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Yo soy la locura
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Libro electrónico164 páginas2 horas

Yo soy la locura

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Información de este libro electrónico

Curioso volumen de relatos que surgen a partir de las sensaciones que tuvo su autor al contemplar el cuadro Yo soy la locura, del pintor Emilio Maldomado. En estas historias encontraremos personajes sujetos a sus bajas pasiones, prisioneros de la lujuria, el ego, la pulsión sexual y la más mortal de las enfermedades: el amor.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento7 nov 2022
ISBN9788728396216
Yo soy la locura

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    Yo soy la locura - Andrés Ortiz Tafur

    Yo soy la locura

    Copyright © 2015, 2022 Andrés Ortiz Tafur and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728396216

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    A mi hermana María Dolores y a Joaquín Tafur, el aviador.

    Son los tipos caídos los que hacen la historia.

    La historia es su réquiem.

    Raymond Chandler

    Jack Potter

    —Si quieres podemos hacer el amor, Harry.

    Yo no me llamo Harry y ella me llamaba Harry. ¿No es extraño? Me refiero a esta situación en concreto, con sexo de por medio.

    Le había ofrecido tomar una copa. Le pregunté su nombre —Helen— y las otras cosas que se preguntan a medianoche, en un bar del centro, a una chica sola, a la que no conoces, a la que no has visto en tu vida. Y después de un rato ella dijo eso: si quieres podemos hacer el amor, Harry.

    Es verdad que no insistí en aclarar aquel entuerto. Y es verdad que pensé que la chica debía de estar borracha y que me lo tomé como cuando a las máquinas tragaperras se le prenden todas las luces anunciando el premio gordo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pagué las consumiciones y fuimos a su habitación.

    —Llámame cuando quieras, Harry —me dijo también, mientras terminaba de abrocharme la camisa.

    El tiempo que duró mi relación con esa chica me estuve llamando Harry. Se trataba de una ciudad nueva, de gente nueva. Creía que no le hacía mal a nadie. Vendía jabón, jabón industrial, para hoteles, restaurantes y lavanderías. Jack Potter, departamento comercial, un número de teléfono fijo y un código postal era toda la información que contenía mi tarjeta de visita. Nada que me facilitara las ventas. Y nada que indujera a comprar a los posibles clientes, a los que resultaba inmensamente más fácil convencer obsequiándoles con dos o tres cápsulas de prueba e indicándoles que pusieran en funcionamiento el lavavajillas.

    Serían apenas cuatro noches, hasta el viernes a media mañana. Luego me iría para siempre, o por cinco o seis meses, si es que aún continuaba con ese empleo de mierda, sin sueldo fijo, todo a comisión. Y puede que pensara en volver a llamarme Harry al cabo de ese tiempo. Y en telefonearla, claro. Pero seguro que del mismo modo que pensé eso, también pensé que quizá para entonces el premio gordo de la máquina ya lo andaría disfrutando otro.

    El problema vino el día posterior a mi marcha. —¿Jack Potter?

    —Sí. Dígame.

    —Soy Harry.

    —¿Harry?

    —Sí, Harry. ¿Podemos hablar?

    Sé que me va a costar lo indecible dotar de credibilidad esta parte de la historia.

    Harry, el verdadero Harry, telefoneó a la central, marcando los números de la única tarjeta que dispensé en mis cuatro días de estancia en aquella ciudad nueva. Lo hice en el bar en el que conocí a la chica, la primera noche, sin saber lo que vendría después y sin echarle más cuentas y, sobre todo, sin saber que se trataba del bar de Harry, su marido. En la central, poniendo como excusa algunas dudas acerca del producto que acababa de adquirir, le facilitaron mi móvil. Y el motivo de su llamada no era otro más que intentar convencerme de que regresara de inmediato, prometiéndome un buen empleo. En realidad, varios empleos, distintas ocupaciones entre las que elegir a cambio de una suma que, ya de principio, doblaba la media de los siete últimos meses.

    Amnesia. La culpa de que esa chica me llamara Harry era de una amnesia surgida a partir de un estúpido accidente de coche sin apenas consecuencias, a excepción de un pequeño golpe en la cabeza, que no le hizo sangrar ni perder el sentido, pero sí la memoria. Y desde ese día esa chica sólo tenía ojos para Harry, su esposo. Lo malo es que cualquier rostro se le figuraba el de Harry, y cualquier casa su casa, y cualquier cama su cama.

