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Taxidermia
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Libro electrónico204 páginas3 horas

Taxidermia

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"De cada uno de los bichos que limpiás a diario, si hacés el mínimo intento de trazar una genealogía, aparecen las horrendas circunstancias de su muerte", dice Carranza, uno de los personajes de Taxidermia. Esta novela, que Carolina Musa construye alrededor de un hecho real (el incendio del Museo de Ciencias Naturales de la ciudad de Rosario, el 1° de julio de 2003), se convierte, mucho antes de que el lector lo advierta, en el terreno que habilita el rastreo de esa genealogía.
Un estudiante que no estudió, una empleada que no zafa de su madre, un hermano que roba las hectáreas de la familia y el taxidermista que dirige el Museo moverán la trama entre el policial, el absurdo y la distopía retroactiva que incluye contactos con alienígenas, exposiciones de híbridos y fetos enlatados.
La linealidad del lenguaje estalla en caligramas, poemas visuales, alteraciones de la tipografía como los vidrios del museo en la escena final: la escritura de Musa hurga sin mediaciones ni preámbulos en la subjetividad de los personajes que saltan de la palabra al sueño y de la acción al deseo sin escalas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2024
ISBN9789873905742
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    Taxidermia - Carolina Musa

    Lunes 3 de marzo de 2003

    Desde hace varios días Carranza anota palabras sueltas en un libro de actas que encontró tirado en un contenedor. Hay gente así. Un día te levantás, se te aparece el sueño de la noche en la cocina mientras ponés la pava, podés haber soñado tu propia mano laparoscópica ingresando por el orificio anal y examinando una improbable inmundicia tibia, puede haber sido un sueño extraordinario o no; hay gente así, una mañana se te ocurre algo y sin más explicación empezás a repetirlo sucesiva, maniáticamente.

    *

    Acaba de recordar esto: después de un año entero sin trabajar, cuando por fin lo llamaron para una entrevista en la municipalidad de Baigorria, después de contarle a la madre y a todos los de la pensión, después de arreglarse el pelo con gel y plancharse la camisa con la plancha de la doña, después de confirmar dos o diez veces la hora, llegó a Baigorria y el secretario de obras públicas no se encontraba presente.

    –Está velando a la madre –dijo un guardia, compungido.

    Y acaba de recordar también una tarde en que su madre cebaba mate en la vereda y se lamentaba no con palabras sino con gestos, la boca de su madre, y la nariz y la frente; la cara entera de su madre se transformó en una oreja. No lo soñó, estaba despierto. La oreja mutante inspiraba y exhalaba aire como conversación, y Carranza tuvo un ataque de risa.

    *

    Cuando no puede dormir se tapa un ojo y desenfoca.

    Mira alrededor así, desenfocando. La cajonera, la mesita. Algo le cayó mal.

    Pero nunca logró volver a dormir como en el pueblo. ¿O sí?

    Allá los grillos y los sapos. Acá bocinas, colectivos, gritos.

    Quién no acaba acostumbrándose.

    Aunque a veces ni siquiera eso de desenfocar le funciona.

    Sacó la olla de la heladera y calentó el café. Volcó el líquido caliente en una taza y tiró el resto en la bacha. Odiaba ese café.

    Salió rápido de la cocina porque no quería cruzarse con nadie. Durmió poco, mal, entrecortado.

    Soñó con una formación de palomas avanzando en línea recta hasta la ventana de su habitación. El campo. Esa chatura tórrida que arrasan con picos y patitas, por el tamaño parecen gallinas pero son palomas y él tiene más que miedo, terror, porque él no es él, no es humano, es una hormiga de la fila india, llevando un trozo de pan demasiado grande para su cuerpo. Se empeña en acelerar el paso. Alcanza a ver la cavidad dentro del pico abierto de la paloma justo antes de despertarse. Son las seis y cuarenta y ocho de la mañana.

    *

    La acidez trepaba por el estómago hasta la boca. De tanto mirarse fijo en el espejito ya adivinaba que algo le decían los ojos. Igual estuvo demasiado tiempo ocupando el baño y Jiménez empezó a patear la puerta.

    –Metéle pendejo.

    Todavía se arqueó las pestañas con uno de esos artefactos de la Tora, qué inutilidad.

    –A ver si mojás la chaucha un día de éstos, pajero –Jiménez estaba en cuero, con el diario en la mano, la panzota colgando daba impresión. Lo hubiera seguido puteando pero se calló.

