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Perdidos en Babilonia
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Libro electrónico175 páginas2 horas

Perdidos en Babilonia

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Son los cambios, los trastocamientos y las metamorfosis los reales imperativos puestos de manifiesto en esta magnífica primera novela de José Acosta, destacado escritor de nuestra diáspora. La metamorfosis de un hombre que va de nombre en nombre en busca de su desintegración; los trastocamientos de los tiempos narrativos, que provocan una angustiante sensación de vértigo; los constantes cambio en los espacios, las geografías múltiples: el Caribe rural y urbano, Nueva York. También inciden la zona negra de los cultos al Maligno, el orbe tenebroso de las sectas, ambiciones y conflictos personales: todo ello mezclado en un cóctel objetivista a veces, otras mágico-realista, que hará de la lectura de este libro una experiencia irrepetible.

 

Editora Nacional de la República Dominicana

IdiomaEspañol
EditorialJose Acosta
Fecha de lanzamiento12 ene 2022
ISBN9798201947507
Perdidos en Babilonia

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    Perdidos en Babilonia - Jose Acosta

    Oh clemente, oh piadoso

    ––––––––

    Oculos habent et non videbunt

    Aures habent et non audient

    Deseo expresar mi gratitud al profesor Esteban Torres, por los documentos y datos que me proporcionó sobre el tema del ocultismo; a mi padre, el ex primer teniente Juan Acosta, a quien consultaba a cada momento acerca de la vida militar, y a los escritores Eduardo Lantigua, Rubén Sánchez Féliz, Ramón Codina, Omelino Bermúdez y Luis Manuel Ledezma, por sus sabias lecturas.

    JOSÉ ACOSTA

    PERDIDOS EN BABILONIA

    ––––––––

    PREMIO NACIONAL DE NOVELA

    Manuel de Jesús Galván, 2005

    República Dominicana

    Acosta, José, 1964-

    Perdidos en Babilonia [texto] / José Acosta.  —1a. ed.—Santo Domingo: Secretaría de Educación, 2005.

    2da. ed. –Nueva York: Techo de Papel Editores, 2018.

    Novela dominicana. 2. Literatura dominicana del siglo XXI.

    © 2005 Segunda edición: José Acosta

    ©Ilustración de la cubierta: Chiqui Mendoza (El barón del cementerio).

    ©Fotografía de la ilustración de la cubierta: Centro León 

    ©Fotografía del autor: Mario Acosta

    Todos los derechos reservados por el autor conforme a la ley. No se permite la reproducción total o parcial, en ningún medio o formato, sin autorización previa y por escrito del titular del Copyright.

    Impreso y hecho en los Estados Unidos.

    Made & Printed in the USA.

    Correo electrónico: joacosta29@gmail.com

    CAPÍTULO PRIMERO

    1

    En un sombrío rincón de la cafetería Esmeralda, ajeno a la música y al murmullo de los bebedores, dormía, sobre una mesita redonda de madera carcomida, un enorme gato negro de pelambre reluciente. Solo cuando el sargento Larry González explotaba de risa, sacudiendo su monumental e incómoda anatomía, el felino sacaba de entre las patas su cabeza esponjosa, iluminaba con los colmillos su carita arrugada al bostezar, y volvía a marcharse del mundo. Para desgracia del gato la risa del sargento era frecuente, inesperada, estrepitosa y solo iba en beneficio del felino el hecho de que la risa, al final, descendía atenuada la escala sonora hasta culminar en un chirrido de succiones de baba.

    Entre este mastodonte y el gato existía cierta relación que los complementaba y hacía de ellos, en aquel rincón, un cuadro si no agradable, al menos ligero y enternecedor: al sargento Larry González, pese a su tamaño descomunal, un rostro de niño obeso y una cierta ligereza en sus movimientos le suavizaban su pesadez, confiriéndole ese sigilo ondulatorio, esa flexibilidad propia de los gatos.

    Riendo como si la atmósfera fúnebre de la cafetería le produjese un gozo irrefrenable, nadie vería nada monstruoso en el hombre que ahora recibe de la dueña del negocio, la albina Esmeralda, con un gesto de complicidad, un sobre sellado a la usanza decimonónica, y luego sale del establecimiento no sin antes detenerse a acariciar con expresión concentrada y visiblemente amorosa el lomo de su vecino. Pero Larry González lo era, y su monstruosidad podría juzgarse más terrorífica, porque, en vez de eludirla tras vaticinar su advenimiento, dejando de lado un mundo abiertamente insano y aberrante, la acogió como el náufrago la tierra firme.

    Pasar del bien al mal fue para el uniformado como cruzar de un mundo dormido a otro despierto, agitado y en constante ebullición, donde había que estar alerta, como bajo la amenaza constante de una adversidad desconocida e inminente. Al principio tuvo la sensación de haberse encerrado por voluntad propia en un espacio angosto, limitado, fuera del mundo real. La vida, otrora cándida y cargada de sueños, amenazaba con mostrar su lado árido y vacío, desapareciendo con ello la fuente de su risa. Para sobreponerse, tuvo que descodificar su nuevo mundo, y luego armarlo a su arbitrio, contra el orden regular de la naturaleza, como ordenan los niños soldaditos de plástico en ilusorios campos de batalla.

