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El fantasma de tu nombre
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Libro electrónico313 páginas4 horas

El fantasma de tu nombre

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Lo que sucedió aquel verano de 1967 no fue un espejismo, aunque a las dos les ha perseguido el recuerdo de aquellos días como un fantasma.

Las vacaciones para Maïa no han empezado nada bien: tiene que dejar París e irse a la casa de un lejano tío de su madre, a un pueblo de pescadores perdido entre montañas, con la única compañía de su vecina Luna a quien apenas conoce.

Cuando llegan, nada es como esperaban. Las reciben una vieja mansión y el peligro de una bestia que acecha desde el bosque.
Después de descubrir el secreto ancestral que esconden las sombras de Bahía de Plata, Maïa y Luna se verán envueltas en una trama de terror y suspense que las llevará a enfrentarse a la más emocionante y peligrosa aventura de sus vidas.

Aviso de contenido sensible: maltrato, maltrato animal, estupefacientes, asesinato.

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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2019
ISBN9788412021189
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    El fantasma de tu nombre - Francisco García Jiménez

    CAPÍTULO I

    El palacio de tinieblas

    París, 1967

    El viento azotaba sin piedad las ventanas del vagón aquella mañana y su continuo bramido envolvía con furia el ferrocarril que avanzaba indomable ante las estocadas más atroces. El cielo se había convertido en un altísimo corredor de nubes sobre el obsceno guiar del carril serpenteante  que atravesaba los campos de trigo, las altas montañas y los profundos valles, y Maïa, entretanto, miraba absorta aquel espectáculo por la ventana de la máquina de hierro sin poder imaginarse siquiera todo lo que se le venía encima.

    A aquellas alturas de la estación estival, cualquier otra chica de casi diecisiete años se habría encontrado ya preparándose para unas vacaciones inmejorables en la playa o en el campo. Sin embargo, ella se encontraba allí, en aquel apretado tren, con un hombre barbudo a su lado y maldiciendo para sus adentros todos y cada uno de los días que había decidido saltarse las clases en el liceo; porque eso había sido el desencadenante de un castigo sin precedentes. Apenas hacía una semana que había acabado el curso y ya la habían destinado a los confines de la Tierra, al lugar más inhóspito del planeta, por sus malas notas: iba a pasar los meses de vacaciones en un pueblo de pescadores, perdido en lo más profundo de la antigua y aburridísima región de Bretaña, y no podía hacer absolutamente nada para evitarlo.

    Su madre había hablado con un tío suyo al que ella no había visto en su vida y al que le había parecido una fantástica idea acogerla durante aquel tiempo. Iba a ser el peor verano de su vida, lo tenía bastante claro, porque allí, a pesar de que había playa, si no llovía todo el tiempo, hacía un frío que echaba para atrás.

    Sin embargo, aquello no era lo peor del viaje. Marcharse de París aquel verano también implicaba no poder acudir a las pruebas de la selección juvenil de rugby; y ese era el verdadero castigo para ella. Llevaba años esperando la oportunidad. En aquellos tiempos, en que los colegios mixtos apenas llevaban unos años funcionando, casi todo el deporte escolar estaba reservado a los hombres, y mucho más un deporte de contacto como el rugby. Las barreras están para romperlas, se repetía a sí misma cada día. Tenía pocas o ninguna posibilidad de que la eligieran para la selección, era consciente, a pesar de que tenía mucha más visión de juego que la mayoría de sus compañeros; pero había que intentarlo. Por eso, durante aquel año, había pasado más tiempo con un balón oval entrenando y preparándose para las pruebas que en las clases de matemáticas o de latín, que resultaban infructuosas y una pérdida de tiempo para ella. Quién le iba a decir que especialmente las notas finales de esas asignaturas la acabarían alejando de su sueño de aquella forma.

    Y lo que más rabia le daba no era quedarse sin rugby o sin vacaciones, sino que, además, su madre no se fiaba de enviarla sola hasta tierras tan lejanas y le había buscado vigilancia veinticuatro horas. Luna, la hija de los vecinos, con quien apenas había hablado un par de veces en su vida, iba a ser su sombra durante aquellas semanas. Era de locos, pero resultaba ser a sus quince años recién cumplidos lo suficientemente madura y responsable como para pasar el verano sola, en la otra punta del país y sin sus queridos padres. Las perspectivas no podían ser peores.

