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Ella soy yo
Ella soy yo
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Libro electrónico360 páginas5 horas

Ella soy yo

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—Nota del editor
Este libro llegó a mis manos bajo pseudónimo, con la fuerza que tiene el azar de organizar el caos, y con una estricta petición de confidencialidad por parte de la autora. Su caso estaba a la espera de juicio.
El primer encuentro supuso un esfuerzo mutuo. Tras su lógica desconfianza, me encontré con una mujer fuerte, con tanta determinación en sus formas como fragilidad en su fondo. Las dos sabíamos que corríamos un riesgo. También que estábamos dispuestas a asumirlo.
La autora no puede darse a conocer públicamente, pero su historia con nombres y localizaciones supuestas está en estas páginas. Que el lector la escuche es, de alguna manera, su victoria.
"Soy una de cada cuatro de las niñas que en España son víctimas de abuso sexual infantil. También soy una del 60% que lo sufre de manos de una persona del entorno familiar. Soy una de cada dos, donde los casos no son aislados, sino repetidos y continuados."
Ella soy yo nos presenta un testimonio tan desgarrado como sanador que empieza en la madurez de Marta, cuando los recuerdos de una infancia y adolescencia olvidadas irrumpen en su memoria con la misma violencia del trauma vivido. De la mano de la autora el lector recorre su trayectoria vital y se enfrenta a una batalla contra el silencio y el miedo, la memoria y el olvido, el cuerpo y la razón.
"Las palabras de Marta Suria son un elogio a la fortaleza y a la dignidad. Un testimonio necesario de leer y compartir para visibilizar una de las violencias más silenciadas."
—Rosa San Segundo, catedrática, directora del Instituto de Estudios de Género, Universidad Carlos III
"Me ha atrapado, cuestionado e interpelado. Esperaba encontrar un texto doloroso, que lo es, pero lo que hallé es un viaje a la vida y un poderoso relato de transformación. Una historia de imprescindible lectura."
—Marisa Kohan, coordinadora de temas de género y poblaciones vulnerables, Diario Público
"Un relato construido con los cimientos de la experiencia y la paradójica belleza de quien escribe con luz aunque describa el pozo más negro, el pozo al que nadie se quiere asomar."
—Nuria Varela, escritora y periodista
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 nov 2019
ISBN9788412123708
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    Ella soy yo - Marta Suria

    Epílogo

    Invictus

    No soy un caso aislado. Así me lo confirman las estadísticas. Soy una de cada una de cada cuatro, parte del 23% de niñas que en España son víctimas de abuso sexual infantil. Soy una de cada cuatro. Sí, has leído bien. Una de cada cuatro. También soy una del 60% que lo sufre de manos de una persona del entorno familiar.

    Lo siento, pero las cifras no acaban aquí.

    Soy una de cada dos, donde los casos no son aislados, sino repetidos y continuados. Aunque el 48 % lo olvida,¹ lo relega a la parte más profunda de su cerebro para sobrevivir. Soy una de cada siete, los casos que se denuncian. En el momento en el que escribo, se presentan ocho denuncias al día. Pero yo soy parte del escaso 30 % de quienes consiguen llegar a juicio.² Soy el número de una realidad macabra que nos rodea pero nadie quiere ver ni escuchar. Yo tampoco. Todos detestamos la mentira y la hipocresía, pero nos aterra la verdad. Por eso yo también me olvidé de mí misma.

    Si estos números te asustan, no te preocupes, no te voy a hablar de ellos. Nunca me planteé escribir sobre las estadísticas del infierno. En primer lugar, porque hasta hace bien poco ni siquiera las conocía; pensaba que era algo que les pasaba a otras, casos aislados en galaxias bien lejanas. Solo ahora sé que el abuso se perpetra en las casas de mis vecinas, y también en la mía. Tampoco quiero hablar de números porque, aunque necesarios, de nada sirven los datos cuando en realidad son solo la punta de un iceberg opaco y silenciado, especialmente los porcentajes, que despojan de identidad y de historia.

