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Los trasladados
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Los trasladados
Libro electrónico305 páginas4 horas

Los trasladados

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Información de este libro electrónico

Una desaparición inexplicable.
Un músico atormentado.
Una colonia minera en un planeta remoto.

Con estas tres líneas argumentales, de las que poco más se puede desvelar sin caer en spoilers, Los Trasladados nos narra una emocionante y profunda historia de ciencia ficción, que nos llevará a reflexionar sobre el presente y el futuro de la humanidad, de la mano de unos personajes que no paran de buscar respuestas mientras se buscan a sí mismos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ene 2024
ISBN9788411819633
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    Los trasladados - Rafael Doreste Miranda

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Rafael Doreste Miranda

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: María V. García López

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-963-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Para Emma, Héctor y mis padres.

    Sobre este libro

    A diferencia de mi primera novela, La Cueva, cuyo proceso de escritura fue largo, lento e intermitente, con Los Trasladados el desarrollo fue todo lo contrario, influido sin duda por las circunstancias excepcionales que lo rodearon, pues al poco de comenzar a escribirla sobrevino la pandemia del Covid 19. Durante el confinamiento logré darle forma rápidamente a esta novela y conseguir que la redacción del primer manuscrito estuviera lista en menos de un año (a diferencia de los cuatro que tardé con La Cueva). Creo también que parte de lo que se cuenta en los capítulos que se desarrollan en Irgat van ligados de forma inconsciente a todo lo sucedido durante la pandemia.

    Este libro es especial para mí, pues con el pude dar el salto y demostrarme que era capaz de abordar y concluir con éxito un libro de mayor extensión y complejidad en su argumento. Si te gusta la novela y crees que merece la pena recomendarla, te estaría enormemente agradecido de que lo hicieras, ya sea de viva voz o en redes sociales.

    El libro se puede adquirir en cualquier librería de España bajo encargo; en formato digital en cualquier plataforma de ventas como por ejemplo Amazon (si lo compras por aquí y lo valoras con una reseña y/o las estrellas que creas oportunas, ayudarás enormemente a mejorar su visibilidad y posibilidades de venta en la plataforma) y también, como novedad, está disponible en formato audiolibro en las diversas plataformas de publicación de audiolibros.

    No quiero terminar este momento entre tú y yo para darles las gracias a mis lectores betas Emma, Pepe y Quique (sus comentarios y aportaciones fueron de gran ayuda para corregir los errores iniciales del libro).

    Gracias por confiar en mí. Espero que viajes lejos, fuera de esta realidad, con Los Trasladados.

    Prólogo

    El inspector López aún no sabía que la llamada que estaba a punto de recibir cambiaría su vida para siempre. Tumbado sobre el chaise longue, leía iluminado por la tenue luz que proyectaba el pequeño foco situado sobre su cabeza.

    El ruido de la calle se colaba por las ventanas como un ruido de fondo para nada molesto. Le gustaba; huía del silencio, huía de casi todo.

    Dejó caer la mano que no sujetaba el libro esperando de manera inconsciente un lametazo que no llegó.

    Cambió de postura por cuarta vez en el largo rato que llevaba ya inmerso en la lectura. No terminaba de estar cómodo; le dolía todo. Era tanto el tiempo que llevaba ya con dolores que no recordaba lo que era sentirse bien. Los medicamentos apenas paliaban el sufrimiento diario y constante del veterano policía. Vivía así —si a eso se le podía llamar vivir—, sumido en la agonía diaria de los escorzos inverosímiles para que una u otra zona castigara lo menos posible el maltrecho cuerpo del antaño esbelto y ágil inspector de las fuerzas de seguridad.

    Sonó el teléfono. Alargó la mano y lo cogió de la mesilla donde apilaba sus libros de próxima lectura.

    Una desaparición. Un menor. En su propia casa. Anotó la dirección en su pequeño bloc de notas y salió lo antes que pudo, dada su lastimosa situación.

    Con los años, enfrentarse a situaciones como la que iba a abordar se le hacía cada vez más duro. Tiempo atrás, se comía el mundo a bocados; ese era su trabajo. Era bueno, era metódico. Sabía separar la investigación de lo personal. Nada traspasaba su coraza de reluciente acero, sin ningún tipo de abolladura. Ahora, por el contrario, afrontaba las situaciones cubierto tan solo por la fina capa de lo ajeno, de aquello que no le concernía; con el peligro añadido de que, al conectar lo más mínimo con la otra persona, con los afectados por la tragedia, la ligera protección con la que contaba se desvaneciera dejándolo a merced de los acontecimientos, muy a su pesar. Por eso, no hacía más que pensar en aquellos padres que acababan de ver cómo su único hijo había desaparecido durante la noche bajo extrañas circunstancias.

