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Un pasado anónimo
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Libro electrónico302 páginas4 horas

Un pasado anónimo

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Información de este libro electrónico

El robo de varios objetos en casa de uno de los afamados clientes del agente Kevin Powe, dará comienzo a una investigación que, lejos de aportar claridad, dirigirá sus pasos tras los ladrones y descubrirá una misteriosa trama oculta por el tiempo. Sus pesquisas, con la ayuda de su inseparable compañero Duncan, lo llevarán a contrarreloj a través de varios países, mientras que conspiraciones científicas se incorporan a este tablero para poner en peligro su integridad.
Atrapado entre dos frentes y sin tiempo, deberá ofrecer todo su potencial para esclarecer este sinuoso misterio o cambiarlo por su vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 mar 2018
ISBN9788417396497
Un pasado anónimo

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    Un pasado anónimo - Javier Martínez Villanueva

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    Colección: Novela

    © Francisco Javier Martínez Villanueva

    Edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes.

    Diseño de portada: Antonio F. López.

    Fotografía de cubierta: © Fotolia.es

    ISBN: 978-84-17396-49-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    A mis padres, porque se fueron demasiado pronto.

    A mis hijos, Javier y Carlos, porque los descubrí demasiado tarde.

    A mi esposa Mercedes, porque nunca supe que había soñado, hasta que te conocí.

    1

    El humo era cada vez más denso y las llamas lo rodeaban por todas partes. Nicholas seguía escondido debajo de una de las mesas del laboratorio mientras, a su alrededor, el fuego consumía lo que había sido su vida, su pasión. Probablemente, si lo hubiese elegido él mismo, no encontraría otro lugar mejor para morir, lo que no esperaba es que fuera tan pronto.

    Seguía estupefacto ante lo que sucedía, sin poder reaccionar. Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, no pudo mover un músculo. De nada sirvieron los protocolos de emergencia, ni los cursillos de seguridad en el laboratorio. Hay situaciones desesperadas que provocan en las personas reacciones de valor desmedido, lucidez extrema temporal o, por el contrario, un bloqueo desproporcionado de su capacidad habitual que, como ahora, acarreaba graves consecuencias. A Nicholas siempre le había gustado pensar, incluso estaba convencido, que sería de los que rescataban a la chica en el último instante; pero claramente no era el caso.

    Eran incontables las veces que le habían dicho que no se quedara por la noche a solas en el laboratorio, porque si ocurría algo estaría prácticamente indefenso. Ahora le venía a la mente el recuerdo de su primera ayudante, Sophie, quien le reñía como si fuera un bebé y él hacía como si le incomodara. En realidad le gustaba que alguien se interesase así por su persona. Siempre absorbido por las pruebas, las clases, las investigaciones, ahora se daba cuenta de que su vida social se había reducido tanto que hasta le parecía increíble que hubiese llegado a tener un hijo.

    El fuego, el calor y el humo lo obligaban a recostarse cada vez más. Con un trozo de tela a modo de mascarilla, que ni siquiera había humedecido, seguía viendo como todo se venía abajo. El calor se hacía ya insoportable. Se había quitado las gafas porque las partes metálicas le quemaban la piel, de todas formas, ya no conseguía ver casi nada. De pronto, un espasmo recorrió su cuerpo y una inyección de adrenalina le hizo ponerse en movimiento. El recuerdo de su hijo Adam espoleó el poco espíritu que le quedaba. Comenzó a reptar por entre las mesas en busca de una rinconera que había al fondo y que se utilizaba para colocar apuntes y libros que casi nadie usaba; siendo el «casi» ya excesivo. Como tantas veces había escuchado, para esconder algo lo mejor es que esté a la vista de todo el mundo. Dudaba seriamente que, aunque pudiera conseguirlo, llegara a su destinatario, pero era la única oportunidad.

    La vida le había demostrado muchas veces que los sucesos se pueden provocar, es más, se deben provocar si realmente es tu deseo.

