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Y un día desperté
Y un día desperté
Y un día desperté
Libro electrónico265 páginas4 horas

Y un día desperté

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Información de este libro electrónico

Recordar lo que no deseas, a veces, es volver a vivir.

Misterio, intriga, acción y amor. Si te dejas llevar, quizá te sumerjas en una historia no tan alejada de la realidad como puede parecer.

Roberto, el protagonista, después de haber estado postrado en una cama de hospital durante treinta y cinco años, descubre que no ha envejecido en todo ese tiempo y sus recuerdos ya no están. Su pasado es un misterio y tendrá que entrar en su memoria para que todo ese mundo aletargado tenga sentido.

Es un viaje a su pasado, buscando su presente, durante el cual el lector se irá dando cuenta, capítulo a capítulo, de su realidad. Conspiraciones y asesinatos le darán pistas sobre sus anhelados recuerdos. La necesidad de buscar respuestas es porque uno, simplemente, quiere sentir.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento11 dic 2020
ISBN9788418435096
Y un día desperté
Autor

Julio López Quiroga

Julio López Quiroga, nacido hace 47 años en Burela, un pintoresco pueblo de la Mariña lucense. Policía Nacional jubilado desde hace 8 años, tras haber sufrido una muerte súbita. Se encontró con tiempo suficiente para, después de haber perdido su amada profesión, rescatar las ganas necesarias para reinventarse y perseguir un sueño. Su Sueño. Una idea que viajaba en su interior desde hacía años y por cosas del destino pudo cumplir. Lo peor de alcanzar un gran sueño es decirle adiós, porque lo que te queda después, solamente serán deseos.

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    Y un día desperté - Julio López Quiroga

    Y un día desperté

    Julio López Quiroga

    Y un día desperté

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418435508

    ISBN eBook: 9788418435096

    © del texto:

    Julio López Quiroga

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi mujer Rosana.

    Por mostrarme la luz cuando solo veía oscuridad.

    Aún lo sigues haciendo.

    Prólogo

    Salgo de casa como cada día. Camino despacio por las calles observando cada detalle, mirando sin demasiado interés a las personas que se cruzan en mi camino. Muchas de ellas me saludan con un breve gesto, otras simplemente me miran de la forma en que lo hacen los desconocidos, y otras muchas ni siquiera me ven.

    Soy consciente de que voy hablando contigo sin mover los labios. Intento dar forma a esa conversación que tenemos pendiente desde hace mucho tiempo. En realidad no tenía ni idea de cuándo se produciría, y por ese motivo tengo diferentes versiones de ella. Mi único problema es que no sé nunca por donde empezar.

    Pero esta mañana me ha llamado el Doctor Ramos, así que posiblemente ese día sea hoy.

    Casi sin darme cuenta he llegado a la puerta del hospital. Normalmente a esas horas el ambiente es tranquilo, sin demasiado movimiento. Pero hoy es distinto. Es un cambio casi imperceptible… simplemente se oyen voces a lo lejos, un poco descontroladas, aunque soy incapaz de entender lo que dicen.

    Me paro unos momentos mientras escucho el eco de pasos que resuenan en la inmensidad de los pasillos, pasos acelerados que indican que la normalidad de otros días se ha alterado. No le doy importancia debido al lugar del que se trata, y me dirijo sin prisa a tu habitación. Son poco más de las 11:30 de la mañana. Espero delante de la puerta. Normalmente no hay nadie contigo a esa hora, pero hoy parece ser distinto ya que puedo escuchar la voz del Doctor Ramos hablando contigo. Intento entender sus palabras, pero los ruidos ambientales hacen que sea algo imposible. Sin pensarlo abro la puerta. Ni siquiera he tocado con los nudillos para avisar de mi llegada. Cruzo el umbral despacio, algo nervioso y, ¿por qué no reconocerlo?, también con miedo. Ese miedo inexplicable que se pega en la piel hasta que desaparece, poco a poco, cuando uno entiende la situación que tiene delante.

    Se hace el silencio mientras el Doctor Ramos abandona la estancia.

    Me siento a tu lado sin poder pronunciar una palabra. Cierro los ojos un momento mientras decido cómo iniciar esa dichosa conversación, pero… sigo sin encontrar las palabras.

    Pasados unos interminables minutos abro lentamente los ojos, y veo que me estás mirando. Es evidente que estás esperando que empiece a hablar, pero no será nada fácil ni para ti ni para mí. Me doy cuenta que tu mirada ha cambiado de expresión. Estás enfadado por la espera, pero yo todavía no he encontrado las palabras, esas malditas primeras palabras.

