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Cuentos en el bolsillo
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Libro electrónico255 páginas2 horas

Cuentos en el bolsillo

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Información de este libro electrónico

Veinticinco historias que contar: afiladas, tiernas, sorprendentes, excitantes, nostálgicas.
Veinticinco cuentos que leer: vida y muerte, amor y deseo, fantasía y realidad.

La muerte en un bolsillo [Juan E. Artacho]
Bienvenidos a la casa de los esclavos [Walter Wesson]
El club de los kekos muertos [Yolanda Boada Queralt]
El hombre de la camisa blanca [Estrella de mar]
Mientras amanece [Nieves Muñoz de Lucas]
Tacón de aguja [Raúl Frías]
El día en que se resquebrajó el cielo [Aránzazu Mantilla]
Santa Marta [Jaime Cantó]
Un desnudo y dos cervezas heladas [Berlín]
Año del Señor de 1489 [Xavier Beltrán]
Madrid [Carlos Roncero]
Martes [Marta Currás]
El Tejedor [Rafael González]
El viejo y el espacio [Ismael Manzanares (Isma)]
Por que no hay que fiarse nunca de los chinos o el inventor de la mala fortuna [Sabino Fernández Alonso (ciro)]
El soñador y la sombra [Alejandro Diego (Desierto)]
Fumar mata [Tadeus Nim]
La primera flor de la primavera [P. J. Martínez]
Quisiera ser tan alta [Yolanda Galve]
El gran Mandruke [Antonio Tocornal]
La concubina del señor de Sipán [Jilguero]
La calzada [Martín Lexequias]
Una grúa al cielo [Francisco Ferri]
Los ojos azules de los tigres blancos [RAOUL]
Un último vals [Fernando Nicolás Fantin]

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ene 2014
ISBN9781310203244
Cuentos en el bolsillo
Autor

¡¡Ábrete libro

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    Cuentos en el bolsillo - ¡¡Ábrete libro

    CUENTOS EN EL BOLSILLO

    ¡¡Ábrete libro!!

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada, copiada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, informático, reprográfico, de grabación o de fotocopia, o cualquier medio por aparecer, sin el permiso expreso, escrito y previo del autor.

    Todos los derechos reservados.

    Copyright 2013 © los respectivos autores

    Primera edición: 2013

    Diseño y foto de portada: © David P. González 2013

    Edición a cargo de: Lucía Bartolomé y autores

    Smashwords edition

    Índice

    A los autores de estos cuentos,

    por compartir con nosotros su trabajo.

    En todos los sentidos.

    La muerte en un bolsillo

    Juan E. Artacho

    Se afeitó como siempre aquella mañana. A solas entre el vaho se encontró en el espejo una mirada templada y experta que le daba miedo. Mascullaba mientras se rasuraba y el olor a café se colaba desde la cocina por la puerta entreabierta. No era ni más temprano ni más tarde que todas las mañanas anteriores, pero ese día sería distinto para siempre. Distinto para él, distinto para ella. Se vistió como si ejecutara un ritual bien aprendido, tomando por su orden las prendas cuidadosamente extendidas sobre la cama por su mujer mientras él se había estado duchando.

    Aún estaba acomodándose el jersey cuando entró en la cocina. Ni una palabra, ni una mirada. La Merce, su mujer, movía la cucharilla dentro de la taza de café mirando sin intención a través de la ventana del lavadero, pero estaba concentrada, atenta a los pasos de él, que se acercaba al desayuno que se enfriaba sobre el hule de cuadros. No hacía falta decir nada, ella sabía adónde iba su marido.

    Cuando salió a la calle notó el frío de la mañana y se estremeció; era un frío distinto, como de nevera, como si el otoño se le hubiese metido en los bolsillos hasta convertirse en invierno.