    Salieron con las primeras luces del alba desde París, con escala en Rennes, dirección Saint-Pol-de-Léon, que era el lugar más cercano hasta donde llegaba el tren. En la estación las habían despedido la madre de Luna y la madre de Maïa, que no paraba de repetirle que si no le gustaba la idea debería haberlo pensado mejor durante el curso. Maïa nunca había sido una estudiante brillante y su madre tampoco es que hubiera sido especialmente estricta con el tema académico; por eso le extrañó que decidiera de repente que su única hija se tenía que marchar a reflexionar sobre su futuro a aquel pueblo del demonio. Aunque también era cierto que las notas habían sido verdaderamente nefastas aquel año.

    —Lleva cuidado —le dijo—. Recuerda todas las indicaciones, guarda bien el dinero que te he dado para emergencias y no olvides a lo que vas. Y cuida de Luna.

    Claro, solo le faltaba eso, tener que hacer de niñera también. Maïa puso los ojos en blanco y asintió. Su madre, ignorándola, le dio un abrazo más largo de lo normal antes de dejarla subir al tren y luego ambas se despidieron a través del cristal de la ventanilla cuando la máquina se puso en marcha.

    El tren iba lleno de hombres de negocios y de viajeros envueltos en abrigos cruzados que parecían ajetreados entre periódicos e informes empresariales de ventas. Luna se sentó dos asientos por delante de Maïa y ni siquiera le dirigió la palabra durante el trayecto. A pesar de haber vivido puerta con puerta desde que tenía recuerdos, Maïa no sabía gran cosa sobre aquella chica. No era alta ni baja, pero tenía los andares de quien calcula muy bien sus pasos y eso le hacía parecer muy segura de sí misma y bastante mayor de lo que en realidad era. Su cuerpo comenzaba a mostrar el bosquejo de una figura aguda con unos hombros altos y una cintura leve de curvas incipientes. Tenía la piel morena, los pómulos marcados y una larga melena de pelo negro le llegaba hasta la cadera. Maïa nunca la había visto relacionarse con nadie y las pocas veces que se había topado con ella durante su etapa en el colegio había tenido un libro entre las manos que parecía aislarla del mundo. Era lo que, en aquella época, habrían llamado un bicho raro.

    El trayecto en tren se hizo eterno. A la salida tuvieron que buscar a un tal Léo, un hombre con jersey azul y boina de cuadros que las llevaría hasta el pueblo donde vivía el que iba a ser su anfitrión durante el resto del verano. Según tenía entendido Maïa, el tío de su madre era pescador y regresaba tarde de faenar; por eso había enviado a un amigo suyo a recogerlas. No tardaron en encontrarlo justo enfrente de la estación. Era un tipo escuálido y arrugado, de unos veintitantos años, que jugueteaba con un encendedor apoyado sobre un coche anticuado.

    Tras las presentaciones, Maïa cargó sus dos maletas —la de la ropa y la de los apuntes— y Luna hizo lo mismo.

    —¿Queréis un caramelo? —les preguntó en cuanto hubieron subido al vehículo, tratando de romper el hielo.

    —Sí, claro —dijo Maïa—. Gracias.

    Cogió uno por educación, aunque no le apetecía nada, y se lo echó a la boca. Luna la imitó.

    Maïa se acomodó en el asiento delantero y suspiró. Todavía les quedaba a saber cuánto tiempo más de carretera hasta llegar al pueblo donde vivía el tío, tan recóndito que ni siquiera había llegado aún el teléfono. Según le había contado su madre, había unos ochenta kilómetros por un serpentino camino de montaña, así que el trayecto no iba a ser precisamente corto.

