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Libro electrónico180 páginas2 horas

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Información de este libro electrónico

En una recóndita ciudad, en cualquier parte del planeta, sucedió lo inesperado, se desató la tormenta. El histrionismo, la locura, la cólera se convirtieron en los protagonistas de aquel marzo del año 2020. Se desencadenó una serie de catastróficas desdichas y en medio de ese desconcierto, una historia de amor, de las que ya no se cuentan en los libros, en la radio, en el cine, ni siquiera en la televisión. Al repudio materialista y artificial del relato se le contrapone el laconismo literario y la avidez del contenido. El contexto distópico da lugar a irreverentes personajes y a un taimado protagonista, cuanto menos zorrocloco, en el que para algunos se les presentará en una simbiosis entre lo disidente y lo impío, mientras a otros por lo indeseable y despreciable, lo uno puede conjugar perfectamente con lo otro, o no. Espero, ante esto, el mayor de los rechazos, el repudio para con esta simple y estúpida historia, de esas en las que la sinopsis no presenta lo que se desea en ella. En síntesis y definitiva: ensayo, metanarrativa, cuento.
IdiomaEspañol
EditorialMirahadas
Fecha de lanzamiento25 ene 2021
ISBN9788418499838
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    Ergo - B. Oliva Mederos

    © del texto: B. Oliva Mederos

    © diseño de cubierta: Equipo Mirahadas

    © corrección del texto: Equipo Mirahadas

    © de esta edición:

    Editorial Mirahadas, 2021

    Fernández de Ribera 32, 2ºD

    41005 - Sevilla

    Tlfns: 912.665.684

    info@mirahadas.com

    www.mirahadas.com

    Primera edición: enero, 2021

    ISBN: 978-84-18499-83-8

    Producción del ePub: booqlab

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

    A mi hermano,

    a mi madre

    S upongo que estaba detenido, en babia, frente al televisor. Seguimos confundiendo el canal de transmisión con el medio de comunicación, pero este es el más ínfimo de los debates. Como me decía, entre intermedios dormitados en la ensoñación de un día cualquiera de esos en los que el todo y la nada se unen y se constituyen en lo opuesto, no soy nadie. Sigo sin ser nadie, da igual lo que se pueda ver de este cuerpo zarrapastroso a través de la cristalera del salón porque mente y materia se descoyuntan ante la decepción y el desapego de lo que nunca sentí mío. La pared blanca me oía.

    A toda prisa recorría el trayecto del trabajo a la biblioteca para encontrarme con lo que deseaba ver cada tarde, aquellos ojos devastadores de la sencillez hecha realidad y la desesperación de la indecisión, puntos fuertes y delicados que confrontaban conmigo. Pero allí que iba yo, a la aventura de la cotidianidad, la emoción por expresar lo que siento, nunca me he enfrentado a un reto de tal calibre, no me considero mejor a nadie, pero el que no se conforma es porque no quiere, y eso sí, lo detesto. Replantearse el destino de lo que no se ha escrito subyuga fantasías trascendentales en mí:

    —Creo que ya se me ocurrió.

    —¿El qué? —preguntaba anonadada ella.

    —El tema de la novela que quiero escribir —afirmaba con ciertos desaires de molestia ante aquella cuestión obvia para mí.

    —¡Ah! ¿Sobre qué?

    —Sabes que mi imaginación vuela por las cabezas de los individuos que acechan este lugar.

    —Menos fanfarronería, y empieza. —Me miraba con incredulidad.

    No me interesa narrar lo que aconteció un par de segundos más tarde, principalmente porque me lo reservaré para el aprovechamiento individualista del que me haré acopio tras aletargar y encandilar a tantos lectores como sea posible. Narrador de historias extraordinarias como del post-it inutilizado en fondo amarillo cuyo pegamento se ha evaporado, secado, del tejuelo desprendido del dorso de la cubierta de un libro que nunca terminó de ensamblarse a él (no estaban hechos el uno para el otro) o del conjunto de fichas técnicas que inundan los espacios de la biblioteca, por si algún usuario quiere hacer uso de los recursos.