    Una explosión mayor que las anteriores terminó por romper los cristales de uno de los ventanales y el aire hizo que las llamas se avivaran rápidamente. Le pareció escuchar algunos gritos a lo lejos, en el campus. «Al menos avisarán a los bomberos», pensó con vana esperanza. Estaba ya llegando al pequeño mueble, los ojos enrojecidos y las órbitas a punto de estallar no ayudaban demasiado. Solo tendría una oportunidad, estaba empezando a entrar más humo que aire en sus pulmones y el desvanecimiento era inminente. Alargó la mano y cogió el pomo de la puerta. El grito fue estremecedor, la mano desnuda reflejaba la marca que el pomo incandescente había dejado en su palma y se maldijo a sí mismo por ser tan idiota. Ahora, con la ayuda del trozo de tela, que filtraba el poco aire que conseguía inspirar, logró abrirla en un movimiento rápido. Se incorporó levemente, apartó una primera fila de libros y carpetas y vio, al fondo, el pequeño bote metálico que buscaba. Lo acercó hacia su cuerpo, ahora recostado sobre el frontal del mueble, y una sutil sonrisa se marcó en su rostro. «Una pequeña batalla ganada en una guerra ya perdida», pensaba. Hacía mucho que no se abría y le costó un esfuerzo que le pareció sobrehumano, aunque ya veía su interior.

    El bote rodó por el suelo y su sonido se fue apagando casi al mismo tiempo que la consciencia y la vida de Nicholas. Entre todas las lágrimas que rodaban por su rostro por culpa de la asfixia, una se abría paso entre las demás y dejaba la última muesca en su alma. No había nada en el bote, había desaparecido.

    2

    Anochecía rápidamente. Esta circunstancia se convirtió en la mejor aliada para la figura que bajaba por West Sunset Boulevard con trote pausado. Su objetivo era llamar la atención lo menos posible, aunque en la ciudad donde nadie camina, ir corriendo podría parecer un contrasentido. Tampoco ayudaba excesivamente el moderno diseño de las prendas deportivas que, en su busca de ligereza y comodidad, creaban un estilo de envasado al vacío que marcaba su silueta y hacía inevitables las furtivas miradas que repasaban minuciosamente su atlética segunda piel. Al amparo de la parte norte del campus de la Universidad de UCLA¹, su actividad quedaba bien camuflada mientras se acercaba a su objetivo, que ya podía vislumbrar a un centenar de metros.

    Una porción de blanco, correspondiente al portón corredero de entrada de vehículos de la finca, era lo único que se podía distinguir entre la frondosa vegetación que recubría todo el muro exterior. Aceleró el paso y giró a la derecha por Udine Way. Justo al entrar en la estrecha calle vecinal, paró en seco. Hizo ademán de tomarse el pulso en su muñeca izquierda. El dispositivo que llevaba sujeto en la parte interior del antebrazo se puso en marcha silenciosamente y, de forma inmediata, pudo contemplar el plano de su ubicación, junto con las de las cámaras y sensores de seguridad de la zona. El muro de este lado de la finca iba en disminución hasta el centro y después aumentaba escalonadamente para solventar la pendiente de la calle. Se elevaba sobre este una pequeña verja de forja, de no más de un metro, rematada con simulaciones de flor de lis. Le sorprendió la escasa altura de la valla en la parte central y la vulnerabilidad del recinto. Si todo es así va a ser muy sencillo. Presionó de nuevo el dispositivo.

    —¡Estoy en posición! —dijo casi susurrando.

    —Muy bien, Nina —respondió una voz que invadió su oído a través del auricular—. Tienes que esperar un minuto más a que la compañía de seguridad realice el siguiente barrido.

    — ¿De cuánto tiempo dispondré después? —preguntó mientras simulaba hacer estiramientos.

    —Treinta minutos para el siguiente barrido; uno menos para volver a conectar la seguridad. En veinticinco minutos debes estar saliendo para evitar complicaciones —le informó la voz con un tono automatizado—. Hemos tenido suerte de que las casas colindantes y nuestro objetivo tengan la misma compañía contratada, es más sencillo, pero no te confíes.

    —¡Nunca lo hago! —le respondió instintivamente, casi con malestar por su insinuación—. Ya me conoces.

    —¡Ahora! —exclamaron desde el auricular.

    En el dispositivo, Nina vio cómo se apagaban simultáneamente las luces correspondientes a la seguridad y se puso en movimiento.

    —Voy a hacer un examen visual de la calle —dijo encaminándose hacia el fondo.

