Ciclo del fuego: la leyenda de Mangoré
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"Ciclo del Fuego: La Leyenda de Mangoré" es una novela sobre el camino espiritual de las Artes. Narra la historia de Ezequiel, un joven argentino estudiante de guitarra y su tutor, el director del conservatorio de música. El muchacho está a sólo dos días de la fecha límite para presentar los exámenes finales que coronarán su carrera como concertista de la guitarra, y aun no escribió ni compuso nada. Está trabado y en medio de una profunda crisis espiritual. Su tutor lo llevará a pasear por la apasionante historia del eximio músico paraguayo, Agustín Barrios "Mangoré". En seguida descubrirán que la leyenda esconde valiosísimas enseñanzas para todo buscador espiritual.
¿Puede la vida ejemplar de un buscador de la Verdad funcionar como mapa o luminaria para ayuda de otros Buscadores? En este relato, dicha posibilidad brilla con un esplendor difícil de negar. Cuando la búsqueda del arte puro se auna con la búsqueda de la profunda y auténtica identidad espiritual, sucede el prodigio. La leyenda de Mangore constituye una prueba elocuente de ello.
Nicolas Ponsiglione
Nicolás Ponsiglione (Buenos Aires, 1982) es escritor e investigador argentino. Su primer ensayo (en coautoría con A. Suarez y C. Tripodaro) fue el resultado de ocho años de investigación del fenómeno de la inquisición y de la libertad de pensamiento y religiosa en la civilización actual, titulado PsicoHerejía, inquisición en el siglo XXI (2018). En 2020 publicó una investigación titulada El fraude en la Educación Sexual Integral: infancia adulterada, y en 2021 plasmó su tercer ensayo: El relato pandémico. También ha publicado una novela, Ciclo del fuego: la leyenda de Mangoré (2020), y cuatro libros de poesía: Reflejos del filo (2001), Abismo y sus instantes (2003), Velos para fauces (2006) y La cripta poética (2021). También es concertista de la guitarra. Actualmente reside en la provincia de Córdoba, Argentina.
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Ciclo del fuego - Nicolas Ponsiglione
Oîrô mba´epurory ne ángape,
oñehenduta arapy tuichakuépe.
Si hay música en tu alma,
se escuchará en todo el universo.
Preludio Saudade
1
Ezequiel estrujó el vigésimo papel y lo arrojó al cesto. Ni siquiera le importó que no diera en el objetivo, yendo a caer burlonamente al costado de su escritorio. Reclinó su cuerpo contra el respaldo de la silla, sonoramente frustrado.
Algunos minutos después, que para él parecieron horas, se irguió pesadamente para tratar de descubrir el bendito motivo por el cual el bollo de papel no había caído en la basura. Vio el cesto rebosando papeles idénticos, todos blancos pero salpicados cada tanto con puntitos y rayitas negras, otros sugiriendo pentagramas vacíos, sin notas ni silencios. La visión del tacho pleno de papeles sólo logró empeorar su estado, que de la simple frustración ya había comenzado a dar lugar a algo un poco más turbio. Sentía que se aproximaba al portal que lleva a las mazmorras de la obsesión y la desesperación.
Se levantó decididamente. Pero fue para volver a arrojar su cuerpo esta vez a la cama. Sólo porque no tuvo otra opción, contempló el ventilador que en el techo giraba lentamente ad nauseaum intentando espantar el calor de Diciembre que, lejos de molestarlo, ese día en particular lo tenía sin cuidado. Porque una preocupación mayor ocupaba todo su ser.
El ventilador giró unas treinta y dos veces, mudamente. Lo vio reiterarse allí arriba, como una de esas películas de Chaplin, sólo que bastante más aburrido.
Ezequiel había estado intentando durante varias semanas, en vano, cumplir con la tarea que significaba la frutilla del postre de su carrera en el conservatorio de música: debía escribir una monografía sobre la vida de un músico, junto con un análisis de sus obras principales, y también presentar una composición propia. Esas dos cosas habían sido la fijación de su existencia en las seis o siete semanas previas. Ni una sola nota musical, ni una solita oración había logrado articular en todo ese tiempo. Sepamos que nuestro joven había destacado siempre como el mejor alumno por lejos, tanto en aspectos teóricos como prácticos de la música y de la guitarra concertista. Hacía ya ocho largos años que había empezado la carrera en el conservatorio, y ahora sentía que había dado noventa y nueve pasos brillantes para al fin quedar petrificado antes del último paso, el número cien.