    Inmutado, sereno, tranquilo, allí seguían mis vísceras esperando que algún personaje de las fiestas de Hassan llamase al timbre, obnubilado miraba a través de la ventana que iluminaba la cara de aquellos muchachos del Instituto de Estudios Fiscales, concentrados en su porvenir, su presencia de traje y corbata sin distinción de sexo y su trato cortés, pero falto de humanidad inundaba esos espacios, una presencia a la que te acostumbrabas rápidamente. Después de un semestre yendo día sí y día también confirmaba la mayor de mis desgracias o el peor de mis presagios, según se prefiera, se les coge aprecio.

    Ella me daba la orden y solo con un gesto entendía que ya era la hora, que acudiese al baño y que si pudiese le ayudara en la clausura de luces y ordenadores. Predispuesto como el que más, la esperaba con su mochila, su chaqueta y mi libro El corazón de las tinieblas, que cargaba en aquellos días. Y no me refiero a la tortura que Joseph Conrad me afligía, ya bastante me conmovía la fina ironía que aplicaba sobre los negros, sino a la propia del peso de la responsabilidad laboral. Hacía menos de dos semanas comenzaba en una empresa de gestión de los recursos adquiridos por los fondos de inversión en el país, cuya labor era destinada al caos documental. Mal y tarde, nunca se cuenta con nosotros para una labor primordial al frente de cualquier institución, empresa o simplemente familia. Pero no continuaré con la monserga corporativista. Bastante tienen ustedes con aguantarme.

    El cansancio hacía mella en mí, pero debía aprender que si la quería no podía pagar con ella mi falta de experiencia, en no saber dividir el espacio personal del profesional, era mi reto. En eso anduve. Recibí un suave codazo, y sin saber cómo, ya estábamos montados en la guagua de regreso a su casa, todas las noches a la salida le acompañaba y pasaba las últimas horas del día destinadas a las risas, las penurias, los problemas familiares, el desencanto y lo común de toda cotidianidad de dos treintañeros en una gran ciudad, insignificantes.

    —¡Venga, va!, alégrame el día y cuéntame una de tus historias.

    —¿Me estás pidiendo que improvise en medio de este lugar en el que el conductor y el resto de los pasajeros puedan reírse de mí, con mis locuras y ocurrencias, del desenfreno al que nos somete lo que suceda en mi cerebro?

    Ella reía y a mí me encantaba, su sonrisa me daba la vida, el café de las mañanas taciturnas.

    —Sí, por supuesto. —Continuaba sonriendo. Le había preguntado susurrando y nadie podía escandalizarse con mi pregunta.

    —Ahí voy. —Pensaba lo contrario a lo que decía, la eterna duda sobre la improvisación (el miedo de la pluma del escritor, tiempos aquellos remotos), pues me tiré a por la búsqueda de lo que hiciera sorprendernos.

    «Parte oficial de guerra, del Cuartel General del Generalísimo, correspondiente al día de hoy, primero de abril de mil novecientos treinta y nueve. Tercer año triunfal. En el día de hoy cautivo y desarmado el ejército rojo han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. LA GUERRA HA TERMINADO.

    Burgos, primero de abril, de mil novecientos treinta y nueve. Año de la victoria. El Generalísimo Franco».

    Narraba con voz radiofónica imitando a Fernando Fernández de Córdoba.

    Ella reía de nuevo, mirándome con desaprobación.

    —Eso no vale, siempre utilizas lo mismo, como es lo único que sabes contar de memoria…

    Aprovechando su tímido e infantil reproche, con cierto tono de broma, continué apresuradamente recordando al personaje protagonista de El lector de Julio Verne, aporté tintes esporádicos:

    «Nino miraba los gestos de su madre, no entendía qué sucedía, por qué movía el cuchillo alejando la papa en vez de acercarla y por qué arqueaba tanto el ángulo, parecía que era inconsciente, pero no le dio relativa importancia, su abuelo descansaba sobre un taburete de madera, de aquellos que nunca se tiraban, de los que duraban mil vidas.