    Mientras conducía, el informativo de la mañana disparaba los titulares desde la radio y alguien con voz petulante intentaba convencer a los oyentes de que el domingo la oportunidad de obtener una película, una camiseta y unas gafas de sol por el precio de un periódico era inmejorable. Abstraído, Velasco intentaba recordar el día que pensó por primera vez que quería ser policía. En cierto modo, durante todos estos años, había olvidado a aquel niño que miraba extasiado aquella gran pantalla…

    "Eran los años cincuenta, en alguna comisaría al este de Santa Mónica, y el humo del tabaco casi nublaba el departamento de homicidios. Dos tipos con sus trajes bien planchados y corbatas serias revisaban un montón de pequeñas fichas buscando algo mientras, al fondo, algunos agentes tecleaban incesantemente en máquinas de escribir tan aparatosas como ruidosas.

    De repente, uno de los hombres dijo aquí está, 1246 de Ocean Drive, apartamento 26, ¡lo tenemos! Y, tras garabatear en un papel pequeño lo que debía de ser la dirección que acababa de encontrar, se lo guardó en el bolsillo de la americana y ambos salieron del edificio calándose sus imponentes sombreros.

    Subieron al coche más ancho que aquel Velasco de once años jamás había visto, con un asiento delantero corrido de puerta a puerta, en una sola pieza y, mientras uno conducía, el otro sacó con un gesto un cigarrillo de un paquete blando, medio arrugado que había rebuscado en el bolsillo de su chaqueta, corto y sin filtro, Lucky Strike podía leerse. Y frotando una cerilla prendió a la primera el extremo del pitillo dando una profunda calada que pareció reconfortarlo bastante.

    Luego separó el cigarro de sus labios y lo miró con gesto de aprobación y extrañeza al mismo tiempo para finalmente expulsar el humo de sus pulmones, poco a poco, como si también pudiera saborear esa bocanada."

    Sobre la repisa del comedor todavía está la foto de Manuel. La foto amarillea y el marco se ve antiguo, como el resto de los muebles. Aún tiene la pequeña raja en el cristal, desde el día que trajeron el sofá, menos mal que no se ha roto señora, no le ha pasado nada. Pero ella veía la pequeña rajita, la que sigue viendo después de tantos años cada vez que pasa por delante, cada vez que suspira, justo debajo del cocodrilo Pepe, no la ves que está ahí, le decía a Velasco cuando volvió aquella tarde. Anda mujer, no se ve nada. Si se hace más grande te compro otro en el híper el sábado. Y ahí sigue la rajita, debajo del cocodrilo.

    Ya hace tiempo que no besa la foto como al principio. Sólo pasa a su lado y suspira. A veces ni siquiera mira, sólo se acuerda del día que vino su hermano Antonio, mira que guapo ha salido Merce, para que la pongas ahí, que se vea bien que tiene buena planta el chaval. La misma foto que cogió la vecina del segundo cuando llegó con el periódico aquella mañana, aquí lo pone Merce, veinticuatro años le han echado a ese desgraciado, que se va a pudrir en la cárcel por lo que le ha hecho a tu Manuel y a los otros dos. Y coge la foto, la mira y sonríe con dulzura, sin ver la rajita debajo del cocodrilo. Pero la madre no se lo cree, que no, que esos luego salen enseguida a la calle, que es todo una patraña, como si hubiesen matado a veinte, es igual, ya nadie me lo va a devolver.

    Conduce como si hubiese estudiado el recorrido infinitas veces, cada calle, cada curva, repetido una y otra vez en su cabeza, como una coreografía ensayada hasta la perfección. En cada semáforo se mira en el espejo, pero no se pregunta si sabe lo que está haciendo, tan sólo confirma que por fin ha llegado el día que esperaba, pero tiene que aguantar la rabia, sin prisas Velasco, llega cuando tiene que llegar.

    "Aquel Buick avanzaba a buena velocidad hacia algún lugar que ambos hombres parecían conocer muy bien. Entretanto se dirigían hacia lo que podía ser un peligroso destino donde, quién sabe, les podía estar esperando la muerte, los dos hombres hablaban con total naturalidad. Sabes, decía el que fumaba, hoy no puedo llegar a casa muy tarde. Es el cumpleaños de la pequeña Susie y tengo que detenerme a comprar unas velitas. Maddie ha hecho un pastel y ha invitado a los vecinos. No tardaremos mucho Mike, respondía el agente Foster girando a la derecha el gran volante blanco del automóvil. No creo que ese bastardo nos robe mucho tiempo. Además, hoy ponen en televisión el partido de los Dodgers y he apostado treinta pavos.