    Ha llegado el momento papá…. Después de tanto tiempo por fin tus ojos se encuentran con los míos, y en la soledad y el silencio de esta habitación comienzo a contarte….

    Las primeras palabras que salen de mi boca son…

    Soy Samuel....tu hijo.

    Capítulo 1

    Escuchó sonidos extraños, penetrantes, secuencia apurada de pasos que se empezaban a acercar a él, al tiempo que se le clavaban en sus oídos, haciendo eco y resonando en la inmensidad de grandes pasillos. Voces descontroladas, como si saliesen asustadas de las entrañas de la gente, quedaban muy lejos para ser entendidas y, mucho menos, para descifrar lo que decían.

    Intentó abrir los ojos, pero no le resultaba ni mucho menos algo sencillo de realizar. Le pesaban tanto que era como si acabase de dormir una vida entera, una eternidad.

    Poco a poco, a esas voces se le fueron uniendo imágenes difuminadas, rodeadas de colores claros y brillantes, como si toda la luz del mundo estuviese cautiva en el exterior, intentando apoderarse del interior de sus pupilas.

    Fueron unos pocos minutos llenos de frenéticas sensaciones en las que lo oscuro se tornaba claro, el silencio sepulcral en voces, la paz en desasosiego, y de repente…

    La luz cegadora que le impedía abrir plenamente sus ojos se tornó en una lucecita pequeña, la cual ocultaba tras de sí un rostro desconocido, pero con semblante tranquilo, aportándole en esos momentos un poco de paz en aquella extraña locura.

    Se trataba de un rostro delgado, de pelo canoso y con prominentes entradas, pero sin llegar a la calvicie. Usaba gafas metálicas que escondían tras ellas unos ojos castaños que irradiaban amabilidad y conocimientos.

    Pudo sentir en ese rostro desconocido y bien tratado por el tiempo —unos sesenta y cinco años— la angustia que en él se reflejaba, como si fuese suya la obligación de contarle algo que podría cambiar su vida nada más despertar.

    —Hola —dijo él—. Soy el doctor Ramos.

    Se le podía distinguir ese nombre en el lado superior izquierdo de la bata blanca que en ese momento llevaba puesta. Todo ello bordado con un hilo azul celeste, el mismo del que estaba bordada la cruz en su lado superior derecho con las iniciales «RH».

    Cuando su cabeza comenzó a relajarse, cuando todos sus sentidos se pusieron a funcionar al mismo tiempo, fue ahí, en ese preciso momento, cuando sintió cómo su cuerpo se estremecía de miedo, invadido por una sensación que lo recorrió de arriba abajo, como si de una montaña rusa se tratase.

    No sabía nada, no recordaba nada, no sabía quién demonios era o quién había sido, ni por qué se encontraba postrado en la cama de un hospital, ni qué día era, ni el año en el que se encontraba, si estaba soltero o casado, si tenía familia… en fin, un mar de preguntas y un océano sin respuestas.

    Solamente sabía que eran las 11:30. El reloj colgado en una de las paredes de la habitación marcaba esa hora. Un espantoso elemento que combinaba perfectamente con la escasa y aburrida decoración de la estancia.

    Desde su cama, únicamente podía ver a su izquierda una pequeña mesilla y, sobre ella, un jarrón con algunas flores marchitas que, sin duda, en tiempos mejores habían dado un toque de color a esa habitación.

    Frente a su cama estaba el citado reloj haciendo compañía a un pequeño televisor que juntos cubrían la apariencia fría de la pared, la cual estaba separada de los pies de la cama por unos pocos centímetros, los justos para que pudiese pasar una persona.

    A la derecha pudo ver una silla y, sobre ella, un libro; se titulaba El espía que surgió del hielo, de John le Carré.

    Junto a este detalle y lo de las flores en el jarrón, ya marchitas, le hizo suponer que alguien había estado con él, haciéndole compañía, pero desconociendo por completo su identidad.

    Continuó observando la habitación mientras el doctor Ramos esperaba ansioso a que de su boca saliese algún sonido, alguna pregunta, aunque sabía que tenía que ser paciente y dejarlo despertar completamente de aquel letargo.

    Mientras, él seguía contemplando la estancia, pudiendo diferenciar al fondo de la misma una puerta con la inscripción «WC» y, al lado de esta, una ventana por la que entraba algunos rayos de sol, favorecidos, sin duda, por la negligencia de una persiana entreabierta.