    Se despertó con una sacudida que dio el coche por un socavón en el camino. Se había quedado dormida, pero ni Luna ni el hombre parecían haberse dado cuenta. Justo en aquel momento el vehículo salía de un túnel bajo la montaña y seguía por un camino de tierra. No supo cuánto tiempo había pasado, pero no tardó en percibir que había bastante menos luz que cuando habían salido y supuso que el sol ya estaba empezando a descender.

    —Ya estamos llegando —anunció el hombre del jersey azul.

    Luna miraba por la ventanilla, con la cabeza apoyada sobre el cristal. Atravesaban un denso bosque de árboles cuyas ramas más altas apenas dejaban pasar la luz en pequeños hálitos que no alcanzaban a rozar la superficie. El suelo estaba cubierto de helechos y montones de enredaderas trepaban por los troncos enverdecidos hasta fundirse con aquella cúpula esmeralda. Nunca antes en su vida había visto un lugar parecido, pero aquello era exactamente lo que siempre había imaginado cuando oía historias sobre las aventuras del Rey Arturo, Merlín y los caballeros de la Mesa Redonda en el bosque de Brocelianda.

    Al cabo de diez minutos, el coche se desvió del camino principal y comenzó a descender por un sendero que conducía a un viejo caserón rodeado por un muro de piedra.

    —Ahí es —dijo Léo, de manera apresurada.

    Era un hombre extraño y distante. No había quitado la vista del volante desde que les había ofrecido sus caramelos; ni una palabra, ni mucho menos una sonrisa. Maïa podía imaginar la clase de persona que iba a ser el tío de su madre si tenía amigos tan silenciosos como ese, y las pocas ganas que tenía de estar en aquel sitio, si es que en algún momento habían existido, se estaban esfumando de un plumazo.

    El coche se paró delante de la verja de la entrada, que permanecía cerrada a la sombra de dos altísimos arces. Hubo un silencio incómodo y Maïa dedujo que allí se acababa su billete; así que se bajó y sacó su pesado equipaje del maletero, seguida de Luna.

    —La llave de la casa está en una ventana de atrás —dijo el hombre sin mirarlas.

    —¿Pero, cómo abrimos esta puerta…? —empezó Maïa.

    Y antes de que terminara de formular la pregunta, el coche ya había dado la vuelta y se perdía entre la maleza.

    —Vaya, sí que tiene prisa —murmuró.

    De modo que allí estaban las dos, solas y desamparadas, ante una puerta de hierro forjado que se alzaba inexpugnable, sellada con un enorme candado y custodiada por esos dos árboles que se cernían sobre ella como un arco ancestral.

    Maïa no tardó en ver una parte del muro a medio desmoronar por donde pasó sin demasiado esfuerzo. Luna, mientras que ella se encaminaba hacia la casa arrastrando las maletas por el césped asilvestrado, permaneció allí, al otro lado de la puerta, plantada en el mismo sitio donde se había quedado al bajar del coche. Simplemente se limitaba a mirar lo que hacía Maïa como un pasmarote.

    A Maïa le extrañó que la casa estuviera allí en mitad de la nada. Aquel lugar era muy distinto del que había construido en su imaginación y no lograba decidir si aquello era malo o bueno. No había más casas alrededor y tampoco daba la sensación de que pudiera haber una playa cerca. Era una mansión de piedra con pizarrosos y escarpados tejados y decenas de ventanales que vigilaban los alrededores con el serpentear de su cortinaje. Había figuras funestas de mármol negro en la fachada de la segunda planta y retorcidos riscos que formaban ábsides y cúpulas de luz con las sombras de la media tarde. Pero lo que más llamaba la atención era una torreta redonda, acabada en una aguja de madera que parecía arañar el cielo.

    De repente Maïa tuvo la sensación de haber estado allí antes. La imagen de aquel palacio apareció borrosa en su mente, como si ya la hubiera visto en sueños o en alguna película, y un mal presentimiento se le asentó en el estómago. Todo aquello le estaba dando muy mala espina.

    Rodeó como pudo la casa y en el alféizar de una de las más de diez ventanas que había en la parte trasera, como había dicho Léo, encontró una llave. No era una llave corriente, saltaba a la vista. Era una llave de hierro enorme. Podría haber pasado perfectamente por la llave de un tesoro pirata o por la llave de las mazmorras de un antiguo castillo. Maïa se detuvo frente al portón de madera ennegrecida por la humedad, que parecía pesar varias toneladas, e introdujo la llave en la cerradura hollinada.