    Harry me puso al día con toda la tranquilidad del mundo. Antes me dijo que entendía lo ocurrido, dando por supuesto que estaba al corriente de mis escarceos amorosos con su esposa. Y que sobre eso holgaba continuar hablando, porque él en mi pellejo habría actuado de la misma manera. Luego me contó lo de la amnesia y lo de la incapacidad de Helen, su mujer, para distinguir entre una persona y otra. Y por último, su plan, la causa por la que me pedía que regresara de inmediato a aquella ciudad nueva.

    Harry quería que yo fuera Jack Potter. Es decir, que volviera a tomar asiento en uno de los taburetes de su bar, aguardara a que Helen me propusiera hacer el amor, tomándome por su marido, y me ocupara de aclararle quién era yo en realidad. Una noche, dos, o cien; las que hicieran falta hasta conseguir que ella distinguiera en mi persona a alguien distinto a Harry, alguien a quien no se le podía ofrecer sexo, así como así.

    Mi pregunta resultaba obvia: ¿por qué yo?

    Su respuesta me dejó perplejo. Al parecer, Helen, después de hacerlo conmigo, no reconocía a Harry.

    —¿Cómo es eso?

    —¡Como lo oye!

    La primera noche Harry atribuyó el comportamiento de su esposa a una buena dosis de sexo. Una dosis capaz de dejarla exhausta. Sin ganas de otra cosa. Y me confesó que incluso discutieron por ese asunto. Harry estaba enamorado y asumía el problema de Helen, que ya en otras muchas ocasiones había hecho esto mismo con otras personas. Sin embargo, nunca antes había mostrado conciencia sobre el asunto y cualquier momento era válido para que ella dijera eso de: si quieres podemos hacer el amor, Harry, a pesar de que no hubieran transcurrido ni diez minutos de haberlo hecho con otro. Y la negativa de aquella noche a reconocerle le condujo a pensar que Helen quedaba al descubierto. No obstante, y tras hablarlo con el neurólogo que la trataba, lo dejó correr.

    El resto de noches Harry se sintió ultrajado, vejado. Y prefirió cerrar con llave la puerta del dormitorio de invitados y esperar a que escampara el temporal. Luego llegó el viernes. Yo me marché a media mañana. Y Harry creyó que con eso él volvía a coger las riendas.

    Nada más lejos. Por la noche Helen entró en su bar y le preguntó si había visto a Harry. Harry telefoneó por la mañana al doctor, el doctor le mentó la posibilidad de que, aun resultando rocambolesco, aquello podía significar una mejora en la enfermedad de su esposa, ya que, por fin, parecía ser capaz de distinguir entre una persona y otra, aunque desacertara en los nombres y en las identidades. Y fue el propio doctor el que le propuso el plan que él, ahora, trataba de explicarme por teléfono.

    Acepté al momento. Quedamos en que durante la primera semana sólo tendría que ser Jack Potter —un supuesto viajante—, y que a cambio recibiría idéntica cantidad a la que percibía como vendedor de jabón industrial en el periodo de un mes.

    Me presenté la mañana del lunes. Adivinen qué fue lo que me dijo Helen, nada más verme. Sí. Lo dijo. Delante de Harry y de otros cuantos, en el bar.

    Aquella semana Helen y yo la pasamos discutiendo igual que cualquier otro matrimonio. Ella no entendía que yo le dijera que no era Harry. Así de sencillo.

    La segunda semana, siguiendo las indicaciones del doctor, variamos las tornas: Harry se situó fuera de la barra, fingiendo ser un forastero de paso, y yo ocupé el puesto de camarero. Imposible engañar a Helen. E imposible refrenar sus requerimientos de sexo. De hecho, la noche del jueves, Harry telefoneó desesperado al doctor y, tras relatarle por dónde iban los derroteros, éste le pidió que me dijera que se lo hiciera, que le hiciera el amor a Helen, recalcándole incesantemente mi identidad.

    ¡Por todos los demonios! Aquello fue especial. No lo hablé con Harry ni con el doctor; pero hacerlo musitándole al oído mi verdadero nombre: Jack Potter, inundó de autenticidad esa farsa en la que estaba inmerso, y máxime tras casi diez días de continua pelea con aquella mujer.