    Que abusen sexualmente de ti durante años es una muerte en vida, un jaque mate apenas has comenzado la partida. Te arrebata tu infancia y adolescencia de cuajo, y de la forma más violenta. Detiene el tiempo y la evolución. Borra de tu diccionario los términos inocencia y dignidad. Te arranca la palabra. Te condena a ser larva. No vives: te arrastras. Tu cuerpo es una cárcel con barrotes forjados de asco, vergüenza y culpa. Tus compañeros de celda son el miedo atroz a que te descubran, el terror a sentir cualquier tipo de emoción, el pánico a que vuelvan a tocarte de nuevo. Abandonas el mundo de las vivas, dejas de creer: querer y que te quieran quedan fuera de juego; dejas de estar, te catapultas fuera de cualquier señal de vida hacia un lugar ajeno y hostil que no te pertenece. Te lapidas a ti misma a diario como acto supremo de castigo autoimpuesto; si estás ahí, es por no evitarlo. Te deslizas y te camuflas entre la multitud como acto máximo de supervivencia. No queda otra. La vida no se detiene, ni siquiera para las cifras aplastadas.

    ¿Cómo he llegado entonces hasta este momento en el que decido escribir? ¿Este momento en el que me siento más viva que nunca, en el que escribo dejando atrás un campo de batalla, una cruzada en la que no te rebelas contra otro, sino contigo misma, contra esa otra Marta que yo creía ser? Esto lo sé ahora, después de encabezar durante mucho tiempo uno de esos bandos con una rabia ciega.

    Dentro de toda tragedia, siempre hay espacio para la transformación. He llegado hasta aquí porque soy un número con suerte. Me gusta mi vida de ahora. Me gusta saber que lo he logrado. Me hace sentirme fuerte y a la vez frágil. Humana. Viva. De modo que sí, soy un número afortunado con un final diferente al que la teoría predice, al que las secuelas del abuso te condenan.

    El mérito no es mío. Todo se lo debo a mi mente; al fin y al cabo, fue ella la que me salvó partiéndome en dos. Literalmente. Activó el mecanismo que llevamos incorporado los humanos para soportar el trauma ensordecedor. Estamos fabricadas para sobrevivir.

    Amnesia.

    Mi mente almacenó el horror y el sufrimiento en un rincón imposible de alcanzar por la memoria. Borré a la Martita que moría por las noches en su celda y viví la Marta que despertaba por las mañanas como si nada hubiese pasado.

    Disociación.

    Dos vidas. Dos Martas. Una ambiciosa a nivel profesional, viajando con la convicción absoluta de poder cambiar el mundo dedicándose a la cooperación internacional, con unos principios y valores inquebrantables. Y la otra: la niña rota. La rara, la mala, la fea, la sucia, la culpable de todo. Ambas separadas por la cabeza, unidas por la piel, habitando el mismo cuerpo, la misma cárcel. Ignorándose y odiándose desde el subconsciente.

    Estrés postraumático.

    ¡Boom! Mi mente explotó después de treinta años de represión, de olvido, resquebrajando los cimientos de una vida disfrazada, arrebatándome el lenguaje de nuevo. Un estallido de recuerdos, de imágenes, de fragmentos de memoria esparcidos como las piezas sueltas de un puzle, despojándome de identidad de un plumazo: ¿quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Qué es verdad y qué es mentira?

    El abuso infantil es algo inconcebible. Queda fuera de toda capacidad de entendimiento. Todavía más cuando se trata de tu propio padre. Esa persona que tanto espacio ocupaba en mi vida. Mi héroe. La niña de papá.

    Mentirosa, loca, enferma, fueron las palabras de mi familia. En cierto modo, los entendí. ¿Cómo me iban a creer si ni yo misma me lo creía? Simplemente no me cabía en la cabeza. Era incapaz de admitirlo. Toda una lucha entre la razón y la piel. Pero el cuerpo se obceca en decir la verdad. El cuerpo no borra las cicatrices, no miente, no olvida, no grita por gritar. Lo hace para ser escuchado. Este libro es prueba de cualquier cosa menos de olvido.

