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El Manuscrito de Jerusalén
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Libro electrónico394 páginas5 horas

El Manuscrito de Jerusalén

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Información de este libro electrónico

Pedro Velázquez es un profesor de arqueología en horas bajas: no tiene vida social ni familiar y acaba de divorciarse. Su mayor enemigo le obliga a un traslado a Jerusalén. Desanimado y hundido, Pedro cree haber tocado fondo. Daniela, su hija, acude en su rescate. Juntos en Jerusalén sobreviven a un atentado que desemboca en un descubrimiento arqueológico de primera magnitud.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 dic 2022
ISBN9788419611819
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    El Manuscrito de Jerusalén - Juan Carlos Campos

    El Manuscrito de Jerusalén

    Juan Carlos Campos

    ISBN: 978-84-19611-81-9

    1ª edición, septiembre de 2022.

    Editorial Autografía

    Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

    www.autografia.es

    Reservados todos los derechos.

    Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

    A mi hija, Lucía.

    Prólogo

    Avanzó caminando por el túnel oscuro. En su cabeza, la linterna frontal. Las paredes, de piedra y tierra. El aire, húmedo. Caminaba despacio, con cautela, con miedo a romper algo. No muy lejos de la entrada a aquella galería, una pared semejaba dar por terminado el recorrido. ¿Qué sentido tenía aquel túnel? ¿Para qué había sido construido?

    Al llegar al final del recorrido, apoyó ambas manos extendidas en la pared. Nuevamente, piedra y tierra. Podía escuchar sus propios latidos. Respiró hondo. Decepción. Eso era lo que sentía. Deseaba encontrar algo más. Pero solo tenía ante si aquel túnel, vacío y lóbrego. Decidió dar media vuelta. Y antes de comenzar a caminar para salir de allí, no pudo contener un puñetazo de rabia en aquella pared. Inesperadamente, como respuesta, toda la pared se derrumbó con un inusual estrépito. El golpe había deshecho el precario equilibrio de la pared, invitándola a derrumbarse.

    Tras el tremendo susto inicial, aguardó a que la polvareda se asentase. Se levantó con cuidado. El derrumbe había dejado al descubierto un pequeño habitáculo. Tres ánforas de barro. Elaboradas. Ancestrales. Las palpó con admiración. Finalmente, había encontrado algo.

    Con decisión, observó el interior de las ánforas. Dos de ellas estaban vacías, pero otra parecía contener algo. Intentó extraerlo con sumo cuidado. Lo consiguió con facilidad. Con los ojos muy abiertos pudo comprobar que tenía en su mano… un papiro. Enrollado.

    Presentaba un gran deterioro, ligeramente cubierto de arena. Su textura, ligera y un tanto áspera. Daba impresión de fragilidad. De un color tierra. Numerosos huecos surcaban su extensión, dejando entrecortadas algunas líneas. Observó, entre tinieblas, sus manos.

    Temblaban...

    Capítulo 1

    Y entonces se despertó. Todo había sido un sueño. Sudoroso y con la respiración entrecortada, vio en el despertador que ya era la hora de levantarse.

    Aquel iba a ser un día especial. A primera hora, antes de impartir a sus clases de profesor de arqueología, tenía que acudir al juzgado. Iba a firmar su divorcio.

    Mientras desayunaba, su mirada permanecía en aquellos retratos: su boda, sus viajes con su ya casi ex mujer, algunas comidas familiares, el nacimiento de su hija… Todas esas estampas formaban parte ya de un pasado lejano, una Arcadia feliz que algún día fue. Con parsimonia, con desgana, con tristeza, se vistió. Arreglándose la corbata frente al espejo se preguntaba qué habría hecho él para merecer un final así. En particular le atormentaba la idea de que Ana, su ex, ya no era la misma persona con la que se había casado. Dos mujeres diferentes, la del día de la boda y la de ahora mismo. Tantas vueltas le dio al asunto que también se las dio a la corbata. Ya era la tercera vez que se la ponía mal esa mañana.

    Ya en el coche, su mente seguía divagando. Intentando visualizar cómo sería su vida a partir de ahora. Dado que se había volcado en su matrimonio, toda su vida social desaparecía con el divorcio. Todo eran amistades de su ex. Unos bocinazos de otros coches le sacaron de este ensimismamiento.

