El dulce veneno del amor
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Mientras en el piso cuarenta las parejas disfrutaban de todas las variaciones y desviaciones jamas inventadas por el hombre e inspiradas por el mismo demonio.
El trompetista seguía haciendo el amor a su vieja trompeta plateada, mientras dirigía a las cuarenta parejas en una armonía climática.
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El dulce veneno del amor - Guillermo Morell-Chardon
Capítulo 1
Como siempre, todo empieza conmigo escondido en los juncos. La corriente fría del Nilo acariciaba mis testículos, produciendo una imponente erección, mientras que mis ojos, confundidos por la belleza que se desplegaba ante ellos, no sabía dónde posarse. El atardecer era una explosión de toda especie de colores pasteles; tonos de rosa, amarillo y anaranjados que jamás habían sido experimentados por ningún maestro pintor.
En medio de ese despliegue de colores se encontraba ella. Su nombre era Atenea. Era la última concubina del Faraón. Había sido comprada a unos mercaderes fenicios, originalmente de Macedonia.
Su cuerpo era esbelto y voluptuoso a la vez. Estaba cubierto por una bata finísima de lino blanco puro. Como se había zambullido en el río, la tela pegada a su cuerpo dejaba muy poco a la imaginación.
Yo había tenido modelos preciosas como pintor imperial, pero el porte, la dignidad de movimiento y la belleza de sus curvas hacía de esta mujer algo sumamente extraordinario.
Sus senos, los más blancos que jamás había visto en las nativas o en las nubias. Sus ojos, grises, resaltaban la tristeza de su alma. Sus labios, adiestrados en los placeres de la carne, que habían dado tanto placer en los últimos tres meses al dios del Nilo y habían traído la envidia y la ira de la faraona, se encontraban ociosos mientras saboreaban el sabor de fresa de sus pintalabios. Eran una invitación al placer.
Todos en la corte, incluyéndola a ella, sabían que sus días estaban contados. La faraona había mandado al químico imperial a producir el abortivo y el veneno con que aseguraría que su hijo mayor sería el nuevo dios del Nilo una vez que el viejo ridículo cayese muerto, corroído por su artritis y por la corrupción repugnante de su alma.
Pero todo eso se encontraba en el futuro. Ahora lo importante era el presente. Toda la corte se había mudado a Menfis. En Luxor sólo quedaban las concubinas, algunos sacerdotes y los artistas que daban toques finales al palacio real.
Había un hermoso silencio. El atardecer, la muerte del dios sol. La salida de su concubina, la luna, y los últimos rayos del moribundo dios. Ella se acercó a donde yo estaba escondido y susurró mi nombre, como si fuese un secreto de estado prohibido, mientras que se acostaba, después de desnudarse, en la sábana que había puesto en la rivera para secarse y perfumarse, antes de volver a palacio.
Ella exclamó: PerfumamePerfúmame una vez más con tu hombría, antes de que me lleven a Menfis para que reciba mi castigo a manos de la faraona, quien piensa que este hijo que llevo en mis entrañas es de ese viejo ridículo, impotente y senil. Si el faraón supiese que es tuyo, los dos sufriríamos una muerte mucho más dolorosa de lo que planea la faraona. Ámame una vez más, el destino nos separará.
Con la venia de mi hembra, después de haber besado todo su cuerpo, la penetré, mientras ella movía sus nalgas al compás de las mías. Media hora más tarde, extenuados y satisfechos, nos quedamos dormidos, acurrucados, con Cirio como único testigo…
La terapeuta apagó la grabadora que se encontraba sobre su escritorio. El narrador de esta erótica historia se encontraba acostado en el diván, en un trance hipnótico. Su sonrisa era de satisfacción y paz. La terapeuta lo había llevado a diferentes grados de trance hipnótico y regresión que por primera vez habían terminado en culminación del relato erótico.
Llevaban cinco meses en éstas y había cuantiosa data que revisar. Este era un legítimo y claro caso de reencarnación, o este hombre era un tremendo cuentista.
La terapeuta estaba sonrojada ante su propia excitación sexual. Por primera vez ella había sucumbido a la tentación de masturbarse mientras el Capitán
Álvarez hacía su relato del antiguo Egipto. Ella había racionalizado esta acción, ya que no había habido ningún contacto físico entre ambos (zona gris) y además ella no quería follar con el capitán, sino con su antigua manifestación astral. (Aún más gris).
Ella arregló su falda y abotonó su blusa antes de despertar a su paciente. Se miró de cuerpo entero al espejo colgado en la pared. Aparte de sus cachetes sonrojados por la excitación, nada parecía fuera de lo común.
–Voy a contar hasta tres. Cuando despierte no se acordará de nada de lo que he dicho y se sentirá como si hubiese dormido todo el día...Uno, dos y tres.
Álvarez se sentó en el diván, mientras se estiraba como un gato. Se sentía como un hombre nuevo. Miró a la terapista por dos segundos y la tasó como hembra. Luego, moviendo la cabeza, se deshizo de esa imagen; se levantó, dio las gracias a la doctora y se encaminó hacia la puerta. Puso la mano sobre la perilla y dio una media vuelta. Miró penetrante en dirección a la doctora y preguntó:
–Doctora Jiménez ¿tiene usted alguna experiencia en psiquiatría forense? Tengo un caso que me gustaría discutir con usted, claro que pagaríamos su cuota regular.
–Con mucho placer –dijo ella sin pensarlo, sonando ya demasiado ansiosa para complacerlo.