    La reacción familiar fue de manual. Incredulidad, negación y lealtad en estado puro cuando el monstruo vive en casa. La familia pasó página —y de mí— ante la realidad abrumadora. Un sálvese quien pueda en toda regla. Tonto el último. En el desamparo, ante la inmensa nada, quedé enterrada bajo mis propias cenizas.

    Transformación.

    Ahora, hoy, después de un lento y desgarrador proceso que parece de ciencia ficción, siento que lo he conseguido. Por fin he cruzado el puente hacia el mundo de las vivas. Descubro todo como si lo viera por primera vez. Sin el «como si». Es un momento cumbre, el inicio de una vida. Todo un regalo. Y tengo ganas de estar aquí para mucho más que sobrevivir. Ahora también soy lo que sueño. A pesar de todo, a pesar de las estadísticas tatuadas para siempre, ahora soy la capitana de mi vuelo. Así que no quiero hablar de números, pero sí de un viaje. Hacia mí misma. Hacia mis entrañas y mis vísceras, hacia mi raíz. Que es lo mismo que una muerte a la inversa. No nos transformamos: morimos.

    Escribir este libro es unir a las dos Martas, mis dos vidas. Es unir el final con el principio, sin cortes, para atisbar el recorrido completo. Sin memoria no hay cimientos que posibiliten ninguna reconstrucción. Son muchas las versiones de una misma historia, y narrar implica elegir una manera de contarla. Y esta elección a veces es sanadora. Por eso, este no es un libro sobre maltrato, ni abusos, ni violaciones, ni detalles morbosos. La protagonista de este libro es la VIDA. Con todo lo que da, con todo lo que quita. Aquí viajo en el tiempo, del antes al después, del pasado al presente y al revés, hasta llegar a un juzgado. Hasta llegar al ahora. No hay otra manera de explicarlo.

    No tengo otra manera de encontrarme.

    La estructura del libro imita mi experiencia fragmentada. Los capítulos pares te cuentan mi vida a medias, porque así es como yo la viví y recordé hasta mis treinta años. Es el periodo de la amnesia, la estación de un cuerpo silenciado, donde los abusos y violaciones que rompían mi cuerpo quedaron sepultados, lejos del alcance de mi memoria consciente, pero habitando todo mi ser. Contarte esos años ha sido un proceso de autorrevelación. Estos capítulos me ayudan, y espero que a ti también, a entender cómo seguí creciendo, sin saber cuál era la raíz de mi dolor. La obsesión, la necesidad suprema del amor denegado de inicio, el ser alguien, una persona querida y respetada, me llevó a construir una vida en paralelo a la muerte. He aprendido que el deseo de vivir esconde infinitas posibilidades de sorpresa: el miedo, la rabia y el dolor de verdad pueden llevarte a ser capaz de hacer cosas que jamás hubieses imaginado. En esos capítulos pares hay muchos viajes y vidas anónimas que me salvaron de una forma muy literal. Cada paso que di, cada decisión que tomé, manchada y manipulada por los hilos invisibles del terror y el desamparo, me llevaron a crecer en lugar de curvarme. Construí, sin saberlo, un escudo protector que luego me serviría para el lento y doloroso viaje de unión.

    Los capítulos impares son mi viaje más largo. Hacia dentro. Cinco años durante los cuales escribí en tiempo real, tecleando, a medida que mi memoria explosionaba, lo que mi garganta no podía pronunciar. No fue una decisión consciente, era la única manera de darle forma al desahogo.

    Así que este libro contiene dos historias, dos vidas. Escribir es hacer las paces conmigo misma. En palabras de Virginia Woolf: no puedo encontrar paz evitando la vida. Porque ella, la del antes, la otra, la niña, la rota, la víctima, soy yo. ¡Maldita sea! En este proceso de unión, te cuento mi historia porque creo que si hago público lo privado existe la pequeña posibilidad de que acabe arreglando lo que sigue fallando en mí. La vergüenza de admitir, de gritar bien alto que sí, que a mí también me pasó.