    Aparcó junto al juzgado. Durante minutos permaneció dentro del coche, inmóvil, paralizado. Ahora que había llegado el momento de la firma, la ansiedad aumentaba a cada minuto. Tuvo que armarse de valor para abrir la puerta del coche. Ya caminando hacia la puerta del juzgado, intentó no pensar. Un imposible.

    En información le dijeron que los divorcios eran en la planta dos. Prefirió las escaleras. Subió los peldaños con el mismo ánimo con el que un condenado va a la horca. Al llegar a la mesa correspondiente, allí estaban la funcionaria de turno y su ex. Muy arreglada y altiva, algo natural en ella. Le dedicó a Pedro una mirada de desprecio. Ella ya había firmado.

    —¿Por qué? —se atrevió por fin a preguntar con nada disimulada desesperación—.

    Ella lo fulminó con la mirada.

    —Acaba de una vez. ¡Firma! —dijo ella—.

    Con la mirada clavada en el suelo y la angustia desbocada, cogió el impreso y el bolígrafo que le ofrecía, indiferente, la funcionaria. Le temblaba el pulso. Permaneció mirando a su propia mano, como diciéndole «estate quieta, por favor».

    Y al fin firmó. La funcionaria les devolvió los DNI y les dijo que ya estaba todo hecho. Pedro quiso salir huyendo de allí, escapar de aquella pesadilla. Pero sus ojos estaban clavados en el impreso que acababa de firmar. Era el adiós a cuatro años de novios y veinticinco de casados. Adiós a aquella vida en común. Adiós a tantas cosas…

    —Ya está todo terminado —repitió la funcionaria, viendo que Pedro no reaccionaba.

    Ahora sí levantó la cabeza. «Ya está todo terminado», repitió Pedro en su cabeza. Por fin echó a andar. Ana comenzó a caminar con prisa. Al llegar a la puerta, ella se detuvo, y lanzándole otra mirada de odio, le dijo:

    —Esto no termina aquí.

    Y se dio media vuelta. Continuó caminando con paso acelerado hasta perderse en el hervidero de funcionarios, gente de la calle, algún policía…

    Pedro no pudo evitar una mirada a la funcionaria. Ella también había oído lo dicho por Ana y se quedó mirando a Pedro con compasión. Al darse cuenta de que Pedro la miraba, apartó la vista hacia el ordenador y giró la silla.

    Lentamente, con pasos pesados, salió del juzgado. No veía nada a su alrededor. Se sentó dentro del coche pero sin arrancarlo. Era imposible dejar de pensar. Multitud de escenas del pasado acudían a su mente, recuerdos y más recuerdos.

    Cuando al fin volvió en sí, miró el reloj. Un Viceroy, regalo de pedida, años atrás. Llevaba casi una hora dentro del coche, navegando entre pensamientos. Arrancó. El trayecto a la facultad se le hizo penoso. Aún quedaba toda la mañana de clase en aquel estado. Pero no tenía disculpa. Sus días de asuntos propios ya estaban agotados con la mudanza, infinidad de visitas al abogado, búsqueda de vivienda y un sinfín de trámites notariales. Para colmo era lunes. Nunca había deseado tanto que llegase el fin de semana.

    Momentos después, ya en la facultad, intentó que no se le notase demasiado todo lo vivido en los minutos anteriores. No quería soportar ni comentarios, ni cotilleos, miradas indiscretas ni sarcasmos. Si, tiempo atrás, no se arredró ante las presiones políticas del rector, decidió que ahora tampoco iba a dejar que le viesen tocado.

    Las sonrisas forzadas no eran su especialidad. Pero lo intentó. Qué difícil era. Entre sus colegas los otros profesores lo consiguió, o casi; pero durante sus clases fueron frecuentes los despistes, los lapsus, el quedarse en blanco o el no recordar de qué estaba hablando. Lo justificó ante sus alumnos como haber dormido mal. Tal vez haya colado, se dijo.

    Nada más terminada la última de las clases, salió hacia su casa, no corriendo, para no llamar la atención, pero sí caminando deprisa. Los embotellamientos de tráfico no hicieron sino agotarlo aún más, pero al menos ya no sentía todas las miradas pendientes de él. Al llegar, se derrumbó en el sofá y estalló en sollozos.