    Todo estaba bañado de un color grisáceo, que unido a la austeridad decorativa hacían parecer más los aposentos de una monja de clausura que la habitación de un hospital.

    Se encontraba postrado en la cama viendo todo lo que le rodeaba, pero solo lo que su vista alcanzaba, solo lo material; sin embargo, lo que más le estaba preocupando era todo lo demás, todo lo que no podía ver porque tendría que sentirlo.

    Ni tan siquiera las máquinas que estaban a ambos lados de su cama, ni las agujas clavadas en su brazo derecho a través de una vía, ni tan siquiera eso le provocaba una angustia similar.

    Pasaron unos minutos desde que el doctor Ramos se había presentado en la habitación a la espera de alguna pregunta cuando en ese momento se tomó un minuto para ordenar en su cabeza todo lo que tenía que preguntarse y si era capaz de hacerlo, ya que podía pensar, pero no tenía muy claro si los pensamientos en su cabeza se podrían tornar en palabras.

    Y fue ahí, precisamente en ese momento, cuando de su boca salió la pregunta más deseada. La que daría pie a recuperar su vida pasada…

    —¿Qué ha pasado? ¿Qué hago aquí?

    —Está en un hospital —respondió el doctor Ramos—, ha sufrido un accidente de coche.

    —¿Un accidente? —respondió sobresaltado.

    —Sí, pero tranquilo, su hijo se lo explicará todo cuando llegue, ya lo he avisado. No se preocupe, pronto comprenderá mi decisión de que sea él quien lo ponga en antecedentes de lo sucedido.

    —¿Mi hijo? —contestó.

    —Sí, su hijo ha estado aquí haciéndole compañía en los últimos tiempos.

    —¿En los últimos tiempos? —volvió a preguntar contrariado—. Pero ¿cuánto tiempo llevo aquí?

    —Ya le dije que cuando venga su hijo se lo explicará todo, la mía es solo la parte médica y se la contaré gustoso cuando él hable con usted.

    Se quedó atónito, tenía un hijo y no recordaba lo más mínimo sobre él, cómo sería, a qué se habría dedicado. Por no saber no sabía ni el nombre y fue ahí cuando cayó en la cuenta de que tampoco sabía el suyo propio.

    Solo sabía el nombre del doctor; bueno, más concretamente, el apellido: Ramos. Se quedó mirándolo fijamente y, sin dudarlo, le preguntó:

    —¡¿Cómo me llamo?!, eso me lo podrá decir, ¿no? —Su rostro dibujó una leve sonrisa al hacerle la pregunta.

    —Roberto, se llama Roberto Reyes.

    —Roberto Reyes, Roberto Reyes —repitió para sus adentros.

    De nuevo, esa sensación de pánico invadió todo su ser. Necesitaba preguntar, necesitaba que alguien pusiese algo de claridad en aquella inmensa penumbra, y ese alguien, al parecer, iba a ser su hijo.

    Tras una media hora larga, que fue el tiempo necesario para que la enfermera lo desconectase de todos aquellos artilugios, apareció él.

    En ese momento, en la habitación solo permanecían en su interior el doctor Ramos y él mismo, provocando en su interior un estado de agitación incontrolado, hiperventilación y la sumisión en un estado de nerviosismo mezclado con agresividad hasta el punto de que tuvieron que avisar a más personal del hospital para poder así inmovilizarlo mientras Roberto gritaba con voz rasgada y empapada por las lágrimas que provocan el no recuerdo, el miedo.

    —¡¿Quién coño soy?! ¿Qué hago aquí? ¡¿Qué me ha pasado?! ¡Joder, decidme algo!, ¡hostia!

    Tras ese arrebato de ira cautiva en su interior, esa misma rabia pasó a ser un fuerte y continuado llanto, un llanto impotente, lleno de angustia y dolor.

    Miró el rostro de su hijo, quien permanecía inmóvil, sin expresión alguna, motivada seguramente por la salvaje reacción que él había sufrido tras su entrada. Después de eso, le preguntó por su nombre.

    —Me llamo Samuel —respondió.

    —Cuéntamelo todo, explícame qué ha pasado, por qué tanto secretismo, cuéntame cuál era mi vida, mi mujer, por qué estoy aquí. Ni tan siquiera el doctor me cuenta nada. ¿Qué pasa? Necesito respuestas, Samuel.

    —Tranquilo, papá. Te lo contaré todo.

    Fue en ese momento cuando el doctor Ramos ordenó abandonar la habitación a todos los allí presentes, incluyéndose él mismo, ante lo trascendental de la conversación que se avecinaba.