    Un clac confirmó que la puerta se había abierto.

    Dejó las maletas tiradas por el suelo de la entrada y, algo desconcertada, sintió como si por un momento el ambiente de aquel palacio la trasladara hasta otra época. Un recibidor daba paso a un enorme salón, cuyas paredes estaban tapizadas por estanterías llenas de libros que se perdían en las alturas, a más de cinco metros del suelo. Todo estaba mucho más limpio de lo que se podría haber esperado de una casa tan grande e imponente como aquella; se notaba que limpiaban a menudo y que una mano delicada y perfeccionista lo tenía todo bien ordenado. Al fondo de la sala, una escalera que se enroscaba sobre sí misma daba a una segunda planta que apenas se distinguía desde abajo.

    Luna no tardó demasiado en hacer acto de presencia y, sin hacer demasiado ruido, dejó sus cosas a un lado y cerró la puerta. Luego, ignorando a Maïa, empezó a pasear por delante de las librerías acariciando con un dedo el lomo de cada tomo.

    —¿Te gusta leer? —le preguntó Maïa, decidida a romper aquel silencio que las tensaba en direcciones contrarias.

    Su voz sonó amplificada y un profundo eco se perdió en los pasillos de la planta de arriba. Maïa pensó que su pregunta había sido estúpida porque estaba claro que le gustaba leer. Luna se giró y la miró por primera vez a la cara desde que habían salido de París. Su mirada parecía amargamente triste. Luego se volvió a dar la vuelta.

    —No me disgusta —dijo en voz baja.

    Sabía hablar. Aquello era todo un descubrimiento revelador.

    Su voz era muy diferente a como Maïa había esperado. Era sutil y melodiosa, incluso agradable a pesar del tono triste del que había impregnado sus palabras. Ya no tenía la voz de niña que Maïa recordaba haber oído hacía años.

    —¿Y a ti? —decidió preguntar también al cabo de un tiempo.

    —También —contestó Maïa.

    Esperó a que dijera algo más, pero Luna guardó silencio y siguió repasando de uno en uno los títulos de cada libro, como si buscase quién sabe qué tesoro escondido.

    Desconocían a qué hora llegaría el dueño de la casa y tampoco tenían instrucciones sobre qué debían hacer exactamente mientras esperaban. Aquella situación era tan extraña que a Maïa le producía vértigo y al mismo tiempo una cierta exaltación. En un solo día había pasado de una gran ciudad como París, donde estaba rodeada permanentemente por miles de personas, a estar allí con Luna, en la casa de un desconocido y a decenas de kilómetros de su hogar.

    La balaustrada de piedra tallada a mano de la escalera de caracol y sus peldaños fraccionados por las sombras la llevaron, casi sin darse cuenta, hasta la planta de arriba, donde fue recibida por otro largo pasillo que parecía ramificarse en todas las direcciones. Desde allí, aquel salón repleto de libros le recordó a una versión reducida de la nave central de Nuestra Señora de París.

    Después de curiosear un rato por varias alcobas, Maïa fue a parar a una pequeña terraza desde la que advirtió lo que parecían ser más casas. A lo lejos, perfectamente camuflado entre los árboles del bosque y a la orilla de un flamante mar azul que reflejaba nubes de tormenta, se veía un pueblo.

    Una bandada de cuervos pasó graznando junto a la casa y un relámpago encendió el cielo sobre la gran masa de agua. Maïa pudo escuchar el crujido de los árboles mecidos por el viento. Aquello era un verdadero espectáculo para ella, que todavía no conocía nada del mundo excepto las calles de París y las playas de Saint-Valery-en-Caux a las que había ido con su madre algunos veranos. Pensó que aquel lugar tenía algo que despertaba en ella la más visceral de las inquietudes, pero también, aunque pudiera parecer contradictorio, le ofrecía cierta paz y serenidad. El contraste con la ciudad era evidente: quizás, al fin y al cabo, no estuviera tan mal para desconectar y encontrar la motivación con la que afrontar el curso siguiente.