    Durante mi viaje invertido, la psiquiatría y las pastillas me ayudaron a moverme en el tiempo y el espacio, a navegar entre la locura que salva y la cordura que ahoga; a aguantar lo insoportable, a sanar lo incurable, a denunciar lo inconfesable. «¡No te quedes callada, hay que hablar de ello!», nos dicen los gurús en sanación, los terapeutas de manual. Pues sí, hay que hablar, pero ¿con quién?, ¿cómo?, ¿dónde? ¿Dónde están los que escucharán con compasión y respeto?, ¿los que no te convierten en un número, en un archivo?, ¿los que no te cuestionan o te culpan por lo sucedido?, ¿los que se implican de verdad? «¡Hay que denunciar!», nos gritan los altavoces mediáticos, los políticos detrás de la barrera, la sociedad perpleja ante lo antinatural. ¡Qué valientes las que dan el paso! Pues sí, valientes y fuertes al exponerse en carne y hueso ante la maquinaria judicial. Los que gritan no te dicen que la justicia no es justa; nadie te habla de la violencia institucional a la que te expones, del sistema que protege al verdugo y cuestiona a la víctima. Y luego nos sorprende que no se denuncie. No quiero imaginar cuáles serían las cifras reales, los pelotones alistados, si se pudiese hablar de abuso y violación como hablamos de fútbol. Pero no se habla, se entierra bajo silencios sepulcrales en cuerpos que se arrastran y se camuflan entre la multitud. Víctimas y verdugos conviviendo en las mismas calles. Víctimas viviendo en un mundo de un dolor extraterrestre, verdugos disfrazados de personas cualesquiera.

    Y yo escribo.

    Escribo a pesar de la vergüenza, porque lo necesito. Y lo hago ahora porque hoy tengo el valor para mirar atrás, para ver lo que no quise ver, para poner palabras a lo que todavía me invade. Para soplar sobre los cráteres de lava en mi piel. Escribir es enfrentarme con mis monstruos, es sentir el dolor en el cuerpo de nuevo. Es sangrar cada línea al mirar atrás, hacia un trance, una catarsis que paraliza. Porque escribo desde la piel, desde las entrañas, desde mis pies, de pie.

    Haber sufrido abusos sexuales durante años por parte de tu propio padre no te convierte en ninguna experta sobre el tema. Por eso no hablo como investigadora, ni en plural, ni en representación de nadie. El eje de mi relato es mi propia experiencia, porque se trata de romper el silencio.

    Compartir esta experiencia contigo es un acto de sublevación, aunque no puedo evitar preguntarme aquí, así, públicamente, qué pensarás de mí si no has sufrido el infierno en tu piel, o qué etiqueta me colocarás, si es que lo haces. Me lo pregunto con miedo y pudor, porque también soy consciente de las otras estadísticas, las que me confirman que en pleno siglo XXI, en las sociedades occidentales, orgullosas de su progreso, se sigue juzgando, dentro y fuera de una sala judicial, a la víctima. El papel es un filtro entre mis palabras y tus ojos. Entre tu realidad y la mía.

    En contra de lo que pensamos, lo que no se dice sí existe. Pero si no lo cuento, si no lo lees, no hay salvación posible. El silencio nos hace cómplices a todos. Para que las cosas cambien, la conciencia colectiva es tan necesaria como la individual. Para mí, el primer paso fue la aceptación y el reconocimiento. No hay otra opción: es ineludible contarlo, es necesario escucharlo.

    No puedo evitar sentir recelo cuando te escribo, como si al hilar las palabras en las frases descubriese verdades ocultas, todavía guardadas en el inconsciente. Sigo sin fiarme de mi cabeza, traidora y salvadora; ¿habrá algo más ahí guardado que no haya recordado todavía? Lo descubro mientras escribo. Por eso, este libro es también mi punto y aparte. Es decirle a mi cabeza que aquí se acaba. Aunque al final de estas páginas solo queden puntos suspensivos. La historia continúa. El abuso no tiene un punto final.