    El coche se detuvo frente a un bloque de apartamentos que a simple vista necesitaba unos arreglos urgentes. Una pequeña valla delimitaba un jardín seco y abandonado en el que un solo árbol mantenía el color en las ramas y, a esa hora de la tarde, proporcionaba sombra a la cara oeste del edificio.

    Para acceder a él había que atravesar lo que alguna vez había sido un camino empedrado entre el césped y subir una escalera hasta el primer piso en el que un largo pasillo distribuía los apartamentos en el lado izquierdo, en tanto que una barandilla dejaba al descubierto el lado derecho. Algunas puertas conservaban en la parte superior los números originales, mientras que en otras simplemente se adivinaban por la marca blanca que destacaba sobre un fondo ahumado por la suciedad y el polvo."

    Cuando por fin llegó a su destino, Velasco aparcó el coche al otro lado de la calle y se alejó unos metros hasta colocarse frente a la puerta; suficientemente lejos para tener una visión global del edificio pero suficientemente cerca para ser visto.

    El tiempo pasaba despacio y la espera se hacía tensa. Sentía en su boca un sabor metálico y notaba el olor de la tierra polvorienta levantada por la brisa de la mañana. Su garganta estaba seca como un desierto pero se mantenía con la mirada firme frente a la puerta.

    Habían sido dieciocho años esperando, dieciocho años acumulando odio, concentrándose en su trabajo, siendo el más implacable de los defensores de la ley, el más astuto, sin descanso. Decían que no dormía, que pasaba días sin ir a casa, que estaba poseído por una especie de locura, una locura negra que llevaba pegada al alma.

    Su trabajo se convirtió en la única cosa de su vida, sin ilusiones ni esperanzas, tan solo revisaba una y otra vez cada caso sin resolver. Cada expediente, cada foto de cada sospechoso y cada documento, estaban en su cabeza y hasta podía recordar cada tachadura y cada palabra marcada con un círculo rojo.

    Sin embargo se mostraba humilde, ajeno a su talento, sin dar importancia a sus logros. Apenas conversaba con sus compañeros si no era de trabajo, ninguna relación con sus superiores que, a pesar de sus méritos, lo consideraban un ser extraño y gris que no les daba demasiada confianza. Los más cercanos, los que alguna vez habían sido sus amigos en el cuerpo, ya ni si quiera lo animaban, sólo se compadecían de él en silencio.

    Su integridad y su eficacia estaban fuera de toda duda. Por eso, a pesar de todo, seguían asignándole casos de cierta importancia, investigaciones difíciles en las que otros habían fracasado y que el resolvía concierta facilidad. Pero él, concluido el trabajo, no buscaba el reconocimiento, no se congratulaba con los de la brigada, tan solo pedía permiso para retirarse y volvía a su montón de carpetas donde el rótulo sin resolver se le clavaba en la pupila. Si hubiese sido consciente de sí mismo se habría dado miedo, pero su automatismo, aunque inútil, era el arma de la que se había valido todos esos años para intentar alejar el dolor, como una especie de penitencia por una culpa que arrastraba como una pesada bola. Y todo ello contribuía a aislarlo cada vez más del mundo que lo rodeaba.

    Cuando comenzó a acudir al psicólogo, los jueves a las cinco Velasco, no falte que es por su bien, lo hizo en cumplimiento de una orden. No discutió nunca la necesidad de las visitas regulares durante veinte meses, pero tampoco sirvieron para esclarecer nada.

    Y al final de los años, había una pared llena de títulos, alguna medalla olvidada en un cajón y fotos que llamaban la atención de entusiastas policías jóvenes recién llegados al cuerpo, estrechando la mano de la autoridad de turno. En definitiva, ni una sola tacha, ni una queja en su historial, un policía como los de antes, decían, de los que ya no quedan.

    "El número 26 estaba tras la esquina, justo donde se proyectaba la sombra del árbol. El agente Foster se colocó a un lado de la puerta con la espalda contra la pared mientras desenfundaba un revolver que al niño Velasco de once años se le antojó pequeño para alguien que se hacía llamar Foster, agente especial Foster.