    Tragó saliva al pensar en ello.

    No era la primera vez ni mucho menos que investigaba la desaparición de un menor. No había casos agradables, claro está, pues las muertes, las violaciones o las desapariciones quedaban bastante lejos de ser catalogadas como tal; pero, si había menores involucrados, uno se encontraba ante lo más vil de cuanto un ser humano puede llegar a hacer —y cabe observar que de crueldad no andaban cortos estos hombres—; al menos así pensaba el inspector López tras tantas demostraciones vividas en primera persona.

    Bajó del coche. Le estaban esperando. Llovía. El día, aparte, era frío y el viento soplaba con fuerza.

    —¿Cómo están? —le preguntó a la compañera que vino a recibirle.

    —Como suele ser, en una nube, no son del todo conscientes. En breve se vendrán abajo.

    «Eso seguro».

    —Póngame al día, Fina, he venido nada más ser informado.

    —El niño estaba en su habitación a eso de las dos de la mañana. El padre se desveló en mitad de la noche, bajó a la cocina y, de paso, echó una ojeada a la habitación del hijo. Luego, volvió a su cama y, ya por la mañana, al ir a despertarlo, es cuando se percató de que ya no estaba.

    —¿Edad?

    —El niño, diez; el padre, cuarenta y cinco; la...

    —Por ahora, las edades de los progenitores no me importan —cortó tajante mientras apuntaba el dato que le interesaba—. Dices que vio al niño en la madrugada, ¿notó algo extraño? ¿Ha dicho algo relevante?

    —Dice que todo fue normal. Le dio un beso, por lo que no solo confirma visualmente su presencia.

    Entraron a la casa. Varios agentes tomaban huellas, recogían pruebas, sacaban fotos del lugar.

    —Están arriba, en el dormitorio.

    —Aún no. ¿Cerradura? ¿Ventanas? ¿Mascotas? ¿Cámaras?

    —Nada señor, todo en orden, sin mascota y sin cámaras de seguridad. Están analizando fuera marcas de neumáticos; todavía están en ello.

    Se apoyó en el bastón. Sintió alivio. No habían pasado ni cinco minutos y ya estaba dolorido, así que hizo uso de su reciente mejor amigo para sorpresa de muchos. Como buen investigador, era muy observador y pudo notar las miradas fugaces de sus compañeros cargadas de incomodidad al no saber cómo actuar ante la manifiesta decadencia del hombre que tenían delante. Tras esto, analizó la estancia con detalle, seguido a cada paso que daba por su inseparable Fina.

    Un salón, caro en su conjunto. Buenos sillones, televisor de última generación; enorme, de esos con conexión a Internet, de esos de los que no entendía nada, con mandos repletos de botones de todos los colores.

    «Me estoy haciendo viejo, ya no quiero adaptarme, prefiero quedarme con mis cosas de épocas pretéritas, de viejo gruñón».

    Un amigo le decía que acabaría como Lestat, el vampiro, el del libro de Anne Rice, que, tras vivir varios siglos, acabó durante un tiempo escondido y atemorizado ante el ruido y la luz que provenían del exterior de su mansión en ruinas en Nueva Orleans. Superó todos los avances de la humanidad durante siglos, pero con los de finales del veinte fue incapaz. No creía llegar a tal extremo, pero las nuevas tecnologías le abrumaban. No las entendía. Tampoco se esforzaba por hacerlo, cierto era.

    «Hasta que se rehízo y superó sus miedos».

    No era el caso. Él se imaginaba solo, como estaba ahora, en su sofá, con sus libros, la radio y... sin él, sin su perro; hecho que, junto con su deficiente estado físico, lo había sumido en una tristeza solemne de la que salía tan solo a través de la lectura y de su trabajo.

    «Esto, al menos, me sigue gustando».

    Recorrió el piso de abajo, observando con precisión la cocina, el vestíbulo y la habitación del niño. Nada que le llamara la atención; todo parecía en su sitio. Cerradura sin forzar, nada roto, sin pisadas en el jardín. No había tampoco señales de robo ni de haber sido pillados infraganti y que el niño hubiera sido un daño colateral.

    Apoyado en la barandilla y con el bastón en el otro lado, subió seguido por Fina. No le molestaba su presencia, tampoco le gustaba. Quería aprender, y quería hacerlo de uno de los mejores. Era válida; lo supo desde la primera vez que la vio. Por eso toleraba con menor disgusto que se le pegara como una ventosa.

