Alos prisioneros de los nazis, la muerte les llegaba vestida de negro y con distintivos de las SS. Pero a algunos les llegó ataviada con una bata blanca. Los médicos del Tercer Reich traspasaron todos los límites bioéticos poniéndose al servicio de la ideología criminal nazi. Comenzaron impidiendo la reproducción de los considerados “no aptos”, continuaron eliminando a esos “no aptos” y terminaron utilizando a los prisioneros como cobayas humanas para realizar sus experimentos. Todo ello con el objetivo de “limpiar” la raza aria, mejorarla y cuidar la salud de aquellos que estaban luchando en el frente contra sus enemigos.
“El nazismo es biología aplicada”, afirmó Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler. En su visión racista del mundo, heredada de teóricos del supremacismo blanco como Joseph Arthur de Gobineau o Houston Stewart Chamberlain, los nazis consideraban que estaban librando una batalla de orden biológico, un auténtico combate darwinista por la supervivencia de su raza. Según esta metáfora biologicista, el pueblo alemán, el volk, sería un cuerpo racial amenazado. Tanto desde dentro, por el mestizaje, la infiltración de elementos contaminantes, la procreación de personas con enfermedades hereditarias, los improductivos…, como desde fuera, a causa de la falta de espacio vital, la presión demográfica de las razas inferiores…
Para neutralizar esas amenazas, para mantener la salud de la comunidad racial, depurar su sangre y facilitar su desarrollo, con el fin de ejercer su dominio sobre las demás razas, era necesario tomar medidas higiénicas –profilácticas, quirúrgicas, eugenésicas– y fomentar la investigación médica. Como resultado, los nazis desplegaron un ambicioso programa de “higiene racial” en el que los facultativos iban a tener