    –¿Conseguiste laburo? –la mueca de Jiménez, la risotada de Jiménez, las palmadas en la espalda y los alaridos. El peruano se asomó a la galería, después la Tora.

    Decían: que no iba a durar un carajo (Jiménez), que comprara algo para festejar (el peruano), que cómo hizo para planchar esa camisa (la Tora); un champancito (el peruano), que ahora le vas a poder pagar el completito a la Tora (Jiménez).

    –Dejáme de joder al crío –dijo la Tora. Eso le molestó.

    Pero crío es el apodo amigable. Los otros: el pajero, el boludo.

    La doña vino también, arrastrando las chancletas por la galería, parece que algo escuchó.

    –¿Adónde? –preguntó otra vez, como si hubiera oído mal.

    Pero antes no lo había dicho en voz alta.

    Museo de Ciencias Naturales de Rosario sonaba irreal, absurdo, presuntuoso. Se acomodó la camisa.

    Se quedaron esperando que explicara qué, qué cosa iba a hacer ahí, seguridad, limpieza.

    –Qué mariconeada –lanzó Jiménez y entró al baño.

    La Tora quería todos los detalles, después, ahora estaba ocupada. Al fin lo dejaron en paz.

    *

    Llegó a la plaza temprano y dio dos vueltas a la estatua de San Martín para hacer tiempo. Se sentó en un banco. Más allá un croto no le sacaba los ojos de encima. Fumó medio cigarrillo y lo tiró encendido sobre el pasto. Se apagó de todos modos.

    El edificio tenía tres puertas, abierta la del medio, gigante, el edificio, la cúpula, las puertas y los yuyos que crecían en las ventanas. Dos águilas doradas sobre cada poste de luz vigilaban la vereda.

    Realmente: ¿qué hace ahí? Experiencia: cero.

    Y él falla inexorablemente en las entrevistas, se toca los codos, se acomoda el pelo con la mano izquierda, no puede sostener la mirada a los ojos de la persona que tiene adelante, tan desafiante siempre. Perdió la cuenta de la cantidad de entrevistas a las que ha asistido en los últimos meses. Aunque ninguna como ésta, camisa, peinado impecable, desde afuera del edificio se ve una escalera caracol. Y sobre el techo, una estatua: la justicia, una mujer sostiene una balanza con dos leones a los lados.

    No debe haber nadie más para el trabajo.

    Pero qué raro que no haya nadie más, esperaba encontrarse con una larga fila de aspirantes y acá solo había un croto. Y tal cantidad de palomas que hacía desconfiar de los ojos.

    Encendió otro cigarrillo.

    Daba la impresión de que la cúpula se iba a desplomar sobre el suelo en cualquier momento. Semejante cantidad de palomas.

    A las ocho menos cuarto subió la escalera tocando el pasamano como los chicos. Los escalones eran de mármol y de tan gastados se curvaban en el medio.

    Arriba había un guardia, pero no le dijo nada.

    Estuvo mirando la vitrina que ocupaba casi toda la sala. Repleta de frascos detrás del vidrio, uno al lado de otro, llenos de un líquido amarillo y adentro, flotando, una asquerosidad de animales a medio hacer, manitos, piecitos, cabezotas deformes. Seis metros de fetos, calculó. No podía apartar los ojos de ahí.

    Lo sorprendió una mujer vestida con uniforme azul, bastante gorda y qué tetas tenía. Ella caminó hasta un escritorio de lata, colgó la cartera en la silla, después el saco y se sentó, mirándolo extrañada. La camisa se le abría un poco en el botón del medio.

    Informes, decía el cartel sobre el escritorio.

    –Vengo al laboratorio de taxidermia.

    Taxidermia.

    (Del gr. taxis, arreglo, colocación, ordenación, y dermis, piel)

    1. (s.f.) Arte y culto de dar vida a lo inerte.

    Un hombre saludó a la mujer por detrás suyo. Se llamaba Gina. Después lo miró a Carranza de arriba a abajo y le tendió la mano.

    –Carranza ¿no? Así me gusta, puntual.

    Era el director del museo. A primera vista, le recordó al cura de la película Robin Hood, petiso, calvo, amable. Carranza le sonrió a la mujer, que andaría por los cuarenta años, y empezó a caminar detrás de Font, despacio, entre los animales.