    «Ahora verás la parte más ingrata de nuestro trabajo, querida»

    Los padres estaban sentados en el borde de la enorme cama de matrimonio. El cuarto, también de un tamaño considerable, era luminoso. Se fijó en que la cama estaba hecha con esmero.

    «Qué curioso el ser humano, en los momentos más críticos nos refugiamos en la rutina para escapar, más bien para escondernos como los avestruces con la cabeza bajo tierra, para no ver, para tapar el dolor».

    Sonrió ante su conjetura sin que apenas se le notara, pero, en realidad, le entristeció aquel pensamiento.

    —Hola, soy el inspector López. Mi equipo está haciendo su trabajo; son los mejores, están en buenas manos. ¿Puedo? —preguntó señalando una silla de madera situada al lado de la cómoda de idéntico material.

    — Sí, cómo no —respondió el padre con la mirada perdida.

    Fina le acercó la silla y la sitúo frente a los padres. El inspector colgó el bastón del respaldo y se calentó las manos con el vaho de la boca. Las tenía congeladas; los nervios le afloraban de ese modo.

    —Bien, en un rato podrán descansar, nos iremos de aquí a seguir con nuestro trabajo. Haremos todo lo posible por encontrar a su hijo. Necesito que me cuenten lo que ha pasado.

    El padre lo miró destrozado, no pudo contener las lágrimas, se vino abajo. Ella lo abrazó entre sollozos, pero se repuso y contestó sin despegarse de su marido.

    —No está, no le puedo decir más. Mi marido se ha despertado y, al ir a levantar al niño, no estaba. Lo ha buscado por todos lados y luego me ha despertado. Seguimos buscando, se podrá imaginar, hasta que les hemos llamado. ¿Se ha escapado?

    —Es una posibilidad. ¿Algún amigo con el que se llevara mal?

    —No, es un buen chico. Lo habitual en el colegio; nunca nos han dicho que tuviera problemas con nadie.

    —Redes sociales, ¿tenía?

    —No, estábamos en lucha posponiendo el momento.

    —¿Móvil?

    —Sí, pero controlado, solo para jugar y para tenerlo localizado.

    —¿Practicaba alguna actividad? ¿Hobby? ¿Pertenecía a algún grupo religioso, asociación?

    Los observó: estaban abatidos. Era cuestión de segundos que se desplomaran. No era oportuno continuar con aquello; con lo que tenía era suficiente para comenzar a investigar. Ya con datos, los interrogaría al detalle.

    —Jugaba al fútbol en el equipo del pueblo —contestó la madre en un volumen apenas perceptible.

    —Y también participaba en un grupo de robótica cada quince días en la ciudad —añadió el padre.

    Se incorporó con dificultad. Con un gesto, rechazó la ayuda que presta se dispuso a brindarle Fina.

    —Gracias a los dos. Mi equipo seguirá trabajando el tiempo que haga falta recabando información que nos pueda ser de utilidad para esclarecer la desaparición. Descansen en la medida de lo posible. No nos detendremos ni un segundo hasta encontrar a su hijo. Se lo prometo.

    Salió algo abatido; la tristeza impregnaba aquella habitación, calaba en los huesos, compungía el alma. Fina lo siguió como su perrito faldero. Ya fuera de la estancia, se dirigió a ella con instrucciones claras y concisas.

    —Hazte con el móvil del niño, destripen todo lo que se pueda sacar: páginas visitadas, si de verdad no tenía redes sociales, juegos que utilizaba, llamadas recibidas y emitidas… Todo. Comprueben si estaba hackeado. Lista entera de compañeros de clase, del equipo de fútbol, del club de robótica; padres de todos esos niños, profesores y monitores. Quiero que los entrevisten a todos y que analicen sus redes sociales. De los padres, quiero todo sobre su entorno laboral, posibles amantes, hobbies, movimientos bancarios sospechosos, redes sociales y llamadas. Yo me encargo de todo el papeleo burocrático; tú, consígueme todo lo que he pedido. Rápido. No hay tiempo que perder.

    —Sí, señor —contestó mientras escribía en su pequeña libreta de notas a un ritmo frenético.

    —Ah, y una cosa —dijo mientras comenzaba a bajar las escaleras apoyándose en la barandilla por un lado y el bastón por el otro—, prepárate para no dormir. Vienen días intensos.

    —Lo daba por hecho, señor. Descuide, tendrá todo lo que me ha pedido.

    «Me gusta. Se ve que está aquí por vocación. No hay otra manera. Esto te tiene que gustar».

    —¡Señor! ¡Debe ver esto! —le avisó un agente de aspecto imponente—. ¿Le ayudo?

