El enigma del anticuario
Por Jose Acosta
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Con "El enigma del anticuario" asistimos a la lectura del cuento en estado puro, escrito con transparencia, belleza del lenguaje y notable uso del recurso visual.
Juan Manuel Parada, escritor venezolano
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El enigma del anticuario - Jose Acosta
José Acosta
––––––––
El enigma del anticuario
Título: El enigma del anticuario
Primera edición 2011
Segunda edición 2015
––––––––
Techo de Papel Editores
© El enigma del anticuario, 2015
© José Acosta
Edición y diseño de portada: Techo de Papel Editores
Imagen de portada: Techo de Papel Editores
Foto del autor: Mario Acosta
El enigma del anticuario
José Acosta, 2da. edición
1.Literatura dominicana 2.Cuentos dominicanos del siglo XXI
3.Cuentos dominicanos
Todos los derechos reservados por el autor conforme a la ley. No se permite la reproducción total o parcial, en ningún medio o formato, sin autorización previa y por escrito del titular del Copyright.
Impreso y hecho en los Estados Unidos.
Made & Printed in the USA.
Correo electrónico: joacosta29@gmail.com
Solo el círculo ha encontrado de frente
la cara de su espalda,
ha derribado el enigma de la sombra,
únicamente el círculo conoce su destino de memoria.
Ramón Peralta
Para Esteban y Daniel
y esa hoguera
que cada día nos reúne en el futuro
LA MUCHACHA QUE SABÍA COLGAR LAS CAMISAS
––––––––
El taxista me dejó frente a una casita de arquitectura convencional: un porche de ladrillo y una puerta de caoba con dos intercomunicadores. Como se trataba de una cita galante, para no importunar a los vecinos, tomé el celular y llamé a la muchacha y le pregunté si debía apretar el botón de la residencia uno o dos.
―Ninguno ―contestó ella―. Yo vivo en el sótano.
En el extremo izquierdo del porche bajaba una corta escalera de cemento. Justo cuando iba a tocar la puerta, ella me abrió, evaluó durante un segundo mi atuendo, tomó la botella de vino que había llevado y me pidió que entrara. Era un estudio de soltero poco espacioso, decorado con buen gusto. El orden reinante era tan escrupuloso que me aturdió. ¡Me resultó prodigiosamente asombroso! Los tres candelabros encendidos encima de la mesa, la línea de pinturas tamaño postal de Gustav Klimt que colgaba en la pared del pasillo del baño, los libros en un anaquel de dos metros de alzada, todo respondía a una organización que me pareció de un rigor matemático.
―Eres muy ordenada ―le dije. Mi afirmación, en lugar de complacerla, pareció perturbarla. Se recogió con una horquilla el pelo rizado que caía sobre sus hombros, me atrajo hacia ella y me besó con pasión de colegiala. Sus labios temblaron. Luego me dio la espalda y buscó en la alacena un sacacorchos y me lo pasó. Mientras destapaba el vino, paseé la mirada por el interior de la alacena y me quedé pasmado. Encima de los estantes descansaban frascos de especias, cajitas de té, pucheros de miel, sal y azúcar y una variedad de marmitas con granos y semillas en una disposición tan armoniosa que recordaba una instalación artística.
Se llamaba Andrea. Habíamos tomado una clase de Geometría juntos en la universidad. Durante todo el semestre ella me habló una sola vez. Simplemente se me acercó y me preguntó de sopetón cuánto medía de estatura.
―¿Para coserme la mortaja? ―recuerdo que bromeé. Ella palideció un poco y cuando le di el dato se alejó de mí y me ignoró hasta tres días atrás, cuando al salir del metro en la calle 145, envuelta en el mismo misterio de la primera ocasión, me dijo que había estado esperando por mí. Extrañado, me encogí de hombros y me dejé conducir por la avenida Amsterdam hasta un barcito acogedor, que por el micrófono instalado en una tarima diminuta y las cintas de colores que flotaban en el techo imaginé que durante las noches se llenaba de esos seres melancólicos que ya no esperan nada de la vida.
Nos sirvieron un té en unos vasos enormes. Ella abrió su cartera y sacó un papel amarillento y me lo tendió. En la imagen se podía apreciar la representación gráfica del logaritmo neperiano, y más abajo un cálculo matemático cuyo resultado terminaba en X
más Y
.
―Mujer y hombre ―expresé sin convicción. Andrea se alegró. Me pasó una tarjeta con su dirección y me pidió que fuera a su casa el sábado siguiente, a las cuatro de la tarde.
―Ve preparado ―me dijo, y me besó efusivamente y con tanto ardor que decidí que por nada del mundo faltaría a la cita.
Andrea tomó dos copas, llenó una hasta la mitad y luego la otra a la misma altura. Pese a que ese afán de exactitud me pareció enfermizo, reconocí que la delicadeza con que ella escanciaba el vino le agregaba gracia y una rara pureza como de bosque secreto a su figura esbelta. Bebimos un trago mirándonos a los ojos. Tomé la iniciativa de llevarla de las manos hacia la salita, la acomodé en el sillón de la computadora y la besé.
―Delante del espejo no ―me rechazó. Reparé entonces en el espejo de la pared que recogía con dulces trazos una porción de la estancia. Andrea se volvió a la computadora, buscó su archivo de música y por la vivienda comenzó a flotar una singular mezcla de tambores y violines. Sentí como si un pájaro negro sobrevolara mi cabeza buscando la salida de aquella red de sonidos. Andrea se puso en pie y me pidió que la acompañara a la habitación. Entramos. La cama, enorme, estaba tendida con un manto en que se veía trazado un cuadrado enorme embutido en un círculo. El hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci
, reconocí de inmediato. Y me figuré que Andrea, antes que nada, deseaba que me tendiera encima para calcular si las proporciones de mi figura humana estaban a la altura de sus exigencias.
―La longitud de los brazos extendidos de un hombre es igual a su altura ―murmuró ella, adivinando mis pensamientos. Con expresión concentrada, empezó a quitarme la camisa. Cuando terminó con el último botón, hizo un movimiento tan extraordinario que me quedé sin aliento; tomando la camisa por el cuello, la lanzó al aire y según esta bajaba, moviendo los dedos con una agilidad impecable, acomodó en líneas rectas las mangas y los bordes de la tela y fue y la colgó en un clavo de la puerta del armario. En mi cabeza, en vez de una mujer colgando una camisa, se grabó la imagen de un domador de halcones contemplando a su ave posada en su brazo extendido.
Detrás del espaldar del lecho había una ventana cuya cortina de un rojo sangre cruzaba el cristal transversalmente, formando dos triángulos equiláteros, uno de luz y otro de sombra. Por el de luz se apreciaba un manzano, a la sombra del cual descansaba una pequeña canasta y delante de la canasta una banqueta.
Una vez desnudo le advertí que la persona que se sentaba en la banqueta podía salir en cualquier momento y nos podía espiar.
―Por ahí solo ronda mi gato ―aseguró ella.
Me dejé tender en la cama. Por su expresión supe que había pasado la prueba. Andrea se salió del vestido y desplegó ante mis ojos su maravillosa habilidad de colgar las prendas de vestir. Los senos y el sexo parecían de una niña. Un hada madrina había agitado su varita mágica y ¡zas!, la niña de doce