    Font abrió una puerta y después otra. Contaba algo de la televisión, un robo, unos millones en un banco. Pato sirirí pampa, lechuza de campanario, pato maicero. Carranza leyó algunas cartelas a la velocidad de un rayo. Atravesaron varias salas. Mineralogía, botánica, zoología. Un oso negro, un flamenco, un león. Más que muertos parecían muertos vivos, como en la película, a punto de chuparse la sangre humana.

    –Sentate –ordenó Font, y quedaron frente a frente en una mesa del laboratorio. Había baldes, frascos, herramientas, animales por todos lados y un olor asqueroso que provocaba hormigueos en la nariz. Carranza hubiera querido abarcar más de lo que pudo. Desde una de las paredes, una enorme cabeza de ciervo examinaba la habitación.

    Font estaba en el museo desde el setenta y nueve. Por lo que entendió Carranza, antes el museo no existía, los animales estaban en otra parte. También conocía a Martini Ruiz, de toda la vida, habían trabajado juntos en el laboratorio de taxidermia de la Vigil, por eso le interesó el perfil de Carranza y porque de once postulaciones era el único que además de tener competencias en taxidermia había pasado por la universidad.

    Dijo que no había convocado a nadie más para la entrevista. Carranza tragó saliva.

    Font detalló las que serían sus obligaciones y responsabilidades, las condiciones de la contratación, el horario, el sueldo. Trece mil ejemplares en quince salas dijo. Y también cosas como: el valor de este trabajo está en la destreza manual y plástica, no solo los conocimientos anatómicos y no nace del afán conservacionista justamente y resguardar la historia natural para las generaciones futuras, que es el sentido de cualquier museo.

    Carranza estaba incómodo y pensaba en una sola cosa: irse.

    Después Font quiso saber porqué había estudiado veterinaria, porqué había estudiado taxidermia y porqué quería trabajar en el museo. En ese orden.

    Carranza no dijo que era la primera vez que entraba al museo. Le dijo: que empezó veterinaria porque siempre le gustaron los animales, que de chico se sabía todas las familias de dinosaurios y se pasaba las tardes hojeando un libro verde, de animales, tapas duras, fotos color. Eso último no lo dijo. Que en veterinaria cursó un cuatrimestre y rindió un solo parcial, el de biofísica, mal, y que no estaba hecho para la universidad. Tampoco dijo nada de eso. Y la taxidermia le gustó por eso de dar vida a lo inerte y porque siempre le gustaron los animales, también había buscado inercia en el diccionario, mucho menos dijo eso. En realidad la conversación era más bien silencio. A Font no le cerraba.

    Inercia.

    (Del lat. înêrs–tis, sin capacidad, sin talento)

    1. (s.f.) Mec. Propiedad de los cuerpos de no modificar su estado de reposo o movimiento si no es por la acción de una fuerza.

    2. (s.f.) Rutina, desidia.

    –¿Y en qué anda el loco Ruiz? –terció Font.

    Carranza no tuvo más remedio que decir algo.

    –¿A distancia? –Font estaba azorado–, ¿tomaste un curso de taxidermia a distancia?

    Jorgito Martini Ruiz, un hijo de su gran madre, no lo veía desde el setenta y siete; cuando leyó el currículo del chico le dio curiosidad saber en qué se había convertido este atorrante, pero esto… era más extraordinario que su peor pronóstico.

    ¿Quería más detalles sobre el curso?

    Entonces Carranza se arrastró: que era huérfano de padre, que tenía que mandarle plata a la madre que vivía en Villa, que por eso dejó la universidad, que siempre le gustaron los animales, desde chico, que por eso también le gustó la taxidermia y porque tenía una salida laboral.

    Font estaba molesto. Otra vez.

    Irse.

    Uno más en su hato propio de idiotas recuperados para la actividad museal.

    Irse.

    Font semidiós. Font general de un ejército defectuoso.

    Irse. Irse.

    Y ponerse en jodido a estas alturas.

    El anecdotario marxista leninista rebotaba de la pared al techo y del piso a la pared.

    A cada uno según su necesidad. ¿O su capacidad era?

    No debe distinguir el nervio ocular de la vejiga.

    –Te voy a probar tres meses –dijo Font.

    Veintiséis años el crío, el pajero, el boludo.

    *

    ¿Y ahora?

    ¿Alquilar una casa?

    ¿Tener una familia?

