(h)amor 3: celos y culpas
Por Coral Herrera, Roy Galán, Roma de las Heras y
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(h)amor 3 - Coral Herrera
VV. AA.
(h)amor3
celos y culpas
VV.AA.,
(h)amor3, Editorial Continta Me Tienes, colección
La pasión de Mary Read, Madrid.
Primera edición: abril de 2018
Segunda edición: octubre de 2018
Tercera edición: julio de 2020
Edición a cargo de Sandra Cendal
252 pp., 17 x 11,5 cm.
Depósito legal: NA 699-2018
ISBN: 978-84-947938-4-4
IBIC: JFFK-Feminismo y teoría feminista
Continta Me Tienes
C/ Belmonte de Tajo 55, 3º C
28019, Madrid
91 469 35 12
www.contintametienes.com
info@contintametienes.com
www.facebook.com/ContintaMeTienes
@Continta_mt
Los textos e imágenes son propiedad de sus autoras y autores
© de esta edición: Continta Me Tienes
Diseño de colección: Marta Azparren
Índice
(h)amor3
La culpa, los miedos y el amor romántico patriarcal, Coral Herrera 9
(h)amor propio, Roy Galán 49
¿Cómo nos atraviesa la culpa? Una mirada feminista, Ana G. Borreguero y Roma de las Heras 59
¿Qué hacemos/podemos hacer cuando nos sentimos culpables?, Roma De las Heras Gómez 81
Los celos no se dan en el vacío, Miguel Vagalume 115
La gran pregunta de los Celos: Comprendiendo el Poliamor, Giazú Enciso Domínguez 149
Los celos y la culpa desde el punto de vista jurídico, Patricia González Díez 175
Aprender a amar en el s. XXI: lo que nos enseñó el feminismo 201, Nuria Alabao 201
Movidas de celos y culpas, Pamela Palenciano 219
Celos, género y comunidad, Daniel Cardoso 237
La culpa, los miedos
y el amor romántico patriarcal Coral Herrera
Coral Herrera es Doctora en Humanidades y Comunicación. Escritora, consultora y docente. Nació en Madrid y reside en Costa Rica desde el año 2011. Se dedica a escribir y a investigar sobre las relaciones humanas desde una perspectiva de género (feminismos, masculinidades y queer). Algunos de sus libros publicados: La construcción sociocultural del amor romántico, Editorial Fundamentos, Más allá de las etiquetas, Editorial Txalaparta.
http://coralherreragomez.blogspot.com.es/
La culpa, los miedos y el amor
romántico patriarcal
Coral Herrera
Los patriarcados que nos habitan
Lo más perverso del patriarcado es que se libra en dos frentes: el primero, toda la presión social y familiar y el bombardeo mediático. El segundo, en nuestro interior: los patriarcados nos habitan por dentro, determinan la construcción de nuestra identidad, nuestra sexualidad, nuestra forma de relacionarnos con los demás, nuestros sentimientos y emociones. No solo recibimos patriarcado, también lo reproducimos y lo transmitimos. Se nos va metiendo poco a poco a través de la cultura y la socialización: a los seis años ya tenemos la conciencia de pertenecer al género en desventaja, ya asumimos que no somos iguales a ellos, ya entendemos que nuestro papel es secundario y ya empezamos a asumir la subordinación al género dominante.
A medida que crecemos, vamos interiorizando los mandatos de género a través de la cultura, que nos enseña cómo ser mujeres, cómo ser hombres, y cómo relacionarnos entre nosotros. Las mujeres aprendemos que ellos mandan dominando, y nosotras sometiéndonos. Nos damos cuenta pronto de que conseguimos lo que queremos cuando nos mostramos encantadoras, cuando lloramos, cuando aparentamos ser dóciles y obedientes. Aprendemos a gustar a los demás, a convertirnos en muñecas con vestiditos preciosos que derriten a los mayores. Aprendemos a deleitar a los demás con nuestra belleza y nuestra dulzura, porque nos han contado que solo nos querrán si somos guapas.