    Capítulo 2

    Al día siguiente, martes, tocaba volver al trabajo. Pedro durmió muy poco aquella noche, a pesar de tomar pastillas. Todo se volvió pensar, pensar y repensar.

    Recuerdos, tiempos felices que parecían ya muy lejanos… Todo aquello quedaba atrás. Años antes estaba convencido de haber asentado una vida: terminada su carrera de arqueología, finalizó su formación post universitaria y obtuvo una plaza en las oposiciones a profesor. Y por lo tanto solo esperaba tener por delante una vejez plácida, nietos, una jubilación para viajar…

    Se levantó con ojeras. Mientras removía la cucharilla del café pensaba qué les iba a contar a profesores y alumnos para justificar otra mala noche. Concluyó que lo mejor sería ignorar tales comentarios e intentar superar el chaparrón emocional poco a poco, día a día, y si era preciso acudir a terapia psicológica, así se haría. Entre tanto pensar y repensar, calentó el café por segunda vez: se había enfriado en medio de aquel cóctel de amarguras, recuerdos, rencores, incertidumbres y preguntas sin respuesta.

    El trayecto hasta la facultad fue tan físico como mental. Era incapaz de concentrarse en aquel tráfico, la carretera, la gente aquí y allá. ¿Una baja por depresión? No. Eso equivalía a hacer pública su situación personal y emocional. A partir de ahora tendría que armarse de valor muy a menudo.

    Nada más llegar a la sala de profesores recibió un mensaje en el teléfono. El rector le citaba en su despacho. Un mal presentimiento le recorrió el cuerpo. Le conocía de muchos años atrás. Era correa de transmisión del ministro de educación. Militante político recalcitrante. Amigo de incitar extremismos en asambleas estudiantiles donde nada pintaba un rector. Era muchas cosas, se dijo Pedro, pero ninguna buena.

    Tal vez, concediéndole el beneficio de la duda, lo llamaba para interesarse por su situación personal; quizás algún permiso extraordinario; o un relevo en las clases, quién sabe. Pero este beneficio de la duda le pareció más bien sacado de un manual de autoayuda, de algún libro de consejos bienintencionados y con poco contacto con al realidad.

    Sea como fuese, se trataba del rector, la máxima autoridad en la universidad, de modo que no podía contestarle con un «otro día» como a otros profesores cotillas y entrometidos. Se armó de valor (¡una vez más!), se dirigió al despacho y se detuvo ante la puerta. Los manuales de autoayuda podían decir lo que quisiesen, pero la situación parecía que avecinaba tormenta. Respiró hondo varias veces, ensayó una sonrisa fingida pero creíble… y llamó a la puerta. Al igual que a Julio César volviendo a Roma desde Las Galias, también para Pedro la suerte estaba echada al atravesar aquella puerta, su particular Rubicón.

    Entró en el despacho casi conteniendo la respiración. Al llegar frente a la mesa del rector, se plantó frente a él. Lo miró con desgana.

    —Hola Pedro —dijo el rector, con una sonrisa condescendiente—. Siéntate, por favor.

    —Estoy bien de pie—contestó Pedro, que no disimulaba su incomodidad. Su mirada y sus pies apuntaban hacia la puerta, lo que en lenguaje no verbal equivalía a ganas de marcharse.

    —Sigues siendo el mismo rebelde de siempre por lo que veo, Pedro. Te niegas a colaborar. No es una actitud correcta en un profesor. Lo sabes.

    —¿Qué es lo que quieres? —dijo Pedro con un suspiro entre impaciencia y resignación—.

    —Cualquier tiempo pasado fue mejor ¿verdad) —se burló Esteban, como leyéndole el pensamiento.

    Pedro lo miró fijamente, con rabia. Esteban volvía a mostrar su sonrisa de superioridad, desafiante, vencedor, revanchista.

    —Sé del mal momento que estás pasando. Acabas de divorciarte. Y de mudarte. Son momentos difíciles. Así que he pensado en cómo podría ayudarte.