    Tampoco se hubiera imaginado el efecto que producían todos esos animales juntos. Estaba un poco shockeado. Es que hace años no veía un pájaro tan de cerca.

    Porque los pájaros vuelan, se dijo.

    Gráfico, Texto, Carta Descripción generada automáticamente con confianza media

    Los pájaros vuelan repite como mantra, como revelación y zumban las tres palabras en la cabeza–coctelera hasta quedarse letras, perder por completo sentido, perder incluso su poder revelador y entonces siempre en auxilio la sentencia de H. con el dedo en alto orando sobre lo obvio no se reflexiona, algo dicho ya no sabe, al pasar, en qué contexto, sobre lo obvio, tu tu tu, los pájaros vuelan, sonaba una sirena pero apenas audible, no se reflexiona, tu tururu tutu andaba por el campo con la gomera y no podía darle a un pájaro. A ninguno. Ni un gorrión ni un benteveo ni nada. De ahí su primer fracaso con los animales. Aunque él no se esforzaba, o no quería matarlos hasta que lo logró.

    Lección Nº0: el orgullo del cazador, la supremacía del macho humano, el liderazgo.

    Pero él lo arruinó tu tu tu y pensaba en eso, el pibe que se acerca al cadáver del pájaro bien muertito y oculta su impresión. H. corría a su encuentro con los cadáveres en el cinto, colgados de la cabeza como trofeos, y él corría con el piquituerto en la mano hasta el patio de la casa, improvisaba una mortaja con la rejilla de la cocina y lo enterraba. Asesino. Al principio. Después ya no. Matar un pájaro, colgarlo en el cinto, enterrarlo, improvisar pequeñas cruces con palitos. Cristiana sepultura tu tururu tutu no había vuelto a pensar en eso. Él sabía lo que era ver de cerca un animal muerto, y tocarlo. Ya se le iba a pasar. Necesitaba un pantalón nuevo.

    –Ah, estabas acá vos –la Tora hervía unas manzanas en la cocina, relojeando el agujero del techo donde el peruano aseguraba haber visto una rata– estoy de dieta, tres kilos aumenté.

    Carranza le pidió plata.

    –Con tal a mí todos me agarran para la joda ¿vos pensás que soy un banco yo? Tres kilos con tu mierda de jamón y queso, Juanito.

    Por qué le diría Juanito. Le decía cualquier nombre que se le ocurría, Roque, Alberto.

    –Si querés te devuelvo con plata, el mes que viene ¿no ves que conseguí el laburo?

    –¿Y? mientras tanto los pasajes con éste –la Tora se tocó el culo. Adoraba su culo. Con éste tal cosa, con éste tal otra. La supremacía indiscutida del culo por sobre las demás partes del cuerpo.

    –La lipo me vas a tener que pagar.

    Eso era un sí. Lo quería la Tora.

    –Te prometo que es la última vez –dijo Carranza y después de la z crujió el pozo, el abismo espiralado donde iban a parar sus mentiritas indolentes. Ni él mismo lo creía. Sobre lo obvio no se reflexiona. Mejor se iba en el Monticas de las seis, el directo.

    *

    Un ejército zombi.

    Es lo que piensa cada vez que se sienta en un banco de la terminal.

    Lo que parecen las personas yendo y viniendo detrás de los vidrios sucios y lo que él mismo parece mirando estupidizado:

    a) el gorrión reptante que atrapa bichos en el radiador de un colectivo,

    b) los dos ventiladores rodando en la terraza de un edificio, echando aire al cielo y

    c) la tela de araña colgada de una lámpara, el hueco donde podría vivir una comunidad de arañas insurrectas, por qué hará eso, ver todo así como un hallazgo siempre, con la plata que tiene en el bolsillo no alcanza ni a fumar.

    *

    El colectivo dobla la rotonda.

    El viento mueve los pastos ahí fuera.

    Quizás exista una palabra para ese verde mojado. Un perro.

    Porque algo tiene de aberrante mirar el paisaje así.

    Los campos, los camiones, el arroyo podrido, la basura.

    Otro perro. Otro arroyo podrido.

    Como mirarse adentro.

    –Mentiroso, mentiroso –los sobrinos acusan con el dedito, se ríen a su costa en navidad.

    Qué fácil arruinar una fiesta.

    Los niños dicen la verdad.

    Los niños y los borrachos.

    Aunque usted no lo crea.

    A la vera del tercer arroyo podrido construyeron un Polo Productivo del

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