    Entretanto, buscaba la mirada cómplice de mi hermana, como era mucho mayor que yo supuse que sabría explicarme algo de lo que acontecía esa misma noche. Renegó y me sentenció con un gesto absurdo, o eso recuerdo ahora. Quién nos iba a decir, que años más tarde entenderíamos lo que le pasaba a mi madre, y por qué se había ido mi padre de casa». La miro a ella, necesitaba sentirme reconfortado y sobre todo aupado a los albores de la literatura. Nada más lejos de la realidad, siempre recibía por su parte contestaciones que me bajaran a la tierra y una vez más atizó:

    —¿No está muy visto?, ¿dónde está el padre, escondido o con los maquis?

    Supuse que la mejor respuesta era la segunda, así que asentí. Quedó un rato pensativa. Tuvimos que abandonar la guagua e ir camino al tren que nos desplazara a la parada más cercana a su casa. No había conexión directa.

    En ese momento, nos encontramos con la mujer sonriente de las ocho de la noche, nos saludaba cortésmente y nosotros le respondíamos de igual manera, tibiamente. Corríamos los tres a la vez ridículamente a por el vagón más cercano, no obstante, en una urbe como esta cada cinco o diez minutos pasa uno, y de repente, ya sentados:

    —¿Sabes? Tienes la capacidad de hacer llegar lo que nos quieres contar, es muy difícil y aunque esté tan maniatado y repetitivo el contexto, la ubicación de los personajes y la época… parece que hay algo fresco.

    Me desconcertaba, todavía hoy lo hace, te puede sorprender de múltiples maneras, te ofrece su cama y regocijo, su cariño, sus secretos, sus perturbaciones, su fragilidad y debilidad de considerarse inferior al resto y a mí esto me atrapaba, todavía lo sigue consiguiendo. Ella me ha animado a intentar ser lo que me gusta, a relatar y escribir, su regalo, una libreta de tamaño A-siete, cutre, amarilla, chillona, de unas cuarenta páginas (acabo de contar) a doble cara.

    Llegamos a su portal, pero pasamos de largo, me acompañaba a la estación de metro, paseábamos de la mano, como pensé que nunca haría, ya que no nos miramos cuando caminamos qué menos que sentirnos el uno al lado del otro, y a menos distancia de la que me gustaría entrábamos en las dichosas escaleras, la corriente de aire inundaba nuestras voces, nos ahogaba, nos apresurábamos, todas las noches igual, era el instante apocalíptico. Nos acercábamos a las vías del vehículo, observábamos a los viandantes que subían y bajaban del metro, aprovechábamos ese tiempo sentados en uno de los bancos de piedra de la estación de Begoña. Dejábamos pasar algunos hasta que ella me empujaba alejándose y eso hacía obedientemente. Pulsaba el botón de la puerta y entraba, apoyaba mi mano y tocaba la superficie de mi corazón, nuestro gesto. Arrancaba y me despedía en un continuo, ella ladeaba su cabeza hasta que la profundidad de la oscuridad ocupaba su espacio en mí. Así noche tras noche.

    Surge de nuevo un día, el siguiente precisamente, y ponía mis dos pies a la vez en el suelo, soy de esas personas que les parece ridículo continuar una nueva mañana con un solo pie, y a deber ser el diestro, directrices que recibe uno. Allá que iba, ella me hacía volar, la motivación de salir temprano para estar más tiempo compartiéndolo, caminaba a zancada frenética, escuchaba un runrún en el movimiento de las pocas hojas que resguardaban a descubierto en las copas de los árboles colocados estratégicamente para no molestar a las aceras, ellas disponen y los demás nos sometemos. Parecía que iba dirigido surcando por las calles hacia ese sonido, no lo encontré en los pasos de cebra, ni en la repartidora del periódico en la boca de Legazpi, ni se me apareció en el metro ni en la avenida de América, solo al llegar a mi destino me hice a su oído, en cierta manera representado en tono de burla como el «corona», así lo denominaba uno de mis compañeros, supongo que en un primer momento era más fácil restarle la relativa importancia que a posteriori, sirviendo en este caso, al acercamiento entre el agente infeccioso y ese individuo.

