeras eran vírgenes, o