    A su izquierda se podían observar dos grandes portones que permitían la entrada a sendas viviendas y que no mostraban movimiento alguno. Se dirigió hacia la pequeña glorieta que, al final de la calle, daba acceso a otras cuatro grandes puertas —una de ellas de la casa objetivo—. Giró sobre sí misma y al llegar al centro de la valla, con dos rápidos impulsos, penetró en el recinto. El césped amortiguó el sonido al caer. Ahora, agazapada junto al tronco de un árbol, pudo observar con precisión su entorno. Frente a ella había una piscina de unos diez metros de largo y detrás, otra zona de césped con varias tumbonas dispuestas perpendicularmente a la piscina y la casa.

    Eran dos edificaciones, una grande de dos plantas justo al frente que, resultaba evidente, era la casa principal y otra a la izquierda que parecía ser una casa de invitados, aunque de generosas dimensiones. Ahí caben tres apartamentos como el mío. Por lo poco que sabía del propietario y, sobre todo, por la gran fortuna que se le atribuía, esperaba algo más majestuoso. La casa era de estilo colonial, con grandes ventanales en la planta baja y tejados de pizarra, que rompían con la monotonía del blanco imperante en toda la finca. La vegetación, que lo rodeaba todo, también acompañaba al estilo arquitectónico, con palmeras tropicales y arbustos leñosos resistentes a las temperaturas californianas.

    Se encaminó cautelosamente hacia la parte derecha. La zona estaba ligeramente iluminada por unas pequeñas luces de jardín que marcaban el perímetro y que dominaba una pista de tenis con claros síntomas de abandono; avanzó hasta la esquina de la vivienda, desde donde observó la ausencia de vehículos y de movimientos en la entrada. Progresó junto a la pared hasta alcanzar la puerta principal. Presionó en el teclado alfanumérico la combinación, que le dictaba su dispositivo y la puerta se abrió con un suave chasquido. Nina empujó suavemente la puerta y penetró en la casa, cerrándola tras ella. A través de la penumbra reinante en la estancia, contempló un amplio salón, apenas amueblado, con un juego de sofás que custodiaban, como templarios inánimes, la chimenea, inerte, que presidía la parte izquierda. Una gran mesa de teca maciza, y su mobiliario auxiliar, completaban la parte derecha de la estancia. Un intenso aroma, dulce y áspero, a los aceites y ceras que protegían y cuidaban los muebles, impregnaba el ambiente, algo cargado, y daba la sensación de que el aire no se renovaba asiduamente. Avanzó hacia la derecha y echó un vistazo a la inmaculada cocina, digna de cualquier buen restaurante.

    Ascendió sigilosamente por la escalera de hierro forjado que enlazaba con la planta superior. Según el plano, el despacho se encontraba al fondo del pasillo, junto al dormitorio principal.

    —¡Nina! —Resonó el auricular—. Hay movimiento en el exterior. Está entrando un vehículo por el portón trasero. Parece que es el señor Scott. Apresúrate porque tengo que volver a conectar el sistema de vigilancia. Una vez conectado, no podrás hacer ningún movimiento hasta que lo desactiven desde la puerta

    —¿No se suponía que tardaría en volver? ¿De cuánto tiempo dispongo? —dijo avanzando con rápidos pasos hacia el final del pasillo.

    —¡Un minuto, como máximo! ¡Busca donde esconderte! —apremió.

    Nina abrió sin demora la puerta del despacho. Aparte de una estantería con libros, que ocupaba toda la pared frente a ella, el mobiliario era escaso. Una pequeña mesa de despacho, estilo barco, y dos sillones de teca a juego con el sofá que se apoyaba sobre la pared, justo a su lado. Al fondo, un gran globo terráqueo, junto al ventanal, y al otro extremo un perchero de pie y una lámpara que flanqueaban un óleo de un galeón español soltando una andanada de sus baterías de cañones.

    Volvió sobre sus pasos al comprobar que en el despacho no había ninguna zona clara donde ocultarse. «Llegar al objetivo y tener que irte», pensó refunfuñando. Desestimó la habitación contigua, ya que era el dormitorio principal, con grandes posibilidades de un encuentro desafortunado.

    —¡Treinta segundos y conecto!