    Pedro, tan sorprendido como asustado, apartó por fin la mirada de la puerta y la fijó en Esteban. Los años parecían haberlo tratado bien. Algunas canas más, algunas arrugas más, pero la misma superioridad en la mirada. Qué lejano parecía aquel comienzo de curso, veintiún años atrás, en el que Pedro y Esteban compartían habitación en la residencia de estudiantes. Eran amigos. Eran inseparables. Eran equipo. Todo lo hacían juntos: largas horas de clases, largas tardes de estudio, largas noches de copas tras las chicas... Fue ahí donde comenzaron a chocar. Ambos ambicionaban la cátedra de arqueología, ambos competían en el equipo de atletismo de la universidad, ambos deseaban a Ana. De todas estas rivalidades Pedro salió vencedor. Pasaron los años, los días de vino y flores y ahora la Némesis del profesor de arqueología parecía acabar de llegar: Esteban consiguió ser nombrado rector, lo que le situaba en posición de presionar a Pedro, y Ana le acababa de obligar al divorcio. Cualquier tiempo pasado fue mejor, pensó Pedro.

    —Te he llamado para comunicarte un traslado.

    La mirada de Pedro pasó de la rabia a la sorpresa para terminar en confusión. No entendía nada.

    —En breve dejarás tus clases de arqueología en esta facultad. Irás destinado a Jerusalén. Sin duda habrás oído hablar de la iglesia del Santo Sepulcro. En el subsuelo de dicha iglesia se está llevando a cabo una excavación. La Autoridad Israelí de Antigüedades nos ha autorizado a enviar a un arqueólogo jefe de excavación. Tú dirigirás ese proyecto.

    Pedro no fue capaz de articular palabra. Estaba entre sorprendido, abrumado, perplejo y confuso. Cuando al fin pudo reaccionar, dio un paso al frente, dijo:

    —Yo no he solicitado ningún traslado.

    —Ah Pedro…—dijo Esteban entre risas—. Veo que no estás al tanto de la nueva legislación educativa universitaria en materia de traslados. Ahora un rector puede trasladar a un profesor con plaza a un destino en el extranjero.

    —No me interesa irme de España.

    La sonrisa de superioridad desapareció bruscamente. Su expresión era dura, agresiva. Los rencores cuidadosamente guardados durante años veían la luz repentinamente.

    —Recuerda que la legislación me autoriza, así que irás a Jerusalén. Incumplir un traslado conlleva un expediente disciplinario.

    —Un expediente disciplinario que tú estarías dispuesto a promover gustosamente.

    —Te he llamado para comunicarte tu traslado y ahora ya lo sabes. Todo lo que venga a partir de ahora, dependerá de ti, y de nadie más. Puedes irte. Que tengas un buen día.

    Pedro se sintió totalmente noqueado. Esperaba poder rehacer su vida con nuevas amistades, nuevas actividades de ocio y, por qué no, con una nueva pareja que pudiese surgir. Pero verse obligado a marchar a Israel por tiempo indefinido, quizás años, destrozaba por completo sus esperanzas. Con pasos pesados, se dirigió hacia la puerta. A ciegas. Molido. Destrozado.

    —Por cierto, Pedro, dale recuerdos a Ana —remató el rector, con un sarcasmo supremo. Pedro apretó los puños con fuerza. La mandíbula, tensa. La rabia, al límite—. Ah claro, no me acordaba de que acabáis de divorciaros. Esas cosas suceden mucho cada vez más a menudo. Ya sabes...

    Pedro estalló por dentro. Solo por dentro. Era demasiado cerebral como para irse a las manos con Esteban. Su cabeza le decía que contase hasta diez y se marchase cuanto antes de allí, pero su corazón le gritaba que le diese una paliza al rector. Se detuvo en seco, y mirando a Esteban por encima del hombro le dijo:

    —Es por eso ¿verdad? El traslado es por lo de Ana. Nunca aceptaste que Ana se casase conmigo. ¿Tan mal perder tienes, Esteban?

    —Bueno, se casó contigo. Pero todos cometemos errores. Ahora puede hacerlo de nuevo con quien quiera. Rectificar es de sabios, dice el refrán.

    La cabeza de Pedro era un volcán en erupción. Emprendió la marcha bruscamente y alcanzó la salida.

    —Cierra la puerta al salir, Pedro.