    No supo si fue el hechizo de la atmósfera grisácea y apagada, el rumor de la naturaleza que la envolvía o el aire fresco y puro, pero allí se quedó muy quieta, ajena a todo, disfrutando de aquellos sonidos y mirando la inmensidad del océano que se perdía en el horizonte mientras pasaban por su mente ideas banales. Cuando vino a darse cuenta, las nubes se habían congregado casi a hurtadillas sobre el palacio y sobre ella y, sin que le diera tiempo a reaccionar, una cortina de lluvia la cubrió por completo.

    Corrió a meterse de nuevo en la casa, dejando tras de sí un paisaje difuminado como una acuarela pintada con poca precisión, y, apenas una fracción de segundo antes de que cerrara la puerta de la terraza, vio cómo un coche rojo entraba resbalando sobre las malas hierbas del jardín.

    El tío de su madre había llegado.

    CAPÍTULO II

    El señor de la mansión

    Em papada de arriba abajo, escuch ó cómo las gotas  del chaparrón golpeaban la puerta que permanecía cerrada a su espalda. Si la lluvia acostumbraba a desatarse con esa velocidad, no iba a ser la  única  vez que la pillase inadvertida. Cogió aire y se desli zó a toda prisa hacia la planta de abajo para que el tío de su madre no se diera cuenta de que había estado husmeando por los rincones de su casa.

    Abajo todo estaba tranquilo. Luna, sentada en un sillón de piel con un libro entre las manos, parecía haberse colado del todo en la historia, y Maïa se preguntó si se habría dado cuenta de la tormenta que había estallado fuera.

    Al acercarse a la maleta para cambiarse la ropa mojada, dos ojos verdes la sobresaltaron: un felino de pelaje oscuro curioseaba entre sus cosas en el recibidor. Nunca le habían gustado los gatos, y menos los gatos negros, por eso no le hizo ninguna gracia aquellasorpresa. El animal maulló, se sentó a observarla y puso la cola en forma de signo de interrogación.

    Con cuidado de no mojar todo lo que tocaba, sacó un abrigo seco y dejó sobre la maleta el que llevaba puesto. Pensó que así disimulaba un poco que venía del chaparrón, pero a quién pretendía engañar, su pelo calado y los pantalones la seguían delatando.

    Justo en ese momento la puerta se abrió desde el exterior, rompiendo el silencio que jugaba a pillarse con el sonido de la lluvia, y el pórtico se venció hacia dentro. Una sombra se proyectó en el suelo precedida por una esbelta figura. Maïa se irguió de golpe, sin saber bien cómo dirigirse a él, y tragó saliva.

    —¡Menuda está cayendo ahí fuera! —dijo un rostro amable que les sonreía con innegable galantería.

    Aquel hombre era mucho más joven de lo que Maïa había pensado. Apenas rozaría los cincuenta. Una barba canosa acabada en pico cubría su rostro y sus profundos ojos azules como el piélago, que parecían terriblemente fríos, la contemplaron fijamente, como si pudieran leerle el pensamiento. Maïa no pudo evitar desviarle la mirada durante un segundo. Aquellos ojos insondables parecían capaces de atravesar la coraza de cualquiera.

    Se acercó hacia ellas blandiendo una sonrisa.

    Sus botas, algo viejas, hacían temblar el suelo tras sus pasos.

    —Mi nombre es Daniel. Y perdonad si os he hecho esperar demasiado, os prometo que no era mi intención —dijo fijando toda su atención en Maïa, observándola como quien mira un cuadro que no entiende en una exposición de arte dadaísta.

    Su voz era grata y reconfortante, una de esas voces provistas de una serenidad que invita a la tranquilidad.

    —Así que vosotras sois mis nuevas inquilinas —continuó, mirando ahora a Luna, que también se había incorporado un poco más atrás—. Bienvenidas, espero que no os haya conmocionado mucho el aspecto antiguo de la casa. Os aseguro que no se va a venir abajo con una de estas tormentas.

