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Los últimos hijos de Príamo
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Los últimos hijos de Príamo
Libro electrónico286 páginas4 horas

Los últimos hijos de Príamo

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Ahamdanech se adentra en la psicología de dos mujeres distintas y distantes que tienen que afrontar su miedo en soledad. Con cobardía, Lola, una triunfadora que llena todas sus horas con el trabajo para no ver su necesidad de afecto y con valentía, Aixa, que ha conseguido escapar de una red de extorsión, pero no del miedo hacia aquellos que comerciaron con ella desde antes aun de salir de África. Y es en este mundo de desconocidos, en el que acaba por confiar Lola, donde aparecerá Héctor, un héroe anónimo al que el lector reconocerá por su nombre y por el guiño que encuentra en el título de la novela.
Los últimos hijos de Príamo es una novela de personajes donde la ciudad marginal es uno más de estos; quizás el más importante. La localización ha atrapado a sus vecinos en un laberinto sin salida habitado por la necesidad, ofreciendo un fresco de las capas más castigadas de la sociedad; un diario íntimo de quienes viven silenciosamente en los márgenes, cada día más anchos, de la desigualdad.
IdiomaEspañol
EditorialDistrito 93
Fecha de lanzamiento19 mar 2020
ISBN9788417895990
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    Los últimos hijos de Príamo - Ismael Ahamdanech Zarco

    abismal.

    1

    Abstraída de todo lo que la rodeaba, los gritos de la calle, el trajín de algunos funcionarios del juzgado, la mirada impaciente de los policías, Lola miraba la fotografía que ocupaba la parte central del mueble mural. Se había agachado un poco, las manos sobre el saliente de madera, y escudriñaba la foto sin marco como si quisiera encontrar algún secreto. Tal vez un rastro de dolor en la cara de su madre, cualquier señal que delatara que la sonrisa de Ana era mentirosa porque ya sabía lo que le pasaba. Tal vez una mueca en el pliegue de la comisura de los labios, o en la forma de las arrugas que le surcaban la frente que trasluciese la pena por lo que venía, por lo que ya había llegado y por todo lo que se empezaba a ir.

    Lanzó una mirada furtiva al reloj y volvió a fijarla en la foto. No había nada. Ningún rastro. Solo una cara radiante, la luz del Mediterráneo, el brazo en torno a sus hombros y la expresión de orgullo porque su hija los hubiese invitado a un hotel de cinco estrellas y al viaje en AVE. Recordó las palabras de su madre:

    —Muchas gracias, hija, esto te habrá costado un dineral.

    —No te preocupes, mamá, no ha sido tanto. Tú te mereces eso y más. El año que viene, si puedo sacar unos días, nos vamos a ir a Paris. Verás cuánto te va a gustar.

    —Ya sabes que tu padre no quiere coger el avión, Lola, dice que le da miedo.

    —Pues si no quiere, que no venga, es su problema. Mejor, así estamos tú y yo solas, más a gusto. Bastante hemos tenido que aguantarlo ya.

    —Lola, por favor.

    —No, mamá, ni por favor ni nada.

    —Cada uno es como es.

    —A mí eso no me vale, mamá. Yo también soy como soy. Y tú.

    —Bueno, déjalo estar, por favor te lo pido.

    Lola se dirigió a un policía local que merodeaba por el salón y lo ojeaba todo y trataba de parecer activo mientras no hacía nada.

    —¿Le importa que me lleve esta foto?

    —Eso debe preguntárselo a la jueza, señorita —le respondió seco, casi grosero.

    Estaba muy guapa su madre. En dos días había cogido algo de color en la cara. El contraste de la piel atezada con el pelo castaño recogido en un moño, al estilo años setenta, y con los ojos de color miel claro, le favorecía. Parecía más joven. Podría haber pasado incluso por una de las mujeres de cincuenta años de los compañeros de Lola: mujeres que conocían todos los tratamientos de belleza, que habían usado todas las cremas que anunciaban modelos jóvenes para mostrar los efectos rejuvenecedores de ungüentos carísimos en sus caras lisas y tersas a años luz de la senectud. Podría haber pasado por una de esas mujeres que nunca han tenido que dejarse la vista remedando ropa vieja ni las uñas fregando.