    Llegaban noticias «a todos los segundos» de allí y de acá, histriónico novedoso en el campus de la oficina, lo llamo así porque el nexo entre las partes era el aire, pero a veces se les ocurría separar con armas lo que el aire corre (allí los obstáculos son los artículos de oficina), pero esta disonancia sigue sin sorprenderme ya que el aval imponía el derecho a la intimidad departamental, y en aquel lugar, en mayor medida, la individual. Al caso, se producía un cierto estremecimiento, los dineros superaban grandes alturas un día más y en eso poníamos todos dedos, brazos, trasero, piernas y algunos su vida si así fuera. Los datos y cifras de acá y de allí enarbolaban la bandera de la rectitud, y sobre todo la seguridad (dichoso vocablo que engulle lo que toca) poniendo en cierto riesgo el bienestar (supongo, nunca nadie me lo dijo) de los presentes y de los alejados a poca, media y larga distancia entre cuatro paredes, aquellas que separaban al país de sus colindantes. Términos alejados de la realpolitik y de lo consuetudinario de las personas, pero que, en su defensa, atacaban a lo segundo, o así se expresaba. Todo esto en base a lo que nunca se consideró, lo social, lo colectivo. Curioso cuanto menos en aquel lugar.

    Finalizada la jornada y uno aturdido por lo que es verdaderamente importante (ahora de nuevo) caminaba leyendo las narraciones de Marlow en el barco que se dejaba llevar por la corriente al futuro, eso hacía yo. Paraba en la avenida más ilustrada de la ciudad, debo reconocer que usaba el ascensor, cuatro escaleras mecánicas rentabilizaban menos que un elevador, y de paso sudaba a cantidades inferiores, por guardar cierto decoro, aunque en ese momento solo intentaba disponer la razón a las palabras de un matrimonio venezolano cuyos nombres no sé, que me recibían en su comercio como si fuese un hijo, conversando de aquello y lo otro. Aquello era lo que nos aturdía, no había pan, así que me quedé sin mi racionamiento de bocadillo diario, declaro no ir por sus tentempiés, que estaban buenísimos, sino más bien por su compañía, me gratificaba y me hacía sentirme parte de algo. No sabía de qué y mucho menos ahora que escribo esto.

    —La gente ha perdido la cabeza —se manifestaba perplejo y enojado. Asentí.

    —Los establecimientos regentados por chinos han cerrado y el supermercado, al lado, ya no tiene papel higiénico, ni mascarillas ni guantes. En el centro comercial que está aquí a cuatro calles…

    En ese momento interviene la mujer en la conversación:

    —Hablábamos hace un ratito que esto nos recordaba a nuestro país, allí las cosas eran peores, porque todo el mundo salía a la calle y se producía el temido desabastecimiento. A los demás solo nos quedaba mirar al cielo y rezar.

    Después de escucharlos y despedirme, sin mi bocadillo y sin ningún otro artículo de la panadería (la mujer me señaló que me debía dos para la próxima vez que se pudiera), marchaba a paso lento y pensativo, viendo cómo se esfumaba la guagua a lo lejos y tendría que esperar unos cinco minutos. Ya eran más de las siete de la tarde y ella estaría en la biblioteca esperándome.

    Continuaba con mi ritual, entraba por el Instituto de Estudios Fiscales, enseñaba con un gesto el documento acreditativo de acceso al recinto, curiosamente, aunque sea un lugar público solamente se permite la entrada a quien lleve tarjetas que demuestren ser benefactor de los recursos del Instituto, y los vigilantes de seguridad me apelaban a que el conocimiento implica fiabilidad, de ello me aprovechaba. Subía por

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