    Fue durante este período de transición que, una tarde, alicaído y presa de desesperanza, la albina, al vislumbrarle en el semblante una brizna de remordimiento, le advirtió, con tono preocupado y no menos severo, que el hombre sin ideales ni esperanzas se convierte en monstruo.

    —No se deje secar, Larry. Recuerde que resulta imposible vivir sin un mínimo de esperanza, y aquellos que la pierden tienden a aniquilarse, suministrándose el suicidio sin mucho escándalo o llevando una existencia plana y opaca como la de los hongos en el tronco de los árboles. Su actitud, por consiguiente, los torna inofensivos, irreales, aunque decidan guardarse de la muerte. Y nosotros... —añadió la albina aquella tarde con los ojos llenos de fuego—, nosotros no queremos tipos como esos, ¿no, Larry?

    Pero Esmeralda sabía, por su aguda percepción, que el uniformado no encajaba en esa categoría: pese a que la vida le dio múltiples motivos para ello, Larry González nunca abandonó sus ideales y esperanzas. La monstruosidad del policía era más fina, más noble; tan sublime y delicada como la silenciosa invasión del veneno en el organismo o el filo helado de la daga.

    Misiva en mano y con la chirriante risa jugueteándole en la boca, el gigantón, al pasar por la puerta, oscureció con su cuerpo el interior de la cafetería, y al tropezar en la acera con un hombre enjuto, lánguido y como hecho de palo, después de pasmarse por un segundo ante aquella figura de perfiles caricaturescos, llegó al paroxismo de su alegría estallando en broncas carcajadas. La torcida rigidez que adoptó aquel hombre, abrumado por la risa del policía, recordaba la pose ridícula de los espantapájaros.

    Larry González, apenas se dominó, cruzó la avenida a grandes zancadas resueltas, ladeando su semblante voluminoso con el propósito un tanto inconsciente de evitar el ventarrón de aire cálido y saturado de humedad que ascendía del Hudson anunciando tormenta.

    Colocó el sobre de Esmeralda en el tablero de la patrulla y se perdió por la avenida a toda velocidad. La vida de un hombre, según predicciones de la albina, dependía de esa carta, y la emoción que el uniformado expulsaba a borbotones por la boca en forma de risa se debía en parte a que ardía en deseos por encontrarse con aquel hombre, a quien, según afirmaba, le había torcido felizmente el destino.

    Para el uniformado existir no era sino lo que del pasado en la mente se ilumina, y por ello aseguraba que el ser humano solo vive en los instantes en que el destino se le tuerce. El destino de Larry González sufrió su primera torcedura, como revelaría alguna vez, catorce años atrás, tiempo en que este agente de la Policía de la ciudad de Nueva York respondía —porque con él había nacido— al nombre de Juan Pujols, un recluta de la Fuerza Aérea Dominicana que gracias a haber terminado tres semestres de Derecho, y por otras razones menos académicas, servía de amanuense al comandante de la base militar de la ciudad de Santiago.

    El sargento Larry González o, mejor dicho, el recluta Pujols, fue a parar a un campamento militar por las mismas razones que van a parar a esos centros castrenses de países tercermundistas y, por consiguiente, sin capacidad ni posibilidad bélica, individuos inteligentes que se precien en su justo valor: cuando la situación económica apaga todas las luces del porvenir y solo deja encendidas las de la oficina de reclutamiento.

    Todos los seres que pudieron haberle evitado el nada envidiable servicio militar y con ello salvado, acaso, del mismo infierno, se fueron quedando atrás, en el sendero de la vida, como si la pesadez del encargo los hubiese apresurado a marcharse al cementerio. El único familiar que se dignó hacer algo por él, un tío beodo de natural risueño y despreocupado que prácticamente vivía de la caridad pública —incordiado, la verdad sea dicha, por su mujer, la cual no despreciaba oportunidad para gritarle: Toño, no hay manera de mirar hacia lado alguno de esta casa sin ver un pedazo de tu sobrino. ¡Creo que me voy a volver loca!—, lo tomó de la mano una mañana para llevarlo a las filas del enganche.

    —Cuando te vean la salud, muchacho —lo consoló el tío palmeándole la espalda—, te van a hacer sargento en menos de lo que canta un gallo.

    En cierta forma, la predicción del tío se cumplió: tres meses en la base militar y el futuro abogado fue llamado, ahora vestido de recluta con uniforme de camuflaje, sucio a causa de limpiar el polvo a los aviones que hacía un cuarto de siglo que no volaban ni nadie, que no fuera un suicida, se atrevía a volar, fue llamado, repito, a la oficina de comando, junto a otros soldados de diferentes batallones con algún adiestramiento mecanográfico; a saber: útil para el manejo de una máquina de escribir obsoleta que adornaba como un piano diminuto el maltrecho escritorio del comandante.