    Porque era guapa. Y siguió siendo guapa cuando enfermó. Quizá en ese momento aún no lo sabía. Quizá fue a la vuelta de aquellas vacaciones, cuatro días en Málaga para conocer la feria y ver el mar por última vez en su vida, cuando tuvo los primeros síntomas. Algún mareo. Un malestar general.

    —Cosas de la edad, hija —le dijo cuando sintió el vahído que le hizo dejar de ordenar los cacharros y agarrarse a la encimera para no caer.

    Era una mañana soleada de noviembre, la segunda o tercera vez que había podido ir a visitarla desde las vacaciones en Málaga. Fuera hacía ya algo de frío, pero el sol que entraba a borbotones por el ventanal caldeaba la cocina. En los meses de otoño e invierno era donde mejor se estaba. El resto de la casa era más oscura y fría, pero en la cocina los rayos que se filtraban por los cristales templaban el ambiente y convertían la estancia en un invernadero donde crecía una primavera artificial.

    —¿Seguro? ¿Has ido al médico, mamá? ¿Quieres que vaya contigo?

    —No, el lunes voy sin falta. No es nada, solo que estoy un poco cansada. Si es que ya tengo sesenta años, hija, cómo pasa el tiempo.

    Ana sonrió y Lola se quedó más tranquila. Desde que tenía conciencia la sonrisa de su madre, amplia y sin grietas, la inundaba por completo, como el sol inundaba la cocina en las mañanas de invierno. Era una sonrisa redentora que la llenaba de tranquilidad. No importaba cuál fuera el miedo, la pena o el frío: aquella sonrisa le hacía sentir una calidez temprana, casi como si le creciera dentro una infancia artificial.

    —París tiene que ser bonito, ¿verdad?

    —Sí, mamá, es precioso.

    —A mí me hubiese encantado ir cuando nos casamos tu padre y yo. Era mi sueño, ir a París de luna de miel. —Ana estaba sentada en la mesa de la cocina, frente a su hija.

    —¿Estás mejor, mamá? ¿Se te ha pasado?

    —Sí, no te preocupes. Es solo cansancio. Pero en aquella época, figúrate, no nos llegaba ni para ir a Barcelona.

    —Lo que más me gusta son los cafés —continuó Lola—, la vida que hay en las calles. Más incluso que los monumentos. Sentarte en una terraza por la mañana y tomar un café con un croissant mientras ves a la gente pasar de un lado para otro. Todo el mundo bien vestido, tan elegante. Sobre todo las mujeres, mamá, ya verás qué guapas y qué bien visten. —Ana abrió los ojos y la contempló risueña—. Y después, ¿por qué no habéis ido? —le preguntó su hija.

    —Ya sabes, tu padre. No le gusta mucho salir, sobre todo si tiene que coger el avión.

    —Siempre tiene una excusa para joder.

    —Lola, no hables así, por favor. Y déjalo. Él tiene sus razones. Y siempre nos ha querido. A su forma, pero nos ha querido.

    —Menuda forma de querernos.

    —Además, hace ya tiempo que no bebe. Ni una gota.

    —Bastante ha bebido.

    Lola se paró junto a la jueza.

    —No sé si necesita algo más de mí —preguntó tratando de mostrar firmeza.

    —No, puede usted marcharse. —El tono de voz de la funcionaria era aséptico. Se notaba que a pesar de su juventud tenía experiencia en casos como el de Lola y había aprendido a tratarlos de una forma estrictamente profesional, sin dejarse invadir por ningún tipo de sentimiento—. Mañana la llamarán del juzgado, necesito hacerle unas preguntas.