    Temo no poder abarcarlo todo, y tiemblo al pensar en poder hacerlo. Pero me empuja saber que no estoy sola, la emoción de la verdad, la justicia de dejar constancia. Porque esta no es solo la historia de un dolor y de una pérdida inconmensurable. También, y sobre todo, es una historia de libertad.

    Estoy aquí, mi vida continúa. Esa es la verdadera victoria. Hago mío el verso del poeta Joan Margarit: cuando el joven que fuiste ya está muy lejos, el amor es la venganza del pasado.

    Pienso ahora que tuve que ser lo que fui para llegar a ser quien soy hoy. Una.

    1 Resultado de una encuesta realizada en Forogam (grupo de ayuda para supervivientes de abusos sexuales en la infancia) por el autor Joan Montané. http://forogam.blogspot.com/2008/10/asi-edad-frecuencia-y-duracin.html.

    2 Ojos que no quieren ver, informe publicado por Save the Children. https://www.savethechildren.es/sites/default/files/imce/docs/ojos_que_no_quieren_ver_12092017_web.pdf.

    1. Sombra negra

    En enero de 2012 estaba sola en el apartamento que compartía con Matteo, mi pareja, en Brighton, una pequeña ciudad costera a cuarenta y cinco kilómetros al sur de Londres. Me disponía a empezar mi jornada laboral online como consultora para varias instituciones en el ámbito de la cooperación internacional. Eso era nuevo para mí, pero disfrutaba mucho del gran lujo de empezar mis mañanas sin despertador y sin prisas, ya que trabajaba desde mi coqueto salón. A pesar de sus escasos metros cuadrados, estaba presidido por una chimenea imponente y un sofá de cuero negro, enmarcados por una pared de ladrillo visto. Nada era nuestro, ni el estilo decorativo ni su contenido. Todo venía incluido en nuestro recién firmado contrato de alquiler.

    De puertas afuera, Matteo y yo estábamos en la cresta de la ola; éramos jóvenes, siempre sonrientes, «la pareja perfecta», oíamos a menudo. Rara vez nos peleábamos, como mucho reñíamos como niños, habitualmente por cómo administrar nuestros ingresos. A pesar de que la isla británica nos había ofrecido puestos profesionales bien pagados, todavía arrastrábamos la mentalidad de quienes han vivido, durante muchos años, al límite de los números rojos.

    Matteo era un cómico nato, no concebía la vida sin humor, combatía la estupidez y la mezquindad del mundo con carcajadas. No poseía un sentido del humor refinado ni tampoco vulgar, sino más bien sencillo, desaprensivo, desenfadado. No le importaba que la gente no lo tomara en serio. Se reía de sus propias miserias, sobre todo de las que había sufrido en nuestra travesía de cinco años en la India, y se deleitaba en el centro de su propio escenario arrancándole sonrisas a todo aquel que le rodease. A mí la primera. Sin embargo, con nuestra llegada a Inglaterra, de manera gradual, casi imperceptible, renuncié a mi papel de espectadora fiel. En mi interior nada estaba bien. Dentro, donde se guardan los secretos, donde la verdad se esconde, donde todas somos iguales. Dentro todo se caía. Desde dentro la vida parecía mentira.

    Lloraba sin saber por qué, yo que aprendí a no llorar después de la primera paliza que recibí de mi madre. Tenía pesadillas que me perturbaban, con mi padre, con mi madre, con mis muñecos, con Epi y Blas. Siempre la misma: una habitación oscura donde esos muñecos me rodean y bailan en círculo mientras mi madre camina por el pasillo y mi padre permanece sentado en una silla. Los muñecos me asustaban y me despertaban con una pena inabordable. Eso era nuevo para mí; también había aprendido a no sentir. En mi interior estaba desenchufada. Desde bien temprano me convertí en niña piedra.

    Y así, de repente, como suelen llegar los momentos importantes en la vida, con el primer café y cigarro del día, me enfrenté por primera vez a unos ojos, a unas sombras que solo más adelante descubriría que eran las de mi pasado, un pasado que había permanecido en secreto bajo llave durante treinta años y que mi cuerpo ahora decidía sacar a la luz. La vida que creía vivir había sido un sueño del que empezaba a despertar.