    Luna se giró para mirar por la ventana, confirmando las sospechas de Maïa. No se había percatado de la lluvia.

    —Yo soy Maïa. Encantada, señor —le dijo con una grotesca vocecilla mientras le estrechaba la mano extendida.

    A Maïa siempre le habían llamado la atención las manos de la gente mayor que ella, y las de aquel hombre eran delgadas y arrugadas como brotes de bambú. Manos con nudillos como cordilleras y venas violáceas en el dorso que serpenteaban hasta perderse por su brazo. Manos de marinero o de leñador, sin duda.

    —Por favor, llamadme Daniel, a secas. Nada de «señor» —se rio—. No soy tan mayor.

    —Daniel, entonces —asintió Maïa.

    —Encantada, yo soy Luna.

    Daniel le dedicó una atenta reverencia.

    —Lo mismo digo —volvió a sonreír—. ¿Se os ha tirado la gata?

    —No, no. Acaba de llegar—le dijo Maïa, volviendo a mirar al felino que había aparecido de la nada.

    Daniel se acercó y la cogió en brazos.

    —Se llama Agatha y no es muy amigable que digamos, la muy endiablada. Pero no os preocupéis. Ella va a lo suyo, no se suele meter con nadie. Será raro si la veis dos veces en un mismo día —aseguró—. ¿Todavía tenéis las cosas por ahí tiradas? Cogedlas y seguidme, os acompañaré a vuestros dormitorios.

    Daniel guio a Maïa y a Luna a través de las laberínticas galerías de la planta baja y las llevó hasta una sala enmoquetada con dos puertas más a cada lado.

    —Estas son vuestras habitaciones —anunció—. No son gran cosa, pero son las más luminosas y cálidas. Os dejo que os instaléis y acomodéis vuestras cosas. En media hora nos vemos en el salón. ¿Os parece bien?

    Cuando Maïa se dispuso a asentir, la figura de aquel hombre había desaparecido como un torbellino de vapor en la oscuridad del corredor. Allí todos parecían tener la extraña costumbre de dejar a la gente con la palabra en la boca.

    Maïa escogió la habitación de la izquierda, simplemente porque era la que tenía más cerca, y Luna no debió tener ningún problema porque no dijo nada y se dirigió a la puerta de enfrente. Era una habitación más bien pequeña en la que solo había una cama, una mesita de noche con una lámpara, una ventana que daba hacia la parte trasera de la casa y un armario de caoba con un espejo de cuerpo entero, donde apenas logró verse reflejada por la cal. La verdad es que no estaba del todo mal; un cuarto simple, pero acogedor. Maïa deshizo su maleta y dispuso toda su ropa en el armario ordenada por colores. Los apuntes los dejó en la maleta sin tocar y el balón de rugby que se había echado a escondidas lo colocó sobre la cama, junto a la almohada.

    Daniel entró en una estancia contigua al salón principal, hurgó en el bolsillo de la bata de piel que se había puesto y sacó una pequeña caja de cartón. Luego prendió una cerilla, encendió la chimenea de leña y se sentó en uno de los sillones a observar las llamas.

    —Has estado cazando ratones en los sótanos, ¿a que sí?

    La gata, que lo había estado siguiendo, miró a su amo y de un salto subió a su regazo. Daniel comenzó a acariciarla con cariño.

    —Yo también la echo de menos. Desde que nos dejó, esta casa parece más grande que nunca.

    Agatha movía el rabo y ronroneaba con los ojos cerrados.

    —Pero ya has visto que tenemos visita —continuó hablándole Daniel—. Maïa y Luna nos harán compañía durante un tiempo. ¿No es una fantástica noticia?

    La gata, como única respuesta, saltó al suelo de madera y se perdió a toda prisa en la oscuridad.

    —¿Ya os habéis acomodado? —preguntó a media voz Daniel.

    —S-sí —titubeó Maïa, que todavía no había terminado de llegar a la habitación.

    Daniel se levantó y se sentó a la mesa, donde cuatro platos de lo que parecía alguna clase de sopa humeaban con movimiento letárgico.

    —Supongo que estaréis agotadas del viaje. No os

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