    —De acuerdo, que me llamen. Pero, de todos modos, ya he hablado con un policía y le he contado todo lo que sé. Desde hace más de un año mi padre y yo apenas hablábamos, no creo que pueda serles de mucha ayuda. Y no querría perder mucho tiempo, estoy bastante ocupada en el trabajo.

    —No se preocupe, es una mera formalidad, no le quitaremos mucho tiempo. La verdad es que no creo que haga falta abrir una investigación; está todo muy claro. Pero tampoco se pueden cerrar las cosas en falso: hay un muerto. —La jueza creyó necesario extenderse algo más en sus explicaciones—. Me gustaría hablar con las personas cercanas al fallecido, recabar alguna información para conocer bien las causas. Es lo menos que se puede hacer ante un caso como este.

    —Claro, por supuesto, entiendo —asintió Lola—. ¿Y sabe cuándo me podré llevar a mi padre? Quisiera abreviar los trámites y acabar con este asunto.

    —Tal vez pasado mañana. Antes debemos hacerle la autopsia. Ya me ha comentado el inspector Rosales que le ha dicho que su padre no bebía ni estaba tomando ninguna medicación. Pero quiero estar segura de que no tomó alcohol o alguna otra sustancia esta mañana. También la avisarán del juzgado cuando pueda hacerse cargo del cuerpo.

    —Está bien. ¿Le importa si me llevo esto? —Lola le enseñó la foto que había cogido del mueble. La jueza la miró un momento antes de contestar.

    —No, llévesela, no creo que sea relevante para el caso. De todos modos, el piso estará precintado unos días. Después podrá disponer de él como le parezca.

    —Gracias.

    —Hasta mañana.

    Lola debería haberse dado cuenta antes. ¿Pero cómo? Ana era hermética para sus cosas. Nunca se quejaba. De nada. Ni cuando cogía un resfriado, ni cuando ella era todavía una niña y las discusiones con su marido eran estridentes, ni cuando dejaron de serlo y la casa entera se convirtió en una especie de nave industrial; un espacio hueco en el que hacer lo necesario para sobrevivir: comer, dormir, lavar la ropa, ver la televisión. Todo sin alma ni calor ni primaveras que no fueran artificiales. Ana nunca se quejó. Pero Lola debería haberse dado cuenta. Habría bastado, quizá, con visitarla más a menudo, con llamarla todos los días, con estar menos pendiente de su trabajo y más de ella. No era tan mayor. Sesenta años. Ahora las mujeres viven hasta los ochenta o los noventa sin ningún problema, activas y radiantes, quedan con las amigas a tomar café, salen de paseo, andan para mantenerse en forma y van al gimnasio, o a la piscina, o hacen yoga o thai-chi y van con sus maridos a conocer mundo con los viajes del Imserso.

    —¿Qué te dijo el médico, mamá?

    —Nada, que tome unas vitaminas. Cansancio. A mi edad, ya se sabe.

    —Pues suenas muy apagada, ¿quieres que vaya a verte este sábado?

    —No te preocupes, no es nada. Si puedes venir bien, y si no, tranquila, ya sé que estás muy liada.

    —Lo intentaré, aunque no creo que pueda. A ver si la semana que viene, porque además tenemos que preparar el viaje a París, ¿has hablado con papá?

    —Lo tengo casi convencido.

    —No te esfuerces mucho, si no quiere venir que no venga.

    —Ay, siempre estáis igual, vaya dos.

    Sentada junto al cabecero de la cama, tenía que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas que la pena y el sentimiento de culpa empujaban hacia sus ojos.

    —No sé si me va a dar tiempo a ir a París, hija. —Ana trató de sonreír, pero solo consiguió descomponer su cara en una mueca de dolor.

    —Sí, mamá, ya verás como sí. En cuanto salgas de aquí, hacemos las maletas y nos vamos.