Ni una sola idea, musical ni literaria. Pero lo que era tal vez más alarmante: ningún asomo de idea siquiera. Y Ezequiel sabía mejor que nadie que el asomo de ideas es la madre de las ideas. Ese asomo lo es todo. Pero le preocupaba hondamente el reconocer que toda idea, todo asomo de idea, parecía haber muerto en su cerebro. Parecían haberse ido a otra parte.
Y allí arriba, anclado al techo, el ventilador seguía girando inútilmente.
De nada parecía haber servido el comprar libros acerca del músico a biografiar, o haber visto películas y videos en YouTube. Hasta se había leído entera la biografía disponible en Wikipedia, cosa que le había dado arcadas. Todo eso no había sino terminado de cerrar del todo la puerta de la creatividad y la inspiración. Por algún motivo que él realmente no llegaba a entender, había quedado completamente trabado y ya no parecía quedar nada por hacer. Cada vez más se amigaba con la idea de un fracaso rotundo. Cada vez más pensaba en renunciar. Cada vez más se le revolvía el estómago.
Contó ciento veintitrés vueltas del exhausto ventilador. Le daba un poco de miedo darse cuenta que lo había hecho: había contado las vueltas del ventilador. Se le vino a la memoria esa canción de Charly García que dice yo no quiero volverme tan loco
. Entonces pudo entender perfectamente a Charly.
Siguió contando algunas vueltas más hasta que perdió la cuenta. Cerró los ojos. Adentro de su cabeza relucía como en carteles de neón el terrible recuerdo: faltan menos de dos días para la fecha última de presentación. Y el cartel parecía continuar con letra más pequeñita aunque igual de insidiosa: Puta madre, Ezequiel. La vas a cagar, Ezequiel.
Cambió de posición en la cama, a ver si de ese modo el cartel molestaba menos. Pero no. Allí permanecía, a pesar del tiempo inerte que pasa y de la gente en la acera que va y viene, a pesar de él tirado en su cama, tal como sucede con los carteles publicitarios allá afuera en las avenidas de la ciudad. Porque si algo hacen bien los carteles, es justamente eso. Ese indistinto y sutil arte de que todo el mundo te importe un reverendo carajo.
Pero a pesar del luminoso cartel dentro de su mente, Ezequiel finalmente se quedó dormido mientras el dormitorio era consolado por los tímidos aires que cíclicamente bajaban del laborioso ventilador.
A las cuatro de la tarde sonó el despertador. Abrió los ojos con un sobresalto torpe, como si fuese la primera vez en su vida que oyera aquel punzante chillido. ¿Cómo es posible que el muy hijo de puta haya podido despertarme todos estos últimos años?, su pensamiento fue pegajoso y pesado como un bostezo.
Sintió con alivio que su anterior estado de opresión había mermado, capaz porque el cartel se había quedado sin pilas, no lo sabía. Sin tardanza se levantó, se vistió y partió a la cita que era, para él, casi como la última esperanza en la Tierra.
—Eze, querido —su abuela Liliana supo que Ezequiel se disponía a salir—, haceme el favor de pasar por la lavandería a buscar los acolchados que dejé el otro día —estaba con su amiga Cora, quien solía visitarla casi todos los sábados por la tarde. Tomaban mate y comían facturas de la panadería más afamada del barrio.
—No sé a qué hora vuelvo, abuela.
—Hola nene —Cora lo saludó con una voz mortuoria de millones de cigarrillos Gitanes Blondes en su haber. Oírla hablar era realmente un espectáculo traumático. El sentido musical de Ezequiel siempre se sentía ultrajado ante tales vibraciones erróneas. Aceleró su búsqueda de las llaves de la casa tratando de esquivar toda conversación con las dos señoras.
