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La Sangre
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Libro electrónico66 páginas57 minutos

La Sangre

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En una sofocante noche de verano Guillermo Soto encuentra muerta en la cama a la mujer con la que convive. Todas las pistas parecen indicar que ha sido un suicidio y Guillermo sostiene confiado su absoluta inocencia. Pero cuando una noche, días después del incidente, un detective le hace una visita para exigirle la verdad, Guillermo aprovecha la oportunidad para confesarle los sombríos secretos que le atormentan la vida y le han hecho el hombre que es. Convencido de que Guillermo va a admitir su culpa como el asesino de su exmujer, el detective Sánchez decide escucharle movido por una morbosa curiosidad y un deseo de justicia. Una confesión excéntrica y desquiciada que no sólo dará indicios sobre el posible asesino, sino que también será una revelación de la surrealista existencia de Guillermo, el hombre que, tentado por la posibilidad de ser otra persona y de vivir otra vida, no vacilará en justificar sus actos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 dic 2021
ISBN9798201509088
La Sangre

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    La Sangre - Felipe Carcamo Diaz

    UNO

    En el quinto día de luto, pasada la medianoche, me visitó el detective Sánchez. Era una agradable noche de verano de mediados de julio; un calor sufrible y un cielo despejado, sin nubes tapando los astros. No estoy seguro si Sánchez tocó la puerta. Me parece que no lo hizo. Yo no escuché nada porque estaba en el balcón fumándome un cigarrillo cuando de pronto lo vi ahí parado. Me miraba con una cara de miedo o quizá era una cara de seriedad. Era alto y fornido y verlo me recordó una foto de un joven Hemingway; el soldado.

    Era la primera vez que alguien entraba al departamento. A Sarah y a mí no nos gustaban las visitas. Preferíamos una vida callada. El murmullo de la televisión era todo lo que podíamos tolerar. El único contacto humano era el nuestro. Alguna vez consideramos adoptar una mascota, pero lo descartamos cuando imaginamos el olor a orina.

    —Buenas noches. Soy el detective Daniel Sánchez —dijo enseñándome su placa. —Sospecho que usted me recuerda.

    Yo me encogí de hombros y expulsé el humo hacia arriba.

    —No sé si tiene pensado volver al trabajo, pero quería decirle que no se moleste. Su supervisor le ha despedido. Me lo ha dicho a mí. Usted no se ha comunicado con la oficina y al parecer su teléfono no funciona.

    —No tengo teléfono. Lo he tirado. ¿Vino hasta aquí para decirme eso?

    —Claro que no. He venido aquí para que me diga un poco más de Sarah Sadler.

    Le ofrecí mi cigarrillo. Me hizo un gesto con la mano de que no le apetecía. Yo insistí. Esta vez, resignado, él lo tomo y le dio una calada. En la oscuridad podía ver la silueta de su humanidad como la sombra de un canguro; alta y fornida.

    —No hay nada más que decir de ella —digo.

    —No estoy tan seguro de eso —dice.

    Asentí como diciéndole no sé que quieres que te diga. No voy a ponerme a inventar cosas.

    —Dígame qué es lo que sospecha —dije.

    —Creo que usted tiene que ver con su muerte.

    — ¿Cómo puedo ayudarle detective?

    Todavía parado dice.

    —Necesito que me diga la verdad.

    —¿La verdad? Eso es subjetivo.

    —Me refiero a la verdad de la muerte de Sarah Sadler.

    Me rasqué la barbilla y le dije;

    —Déjeme contarle mi vida. Mi historia. ¿Tiene tiempo?

    Sánchez se miro la muñeca y consulto la hora en su reloj.

    —Todo el tiempo que quiera.

    —Excelente. Será mejor que traiga una silla de la cocina.

    Espere que Sánchez se sentara. Le prendí un cigarrillo y dejé que se acomodara. Le di una primera calada al cigarrillo y le pregunté si estaba listo, él dice listo.

    Solo pueden verse la punta ardiente de los cigarrillos que fumábamos; dos esferas anaranjadas que parecían aparecer y desaparecer con la succión de la boca chupando el humo; lo imaginé como dos ojos de un animal mefistofélico contemplando el momento preciso para atacar a su presa.

    —Voy a comenzar contándote la historia de cómo me transformé en un animal salvaje —dije.

    —¿Un animal salvaje? —dice Sánchez.

    No le veía con claridad, pero podía adivinar la disposición de su cuerpo; inclinado sobre el respaldo de la silla.

    —No es una metáfora. Bueno sí lo es, pero también es como me he sentido a veces. El animal salvaje vive según sus propias reglas y eso a fin de cuentas es el artista. No hablaré del fin del mundo.

    —¿El fin del mundo? ¿De qué carajos hablas?

    —Eso lo voy a dejar para un tratado futuro.

    Le di una calada al cigarro y continúe.

    —Como decía me ocurrió que me volví en un animal salvaje.

    —¿Qué tipo de animal? —interrumpió Sánchez en un tono inquisidor.

    Jamás lo entendería, pero decidí responderle.

    —Una mezcla de perro y murciélago supongo. No lo sé.

    Sánchez soltó una tímida carcajada.

    —Algo así como Batman. Muy bien. Continúa.

    —Es una experiencia sobrenatural. Algo así como la metamorfosis de Kafka. Yo estaba convencido de que estas cosas solo ocurrían en la ficción, pero descubrí que uno está equivocado la mayor parte del tiempo y vive creyendo un millón de cosas de manera inexacta. El sueño exasperante de la poesía tiene que ver con esta demencia.

    —No estoy seguro de que le entiendo.

    —Esto, que me propongo a relatar, yéndome por las ramas, también me ocurrió bajos los efectos de los antidepresivos que me recetó el doctor Heger para tratar la ansiedad y la depresión que me causó el divorcio de mi tercera esposa.

    —Ahora entiendo —soltó Sánchez.

    —Esto es totalmente coincidencia porque también lo sufrí sin los efectos de éstos. El doctor Heger, un hombre alto, de huesos fuertes, que había estudiado medicina para agradar a su padre, pero si hubiese sido fiel a su llamado habría sido un poeta, muerto

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