    Fue solo ese momento, pero concentró todos los que ahora sentía haber perdido entre reuniones, tipos de interés, esquemas de inversión de alto rendimiento y baja imposición. Cerca de lo que deseaba y lejos de quien la quería. Hasta entonces no había sentido ganas de llorar. Ni siquiera cuando, en las noches frías de enero, el viento soplaba y sentía la lluvia fina golpear el cristal de la ventana del salón de su apartamento en el barrio de Salamanca y un escalofrío le recordaba que no faltaba mucho tiempo para que se quedase mucho más sola, casi del todo. Tragó saliva, apretó los dientes y cogió la mano de su madre, fría y trémula.

    —¿Tan pronto? ¿No será mejor esperar hasta marzo o abril? París tiene que ser más bonito en primavera, hija, y para sentarnos en esas terrazas que te gustan tanto será mejor que no haga tanto frío.

    —Pues esperamos, mamá, tú no te preocupes. Lo importante es que salgas de aquí y nos vayamos a casa —Lola trataba de ocultar el miedo y la tristeza que asomaban en su voz—. Verás qué bonito es París —le dijo mientras le recogía el cabello lacio que le caía por la frente y la acariciaba. Su madre nunca había estado tan delgada. La enfermedad se la había comido y en su cara los huesos se marcaban y las quijadas parecían querer superar la barrera que era el exiguo trozo de carne que aún las rodeaba.

    —¿Sabes?, ya he convencido a tu padre. Antes de venir al hospital me dijo que sí, que se viene con nosotras a París. ¿Qué te parece, Lola? ¿Ves como al final entra en razón?

    —A buenas horas.

    —Bueno, más vale tarde que nunca, ¿no? No me gusta que te lleves así con tu padre. Él habrá tenido sus cosas, pero siempre nos ha querido. Y a ti más que a nadie.

    —Pues lo podría haber demostrado de otra forma.

    —Déjalo, Lola, para él las cosas no fueron fáciles. Es un poco tosco, ¿cómo no iba a serlo con todo lo que pasó? Tienes que intentar llevarte mejor con él, por favor te lo pido. Sobre todo si a mí me pasa algo, ¿qué va a hacer el pobre solo? Tienes que cuidarlo, Lola

    —Vale, mamá, y no digas tonterías, a ti no te va a pasar nada. —Ana tosió sin fuerzas y dejó caer su cabeza entre los almohadones de la cama. Solo el pelo castaño desentonaba con la blancura de las almohadas, de las sábanas, de su cara—. Tengo sueño, Lola, me voy a dormir un rato. Dile a tu padre que se baje a comer a casa y que suba luego.

    —Sí, mamá, yo me encargo. Tú descansa.

    Lola salió rápidamente del piso, sin querer mirar a los policías que continuaban con el registro de la casa, que hurgaban en los rincones de la intimidad de su padre de un modo impersonal. Profesionales que estudiaban el escenario de una tragedia que podía haber partido una vida pero que para ellos no era más que un número sin cara ni alma. Otro día más en la oficina, otra desgracia que se podría haber evitado, o tal vez no, quién puede saberlo; ellos solo recogían las pruebas y se olvidaban de lo demás, porque nadie puede cargar en su conciencia todo lo malo que pasa en el mundo.

    Las otras tres puertas del rellano estaban cerradas, pero Lola pudo intuir detrás de ellas que varios ojos se clavaban en su cuerpo a través de las mirillas. Una de ellas se abrió cuando Lola cruzó el umbral del piso de sus padres.

    —Lola, ¿cómo estás? —la anciana que le preguntaba tenía la cara macilenta. Bajo una bata roja guateada, raída y con lamparones, se adivinaba un mandil de tela. Hablaba con un lejano acento andaluz.

    —Para todo lo que ha pasado, bien, señora Engracia. ¿Y usted?

    —Tirando, hija, tirando. Qué pena, de verdad, qué pena. —La señora Engracia sacó un pañuelo de uno de los bolsillos de la bata para enjugarse las lágrimas—. Perdóname, es que no puedo evitarlo. ¿Necesitas algo?

    —No. ¿Cómo sigue el señor Eusebio?

    —Cada día peor. Ya casi no me puedo hacer con él. Ay, Lola, cuánto estamos pasando.