    Salió del despacho ciego de odio dejando la puerta abierta como único gesto de desprecio al rector. Avanzaba caminando muy rápido, queriendo huir física y mentalmente de allí. Todavía alcanzó a escuchar, ya desde el fondo de aquel pasillo, una sonora carcajada de burla.

    Pedro fue al lavabo. Necesitaba ocultarse por unos minutos. No podía presentarse en sus clases tan alterado emocionalmente. Dio en una pared un puñetazo de rabia, el que no se atrevió a darle a Esteban. Pero en silencio. En el lavabo podrían estar otras personas que podrían oír si no reprimía sus emociones.

    El resto de aquel día fue un tremendo esfuerzo por su parte para ocultar su estado de ánimo. Un penoso trabajo de actor que interpretaba un papel de profesor de arqueología, aunque en realidad aquel actor odiaba con todas sus fuerzas aquel papel, aquella farsa ante sus alumnos, aquel disimulo ante los profesores.

    Tras unas horas que más bien la parecieron siglos, por fin llegó a su casa. Intentó contenerse. Intentó sentirse firme. Fuerte.

    Sin embargo, una vez más, se derrumbó en el sofá y estalló en sollozos.

    Capítulo 3

    Pedro salió a caminar por el bosque cercano aquella tarde. Necesitaba serenar su cabeza después del carrusel de emociones negativas de los últimos tiempos. Aunque psicológicamente aturdido al bajarse del coche, el aire puro, los colores de la naturaleza, los sonidos de los árboles mecidos por el viento poco a poco le fueron calmando.

    En medio de este oasis de tranquilidad, repasó su trayectoria vital hasta entonces. Con todo detalle. Tenía tiempo aquella tarde, así que por qué no, se dijo. Tras unos kilómetros de caminata concluyó que se había esforzado para tener una existencia feliz, pero ahora tal existencia se desmoronaba como un castillo de naipes. «¿Culpables?», se preguntó. Se le ocurrían unos cuantos. Esteban, el rector. Ana, su ex. «¿Se pudo evitar?», volvió a preguntarse. Pues difícilmente, se dijo otra vez. Esteban, desde que llegó a rector disponía de un poder contra el que poco o nada podía hacer. Y en cuanto a Ana... si la pareja de uno —pensó— a lo largo de los años evoluciona de modo distinto a uno mismo, la convivencia ya no es agradable. Ana se había dejado deslumbrar por lo que Pedro consideraba miserias mundanas: dinero, poder, fama...

    «¿Y qué se puede hacer?», se preguntó. Solo se le ocurrían dos posibilidades: o pasar por el aro y seguir como hasta ahora... o pedir un traslado para empezar en otro lugar de España, claro, no en Israel. Una tercera posibilidad era incluso abandonar su trabajo de profesor de arqueología, reciclarse y dedicarse a otra cosa.

    No terminaba de decidirse. Y como el sol empezaba a ponerse, decidió que lo consultaría con la almohada. Llegó al coche y conectó la calefacción. Se había dejado las luces encendidas. Con tanto divagar se le quedó el cuerpo destemplado. En el horizonte, la puesta de sol era preciosa. Así que decidió que se quedaría allí mismo, sin arrancar el coche, contemplando aquel ocaso. Consciente o inconscientemente, comparó aquella puesta de sol con el ocaso de su vida. Una llamada telefónica le sacó de aquella ensoñación.

    —Daniela, hija, ¡qué alegría!

    —Hola papá. ¿Te pillo ocupado?

    —Pues no. Estoy viendo una puesta de sol a la entrada del parque.

    —¡Uah, qué romántico estás! Mira papá, me he enterado de lo del divorcio. Y también de que has tenido una movida chunga con ese rector ¿Es verdad que te quiere mandar a Jerusalén?

    —Sí, Daniela, eso quiere. Yo no lo llamaría «una movida chunga», sino más bien una venganza personal.

    —Sí, Daniela, eso quiere. Yo no lo llamaría «una movida chunga», sino más bien…venganza.

    —¡Venganza! Joder, papá, y venganza ¿por qué? ¿Tú qué le has hecho?

    —¿Qué le he hecho? Algo imperdonable para alguien con un ego que no le cabe por las puertas: haberme casado con tu madre.

