Pájaros en la cabeza, mariposas en el estómago
Por ¡¡Ábrete libro
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¿Cómo se escribe una historia de amor? Mejor dicho, ¿desde dónde se escribe? Desde las cenizas del estómago, si es que el amor ha muerto. Desde el silencio del cielo de la boca donde se agolpan las palabras que no saldrán porque no pueden ser dichas. Desde el dolor de los ojos cuando se ama a un imposible. Con una sonrisa entre sábanas revueltas. Si el corazón quiere aportar ideas dejémosle, pero cerremos la puerta al cerebro, que sólo vendrá a poner orden y a incordiar. Una historia de amor se escribe sentado en un banco viendo morir la tarde, sale directamente del crujir de una hoja seca, del aroma de la tierra, de mirar tus manos y no poder acariciarlas. De un silencio impertinente, de las palabras calladas, de una puerta cerrada, de un buzón vacío. Esto ya forma parte de los amores que matan. Con una palabra tenemos bastante para levantar un castillo que sólo vemos nosotros. Amor de cristal.
Incluye los siguientes relatos:
El amor de Leopoldo y Angelina (Raoul)
Realidades (Fedor Yanine)
Cuestión de cuernos (Vientoo)
Reencuentro (Meiko)
Lila (Yolanda Boada Queralt)
La aflicción del ególatra (Jaime Arroyo Vinuesa (naide))
Amor eterno Josi M. C. (Minnie)
El mercader de nubes (Eleonor Abaurrea)
Sensaciones ascendentes (Alejandro Diego (Desierto))
Melodía para dos (Ma Isabel Martínez del Moral)
Amor maldito, maldito amor (Ma Elena Chavero)
Héctor (Yolanda Galve (Ororo))
Desconfiado (Rafael González)
Peregrinos (Arwen_77)
Aurora boreal (Ángela Piñar)
Para siempre (Armando Relaño Pérez)
Vivir en el delirio (Àngels Gimeno)
Locura de amor (Sabino Fernández Alonso - Ciro)
Cardiomegalia (Conphoos)
La tentación de Eva (Nelly)
Único (Ismael Manzanares (Isma))
Una declaración de amor (elultimo)
En un lugar del sur de España (Mariluz Lozano Gago, Katia)
Recuerdos del pasado (Alba Morales Rosa)
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Pájaros en la cabeza, mariposas en el estómago - ¡¡Ábrete libro
El amor de Leopoldo y Angelina
Raoul
Alboreaba con las primeras luces del año 1901 el nuevo siglo, cuando mi tatarabuelo, el gran Leonardo de las Virtudes Sandoval, decimoséptimo conde del Vioilo, héroe superviviente de la guerra contra el yanqui y primer español contemporáneo diagnosticado de estrés postraumático, sintió que «esta tonta travesía sobre la nada que es la vida» llegaba a su término. Así que mandando llamar a toda prisa a su vástago unigénito —que en ese momento regresaba de celebrar la Nochevieja—, lo miró de arriba abajo con ojo crítico y luego de carraspear un poco y de ordenarle que se quitara el zapato de la oreja, le habló de esta manera sencilla a la par que solemne:
—Leopoldo, he pensado que me muero. No volveremos a vernos, hijo mío. Todo el patrimonio y la fortuna de los Sandoval quedarán desde hoy en tus manos. A ver qué haces, porque, aunque no nos conocemos mucho, me da que eres un poco bruto. Ahora escucha bien e imbúyete de estos conceptos que te transmito, obra de mi experiencia… No bebas, pero si bebes procura no derramar el líquido por los bordes. No fumes más de la cuenta, que te atufarás. No te acuestes tarde, que trasnochar da dolor de cabeza. No juegues, que es vicio feísimo. No te digo que no vayas con malas mujeres porque eso sería una redundancia: no hay ni una buena. Así que no pierdas el tiempo; elige la que te parezca más tonta, que ésa aún te dará ciento y raya. No te presentes tarde a las citas, que resulta de mal tono. Pero tampoco llegues pronto ni seas puntual, que eso es de apocados. No te hagas el gracioso en las tertulias. No uses botines blancos los días de lluvia. Cuando no hables, no te quedes con la boca abierta. Abrígate si ves que hace frío. No te metas en política. No te hartes de chocolate. No abuses del café. No se te ocurra jamás comprarte un loro... Fuera de todo esto y de alguna cosa más de la que ahora mismo no me acuerdo, puedes hacer lo que te dé la gana. Adiós y suerte. Y márchate ya, que esto de morirme me está costando más de lo que me creía.