    —Ya lo sé.

    —La Policía me ha preguntado, pero yo no sabía nada. Si tu padre me lo hubiera dicho… Yo no tengo mucho dinero, ya lo sabes tú, pero algo podría haberle ayudado.

    —No se preocupe. Yo tampoco sabía nada.

    —¿Cuándo va a ser el entierro?

    —Creo que lo voy incinerar.

    —Bueno, como veas. ¿Le vas a decir al menos una misa? A mucha gente del barrio le gustaría ir.

    —No lo sé, aún no lo he decidido. Ya le diré cuando sepa algo. Ahora tengo que marcharme, pasaré a verla en unos días.

    —Adiós, hija, cuídate.

    Bajó las escaleras, pensativa. Levantó la vista de los escalones solo para apoyarse en la barandilla. Era un portal oscuro y sucio. Las ventanas de los descansillos daban a un patio interior en el que la luz entraba de un modo tenue aun en los días de más sol. En uno lluvioso y gris como el que hacía, apenas si se colaba con miedo entre la ropa tendida en las cuerdas que iban de un muro a otro. En la penumbra del interior era necesario encender la luz en cada una de las plantas para subir o bajar las escaleras sin miedo a tropezar. Pero eso no mejoraba demasiado el aspecto del edificio. La poca claridad que desprendían las bombillas alcanzaba para ver los piquetes que había en las esquinas de algunos peldaños, los desconchones de las barandillas, la suciedad que se acumulaba en las paredes, pintadas de color crema, pero surcadas aquí y allá por relejes negros y arañazos causados por el mover de muebles.

    No siempre había sido así. Lola conservaba la lucidez suficiente para distinguir entre el efecto subjetivo que su estado de ánimo tenía sobre su percepción de la realidad y la observación, puramente objetiva, del declive de la casa de sus padres, del portal, de todo el barrio en el que había crecido. A pesar de todo, de la distancia y de la vida, solo necesitaba un pequeño esfuerzo, cerrar los ojos y dejarse llevar, para regresar al tiempo en el que el barrio de sus padres era nuevo y limpio, cuando todavía irradiaba vitalidad y el futuro era una promesa de cielos azules y noches cálidas a la luz de las estrellas. Era fácil acordarse de las tardes jugando a la comba con sus amigas en el parque que había frente a su portal; de las vecinas que bajaban a tomar el fresco en ese mismo parque en las noches de mayo a septiembre; de las conversaciones entre su madre y la señora Engracia mientras tomaban un café, sentadas en la cocina, arrulladas por el sol que entraba por las cristaleras, recordando nombres, efemérides, tradiciones. Cualquier cosa que las devolviese siquiera por un momento al pueblo del que habían salido. Era imposible olvidar la animación que llenaba el barrio entero, sus calles, sus aceras, hasta el más oculto de sus rincones; los niños que inundaban toda la manzana de jovialidad y de luz con sus juegos infantiles y sus gritos.

    Frente a la entrada del portal se habían concentrado unos pocos curiosos, atraídos por las sirenas de los coches de policía. Había también tres o cuatro cámaras de televisión y algunos periodistas cubriendo un suceso que ya era noticia y lo sería más el día siguiente, que llenaría unas cuantas páginas de periódicos y algunos minutos de los telediarios antes de caer en el olvido como caen todas las desgracias ajenas con el tiempo. Apretó el paso. No quería que nadie la reconociese. Solo cuando estuvo fuera del tumulto, segura de que nadie había reparado en ella, se detuvo un instante para coger aire antes de seguir caminando con prisa hacia el coche, montarse en él y salir por la raqueta hacia la avenida que llevaba a la autovía de Madrid.