    Días antes de que aparecieran las sombras había hablado con mi padre por Skype, a pesar de que nos habíamos visto hacía poco, durante el periodo navideño. Ya habían transcurrido más de ocho años desde que me había marchado de su casa, bien lejos, pero hablábamos a través del ordenador cada semana. Aquella llamada, sin embargo, fue diferente. Yo quería averiguar si esos sueños tenían algo de real: apenas guardaba recuerdos de mi infancia, pero en el sueño todo parecía familiar. No olvidaré las palabras de mi padre cuando se lo expliqué:

    —¿Tienes algún recuerdo de cuando eras pequeña? ¿Recuerdas algo en concreto? —Sus preguntas tampoco eran como las de antes; sus ojos no miraban a cámara, su mano derecha apretaba con fuerza la sien. Por primera vez sentí que me escondía algo.

    —Ya sabes que no, papáaa… ¿Por qué me lo preguntas? —Siempre había tenido la sensación de haber nacido con quince años.

    —Bueno, a veces no es que no recordemos, es que no queremos recordar… —me contestó; ahora con la mano derecha apretaba ambas sienes y se cubría los ojos.

    No le conté a Matteo lo que me pasaba. Él estaba ensimismado en sus propios logros. El mundo ya le había otorgado lo que él tanto ansiaba: estabilidad. Su trabajo, su piso…, la vida que tanto había soñado y que habíamos perseguido juntos se había hecho realidad. No vio las ojeras, los ojos hinchados, no notó que apenas dormía. Sí sintió mis silencios y el rechazo de mi piel hacia él. A veces, el silencio es el grito más fuerte.

    Matteo seguía con su rutina diaria como si nada — casa, trabajo, gimnasio, casa y vuelta a empezar—, a pesar de que ambos intuíamos que nuestros ocho años de convivencia llegaban a su fin. Nos habíamos conocido en su ciudad natal, Nápoles, lugar al que yo acudí en busca de una ventana abierta a un futuro diferente, pero donde Matteo solo encontraba puertas cerradas a cualquier opción de crecer. Desde el principio compartimos un objetivo más fuerte que el amor: la supervivencia.

    Ante la arrolladora sensación de un declive gradual y sin vuelta atrás, hice lo que mejor se me daba ante los abismos, lo que siempre había hecho: salir corriendo. Huir. Eso sí, siempre con una excusa. Vivir hacia fuera requiere excusas.

    Las fechas me lo pusieron fácil: le dije que para las vacaciones navideñas me apetecía ir a visitar a mi familia sola. No era la primera vez que le mentía: no deseaba volver a España, mucho menos por Navidad, y mucho menos todavía con mi familia. Pero no tenía otro lugar donde ir y, además, esta vez me aguardaba un plan diferente. Aunque me resultaría imposible evitar la casa de mi madre y la de mi padre los dos días puntuales y obligatorios del mes de diciembre, mi tía Belén, la hermana pequeña de mi padre, la única de la familia con la que mantenía una relación de confianza, me había ofrecido celebrar la Nochevieja en su casa, en Bilbao, junto a ella y su familia. La propuesta de mi tía había surgido durante mi última visita al norte, en el mes de noviembre, donde por vez primera me atreví a compartir con Belén mis problemas con Matteo. Desconocía que aquellas visitas lo cambiarían todo. Que ya no habría opción para la huida.