    Cuando el general Pérez Cueva sintió que medio estado mayor se llenaba de sombra, buscó la procedencia de esa sombra y no la halló en el soldado Giminián, el cual carecía de follaje pues a leguas se veía que había comprado varias pulgadas de estatura a los del enganche para poder ser admitido en las filas de la Armada. Desechados por razones similares los soldados Rodríguez, Rosario y Calzado, el general Pérez Cueva tuvo que levantar la mirada y, por fin, dio con la causa de aquella escasez repentina de luz en su oficina. Examinando el currículum del causante, el jefe comprobó que este bien cabía en su carro y ostentaba tamaño e instrucción suficientes para servirle de secretario, chofer y guardaespaldas.

    Cuando el recluta Pujols escuchó de su superior sus nuevas responsabilidades, no pudo contener por más tiempo la risa acumulada en su carita regordeta, que le brincaba en los labios como una bailarina. El general Pérez Cueva tomó como manifestación de felicidad aquel estallido que provocó un débil oleaje en su vaso de Brugal y un cosquilleo metálico en sus orejas. La carcajada onduló por Usted será mi mano derecha, Pujols; serpenteó por usted será mi secretario, mi chofer particular (aquí la risa se intensificó) y, como un voto de confianza por su trabajo a favor de la patria de Duarte, Sánchez y Mella, usted se encargará de trasladar a la universidad a mi hija Laurita, que es la niña de mis ojos.

    El recluta Pujols casi se cae de la risa al escuchar las últimas asignaciones, que incluían idas al supermercado con mi señora, doña Lucrecia; limpieza del jardín y del Chevrolet... El comandante de la base aérea de Santiago lo despidió con un trago de ron, riéndose también, satisfecho con su adquisición. En ese mismo escritorio, así como lo despidió, lo esperaría siete meses después, pero además de empuñar un vaso de ron, empuñaría, en su mano temblorosa, ¡coño!, de general, una pistola.

    ––––––––

    2

    La verdadera causa de la contratación del escribiente no guardaba relación alguna, salvo en lo concerniente a Laura Pérez, con las asignaciones expuestas por el jefe aquella mañana en la que el recluta Pujols fue sacado de su campo de batalla en su guerra contra la proliferación del óxido en los aviones. Desde su llegada a la base ya el general le había echado el ojo al tipo nuevo, mi comandante, que hay que mandarle hacer el uniforme porque en el depósito del ejército no se encontró ninguno de su talla. El haber llamado a otros soldados para la fugaz evaluación fue solo un subterfugio del cual se valió el general para no despertar recelo en la tropa. Tras pasar una semana de prueba en la que el risueño recluta conquistó a la familia, el general Pérez Cueva, una tarde de tragos en la galería de su casona, entre risotadas y secreteos, le explicó a su mano derecha, de manera escueta y no por ello poco precisa, la razón de su entrada en escena en el seno del hogar.

    ―¿Por casualidad, Pujols ―soltó como al desgaire el general, en tanto se aseguraba que sus mujeres conversaban en la cocina―, usted no ha visto, charlando con mi hija, a un jovencito de rostro de muchachita, atlético, como sacado de una telenovela?

    El recluta respondió con una carcajada que por poco agrieta el vaso de ron Brugal que el general Pérez Cueva balanceaba según el ritmo de la conversación.

    ―Pues bien, mi recluta ―dijo como si no fuera una orden―, esa piedra hace mucho que entró en mi zapato.

    Sin ser zapatero y dando muestras de un agudo, y en ese entonces inofensivo, poder de persuasión, el recluta Pujols consiguió que el general Pérez Cueva caminara sin molestias en su calzado y se convirtió, al mismo tiempo, en el paño de lágrimas de Laurita, de suerte que la estudiante de Medicina, presa de la angustia, buscaba entender, en el pecho del mastodonte, por qué el acicalado Carlos Alfredo, cuando se tropezaba con ella en la universidad Católica, huía despavorido como si de repente descubriera en su cuerpecito menudo, de piernas bien torneadas, la presencia del  mismo demonio.

    ―¿Será que ya no me quiere, Pujols? ―lloraba, inocente, la niña de los ojos del general.

    ––––––––

    3

    La noticia se esparció como reguero de pólvora por los cuatro costados de la base militar. Gracias a que el cuartel, que servía a la tropa de dormitorio, no estaba edificado en uno de esos costados, el recluta Pujols, que dormía como un dinosaurio bajo la telaraña de un mosquitero, fue el último en enterarse.

    Como suele suceder, las noticias que corren de boca en boca se van distorsionando hasta adquirir la categoría de rumor. Por ello, al capitán Salcedo Trinidad, quien dirigía la no muy arriesgada, pero no por ello menos encomiable operación de eliminación de malezas que atentaban con borrar la pista de aterrizaje a varios kilómetros de la comandancia, solo le llegó el infundio, de dudosa procedencia, de que habían matado a puñaladas a la hija del general

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