Dentro de la boca del lobo
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Historia trágica y cruda de personajes en un ciclo de violencia, enajenación y marginalidad, bajo los cánones de una sociedad ultra moderna que no necesita ubicar geográficamente sus escenarios para que éstas desprendan un inconfundible sabor caribeño.
Dennis Mourdoch Morán
Dennis Mourdoch Morán (La Habana, 1985) es ingeniero mecánico y se ha graduado del Centro Onelio. Miembro destacado del Evento Espacio Abierto, principal referente habanero de la literatura de Ciencia Ficción. Ha obtenido menciones en el Óscar Hurtado, 2010 y 2011, y el Mabuya 2011. Y también el primer premio en la categoría de Ensayo y Fantasía del Óscar Hurtado 2012. Premio Calendario 2013 en el género de Ciencia Ficción. Todo esto hasta el momento.
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Dentro de la boca del lobo - Dennis Mourdoch Morán
autor
Cruz
En lo más profundo de esta prisión hay una celda de castigo sin vida inteligente. La exploré usando las manos como microscopio, girando una sobre otra para regular el aumento. Acercándolas al piso y a las esquinas. No encontré nada, ni hormigas ni arañas. En la celda solo estaba la cara asomada al visor acrílico.
―Cruz, acércate de espaldas a la puerta ―me dijo.
Abrieron la ventanilla por donde tiran el pozuelo de comida, saqué las manos. Las esposaron.
―Arrodíllate en medio de la celda.
Me alejé un poco, no importaba si era el medio. Primero entró el bot flotando pegado al techo, detrás, los guardias.
Me esposaron los pies.
―Muévete, Cruz.
Hoy tengo para mí a estos ejemplares carceleros, incluyendo al bot modelo avispa. El control emocional lo tengo desde antes, pero después del último motín no funciona. Y si a los uniformados no les importa su chip, a mí menos. Soy un poco violento. Es la única forma de que un enclenque de un metro sesenta mal viva en esta cochiquera sin vida inteligente. Uno también piensa en el futuro cuando cae tras las rejas. Así que antes de que me cogiera la policía, gasté los créditos en volverme loco. Por alguna razón parecida al pesimismo sabía que Kima, la que se encontraba en el peldaño de la mujer de mi vida, iba a abandonarme y yo ter minaría en la cárcel. Razón para inyectar me con jeringuillas presurizadas muchos mililitros, de una sustancia que te vuelve un perro con rabia y pone los bíceps como cohetes de fisión; convirtiéndome en lo que soy.
―¿Cómo estás, Cruz? Siéntate.
―Esos son los nuevos, Cruz.
Eran unos veinte hombres apiñados en el centro del patio de la cárcel. Algunos reconocieron a otros pandilleros, estafadores, sicarios y mulas, y se alejaron del grupo compacto de los recién llegados para perderse entre los presos que caminaban de un lado a otro ejercitando los pies y dorándose al sol.
Los de la pandilla de los Focos llamaron a los Perros (jóvenes transfer idos desde un correccional por haber alcanzado la mayoría de edad). Dieciocho años, un cumpleaños para todos ellos, el rito de iniciación. Una soberana tunda de los pandilleros de los Focos. ¿Qué es una tunda a los dieciocho años para aquellos que solo conocen el gris de las puertas de las celdas? No es nada, ellos la aguantaron, e hicieron el signo de la pandilla escupiendo la sangre sobre sus puños.
Esos están descartados.
―¿Cuáles sirven? ―le pregunté a mi Segundo.
―Unos pocos.
―¿Y para el culeo?
―Solo dos ―me respondió―. Ese que ves allá ―señaló a uno que se movía como si fuese capaz de lamer la punta de los tacones que usaba en la calle―. Le hice una seña. Caminaba contoneándose con una sonrisa, dijo su nombre, algo con Nnn. Se sentó en las rodillas de uno de los muchachos, pidió caballito. «Papi caballito», dijo.
―¿Quién es el otro?