Aprecien, Sras. y Sres. lectores, en esta patética escena, las congojas del rey que se va y la ineptitud del rey que le sucede. En el memorable discurso de don Leonardo, fielmente recogido en el cronicón familiar, aletean el mismo agorero presagio, los mismos sombríos augurios que le venían a Felipe II cuando, en su lecho de muerte, pensaba en su hijo. Si, en efecto, Felipe III fue una calamidad para España, Leopoldo María Sandoval Goncharov, decimoctavo conde del Vioilo, fue las diez plagas de Egipto para la noble casa de los Sandoval. Y no tuvo para ello necesidad de ningún Lerma que le ayudara ni de ningún Moisés que le fuera dando la vara. Él solito se las arregló para conducirse, con movimientos de pato mareado, al borde del abismo, porque… Porque lo diré de una vez y sin paños calientes: mi bisabuelo era tonto. No algo tonto, no tonto vulgar, no medio tonto sino un tonto de verdad, un tonto completo, un tonto con genialidades de tonto y medio. Sólo así se entiende que una termita, una polilla del tamaño de Angelina Sáez Monterini pudiera meterse en su vida para causarle tan colosal destrozo en muebles, inmuebles y bolsillos sin que él hiciera otra cosa que abrirle de par en par todas las puertas y reírle, una a una, todas las gracias.
Y el caso es que los primeros pasos de Leopoldo solo por el mundo mostraron cierta derechura y notable fuste, dando la impresión de estar su dueño decidido a que se dijera de él que era «un chico muy formal». Se acostaba pronto, se levantaba temprano, no faltaba a misa sino los días que estaba enfermo, era moderado en las comidas, frugal en las cenas, aparte de agua y del chocolate de la merienda no bebía más que un poquito de rosolí «para coger el sueño», obedecía siempre los consejos de su tío Baldomero —a quien nombró secretario y administrador de su hacienda—, no contraía deudas, no pisaba un casino ni un hipódromo así le mataran, y se guardaba de líos de faldas como del demonio. En suma, era un devoto y religioso cumplidor de los preceptos que su padre le había expuesto en su arenga del 1 de enero, que para él representaba poco menos que otro Sermón de la Montaña. Sólo dos pasiones parecían dar algo de color a su sosísima existencia. La primera consistía en una desmedida afición por la ornitología, ciencia a la que consagraba la mayor parte de su tiempo libre (o sea, aquél que no dedicaba a dormir). Era en efecto su mayor gusto realizar frecuentes excursiones al campo, de las que invariablemente regresaba con un cuaderno emborronado de dibujos, una jaula llena de pájaros, tres o cuatro chichones (producto de su escasísima habilidad para trepar por las ramas en busca de nidos) y sabiendo imitar con tal gracia y exactitud el canto del estornino pinto o de la curruca zarcera que daba verdadera gloria oírle. Las aves capturadas no iban a parar a la cazuela sino a una amplia habitación de la planta superior del palacio en la que sólo entraba Leopoldo, no porque lo tuviera prohibido a nadie sino porque nadie, ni miembro del servicio ni visitante forastero, se atrevía a penetrar en un lugar que, por el ruido y comportamiento de sus ocupantes, bien merecía el nombre que alguien le puso de «manicomio plumífero» o «infierno pajaruno».
La segunda afición de Leopoldo, que fue la que finalmente provocó su decaimiento y ruina, tenía clara relación y evidentes concomitancias con la anterior. Si tanto se pirraba el pollo por el dulce y melifluo trinar de los angélicos y diminutos seres alados, poco puede extrañar que le apasionara el variado y alto gorjeo de los bípedos terrestres y humanos. Vamos, que mi bisabuelo era un fervoroso amante de la ópera, un fanático absoluto del canto sopranesco y tenoril, que antes se arrojaría desde el Viaducto que perderse un estreno en el Real. Nuestra familia poseía un palco en el teatro y allí se le veía siempre que el telón se alzaba, con los anteojos en una mano, un cucurucho de altramuces en la otra, el programa de la obra en el antepecho y la expresión ingenua y arrobada en el rostro.