Los modelos de feminidad que nos proponen son todas mujeres guapas: ninguna tiene malformaciones, ni discapacidades, no son gordas, ni tienen las piernas cortas, las orejas grandes o las tetas pequeñas. En el caso de las princesas Disney, todas son iguales, sus medidas son las mismas, solo cambia el color de piel, de cabello y de ojos.
El príncipe elige a la guapa y se enamora de ella porque es guapa. Además, es buena persona: las malas de las películas suelen ser feísimas. Y se quedan todas solas: a las feas no las quiere nadie.
Esta idea nos machaca a todas por dentro: a las feas no las quiere nadie. Las feas se quedan solas.
El miedo a la soledad es una de las peores armas del patriarcado para tenernos sometidas. Por miedo a quedarnos solas, por miedo a que no nos amen, por miedo al rechazo somos capaces de aguantar en relaciones en las que no somos felices, somos capaces de autoengañarnos a nosotras mismas, de mantener las esperanzas en todos los naufragios, de juntarnos con el primero que se fija en nosotras y darle nuestro poder y nuestro corazón para que haga con él lo que quiera.
El miedo nos lo inoculan en vena a través de la cultura y la socialización, y pronto está dentro de nosotras, multiplicándose y expandiéndose sobre nuestra personalidad. Se multiplica y se ramifica en cientos de miedos complementarios: nos da miedo no dar la talla, nos da miedo el qué dirán, nos da miedo el rechazo de los demás. Nos da miedo no cumplir con las expectativas, no parecer una mujer «de verdad», no tener el nivel para ser deseada y amada (y es en este orden: para que un hombre te ame, primero tiene que desearte. Para poder ser deseada, muchas imitan primero el modelo de mujer con el que ellos se hacen las pajas, y luego imitan el modelo de las buenas esposas para poder ser amadas).
Aunque nos trabajemos mucho el miedo a no gustar, el miedo al rechazo, el miedo a la discriminación, el miedo a la soledad, el bombardeo de la publicidad hace mella en nosotras. Ya desde pequeñas nos damos cuenta de que nuestra belleza no se parece a la belleza plástica del patriarcado: a muchas les importa un bledo, pero a la mayoría nos martiriza pensar que somos feas. Desde muy pronto nos damos cuenta de lo lejos que estamos de cumplir con los cánones de belleza imposibles, de todos los fallos e imperfecciones que tenemos, y empezamos a odiar ciertas partes de nuestro cuerpo. Nos vemos demasiado bajitas, demasiado altas, gordas o delgadas, con caderas demasiado grandes o demasiado estrechas, demasiado peludas o un poco calvas, con celulitis, piel de naranja, lunares, arrugas, y carencias o excesos (una nariz demasiado grande, una barbilla demasiado pequeña, unas tetas inmensas, o un culo pequeño...).
En la adolescencia nos sometemos voluntariamente a la tiranía de la belleza y la hacemos nuestra: somos nosotras las que nos aplicamos castigos y medidas correctivas para estar guapas, con el miedo a no reunir las condiciones que requiere la cultura patriarcal. Nos depilamos aunque nos duela, nos amargamos la existencia con dietas durísimas para engordar o adelgazar, pedimos de regalo de gradua-ción una operación de tetas, nos agujereamos el cuerpo para ponernos pendientes o piercings, nos teñimos el pelo, nos sentimos avergonzadas por el aspecto extraño de nuestra vulva, y nos llenamos de complejos e inseguridades. La culpa aparece cuando sentimos que no estamos haciendo lo suficiente por lucir bellas, cuando devoramos una caja de bombones porque sabemos que engordan y no deberíamos engordar más, cuando nos dan el toque los demás porque estamos descuidando nuestro aspecto físico o nuestra feminidad.