    Tomando café y fumando a solas en el estrecho balcón de su cocina, le expliqué a Belén que estaba decaída sin motivo aparente, no tenía ganas de salir de casa, sufría pesadillas, sentía que algo se me rompía por dentro, no estaba bien con Matteo. A pesar de haberlos tenido siempre, le revelé por primera vez mis problemas sexuales; que no disfrutaba del contacto físico, del sexo, que no sabía lo que era un orgasmo, que me daba asco, que me sentía… forzada. Lo decía en voz baja mientras tímidas lágrimas recorrían mis mejillas, abrazando con mis manos la taza caliente y sin mirarla a los ojos, como si en lugar de confesarme con ella les estuviese contando un secreto a los árboles sin hojas que atisbaba desde el balcón. Sabía sin saber que eso no era «normal», por mucho que durante años lo hubiese vivido con toda la normalidad del mundo. ¿Por qué se lo dije? ¿Por qué no lo hablé antes, cuando era algo que me había pasado siempre, incluso antes de Matteo? Había aceptado que la sexualidad no era lo mío, sino más bien una obligación, algo que se hace y punto. Eso era lo normal para mí. Lo normal. Artículo más adjetivo que, al pronunciarlos hacia dentro, no te permiten ver ni actuar, y dejas de cuestionar; total, lo que siempre ha pasado es lo habitual. Hacia fuera te aíslan del mundo si no eres como las demás. Mejor no hablar, no vaya a ser que se den cuenta y te quedes fuera.

    La cara de asombro y preocupación de Belén me confirmó que eso de normal tenía bien poco y regresé a Brighton decidida a hablarlo con Matteo, a encontrar una solución…, pero no lo hice. Dolía demasiado, sabía sin saber que había algo podrido en mi piel. Intenté borrar la conversación con mi tía de mi cabeza y seguir el nuevo año junto a Matteo, como si nada; eso también se me daba bien. Vivir hacia fuera sin mirar hacia dentro era mi especialidad. Era un robot, una cabeza sin cuerpo. Hasta que mi cuerpo dijo basta. Hasta aquí. Explotó. Literalmente.

    Y aquella mañana de enero, de pie junto a la ventana de mi pequeño apartamento británico, observando a los transeúntes camino de su trabajo y escuchando el silencio ligeramente quebrantado por los escasos coches que circulaban por nuestro barrio residencial de Seven Dials, destellos de imágenes borrosas desfilaron ante mi mirada. Percibí una sombra acercarse por el corto pasillo que unía el salón con el dormitorio, y un escalofrío me recorrió la espalda hasta erizarme el pelo de la cabeza. Sentí un aliento en la nuca y que unas manos invisibles me ahogaban. Me froté los ojos con inquietud, pero la sombra no se iba, parecía estar pegada a mis párpados. Como un relámpago, el terror atravesó cada poro de mi piel. Dejé de existir y me convertí en sentimiento.

    En medio de mi pequeño salón, me quedé paralizada, muda, como si me hubiesen sellado los labios con pegamento, como si me hubiesen clavado las piernas al suelo. Y sin saber por qué, ni cómo, ni desde dónde, mi garganta susurró un quebrantado y miedoso: ¿papá?

    —¡Yo no he dicho eso! —rugió mi voz contra mi voluntad, como si tuviese vida propia—. ¿Quién lo ha dicho?

    —Lo has dicho tú —escupió mi garganta.

    —No puede ser, ¡eso es imposible! —volví a contestarme—. ¿Cómo voy a tenerle miedo a mi padre?

    —¿Y por qué no?

    —¡Porque él me salvó de mamá! —Las palabras salían disparadas de mi boca con una rabia ciega y sin control.

    —¡No eres quien crees ser! ¿Por qué no quieres recordar? ¿Por qué no me quieres ver? ¿Por qué me olvidasteeeee? —Quien preguntaba parecía la voz de una niña enfadada y asustada que emergía de las profundidades de mis entrañas. Sus gritos retumbaron por todo mi cuerpo.

    —Me estoy volviendo loca —me dije en voz baja; no me atreví a gritarle a esa otra voz, a esa otra Marta. Me daba miedo.

    No obtuve más respuesta. La voz, mi voz, dejó de hablar.

    Silencio.