Pues bien, en una de esas veladas se fraguó la catástrofe. Minutos antes de una representación de Rigoletto, la celebérrima soprano Lita della Grande Croce pisó entre bastidores la cola de un gato, con tan mala suerte que del susto que se llevó (ella, se entiende) dio un salto y se le enredó el zapato en una cuerda unida al decorado del primer acto de cuyo extremo tiraban en aquel preciso momento, con un entusiasmo más hijo de la prisa que del amor al trabajo, dos operarios asturianos. De resultas de esta fatídica concatenación de circunstancias, la legendaria cantatriz ferraresa acabó desparramada por el suelo de muy mala manera, con un golpe en la base del cráneo que le privó primero de la peluca rubia y luego del sentido. Enorme revuelo y precipitadas carreras se produjeron en socorro de la diva, que fue transportada entre gritos y lamentos de todos los presentes a su camerino. Allí, y por largo espacio, se le aplicaron sales, bofetadas y cubos de agua sin óptimos resultados… Muy sudoroso, el director del teatro se asomó al proscenio para preguntar si entre el respetable público había un médico. Un brazo se levantó en el patio de butacas. Dicho brazo resultó pertenecer a un mofletudo caballero del que después se averiguó que en realidad era un callista especialista en uñeros al que una cliente agradecida le había cedido el billete de entrada. Recibido como un Hipócrates resucitado o un Galeno revivido, el orondo señor fue rápidamente conducido al camerino de la artista, donde se le hizo depositario de todas las esperanzas. Tras someter a la accidentada a un riguroso examen ocular, tomarle el pulso en tres ocasiones y, cosa que provocó la admiración general, quitarle el calzado, el supuesto médico anunció que, en su calidad de facultativo, podía asegurar sin miedo a equivocarse que aquella señora se había dado un buen porrazo en la cabeza y que si no despertaba de su inconsciencia él personalmente encontraba muy difícil que pudiera cantar esa noche. Concluyó diciendo que, sin embargo, no todo eran malas noticias, pues en verdad jamás había visto unos pies más sanos y mejor cuidados.
Se tiraba de los pelos el director del teatro, lloraba a lágrima viva la madre de Lita della Grande Croce, amenazaba el agente de la italiana con denunciar al teatro por dejar félidos sueltos sin ton ni son, se culpaban mutuamente los asturianos por el inopinado tirón de cuerda, mostraba el callista al barítono signor Monteforte la rara perfección de las plantas de la ilustre hija de Ferrara, cuando desde un rincón se abrió paso una jovencita muy rubia y de aspecto timidísimo ataviada con prendas medievales. Acercándose sigilosamente al director se puso de puntillas y le susurró algo al oído. Abrió éste mucho los ojos y, atónito, miró a la joven. Luego la llevó fuera y habló con ella un par de minutos. A esa conversación terminó uniéndose el director de orquesta. A lo lejos se escuchaba el siseo del público impaciente. Finalmente, el director del teatro cogió oxígeno, musitó algo que sonó a un «no hay otro remedio, que sea lo que Dios quiera», y, dando dos palmadas para reclamar sobre sí la atención, dijo:
—A ver, señores, todos a sus puestos. La función va a comenzar. Considerada la… indisposición de la signora Della Grande Croce, indisposición que soy el primero en lamentar y que, desde luego, originará la apertura de una investigación para esclarecer de quién es el gato —y aquí dirigió una mirada circular y fulminante que parecía avisar: «Y que ése se vaya preparando»—, y, en fin, no contando con sustituta oficial, se hará cargo de la parte de Gilda, evitando así la suspensión del espectáculo, esta señorita del coro que asegura saberse el papel y que… ¿Cómo ha dicho Ud. que se llama, señorita?
La «señorita», que permanecía a su lado con las manos entrelazadas por delante y aire de virgen heroica dispuesta al sacrificio, pronunció con una voz cristalina de la que escapaba un halo de modestia:
—Angelina Sáez Monterini.
Angelina Sáez Monterini, Sras. y Sres. Aquí la tienen. Éste es el nombre: un terrible sarcasmo en rima consonante con Mesalina o Agripina, hembras de su misma ralea y condición. Y ésta es la mujer: la pura perfidia hecha rubia, un demonio, un vampiro femenino arrojado al mundo para chuparle la sangre y sacarle los higadillos a los Sandovales vivos y quebrar las ilusiones y fortuna de los Sandovales por vivir. Duras sin duda les sonarán estas palabras, pero conozcan Uds. los hechos y juzguen después si no le faltan razones a esta biznieta para hablar así de su bisabuela.
No se hallará rastro en la prensa de la época del debut de la Monterini, lo cual no deja de resultar extraño, dadas las circunstancias que lo rodearon. Cómo estuvo aquella noche es, por tanto, una incógnita, un misterio musical que permanece en una oscuridad casi absoluta, pero conociendo a la individua bien puede apostarse a que, como mínimo, no cantó mal. Porque Angelina era una mujer incapaz de hacer nada mal, ya fuera sostener un mi bemol, cocinar una tortilla de patatas o clavarle a uno por la espalda una daga florentina. De todos modos, lo que importa no es lo que pasó sobre el escenario sino lo que sucedió en un palco del segundo anfiteatro donde un señor llamado Leopoldo comía altramuces.