    Al mismo tiempo sus ojos, con un movimiento circular, indicaban a Mike, que seguramente también era agente especial algo, algo que sonaría como Madsen o Newman o Lowenthal, que diera la vuelta y se dirigiera a la parte trasera del edificio.

    Todo parecía tranquilo, no se oía movimiento alguno, la tarde era bochornosa y tampoco se veían transeúntes a aquellas horas por las calurosas calles del distrito en el que se hallaban.

    Foster golpeó la puerta con autoridad. Sabemos que estás ahí, gritó, no nos lo pongas más difícil."

    Cuando la puerta se abrió, por fin, Velasco no pensaba en nada. En ese momento sólo se le ocurrió que la imaginaba más ruidosa, una puerta vieja y ajada de goznes deformados, corroída por el óxido, que se resistía a dejar marchar a quienes eran encerrados al otro lado, emitiendo un quejido lastimero. Era una de esas puertas abiertas en mitad de un portón mucho más grande, de esas que están un poco más altas que el nivel del suelo y hay que elevar la pierna para salir.

    Durante unos momentos la puerta de la prisión se mantuvo abierta, vacía, hasta que apareció una pierna titubeante con una bota gastada y sucia a la que siguió el cuerpo de aquel hombre.

    Velasco tensó todos los músculos de su cuerpo en aquel instante. La rabia agarrándose a su garganta como una soga de odio, ahogando un grito que no llega a escapar, asesino.

    Qué le diría antes de matarlo, para qué dar explicaciones, había pensado, la muerte es la muerte, sólo llegar y disparar, y luego ya no hay nada, qué más da. Pero sentía que tenía que increparle, tenía que rasgarle el alma con su lamento, tú sabes lo que nos has hecho, con un maldito empapado en hiel entre los dientes. Pero aquel silencio de la mañana se transformaba en miles de tambores tronando en sus sienes, el corazón llenándole la boca de sabor a sangre, el frío atenazándole las mandíbulas y el nueve corto ardiendo en su bolsillo, delatándose el bulto de la muerte en el abrigo.

     Velasco lo palpa con la palma de la mano, siente su frío que se le transmite a la mano y la mano ya forma parte de esa muerte, la muerte en un instante, solo matar, sin pensar, sin sentir, solo así se puede, con el frío de un corazón helado, un corazón helado y muerto hace mucho tiempo que solo late como un mecanismo de relojería, pero con la sangre helada, con un frío lubricante rojo para el motor de un autómata, que ha resistido el paso de los años sólo para matar, sin pensar, qué más da.

    Su mujer, pensando tan sólo en una cosa, permanece inmóvil en el sofá que ahora está viejo y deformado. El tic-tac del segundero en el reloj de la repisa se hace insoportable en la densa calma de esa mañana fría y la fustiga sin piedad en ese salón que lleva tanto tiempo deshabitado de luz.

    Cada tarde él se duerme con su libro de los museos del mundo y ella se va a ver su tele, la pequeñita del dormitorio. Quería una italiana porque tenía botoncitos de colores, pero es una SONY. Que eso se estropea enseguida Merce, le decía él, que tú no entiendes de estas cosas. Pero a ella le gustaba la de colores. Mejor esta Merce, que es de Japón, que allí hacen estas cosas bien, para que duren. Y decía esta última frase como dejándola reposar por un segundo en el aire para llenarse de razón. Y mira, tiene hasta teletexto, para que no te tengas que comprar el TP. Tú sabes dónde está Japón, le preguntaba, y ella lo miraba como si le bastara con saber que Madrid quedaba a cinco horas de su pueblo.

    Mira Merce, le dice a veces señalando una página del libro, si este cuadro se vendiera cuánto crees que darían por él. Y quién va a querer eso, responde ella, con lo oscuro que está, que más "trético" no puede ser. Es tétrico Merce, se dice tétrico, y está oscuro porque es muy antiguo. Y entonces quién lo va a querer comprar. Pues un coleccionista Merce, uno que sepa de arte. Y entonces él deja escapar esa porción de aire suficiente para considerarla un caso perdido.