–Bueno, pues es una cita, llámeme cuando tenga tiempo.
–Es una cita –asintió ella mientras se le ponía la piel de gallina en toda su espalda y nalgas, mientras él cerraba la puerta de la oficina de la doctora Jiménez.
Mientras esperaba el ascensor, sacó su teléfono y revisó sus mensajes:
Madre: Llámame cuando puedas, no he oído de ti desde el último rosario de tu hermana.
Hermano: Mamá está preocupada por tu ausencia en la comida familiar de los últimos dos meses.
Padre: ¡Carajo, llama a tu madre, cabezón!
Sargento García: Ocurrió otra vez, jefe. Otro asesinato en las mismas condiciones. El forense está en el lugar. El comandante lo quiere allá ayer. Está encojonado. Está clamando por su cabeza. El cuerpo está en la Calle Luna #14 apartamento #2.
Doctora Jiménez: Álvarez, tengo libre la tarde del miércoles, así que puedo estar con usted en cuerpo y alma.
En cuerpo y alma...
–pensó él mientras su pelvis hacia una contracción involuntaria. Otra vez movió su cuello de lado a lado, como para espantar la idea.
Por fin la puerta de elevador abrió. En éste se encontraba una pareja de adolescentes besándose apasionadamente, sin ningún reproche ni vergüenza, como si no hubiese mañana. Por fin el viejo elevador del edificio del Royal Bank of Canada llegó al primer piso. Álvarez salió y se dirigió a la puerta, afuera llovía a cantaros. Titubeó un poco, estaba a menos de una milla del lugar. Su única preocupación era evitar resbalarse en los adoquines mojados y romperse la crisma.
Sabía por experiencia que era un mal augurio recibir tantos mensajes de tanta gente. Sobre todo, cuando había envuelto un asesinato. Desde la muerte trágica de su hermana, había desarrollado gran respeto por todo lo que tenía que ver con la muerte y lo sobrenatural. Había acudido a varias sesiones espiritistas, que más que paz y sosiego, habían llenado su alma de dudas e incertidumbre. Si había habido un amor puro en su vida, aparte del de su madre, este había sido el de su hermana, la difunta.
Capítulo 2
Enchumbado, perdido en sus pensamientos, corriendo en contra de sus más lógicos pensamientos, Álvarez llegó a la dirección indicada por García. Este último había sido casi un hermano para él desde la escuela elemental, la universidad y la guerra de Iraq.
Mientras maldecía en voz alta, subía las escaleras al segundo piso del edificio. Allí lo recibió su viejo amigo, dándole una toalla del lugar para que se secara. Esta última estaba perfumada por olores que eran una mezcla de Charlie(c), jabón Cares y sudor de mujer joven, pero había un olor dulce que podía implicar que la muerta era diabética.
Álvarez se percató del olor dulce que permeaba no sólo la toalla, sino todo el apartamento. Primero pensó que era el olor que salía de la panadería que se encontraba en el primer piso, pero luego pensó que el olor sugería miel, no azúcar.
–¿Qué nos puedes decir, Dr. Calvo? –preguntó al forense que se encontraba cerrando la bolsa que llevaría el cadáver a la morgue.
–Es muy similar a los cuatro casos anteriores –dijo Ricardo Calvo, un cubano de primera generación que tenía más especialidades que pelos en la cabeza. Después de pensarlo por unos segundos, declaró, con titubeo y tristeza–: Es el mismo modus de la muerte de tu hermana hace seis meses.
Paró en seco sus próximas palabras, ya que su viejo amigo Álvarez estaba a punto de llorar. Álvarez le había salvado la vida en varias ocasiones y no tenía ningún placer morboso en verlo llorar.
Álvarez se compuso, Calvo cambió el tema y preguntó a su amigo:
–¿Cómo te va con la doctora Jiménez?
–Después de tres meses de sesiones con ella, pude dormir más de tres horas. He notado que bajo hipnosis mis niveles de ansiedad han bajado significativamente.
–Maricón, me refiero a si te la has pasado por la piedra.
–Hombre, la tentación ha estado allí, pero quiero mantener una relación formal, porque ella ha logrado en esas sesiones lo que mi sacerdote y analista no pudo en dos meses de visitas a todas horas de la noche.
–Sí, aquello parecía más un exorcismo que sesiones psicoanalíticas –añadió García.
–Con la doctora Jiménez la única cabeza que te va a dar vueltas es la de abajo –dijo Calvo, tratando de cambiar el tema otra vez.
Compuesto ya, y agradecido por la pausa, Álvarez volvió a la discusión profesional:
–¿El mismo modus, cual modus? Según tú, no había ninguna evidencia.
–Estaba errado, como un caballo. Llamé a mi amigo Carlos Torres, al laboratorio analítico de microscopía electrónica de la UPR, para que analizara los huesos limpios de la víctima. Todas las víctimas tenían lo mismo en común, evidencia de mitosis en la médula, lo que indica que los asesinatos se hicieron menos de veinticuatro horas antes de su descubrimiento. Lo que indica que tenemos un asesino que es capaz de acostarse con sus víctimas, comérselas todas sin dejar una huella de cuchillo o diente, dejando sólo los huesos. Ninguna de sus víctimas ha proferido ni un grito, todas vivían en el Viejo San Juan, con vecinos que no oyeron ni vieron nada. No hay una mancha de sangre en ninguna cama, ni un rastro intacto de DNA masculino que