    —No, no hace falta. Vaya usted, yo llegaré en unos minutos. ¿Dónde me requieren?

    —En el jardín.

    Mientras bajaba por la escalera, pudo observar de nuevo a la casi treintena de policías que trabajaba de forma minuciosa por cada rincón de la casa. Salió al jardín por la puerta que comunicaba con la cocina. El día continuaba áspero, desagradable. Vio a un grupo de agentes hablando en corrillo mientras miraban algo y señalaban la fachada de la casa. Se detuvo ante ellos y miró la pared exterior. No veía nada fuera de lo normal.

    —¿Qué es lo que han visto?

    —Señor, fíjese. Ve la casa, ¿verdad?, pintada de blanco.

    —Un blanco amarillento más bien.

    —Exacto. Es un color extraño, ¿no cree?

    —Puede…

    —Es lo que estábamos mirando, señor. Ese color no es un color al uso, de los que se encuentran en la gama de pinturas de exterior. Fíjese, esta foto estaba en el salón de la casa. Nada más llegar esta mañana me llamó la atención el feo color de la casa. Luego, mientras buscaba en el salón, vi esta foto. Por eso le he llamado….

    Tomó la foto que le pasó el policía y la observó. Era reciente. El niño aparentaba la edad que tenía en la actualidad, los padres también. Los tres felices posaban en el jardín sonrientes.

    «¡Qué cruel puede ser la vida! Familia feliz destrozada de repente».

    Vio lo que le decían; la fachada en la foto era de un color blanco impoluto. Lo que tenían ante sí era un color diferente, blanco amarillento, como el papel quemado.

    —¿Es solo esta pared? ¿O es toda la casa?

    —Toda la casa, señor.

    —¿Su nombre?

    —Mario.

    —Mario, busque a Fina, saque unas fotos del exterior de la casa y que se las muestre a los padres, a ver qué nos dicen.

    —Claro.

    Su mente se puso a trabajar sobre hipótesis de todo tipo que pudieran explicar el cambio de color de las paredes de la casa. El paso del tiempo, humedades, algún producto que desconocía con un fin que también se le escapaba.

    «¿Fuego? Me recuerda al papel amarillento antes de volverse negro. Eso sería una locura, ¿cómo podría ser?».

    Apareció Fina al rato. Miró la pared nada más llegar. Sin mediar palabra, le enseñó un vídeo en el móvil.

    —Es de ayer, mientras jugaban al fútbol en el jardín.

    No pudo evitar una mueca de asombro al visualizar el contenido.

    «Tenemos algo. Algo raro. ¿Qué es lo que puede cambiar el color de toda una casa en una noche?».

    —Necesitamos especialistas en materiales, pintura, químicos, lo que tengamos. Alguien que nos diga qué puede realizar este cambio y cómo.

    Volvió a mirar a la pared pensativo y se llevó la mano a la barbilla buscando respuestas que no encontraba y que, por desgracia, nunca encontraría. Salió del jardín en dirección a su coche; quedaba mucho trabajo por hacer, por ahora, lejos de allí.

    «Es el momento de intentar unir las piezas».

    Primera parte

    Capítulo 1

    Irgat

    Se tomó su tiempo antes de dar la señal. Una sirena, aguda en su tono, acompañada de una salva de intermitentes destellos de luz blanca, avisó a toda la Unidad minera número quince de que la jornada de ese día había llegado a su fin. Todos, al oír la señal, se plantaron en sus puestos esperando la indicación directa de su superior para subir a la superficie. Pasó revista uno por uno a los cuarenta y nueve miembros del equipo. Los conocía al dedillo. Era mucho el tiempo que llevaban trabajando juntos, a diario, sin descanso. Prescindía de sus nombres oficiales; prefería llamarlos de otro modo. Llagas, siempre propenso a ellas por el uso continuado de la maquinaria; Dulce, por su voz aterciopelada; Bravo, por su incansable sacrificio; y así con cada miembro de la Unidad que dirigía. Se consideraba un jefe ecuánime, exigente y cercano. Siempre apoyaba a su Unidad, predicaba con el ejemplo, se metía de lleno como uno más cuando surgían problemas inesperados bajo tierra. No podía contar con los dedos de las manos las veces que había puesto su vida en riesgo por ellos ni a los que había visto perecer allí abajo.

    Caminaban en grupo hacia el elevador, agotados tras otra dura jornada de trabajo, en silencio la gran mayoría, mientras otros, que aún mantenían las fuerzas, se sumían en escuetas conversaciones. Activó desde el control que tenía en su muñeca el ascensor que les comunicaba con el exterior. Solo él podía hacerlo bajar, solo tras las horas ordenadas. Recorría los trescientos metros que le separaban de la superficie a una velocidad de vértigo; nunca había fallado y esperaba de corazón que nunca lo hiciera.