    Foster da una patada a la puerta y esta cede con facilidad. Se oye caer algo en el interior de la habitación contigua y, con un brusco movimiento de cámara, conseguimos ver cómo un tipo con una camiseta blanca y unos pantalones sujetos con tirantes intenta escapar por la parte trasera del apartamento. Mike, con la americana aún abrochada, comienza a correr tras él y le grita, detente Malone, detente en nombre de la ley, y sacando su arma dispara al aire. El tipo que huía se detiene y levanta los brazos mientras se vuelve con una sonrisa desafiante. En ese momento sabemos que no es la primera vez que el agente y el tipo se ven, sus miradas dejan entrever un pasado.

    Velasco sólo tenía once años cuando su padre lo llevó al cine de verano a ver aquella película pero, aquel día, ya había decidido que quería ser policía.

    Y ahora no puede creer que lo tenga delante. Su aspecto es lamentable, tiene ante sí los miserables restos de un hombre acabado. En realidad ya está muerto, piensa, aspecto de muerto, muerto por dentro, muerto desde que decidió matarlo, muerto desde que mató al niño Manuel, a mi Manuel que me lo han matao decía la Merce, aunque ya no lo dice, no se habla ya de Manuel, no se habla de nada, la Merce no habla hace mucho, sólo mira una foto que amarillea y suspira, pero ya no dice nada.

    Quiere hablarle a gritos, contarle su dolor para trasladárselo, pero el recluso ya no siente dolor, está muerto hace mucho tiempo, como el niño Manuel, que lo mató como los mató a todos, al niño Manuel, a la Merce, a Velasco, subinspector Velasco, no suena a agente especial, pero esto es España se decía.

    El hombre libre después de tantos años está viejo, descarnado, con la espalda doblada hasta más allá de lo imaginable, tan seco como un desierto de huesos, no hay vida ni en sus ojos, se esfuerza por caminar. Ahora o nunca, hay que matar. El frío, la calle vacía, una mirada sin rumbo, un corazón sin vida, sin recuerdos, y la muerte esperándolo en un bolsillo, en la palma de una mano fría.

    Cuando camina arrastra una pierna y su gesto es de dolor. Abril de 1996, riña en el patio 2, una puñalada con un destornillador, le entró mal, dijeron. Se entrevé en su boca la falta de algunos dientes, la cuenta de la muerte se acaba. Ni siquiera repara en Velasco. Parece que su expresión es de miedo, miedo al aire puro, miedo a la luz natural, miedo a lo que queda de una vida que ya se ha ido, y siente que ya está muerto. Parece que llora.

    Cuando vuelve a casa la Merce no hace preguntas. Quítate los zapatos, ha llovido y vas a mancharme el suelo. Te he dejado cena. Ella le está hablando a un asesino. Él no le cuenta que no ha podido. Quién puede matar a un muerto.

    Ella, la Merce, la que hace tiempo que ya no habla, no habla de su Manuel, sólo mira la foto que amarillea y suspira, se vuelve a su tele. Parece que la ex-novia del torero se va a casar y mientras tanto ella sigue suspirando y, por primera vez en muchos años, llora, porque un asesino come pollo frío en su comedor.

    Bienvenidos a la casa de los esclavos

    Walter Wesson

    Mientras que lo corto,

    veo que el árbol tiene

    serenidad.

    Issekiro

    La isla de Goree se encuentra a tres kilómetros escasos al oeste de la caótica ciudad de Dakar y desde allí, en días claros, se ven perfectamente sus casas coloniales y el gran fuerte coronando el pequeño islote que alzaron los holandeses para proteger a la isla. Goree significa «buen puerto» y, de hecho, lo ha sido durante cinco siglos, desde que los portugueses descubrieran la isla en el siglo xv. Desde el muelle de Dakar hay que coger un ferry atestado de gente que tarda casi media hora en hacer el trayecto. En un día normal pueden abarrotar el barco hasta trescientas personas entre turistas, vendedores ambulantes y habitantes de la isla. Al llegar al pequeño puerto, una chiquillada sale nadando a recibir al ferry. Trepan ágilmente por las barandillas y columnas y se zambullen desde el techo, a cinco o seis metros por encima

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