    —¿Por qué te empeñas en decirme que no eres Harry? —me preguntó Helen, mientras fumábamos el pitillo de después.

    —Soy Jack, Helen. Jack Potter.

    —¿Jack Potter?

    —Jack Potter, Helen. Jack Potter.

    —Jack Potter. Jack Potter —repitió, jugueteando con los rizos de mi pecho.

    La tercera semana el doctor quiso estar presente e ideó un nuevo escenario en el que él ejercía de camarero y Harry y yo de forasteros.

    Helen no tardó en pasarse por el bar. Tras echar una rápida ojeada a izquierda y derecha, se acercó a la barra y le preguntó al doctor: Harry, ¿has visto a Jack Potter?

    Caminando en círculos

    A Rafael Ortiz Tafur

    Hay un terreno lleno de traviesas que linda con el mío. Antes esas traviesas fijaban dos vías. Y mucho antes de eso, cuando yo era niño, sobre esas vías circulaban trenes. Luego el tránsito de trenes fue disminuyendo hasta desaparecer del todo. Y finalmente, un gobierno decidió reutilizar o vender como chatarra las vías, y el terreno que linda con el mío se quedó como ahora: solo con las traviesas.

    Acabo de reconstruir mi casa justo frente a ese terreno. Después de lo de Claudia no quise más ciudad. Ya estaba bien: cincuenta años pisando asfalto son muchos, demasiados. El asfalto es una ventana al mal. En él puedes conocer a la persona que amas y ver crecer a tus hijos, y hacer amigos del alma o amigos con los que asistir a un partido de fútbol y desconectar por un rato de todo lo demás. Pero ese es el problema del asfalto, que pronto acusas sus sacudidas y te descubres en la necesidad de inventar submundos dentro del mundo, y sientes que esa persona a la que amabas o amas te dispara a quemarropa y sinsentido, y que tus hijos no dejan de darte problemas, y que los amigos que creías de verdad te defraudan, e incluso que los amigos con los que veías el partido de fútbol, que te servía para desconectar, te fallan.

    Llevo dos días de asueto sentado frente a la chimenea, con más de diez mil kilos de leña en el cobertizo, con la casa recién pintada y los muebles recién armados, y la despensa llena, y el coche limpio y provisto de un cambio de aceite y de filtros. La electricidad marcha. Las tuberías marchan. Llueve con intensidad fuera y no hallo una sola gota dentro. Hay dinero en el banco. El suficiente para traspasar de esta vida a otra. Mis hijos saben que estoy bien y yo sé que ellos no andan mal. El mayor casi tiene treinta años y acaba de formar su propia familia. El pequeño hace prácticas remuneradas en un instituto de Washington. Claudia ha rehecho su vida junto a otro hombre y me llama de cuando en cuando. A dios gracias, ya no grita ni se le antoja que el camino por el que se mueve es un martirio insufrible.

    Me aburro y pienso que el invierno es largo. He de dejar los libros para cuando anochezca. Y proponerme salir a diario fuera. Y mantener una actividad parecida a la del último año. Podría reconstruir la casona grande, reconvertirla en un hotel, aquella idea primigenia, cuando Claudia y yo aún nos acostábamos en la parte de atrás del 124. Mis hijos la alabarían. Y acudirían como huéspedes. Y quizá alguno de mis nietos o ellos mismos, después de pisar durante muchos años el asfalto, se decidirían a colaborar, en el caso de que yo aún esté vivo.

    Luego pienso que esa idea es descabellada y me percibo mirando las traviesas del terreno que linda con el mío. Y me asomo y descubro que muchas de ellas están podridas. Y al día siguiente regreso al monte con el hacha, pero en lugar de para hacer leña, lo hago para sustituir las traviesas inservibles por otras nuevas.

    El paso del invierno me presta una primavera de días más largos. El tiempo y el ánimo se estiran. Y caigo en la cuenta de que pese a abrir cada noche el libro soy incapaz de terminarlo. Me satisface este cansancio que te obliga a regirte por el sol. Los trabajos más penosos los dejo para las primeras horas del día, cuando todas las fuerzas me acompañan; entonces me cargo a la espalda una traviesa nueva y recorro el camino hasta que encuentro una traviesa vieja que es necesario cambiar. Así hasta el momento del almuerzo. Y por la tarde el huerto y la calma

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