    —Está bien, doctor —respondió Roberto ya en un tono más calmado.

    Se cerró la puerta de la habitación, Samuel cogió una silla y se sentó al lado de su padre dispuesto a contarle todo lo que él desconocía, todo aquello que los unía como familia, todo aquello que, de una manera u otra, los uniría para toda la vida.

    Antes de comenzar, hubo un momento en el que ambos se miraron, suspiraron y, seguidamente, cerraron sus ojos, quizá pensando en lo que uno tenía que contar y el otro que escuchar. No sería nada fácil para ninguno de los dos.

    Y Samuel comenzó:

    —Papá, sé que es difícil asimilar y comprender todo lo que te está pasando, me pongo en tu lugar y, la verdad, sería muy complicado estar tranquilo.

    Roberto lo escuchó atentamente, pero su rostro cambió de expresión. Pasó de estar con gesto tranquilo a tenerlo molesto. Sin miramientos soltó ante la cara de Samuel un sonoro grito:

    —Déjate de gilipolleces, joder, lo que necesito son respuestas y no sermones de domingo.

    Samuel captó rápidamente el mensaje y supo que andar con miramientos no le iba a servir de nada, así que continuó, aunque no le resultaba nada fácil.

    —Es complicado explicarte las dudas que tienes sobre tu vida, cuando esa persona es tu propio padre, del que… quizá tenga más preguntas que hacerte simplemente para saber más de ti, puesto que todo lo que sé o prácticamente todo me lo contó Carrasco, el inspector de 3.ª del CSP, compañero de mamá, seguramente porque ella no paraba de hablarle de ti —dijo Samuel.

    —¡Mamá!, perdón —dijo Roberto—, ¿mi mujer es policía?

    —Sí —dijo Samuel—. Inspectora de 1.ª del CSP en el año 1980 y Carrasco, su compañero de fatigas y amigo, creo que era inspector de 3.ª o algo así, no sé muy bien cómo iban los rangos por aquel entonces, lo que sí sé es que andaban de paisano investigando mil cosas.

    —Mi mujer, policía —dijo Roberto extrañado ante tal descubrimiento—. Nunca me lo hubiese imaginado, pero, en fin, continúa.

    —Pues bien, todo lo que te voy a contar ahora me lo contó Carrasco. Ha pasado mucho tiempo desde el suceso y yo no podría acordarme.

    —¿Qué suceso? ¿Por qué no podrías acordarte?

    —¿Por dónde empiezo, Dios? Mamá y tú sufristeis un accidente de coche la noche del 18 de febrero de 1980. Esa noche, en una curva no muy complicada, cuando veníais de tu trabajo de camino a casa, el coche se salió de la carretera. Mamá conducía un Seat 124 de color rojo y no se sabe muy bien por qué el vehículo salió de la calzada sin motivo aparente, precipitándose por un terraplén y dando dos o tres vueltas de campana. Al parecer, el único que llevaba puesto el cinturón eras tú, mientras que mamá salió despedida del vehículo con tan mala suerte que su cabeza fue a dar con una piedra. —Entre lágrimas, Samuel seguía contando lo sucedido—: Murió en el acto, según dictaminó el forense en el informe de la autopsia o, por lo menos, fue lo que me contó Carrasco en su día.

    —¿Cómo se llamaba ella? —preguntó Roberto con sus ojos ahogados en lágrimas.

    —Sofía, Sofía Diéguez se llamaba —contestó Samuel—. Era muy guapa, de pelo largo y castaño, alta, elegante y estilizada, de andares muy femeninos, a pesar de su profesión, o así me lo hizo saber su compañero de fatigas.

    —Mucho se fijaba en ella el tal Carrasco para darte una descripción tan detallada, ¿no te parece?

    —Papá, por favor, eran compañeros y ya está —dijo Samuel con rostro serio—. Además, es lo que cualquiera puedo deducir viendo las fotos que hay en nuestra casa y en la de los abuelos Carlos y Sofía, o sea, tus padres.

    —¿Mis padres? ¿Siguen vivos?

    —No, papá, lo siento. En el espacio de un año se murieron los dos. Yo creo que el abuelo Carlos murió de pena al contemplar lo que le quedaba de vida sin la abuela, su compañera de viaje. Se querían mucho.

    Una noche apareció muerta en la cama; al parecer, fue un fallo cardíaco. Ya había tenido tiempo atrás algún achaque, pero nada tan serio como para pensar que lo que sucedió podía llegar a suceder.

    —¿Y mi padre? —interrogó Roberto.