    Aceleró hasta la siguiente puerta, que abrió súbitamente.

    —¡Veinte segundos! —Martilleaba el auricular.

    En la penumbra pudo distinguir un dormitorio más juvenil, al tiempo que pegaba su cuerpo a la pared y dejaba ligeramente entreabierta la puerta.

    —¡Diez segundos y silencio total! Recuerda que todas las habitaciones tienen sensores de movimiento —le advirtieron.

    Nina respiró profundamente y se quedó inmóvil en la creciente oscuridad que, paulatinamente, invadía la casa y que apenas dejaba distinguir los objetos de la habitación. Desde su posición podía ver la entrada del dormitorio principal y del despacho, pero no podría controlar los movimientos del interior.

    —¡Conectado! Está saliendo del vehículo. No creo que debas esperar mucho tiempo.

    Emergían volúmenes en la habitación, conforme se acostumbraba la vista a la oscuridad; aunque el hipnótico led rojo, que tenía justo frente a ella centralizaba su atención. Esperaba con premura su amnesia lumínica para dar, de nuevo, sentido a la presencia de los músculos en su cuerpo.

    En la lejanía reconoció el zumbido de apertura de la puerta principal, e instantes después se liberó de la rigidez forzada. Cerró los ojos para centrar su atención en el oído y poder ubicar al señor Scott. No fue necesaria demasiada concentración, porque la intensidad de los pasos indicaba que estaba subiendo por la escalera. Instantes después una alargada y trajeada figura le dio la espalda por el pasillo y entró en la habitación siguiente. Un haz de luz alumbró parte del pasillo e instintivamente retrocedió un poco. Por suerte las luces de la zona estaban apagadas y sólo la parte final quedaba iluminada, lo que le daba cierto margen de maniobra, aunque escaso. Se acercó a la pared que separaba ambas estancias en busca de alguna señal para poder actuar. Sabía que la rapidez y la eficacia debían ser máximas, aunque sin comprometer el sigilo. Salió al pasillo en cuclillas y se agazapó entre las sombras. En esta posición, al fondo, pudo vislumbrar su objetivo: la parte baja del mueble, tras la mesa, donde se escondía la caja fuerte.

    Cruzar el único punto de luz sin controlar la visión del interior de la habitación, no era lo ideal para la discreción. Al escuchar como el agua de la ducha empezaba a correr, supo que era el momento y tras una fugaz mirada, avanzó hacia el despacho hasta situarse entre la mesa y el mueble. Se detuvo un instante y comprobó que no la habían detectado.

    Las puertas se abrieron suavemente dejando al descubierto la caja fuerte con el control de acceso digital. Verificó que no había ningún mecanismo externo de alarma junto a la caja, como preveía. Una nueva consulta a su dispositivo y rápidamente apareció un código de ocho cifras en la pantalla, el necesario para su apertura. Sin dejar de controlar la puerta del despacho pulsó el primer número. Nina se quedó paralizada cuando un sonoro y amplificado zumbido surgió de repente. Aunque para ella lo habían escuchado hasta en Santa Mónica, esperaba que el señor Scott siguiera con sus tareas higiénicas y que el sonido del agua hubiese amortiguado la delatora pulsación. El asterisco parpadeante en la pantalla de la caja parecía reírse de ella, justo cuando dejó de escuchar el agua. Mal presagio. En este negocio se ve que nunca hay nada gratis. Cerró las puertas rápidamente y se apresuró a esconderse en el único sitio disponible, tras la puerta de entrada. Ya notaba los pasos del señor Scott acercándose y extremó la cautela.

    El escondite era muy precario, aunque logró atraer ligeramente el perchero hacia la puerta para hacerse menos visible. Los pasos se detuvieron en el umbral y simultáneamente una cálida luz despertó de las sombras los suntuosos muebles y lo que parecía una selecta biblioteca, aunque no muy extensa en volúmenes. Nina solo podía ver parte de la estancia. Ahora estaba más preocupada en que no la descubrieran, sobre todo a través de la ranura entre los goznes de la puerta. La figura del señor Scott permanecía en el umbral, como intentando discernir entre la posibilidad de un robo o de una autosugestión auditiva. Realmente ninguna de las dos opciones le satisfacía, por las implicaciones que conllevaban; si era un robo tenía grandes posibilidades de salir maltrecho y si no, estaría creándose una fobia que, como le advirtió su terapeuta, terminaría por llegar si se obstinaba en vivir en soledad después de su separación.