A la vez que destruye nuestra autoestima y nos cubre de miedos, el mercado nos lanza también mensajes de empoderamiento: «tú puedes, tú vales, tienes que luchar para estar bella.» Es nuestra misión: ser guapas, ser deseables, ser sexis. Nos hacen creer que con disciplina y con dinero podremos cambiar, o mejorar, o al menos mantenernos jóvenes y bellas. Pero no es cierto: no hay nada que podamos hacer para evitar la gravedad. Las carnes caen flácidas, caen las tetas y el culo, crece la barriga, aumentan las arrugas, en fin, no hay aún una fórmula que evite el envejecimiento. Se puede retrasar unos años, pero es cuestión de tiempo: envejecemos y da igual que nos gastemos muchísimo dinero en evitarlo.
El feminismo nos dice: «Acéptate y quiérete tal y como eres. No pierdas tu tiempo, energías y recursos en ser deseable y en gustar a los demás.» Nos empoderamos abrazando la idea de que no nos importa que no nos deseen: lo importante es sentirnos bien con nosotras mismas. Pero por otro lado, está el bombardeo diario de los medios y las redes sociales para recordarnos que somos imperfectas, gordas, viejas, peludas. La buena noticia, nos dicen al final, es que podríamos dejar de serlo si quisiéramos y si invertimos nuestros recursos, tiempos y energías.
Por mucho que nos empoderemos individual y co-lectivamente, el miedo a no ser aceptadas, el miedo a no ser deseadas y queridas está siempre ahí y es mucho más fuerte que cualquier teoría feminista. Porque el miedo es una emoción, y las emociones son difíciles de gestionar. El miedo a no ser aceptadas nos hace adoptar posiciones de sumisión con respecto a nuestras relaciones sexuales y sentimentales: nuestra necesidad de aceptación y de amor nos hace creer que cumpliendo nuestro rol pasivo nos van a aceptar y a querer más.
Hay una jerarquía en el mercado de las mujeres solteras y disponibles: los hombres desean a unas pocas mujeres que se acercan a los cánones de belleza establecidos por la cultura en la que viven, y todas las demás se quedan atrás, tratando de alcanzar esas normas estéticas a la desesperada para poder entrar en el club de las mujeres deseables. Nos invitan a no fiarnos de las demás, y a mirarlas como potenciales rivales: cuanto más nos comparamos entre nosotras, más infelices nos sentimos.
Uno de los mandatos más importantes es que nosotras, las mujeres, estamos ahí para adornar, para ser admiradas por los hombres, para gustarles a ellos, para alegrarles el día, para ser evaluadas y puntuadas por los hombres, para ser reconocidas como mujeres valiosas por ellos y para satisfacer sus necesidades.
En algún momento nos hicieron creer que para ser amadas primero tenemos que ser folladas, y que solo podremos enamorar a un hombre satisfacien-do su deseo sexual. Por eso es tan importante que estemos guapas, y nos mostremos disponibles. Estar disponible significa estar siempre arreglada y dispuesta para recibir la mirada lasciva masculina. Estar disponible implica una posición de subordinación: «yo estoy aquí para ti, puedes hacer conmigo lo que quieras.»
Para demostrar que una está disponible, hay que poner fotos sexis en las redes sociales ladeando la cabeza, contorsionando el cuerpo para realzar nuestro culo, nuestras tetas, nuestros labios, nuestra mirada de mujer lujuriosa que desea ser follada por algún macho alfa. Las grandes modelos se ofrecen tumbadas, dormidas, muertas, atontadas, borra-chas, drogadas o inertes en sofás o descampados, como lanzando el mensaje de que están disponibles, vulnerables, y sin fuerzas para resistir las embestidas del macho deseante. Son imágenes que forman parte de la cultura de la violación: puedes abusar de cualquier mujer que se ofrezca a tu mirada, que se encuentre desvanecida, que esté sin fuerzas para repeler tu ataque. Si están ahí es porque lo están deseando: puedes violarlas sin remordimientos.
La cultura normaliza la violencia contra nosotras, por eso apenas percibimos como violencia que en un trabajo se nos pida que nos mostremos guapas y disponibles para alegrarles la vista a los hombres. Tampoco identificamos como violencia que se nos cosifique y se nos invisibilice, que se nos trate como a seres inferiores, que se nos considere unas niñas eternas, que se nos pague menos en el trabajo, que se legisle en contra de nuestros derechos fundamentales, que nos pidan que hagamos