Y lo que ocurrió no fue propiamente un flechazo. Mi bisabuelo se enamoró de mi bisabuela con la misma furia y desesperación con la que su padre Leonardo había disparado contra la marina estadounidense el último cañonazo de su carrera. Fue salir «ella», la «Venus rubia», agitar su dorada melena de princesa vikinga, dar dos saltitos, abrir la boca y echarse en brazos del bufón jorobado y sentir él un bombazo en mitad del pecho y que los altramuces se le iban por las vías respiratorias. Al acabar el primer acto, cuando Angelina gritaba pidiendo socorro, Leopoldo necesitaba de ese socorro con más urgencia que ella; al finalizar el segundo, mientras Angelina suplicaba piedad para el pérfido duque, en su palco Leopoldo pedía piedad para sí mismo; al terminar la ópera, al tiempo que Angelina moría entre estertores fingidos, Leopoldo, bañado en lágrimas auténticas, le juraba amor eterno más allá de la muerte.
Al regresar a su casa, mi bisabuelo, incapaz de contener el candente gusanillo que le devoraba el pecho, pasó por la de su tío Baldomero, le obligó a salir de la cama y, temblando de pies a cabeza, le dijo:
—Tío, sé que no son horas… ¡Pero yo me caso!
No fue la cosa tan fácil, sin embargo. Mi bisabuela asumió con carácter definitivo el papel titular de Gilda, no porque Lita della Grande Croce dejara de recuperarse de su monumental batacazo, no, sino porque la famosa diva ferraresa se negó rotundamente a volver a pisar un lugar en el que «había sido víctima de un atentado anarquista» (se averiguó, en efecto, que el dueño del gato era un portero cuyo hijo mayor mantenía relaciones con la nieta de un cajista que se desenvolvía en ambientes revolucionarios) y en el que, además, se le había prestado una atención médica de calidad ínfima (acusación ésta que motivó la airada reacción del gremio de callistas, que emitió un comunicado en el que, tras quejarse de la ingratitud de la señora Lita y de su menosprecio, «fruto seguramente de la ignorancia», hacia una profesión tan honorable como imprescindible, le recomendaba, en una amenaza escasamente velada, no padecer nunca juanetes en España).
Leopoldo asistió a aquellas representaciones de Rigoletto sin perderse una sola. No sólo en eso fundaba sus esperanzas de enamorado, naturalmente, pues no era tan tonto como para ignorar que si él no tenía ojos más que para la Venus rubia, la Venus rubia no tenía siquiera noción de su existencia. Así que, al acabar cada función, enviaba a su amada un oloroso ramo de rosas rojas junto a una tarjeta en la que, con frases de tono más encendido que las rosas, le ofrecía su henchido y atormentado corazón. Angelina aceptaba los ramos pero, por lo demás, no mostraba ningún interés por los órganos internos de mi bisabuelo. Abatido éste a causa de los infructuosos resultados y el nulo avance de su campaña de conquista, consultó el problema con su tío Baldomero, el cual, tras darle muchas vueltas a la cosa y como hombre práctico que era, sugirió:
—A ver si va a ser que no le gustan las flores…
No le pareció a Leopoldo que su tío hubiera dicho ninguna tontería. Así que resolvió cambiar de táctica. Subió al último piso de su casa, hizo un severo escrutinio entre el personal y, esa misma noche, Angelina Sáez Monterini recibió en su camerino, en vez del acostumbrado ramo de flores, una graciosísima pareja de alcaudones dorsirrojos, a los que siguieron, en posteriores, sucesivos e ininterrumpidos envíos, una garbosa curruca tomillera, tres bonitos jilgueros, un simpatiquísimo reyezuelo listado, dos elegantes currucas cabecinegras y un espectacular somormujo lavanco que Leopoldo mismo había cazado, con considerable riesgo para su persona, en las lagunas de Ruidera.
Por fin la montaña pareció vacilar y la diosa pareció descender de su Olimpo para hacerse carne mortal. Quiero decir que por fin mi bisabuelo obtuvo premio a sus muchas fatigas, y una tarde en la que se acicalaba para ir a la ópera, con una jaula al lado en la que dormitaban un mosquitero musical y una tarabilla norteña, le llegó respuesta de la Venus. Con mano temblorosa acertó apenas a abrir el sobre y leyó el mensaje que contenía presa de una excitación que con facilidad pueden Uds. imaginar. Decía así:
«La señorita Sáez Monterini agradece al condesito del Vioilo el interés que se toma por ella y le agradecerá mucho más que, de aquí en adelante, se abstenga de mandarle ni un solo bicharraco.»
Leopoldo se quedó estupefacto.
—¿Pero qué clase de mujer es ésta a la que no le gustan ni las flores ni los pájaros?
Porque en la mentalidad de mi bisabuelo resultaba inconcebible y casi antinatural que el corazón de una muchacha no palpitara con los efluvios de la primavera. ¿Y qué eran y qué son las aves y las flores sino puras emanaciones de la primavera, esa estación de amor y esplendor?