    Ya arriba, aún dentro del inmenso túnel horadado por las gigantescas tuneladoras, el escaso brillo del atardecer que se colaba por la entrada le insufló una energía que necesitaba de veras. Subidos en una cinta mecánica, recorrieron los quinientos metros que distaban de la salida. La luz irradiada por Rexinon, la estrella del planeta, aumentaba a cada metro recorrido, inundándolos de vida. La temperatura era agradable a aquellas horas en aquel periodo del año.

    Resopló dentro del casco que cubría su cabeza por completo. Tozudo, como llamaba a su superior, se dirigía hacia él con su distintivo casco azul y mono de igual color que lo cubría por completo. Siempre le rebatía las cantidades extraídas; se olía por dónde iban a ir los tiros.

    —Gran trabajo en el día de hoy el de su Unidad.

    —Gracias, señor —respondió con rectitud. Observaba a su equipo de reojo. Lo que allí se decidiera determinaría el día de mañana.

    Atentos, con sus monos y cascos marrones, presenciaban la escena.

    —Vamos a buen ritmo. Si seguimos así, llevaremos a la central bastante más de lo que debemos. Quiero lo mismo cada uno de los días que quedan hasta el envío.

    —Señor, con su permiso.

    —No lo tiene —le cortó tajante.

    —Perdone, señor. —Estaba acostumbrado a tratar con él, sabía hasta dónde podía llegar—. Han trabajado duro, podríamos bajar el ritmo y aun así cumpliríamos con la cantidad que debemos entregar.

    Se miraron a través de las máscaras. Era imposible que se cruzaran las miradas y, por tanto, que el Tozudo viera la rabia en los ojos del jefe de Unidad. Era imposible también que Justo, como lo llamaban los suyos, viera la mirada desaprobatoria y la mueca torcida que la máxima autoridad del asentamiento tenía en su rostro.

    —Haga lo que le digo U01154. No hay más que hablar.

    Se dio la vuelta y se fue. Miró su pecho; allí estaba escrito: U01154. En sus mangas, dorso y piernas, también. Odiaba que lo llamaran así, no lo soportaba. Lo vio marcharse en el aerodeslizador en dirección al túnel de la Unidad número ocho.

    Abrió el puño, que había permanecido cerrado con fuerza durante la conversación. Al hacerlo, se dio cuenta de la indignación que lo invadía. Notó una mano en el hombro; reconoció el tacto y la presión ejercida: el Viejo. Solo con ese roce sintió el apoyo de toda su Unidad. Siempre estaban con él; era una sensación reconfortante. El Viejo, el más veterano de la Unidad, estaba bastante cerca del retiro. Se le notaban los años en el timbre de su voz, en el resonar de sus cuerdas vocales. No era el viejo más viejo con el que había trabajado, pero no andaba lejos. Llegar a esa edad vivo tras tantas bajadas al centro de Irgat denotaba sabiduría, coherencia y, por supuesto, suerte, mucha suerte.

    La nave, más grande que un aerodeslizador, llevó a toda la Unidad hasta el centro del asentamiento cuatro, uno más de tantos de los que habían repartidos a lo largo y ancho del planeta; rocoso, sin vegetación y teñido de color teja y azul plomo.

    Se bajaron. Había llegado el momento de reponer fuerzas. El comedor de piedra rojiza y escasas ventanas ovaladas estaba repleto y, por su puerta, el flujo de entradas y salidas era considerable. Podía oler la comida a pesar del armatoste que le cubría la cabeza. Al entrar, pulsó un botón bajo su barbilla y el casco cambió de forma, dejándole un morro más alargado, con abertura para poder introducir la comida. El orificio óptimo para poder comer y no morir respirando el aire tóxico del planeta.

    La luz era tenue; las mesas no tenían más de seis asientos, fijos en el suelo, de roca gris, fría, incómoda. Las mesas, de piedra también, eran desiguales, cercanas a ser rectangulares sin serlo. Mamparas de cristal opaco delimitaban las mesas, proporcionando una intimidad casi total a los comensales. En esas condiciones, hacer amigos más allá de la Unidad a la que pertenecías era harto complicado, salvo para los jefes de Unidad como Justo. Se dirigió a la mesa donde comía por costumbre junto a otros de su rango, los de uniforme marrón y cabeza cubierta de blanco.

    Saludó antes de sentarse. Comprobó que eran quienes creía fijándose en sus nombres oficiales grabados por todas las partes del

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