—Bueno, la lavandería cierra a las ocho y media. Fijate —insistió su abuela.
Ezequiel notó que Cora tenía un pedazo de crema pastelera en la blusa color carmesí. Aquello era una nota discordante en una sinfonía tediosa.
—Eze, vení, comete una facturita —invitó Cora, chirriando la oración como un motor diésel en mal estado.
La crema en la blusa de Cora parecía un chorro de pus. Ezequiel supo que había que huir de allí de inmediato. Emitió un sonido extraño, que vino a significar al mismo tiempo un saludo de despedida y un rechazo del gesto de Cora. Para las dos ancianas, aquel joven fue tan sólo una sombra fugaz pasando de largo.
Y Ezequiel también se sintió un poco así, un poco sombra fugaz.
2
Once cerraduras. Once puertas. Eso es lo que tenía que cruzar Ezequiel cada vez que salía del departamento. Y él jamás había logrado acostumbrarse. Es cierto que no eran, en realidad, once puertas ni once cerraduras. Porque las únicas tres que contaban como puerta o cerradura eran la de su departamento propiamente dicho, la de la entrada del edificio y la de la entrada a la entrada del edificio, esta última instalada hacía un año después del robo ese que había salido en el noticiero. Las otras ocho que Ezequiel metía dentro de la misma categoría eran las puertas corredizas del ascensor. Y contaba un total de ocho de ellas, porque aquel ascensor no era de los modernos sino de esos que tienen una especie de reja plegable por puerta, que se abre y se cierra manualmente, y uno para entrar al mismo debe efectuar una serie ineludible de aperturas y clausuras, a saber: 1) descorrer la puerta-reja que da al hueco en donde se desplaza el ascensor, 2) descorrer la puerta-reja de la cabina del ascensor, (en este punto se debe meter el cuerpo dentro del ascensor, lógicamente) y luego 3) volver a cerrar la puerta-reja primera y 4) también la del ascensor en sí mismo. Para colmo, acá no acababa la cosa. Porque al llegar al cuarto piso en donde vivía, Ezequiel debía repetir las cuatro operaciones a fin de salir del ascensor.
Así que aquella tarde Ezequiel tomó conciencia, por primera vez en años, que debía realizar un total de once acciones vinculadas al evento salir o entrar
de casa. ¡Once! Porque si contamos cada descorrimiento de esas malditas puertas-reja, hagan el ejercicio ustedes mismos y van a darse cuenta que viajar en ese trasto de museo conlleva gran cantidad de acciones. Una, dos, tres, cuatro: para ingresar al ascensor. Cinco, seis, siete, ocho: para retirarse del mismo una vez concluido el trayecto. Y esto, sumado a las otras tres puertas mencionadas, da un total de once.
Ezequiel las sentía como puertas. Puertas con cerrojos.
Si él compartiera su sensación con otros vecinos, claramente que lo verían como un loco desquiciado. Pero el hecho era que se trataba de once cosas
concretas que él tenía que tomarse el trabajo de atravesar cada vez que salía o entraba a su vivienda. Y eso no se lo podría negar nadie.
Además, para Ezequiel los locos eran los que habían puesto tanta cantidad de puertas, no él. ¿Qué es eso de una entrada para entrar a la entrada
? ¿Es que la especie humana perdió la razón? Pero entonces, ¿por qué no hacen una entrada para entrar a la puerta que da a la entrada
, y luego otra para entrar a esa, y luego otra, y otra? O sea, a Ezequiel lo tomarían por loco si plantease la idea de poner una puerta más. ¿Pero por qué no tomaron por loca a Doña Leticia cuando exigió —a gritos, como una posesa— que se pusiera una puerta de afuera
en la reunión de consorcio que se hizo tras el robo del siglo? Eso es cordura, ¿no? Bien, ¿y dónde está el límite entonces? ¿Hasta qué número de puertas considera, nuestra avanzadísima sociedad, que tenemos cordura? ¿A partir de cual puerta comienza la locura?
Con estas espesas reflexiones dejó atrás ese último portal, el que arroja un lamento cada vez que termina de cerrarse por completo, como quejándose: ¡ahí