Alo largo de su intensa vida, Diana Spencer fue lady, princesa de Gales y “princesa del pueblo”: así la definió el primer ministro, Tony Blair, horas después de su trágica muerte, en agosto de 1997. Aquel acontecimiento significó un antes y un después en el modo de ser no solo de la monarquía, sino también del pueblo inglés. “Diana nos enseñó una nueva manera de ser británicos”, aseguró Blair. Incluso sus críticos más acérrimos reconocen que la personalidad afectuosa de la princesa fue clave para transformar el modo de ser de un país en el que reprimir las emociones se consideraba la mejor forma de educación; en especial, entre la clase alta.
Y eso que Diana, como subraya su biógrafa, la conocida periodista Tina Brown, “no podía venir de mejor cuna”. Nacida en 1961 en Sandringham, donde está una de las residencias reales, se convirtió en a los trece años, cuando su padre, John Spencer, heredó el título de octavo conde Spencer (sin “de”, lo que en los intrincados códigos de la aristocracia inglesa implica mayor abolengo).