    Tras un profundo suspiro, avanzó lentamente hasta el gran ventanal del fondo y se detuvo observando el jardín. Parecía que había tomado la determinación de afrontar serenamente el asunto y asumir que todo era una ilusión.

    Nina consiguió asomar ligeramente la cabeza y fijó la mirada en la enjuta figura, que se imaginaba debajo del albornoz.

    Con todo el simbolismo de un hombre con gran poder financiero mundial, se giró y abrió el globo terráqueo por el ecuador. Un magma de botellas y vasos se elevaron desde su núcleo para deleitar el paladar del dios que los reclamaba. Se sirvió un generoso vaso de un, casi seguro, carísimo whisky escocés y se quedó absorto mirando en su interior, como esperando que el dorado y alcohólico oráculo le aconsejara con sus doctrinas. Ahora Nina podía ver con mejor ángulo su rostro, de aspecto enfermizo y arrugas muy marcadas para la edad que tenía el señor Scott. El vientre prominente que sobresalía empujando la ropa y una calvicie dominante, sumadas a unas ojeras claramente visibles, contrastaban con la luminosidad y la viveza de sus ojos; como si un cuerpo joven y ávido hubiese elegido el envoltorio erróneo donde crecer. Lentamente fue volviendo a esta dimensión y tras cerrar el orbe encaminó sus pasos, de nuevo, hacia la puerta. Llevaba la mirada clavada en el pulcro suelo de madera maciza y esto ayudó a Nina a observar mejor, aunque parcialmente, su retirada. Al pasar junto a la mesa de barco, de pronto, se frenó en seco y fijó la mirada en un punto cercano al mueble. Depositó su vaso sobre la mesa y se agachó para recoger algo del suelo. Se levantó y mostró a la luz unas briznas de hierba que, sin duda, habían dejado las zapatillas de Nina; sus ojos se abrieron y lo que era luz se tornaron llamas. Se agachó raudo y abrió el armario de la caja fuerte. El asterisco seguía con su baile luminoso y ahora ya no tenía dudas: no estaba solo.

    Justo cuando se incorporaba, notó un contundente golpe en la nuca y cayó sin sentido, fulminantemente.

    Nina todavía empuñaba el pisapapeles de bronce y base de mármol que le había servido de ariete, al tiempo que intentaba sopesar el cambio de rumbo de la situación. Arrastró el cuerpo unos metros hacia la ventana, después de comprobar que seguía respirando, aunque la resaca al día siguiente no se la podría achacar al escocés, sino a la invitada sorpresa.

    Activó el dispositivo con una ligera contrariedad

    —He tenido que neutralizar el señor Scott tras ser descubierta y antes de que diera la alarma —dijo en tono neutro—, espero instrucciones.

    No le estaba permitido empatizar con los objetivos y para eso había sido entrenada. Siempre terminaba con la impresión de que la fragilidad del ser humano no se puede esconder en castillos y esplendorosos baluartes de dinero y poder. No existe lo inexpugnable. Todos caen. Todos son asequibles, y su mismo dinero financia los sistemas que los destronan.

    —Seguimos con el plan —sonó el auricular, sacándola de sus pensamientos—. Abre la caja, coge la llave y utiliza la vía de escape estipulada.

    Nina abrió de nuevo el armario y retomó los números del dispositivo. Fue marcando los siete números restantes, haciendo caso omiso al zumbido que emitían sus pulsaciones. Finalmente, un suave movimiento metálico indicó que la caja estaba abierta.

    —Espero que no esté conectada mediante otro sistema con una central de alarmas o de policía —dijo Nina.

    —Tranquila, no hay actividad, y para eso estoy yo aquí. Pero date prisa, sólo quedan cinco minutos para el siguiente barrido —apremió.

    Nina revolvía los documentos y el dinero del interior de la caja, hasta que dio con lo que parecía un paño. Al abrirlo, quedaron al descubierto una llave y una carta manuscrita, de la cual no le habían informado.