    Aceleró. Pasó los dos primeros semáforos en ámbar. Quiso hacerlo con el tercero, pero cambió a rojo justo antes de que llegase a su altura. Lola frenó. Bruscamente, igual que se le subieron a la cabeza las tres últimas horas y todas las que quedaban por venir: las noticias, su apellido en los periódicos, las preguntas de los compañeros y las explicaciones que le costaría encontrar o, quizá, la negación de su padre y de su pasado. De su sangre y de todo lo que había sido y trataba de olvidar. Antes de que le diese tiempo a ver que el semáforo se había puesto verde, el coche que la seguía, un Seat León amarillo, tocó el claxon. Arrancó rápido y, aun así, el Seat la adelantó haciendo sonar el motor, casi quemando rueda. El conductor, un chaval de veinte años con pinta de tener prisa por llegar a ninguna parte, se giró hacia ella y la miró con desdén. Lola le devolvió una mirada de desprecio. El mismo desprecio que tenía por todo lo que allí había. Desprecio por su barrio, lleno de gente que malvivía entre el paro y trabajos mal pagados, que hacía cuentas para llegar a fin de mes y que no eran más que sombras con una vida gris sin esperanzas ni sueños ni arranque para ganárselos como había hecho ella. Desprecio por aquella ciudad que parecía un pueblo y que la agobiaba, calles estrechas y caras conocidas, dos o tres cines, tres o cuatro centros comerciales, sin teatros ni buenos restaurantes, un día tras otro el mismo plan, tan aburrido que acaba por matar las ansias de tener algo mejor. Desprecio por su padre y todos los que eran como él y no sabían enfrentarse a la realidad y moldearla a su medida y acababan engullidos por ella con una mirada estúpida que va de la televisión a los muros de una casa de ochenta metros cuadrados y se pierde en la oscuridad de un patio interior o en la ventanilla de un Seat León amarillo que es lo máximo a lo que pueden aspirar.

    La rabia y el desprecio y la tristeza indefinible que sentía comenzaron a atenuarse según avanzaba por la Nacional II. Al llegar a Avenida de América y enfilar por Serrano ya casi habían desaparecido. Solo quedaba un vago rastro de melancolía. Sentirse anónima en medio de la marabunta de gente que iba y venía, de los coches que pasaban a toda velocidad casi sin reparar en los semáforos o en los pasos de cebra, le hizo bien. Le gustaba aquel caos del que emanaba un orden indescifrable, como un puzle de millones de piezas esparcidas por una gran habitación que parecen dejadas sin orden pero que tienen un sentido para los ojos que saben interpretarlo.

    Aparcó frente al edificio de Ortega y Gasset. Al verla acercarse, el portero acudió servicial para abrirle los altos portalones del edificio.

    —Buenos días, señorita Dolores.

    —Hola, Germán.

    —Tiene correo. Un mensajero ha dejado este sobre para usted.

    —Gracias.

    Tuvo que leer dos veces el remite para estar segura de que no se equivocaba: «Federico Borrell García. Calle Alamillos, 7, 5º A. Alcalá de Henares». Subió a casa y pensó en tirar el sobre a la basura, pero al final, casi por dejadez, lo amontonó con las cartas comerciales que acumulaba para abrir un día de estos, quizá mañana. O pasado. Lo último que quería era saber nada de su padre.

    2

    Federico se despertó poco antes de las ocho de la mañana. Antes nunca lo hacía tan tarde. Ni siquiera cuando lo echaron de Roca y se pasaba las mañanas y las tardes buscando hobbies con los que matar el tiempo para que los días no se le hicieran eternos; él, que desde los ocho años había estado trabajando y se sentía inútil si no hacía algo, si estaba más de media hora sentado sin ninguna ocupación.

    Pero desde que Ana había muerto dormía más. Incluso para levantarse a esa hora tenía que ponerse el despertador, y aun así algunas veces se sorprendía remoloneando en la cama, abrazado a las sábanas con la mirada fija en el techo y la mente en blanco mientras dejaba pasar los minutos hasta que se incorporaba, se vestía, caminaba despacio hacia la cocina y ponía a hervir el agua en la pequeña cafetera que había comprado para que no le sobrara café y poder tomarlo siempre recién hecho.

    Dos. Uno por la mañana,

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