―Aquel ―señaló mi Segundo. Un jabao de ojos claros y achinados, con el uniforme de la prisión bosquejando un cuerpo delicado, andrógino, unas nalgas pequeñas, un pene encogido por el miedo. Lo llamé. Me miró como si me conociera de algún lado, y se alejó asustado internándose en el anillo de presos que orbitaba en el patio. Mis hombres lo trajeron arrastrándose del dolor. Si era para el culeo no le daban en la cara. Le sacaron el aire con un gancho al estómago y lo patearon en los cojones. Me detuve a mirarlo, le costaba respirar, tenerse en pie, la punzada en los huevos le rebotaba en la cabeza.
―No quiero a este ―dije.
Lo devolvieron al patio cerca de los Carnívoros. «Qué linda eres», le decían sujetándolo con los brazos tatuados, rozándolo con el miembro escondido en el uniforme de prisión. El Jabao se debatía, «Te voy a matar cabrón», les decía. Y la sirena insoportable de la IA de conducta con complejo de divinidad terminó el cortejo, el tira y encoge al que siempre someten a los nuevos. «¡El fin del recreo!», les grita a todos los presos, entren en fila india, déjense escanear por los bots y revisar por los guardias. Las pesas se vieron abandonadas, igual que varias pelotas y guantes.
Me guiaron hasta la celda. No a la de uno por uno por dos metros, donde empecé a hablar solo, esa era de castigo, sino a la mía. En el sector oeste, bloque 45, número 233. Hogar de dos literas, una letrina asquerosa, relieves pornos y tribales interactivos; mis libros en una comodita, entre las páginas de El guardián en el centeno, tenía una foto de Kima. Desnuda sobre una plancha de freír hamburguesas, cubierta de ketchup y mostaza, dorada, lista para llevar. Para masturbar me, aunque esté flácido como masa sin horno.
―Cruz, ¿quieres que te busque al nuevo? ―me dijo el Segundo leyéndome la mirada.
―No… déjame solo.
―Está bien.
Kima salió gateando de la foto y se arrodilló frente a mí. Con los ojos cerrados, imaginándose un helado, lamió con suavidad de arriba abajo, con lentitud, tomándola con delicadeza, arrodillada, ayudaba a mis dedos a recodar cómo lo hacía ella.
―Tienes visita ―dijo el Segundo―. Un guardia te espera en la puerta de la sección.
Los corredores seguían sucios y tiznados por el fuego del último motín. Fue una masacre cuando entraron los grupos simbióticos de asalto táctico, manipulados por sus IA. Tenían subfusiles de asalto, cascos y escudos antimotines. Más de la mitad de un bloque fue borrado con un chasquido de veinte dedos, dos pelotones. Los cadáveres llegaban hasta el recinto de visitas.
―Siéntate. Eso hice. Del otro lado del acrílico mi proveedor me miraba sonriendo. Salió hace unos meses. Ahora quiere volver a entrar, traba jaba duro para y ser el hombre, el que todos buscan para conseguir lo que sea. Conversamos de cosas sin importancia mientras nuestros dedos hablaban de los precios, la cantidad de dermos, la hora de llegada, la forma de entrarlos a la cárcel. Tengo hombres en la cocina y en la lavandería, dicen los dedos. Pon los dermos dentro de los sacos de detergente, los escáner de calor no los detecta n ahí. Los dedos dicen eso y mucho más; como que hay nuevos dermos de escape, de los que te ayudan a ver lo que te cuentan, a recordar cuando estabas en la calle y vestías como querías, te pelabas como querías, orinabas cuando encontrabas un pasillo oscuro. Uno para escuchar los cuentos de los recién llegados y vivir una vez más en La Bonita.
―Lo vas a disfrutar ―ter minó la conversación trivial segundos después de haber cerrado el trato.
―Ya acabé ―dije levantándome de la silla metálica. En ese instante sentí que la cabeza implosionaba. Era el condiciona miento cerebral para evitar motines. Dolía como herida de puñal sin filo. Me tapé los oídos con las manos para bloquear la resonancia con la carroña de mis implantes y caí paralizado los demás los presos del recinto de visitas. La IA solicitaba refuerzos para el guardia que luchaba con un reo. Calculó la fuerza del reo y los refuerzos para inmovilizarlo en pocos segundos. Dos guardias, exacta mente,