    A mi izquierda, la sombra seguía en el pasillo. Ignorando ambas partes de mi mente en discusión, despacio, como si estuviera en un sueño, recorrí temblorosa el estrecho pasillo que conducía a la habitación para asegurarme de que no había nadie en casa. Respiré de alivio al confirmar que estaba sola, aunque la sensación de que alguien estaba invadiendo mi espacio, mi cuerpo, seguía presente. Pero cuando regresé al salón mis ojos ya no me mostraban el sofá de piel negro donde me tumbaba a ver maratones de cine en las tardes grises de Brighton, sino un sofá azul y anticuado. Tampoco veía la chimenea frente a la que me gustaba sentarme a leer; en su lugar había un armario marrón muy alto y una cama pegada a la derecha. La ventana donde fumaba el primer cigarro cada mañana había desaparecido, y en su lugar había otra más estrecha, más alta, más vieja, con las persianas bajadas. «Eso no puede ser, en Inglaterra no hay persianas en las ventanas», me susurré. No sabía dónde estaba. Ante mis ojos, el apartamento se había convertido en destellos de luz, como un semáforo intermitente: ahora sofá azul, ahora negro, ahora chimenea, ahora armario, ahora ventana grande, ahora pequeña y con persianas.

    Sin entender qué sucedía, las piernas se me desplomaban. Necesitaba tocar algo real, algo que me trajera al aquí y ahora. Me serví un vaso de agua en la cocina roja sin pared que formaba parte del salón; eso no había cambiado. Sentir el agua por mi garganta me aseguró que estaba despierta, pero el temblor de las manos confirmaba el relámpago del miedo. Se me cortó la respiración al ver un gato grande y gris caminando por la cocina. En casa no había felinos. Un grito levemente humano me explotó en la garganta y salí corriendo de casa. Sin llaves, sin cartera, sin abrigo, sin nada. Corría como si alguien me fuese a atrapar, como si fuese a morir si dejaba de hacerlo. La sombra negra me perseguía, ahora en forma de dos ojos enormes que lo envolvían todo: las farolas, las esquinas, el suelo que pisaba. No sabía adónde ir, ni qué hacer. «Para, por favor, para», suplicaba entre lágrimas, no sabía a qué o a quién.

    Era consciente de que estaba en la calle, corriendo a la desesperada por las callejuelas inclinadas de Brighton, de que hacía frío y sin embargo yo ardía. Me cobijé en el primer locutorio con el que me topé y llamé a mi tía Belén por Skype. Intenté explicarle lo que me acababa de pasar, pero mis palabras se tropezaban, sin orden, apenas podía respirar. A pesar de su perplejidad, con voz sosegada y pausada, Belén me tranquilizó y me convenció de que tomara el primer vuelo que saliese al día siguiente a Bilbao, el único lugar en el que sentía que podía refugiarme.

    Marqué el número de Matteo sin pensar, de forma automática, y lo esperé encerrada dentro del cubículo del locutorio, rodeada de gente multicolor que hablaba con ordenadores, vigilando la puerta, como si estuviera cercada por un cable de alta tensión, sin moverme y con el corazón palpitando a tres mil revoluciones. Matteo acudió en mi rescate unos minutos después que me parecieron horas. Al verme, su sonrisa dejó de ser eterna por primera vez. Mis balbuceos le contagiaron mi miedo y reservamos el primer vuelo disponible sin discutir. Luego nos fuimos a casa.

    «Calmati, bambina, non ce nessuno, niente ti farà male»,¹ me repetía con su forma de hablar habitual, con una voz tierna y dulce. Siempre conversábamos en italiano, yo lo prefería, hablar en otro idioma te facilita sacar otra versión de ti misma. Todas somos muchas versiones de nosotras mismas. En italiano era más emocional; en inglés, más asertiva; en castellano, arrogante y fría.

    Cuando llegamos al apartamento yo cogía el brazo de Matteo con fuerza, escondida tras su gran espalda a modo de escudo. Al abrir la puerta de la casa mi respiración se aceleró y, como un reflejo automático, solté bruscamente su brazo y empujé a Matteo hacia dentro. Nada había cambiado: sofá negro, sofá azul, ventana grande, ventana pequeña, chimenea, armario.

    A pesar de mi parálisis y de su desconcierto, Matteo me convenció para que nos sentásemos en el sofá, especulando que quizá, tocándolo, yo volvería a la realidad: «Tranquilla, vieni qui con me, bambina… Vedi, non c’è niente di strano»,² me decía, apuntando al sofá y al resto de

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