    —El abuelo fue cuestión de tiempo. Ya te dije que para mí, y también para los demás, murió de pena. Se iba apagando día a día entre recuerdos y sollozos, añorando a su querida Sofía, y un día se fue tras ella. Bueno, sigo con mamá… Fue de las primeras mujeres policías en España y, por lo que pude llegar a saber, consiguió el respeto de sus compañeros.

    »Esa noche, la del 18 febrero de 1980, fue a recogerte a tu trabajo en la empresa SENAC S. L., una empresa dedicada a la investigación, sobre todo farmacéutica, y de la cual tú eras parte importante o, por lo menos, era lo que le decías a mamá y, a su vez, los abuelos a mí. Después pasó lo que pasó, vino el accidente. A la media hora más o menos, alguien se dio cuenta de que la valla del lado por el cual habíais impactado estaba doblada. Al acercarse a mirar, ya vieron el vehículo bocabajo a unos sesenta metros de la carretera y dieron aviso de lo sucedido.

    »A mamá ya te dije que la encontraron a unos veinte metros del coche y cadáver. A ti tuvieron que sacarte los bomberos, debido a que las puertas del coche quedaron bloqueadas; normal, tras dar varias vueltas de campana es lógico. Una vez fuera, ya te atendieron in situ de las heridas, aunque tú permaneciste inconsciente en todo momento.

    »El vehículo aún está en el Parque Móvil de la Policía, y realmente para haber dado varias vueltas de campana, salvo la parte del capó que está bastante afectada, por lo demás está en un estado sorprendentemente bueno, pero, en fin, ya no se hacen coches así —dijo Samuel, esbozando una ligera sonrisa.

    —Y ¿por qué no está el vehículo ya desguazado y, sin embargo, sigue en el Parque Móvil? —preguntó Roberto cariacontecido.

    —Cosas de Carrasco. Siempre mantuvo la teoría de que algo raro sucedió esa noche.

    —¡Joder con el Carrasquito de los cojones!, siempre está presente ese tío.

    —Pues claro que está presente. Él era tu amigo y siempre estuvo ahí. No seas mal pensado.

    —Vale, vale, lo siento.

    En ese momento Roberto se quedó callado, como si estuviese asimilando la información y clasificándola en su cerebro, pero había algo que le faltaba de cuadrar en aquel puzle de información y no era otra cosa que Samuel.

    —Samuel —dijo Roberto.

    —¿Qué, papá?

    —¿Y tú dónde estabas esa noche?, porque todo lo que me cuentas es a través del abuelo o del dichoso Carrasco, no porque tú lo hubieras vivido directamente.

    —Yo estaba esa noche en el vientre de mamá —contestó Samuel entre lágrimas. Pensé que sería mejor no decírtelo yo directamente, sino que tú mismo, después de escuchar todo esto, te hicieses esa pregunta, lo que me da esperanza de tu recuperación. Mamá murió esa noche, pero yo, milagrosamente, logré sobrevivir. Dicen que un bebé puede vivir dentro del vientre de su madre muerta, al menos, treinta minutos, antes de que le empiece a faltar el oxígeno.

    Roberto lo abrazó tiernamente, susurrándole al oído un cariñoso y sentido «Lo siento, hijo mío».

    —No te martirices, papá, tú no tuviste la culpa de lo que sucedió esa noche, pasó y pasó.

    —Pero… —replicó Roberto con cara de haber visto a un fantasma— ¿cuántos años tienes, Samuel?

    —Treinta y cinco años, papá, treinta y cinco años, que es el tiempo que tú llevas postrado en la cama de este hospital.

    Roberto, en ese momento, se quedó paralizado ante tal descubrimiento. Su cabeza y sus oídos no daban cabida a las palabras que su hijo Samuel le había dicho. No asimilaba esa información por mucho que lo intentase comprender, y fue ahí cuando tuvo que intervenir de nuevo Samuel para tranquilizarlo y pedirle que lo dejase seguir con la historia, prometiéndole que, una vez la hubiese escuchado completa, le contestaría a sus preguntas o, más exactamente, a todas sus inquietudes. No era para menos.

    Roberto inspiró un poco de aire y con un gesto de resignación le indicó a su hijo que siguiese relatando lo ocurrido treinta y cinco años antes.

    —Tu cerebro siguió funcionando, pero tu cuerpo dejó de hacer o decir nada. Era como si te hubieses sumido en un involuntario letargo, rememorando el cuento La bella durmiente de los hermanos Grimm, ¿te suena?

    —La verdad es que no —contestó con cara de resignación.

    —En él,

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