    —Aquí hay una llave envuelta en un paño y una carta con ella. No veo ninguna otra llave —comentó esperando confirmación.

    —No sabemos cómo es la llave, si no hay otra debe ser esa. Si la acompaña la carta cógela también. Asegúrate bien y sal cuanto antes. ¡Se acaba el tiempo! Pero sobre todo cerciórate bien, porque no podremos volver —subrayó el interlocutor.

    Nina volvió a examinar el interior de la caja y se reafirmó en que debía ser esa. No se entretuvo en reordenarlo todo, era innecesario. Guardó la llave y la carta en una bolsa de plástico, que cerró herméticamente, y la metió en su mochila al mismo tiempo que avanzaba escaleras abajo en dirección al exterior. Con premura salió de la casa y cruzó el jardín a grandes zancadas hasta llegar junto a la palmera, por el lugar donde había saltado anteriormente. Un ligero vistazo al exterior, para evitar sorpresas, un nuevo salto y estaba fuera.

    —¡Ya puedes conectar! —comunicó Nina—. Continúo con el plan. Puedes informar que tenemos la llave y una carta. Te envío una foto en cuanto pueda para que la hagas llegar a la cúpula y den conformidad. ¡Corto!

    Tal como llegó, se alejaba calle abajo la figura de Nina, hasta encontrarse con el tráfico de la calle principal; ahora con un trote algo más pesado y con la calma de que la primera parte del trabajo estaba hecho.

    3

    La escasa luz, que el nublado cielo de Londres dejaba pasar, luchaba para penetrar en el amplio despacho de la séptima planta a través de los cristales blindados y tintados; esto unido a los escasos momentos soleados que se pueden disfrutar en esta ciudad obligaba a mantener la iluminación artificial de forma permanente. La mullida moqueta color verde hoja contrastaba notablemente con las paredes paneladas y los muebles de caoba clásicos.

    De pie, inmóvil y con el mentón apoyado levemente sobre su mano izquierda, no podía evitar que su mirada se fundiera con el paisaje cotidiano de Victoria Street. Faltaban pocos minutos para las nueve de la mañana y, a estas horas, Victoria Station no dejaba de inyectar viandantes hacia el centro neurálgico de la ciudad, cada uno buscando su lugar, su camino; indiferentes, sumidos en un mundo de teléfonos móviles y cárceles digitales que abogaban porque un mundo mejor es, siempre, el que está dentro de mí burbuja.

    Esa celeridad se entrecruzaba con los numerosos grupos de turistas que comenzaban su rutinaria visita del Londres imperial. Sonrisas. Majestuosidad. Imperio. Palabras y conceptos que siguen vendiéndose como instrumento poderoso de la mercadotecnia, pero que quedan vacíos cuando intentas explicar lo que son en tu espacio.

    El sonido del interfono interrumpió sus reflexiones y la devolvió a este plano.

    —Señora Whybrow —reclamó una voz femenina y ligeramente metalizada.

    Lentamente giro su figura, deslizando los pies hasta alcanzar la imponente mesa de caoba; acarició con su mano los ribetes dorados y el forro de piel que la cubría, como queriendo absorber parte de su ancestral sabiduría. Hoy era un día importante y ella lo sabía.

    —¿Sí? —preguntó acercándose al auricular del interfono.

    —Señora Whybrow, nos han comunicado desde el hotel que la visita que espera pronto estará en camino.

    Un breve vistazo al reloj de su muñeca y un leve suspiro le ofreció el bálsamo necesario para encarar el siguiente paso.

    —¡Gracias, Jane! Cuando llegue, que nuestro gabinete lo reciba en la sala de juntas. El señor Brown ya tiene instrucciones precisas de cómo debe manejar el asunto —dijo, e hizo una pausa.

    —¿Es todo señora Whybrow? —preguntó Jane

    —No. Comunícale también al señor Brown que seguiré el desarrollo de la reunión desde aquí. Que siga el protocolo habitual. Mi presencia no es primordial, de momento, para poder alcanzar este acuerdo. Nada más.

    —¡Inmediatamente, señora Whybrow! —respondió diligente la secretaria.

    De nuevo quedó la habitación en silencio.

    De nuevo volvieron los recuerdos que a fuerza

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