    —Pues viendo el resultado, quiero decir, que os habéis divorciado y tal...

    —Esteban solo ve que me quedé con la mujer que le gustaba. Y él ni olvida ni perdona.

    —¿Y por eso se venga de ti mandándote a Israel?

    —Sí hija, y hasta hablaba de nuestro matrimonio como un error. Se carcajeó y todo al final.

    —¡Joder, papá! Yo flipo. ¿Y no le metiste dos hostias?

    —Daniela, no soy un adolescente de veinticuatro años como tú. Cuando llegas a una edad y tienes un puesto importante... como dice el refrán, el miedo guarda la viña. Pero ahora que lo dices, sí, era para darle unas hostias tal como se pasó.

    —Bueno, vale, darle de hostias al rector, que es un niño mimado del ministro, trae consecuencias, lo entiendo. Pero debiste pararle los pies. Nunca te haces respetar.

    —Ese problema también lo tuve con tu madre. Lo de hacerme respetar.

    —Ya claro, y con tu familia, y con amigos tuyos de hace años... Te falta mala leche, papá.

    —Me has llamado para tacharme de calzonazos ¿verdad?

    —No papá, no es eso. Pero tienes que hacerte respetar de una vez o serás un pandero toda tu vida.

    —Pensándolo bien, llevo toda la vida siendo un pandero.

    —Joder papá, pues eso se tiene que acabar ¿no crees?

    —Si hay algo que me fastidia es tener que darte la razón. Pero creo que la tienes. Como casi siempre.

    Daniela se rió al mismo tiempo que su padre. Tras eso, hubo un silencio cómplice, como si a través del teléfono pudiesen mirarse a los ojos. Hasta que la joven soltó la bomba.

    —Bueno, papá, la pregunta del millón: ¿Qué vas a hacer de tu vida a partir de ahora?

    —Pues aún no me he decidido, pero tengo que hacerlo pronto, porque me obligan a firmar el traslado en una semana.

    —Ya me temía yo que no te decidirías. Esto es lo que harás: irás a Jerusalén conmigo, conoceremos otro país, otra cultura y haremos una vida nueva allí.

    —Pero vamos a ver, Daniela. Ahora decides por mí. Esto es demasiado.

    —Si es que tú no te decides, papá.

    —Dame tiempo para pensar.

    —¡Y una leche te voy a dar! Mañana a medio día me llamas y me dices algo definitivo, ¿vale?

    —No me presiones, Daniela; estoy pasando por un bache muy gordo y lo último que necesito es otra persona en mi vida agobiándome.

    —No te agobio, papá. Solo intento aclararte las ideas. Lo dicho, mañana a mediodía me llamas o me presento en tu casa y verás cómo he heredado la mala leche de mamá.

    —Bueno, vale, está bien. Mañana a medio día te digo algo. Ahora se ha hecho de noche, así que me vuelvo a casa. ¡Joder, pero bueno!... ¿Y qué pasa ahora?

    Pedro intentó varias veces arrancar el motor del coche, pero no funcionaba.

    —Papá, ¿pasa algo? ¿Está todo bien?

    —Bien jodido, como dirías tú. Resulta que de tanto tener las luces encendidas, me he quedado sin batería.

    —¡Joder, si es que eres la leche!

    —Ahora tengo que llamar a la asistencia.

    —Vale, pues ya sabes, a firmar el traslado y nos vamos.

    —Daniela, no seas palizas.

    —Buenas noches, papá.

    Capítulo 4

    —Todavía no me puedo creer que esté haciendo esto.

    —¿Haciendo qué, papá?

    —Viajar a Jerusalén en este avión junto a ti, dirigir allí una excavación, dejar atrás toda mi vida que tanto me costó conseguir…

    Pedro pasó aquellos días posteriores a su divorcio y traslado forzoso aturdido emocionalmente. Eran golpes duros de asimilar y tampoco había tenido tiempo para digerirlos. Pero la aparición inesperada de Daniela en medio de toda aquella tormenta personal no conseguía otra cosa sino dejarle menos capacidad de reacción. Si bien en el fondo no quería trasladarse a Israel y vivir al dictado de Esteban, le resultaba cómodo y hasta tranquilizador que alguien de confianza le apoyase y hasta decidiese por él.

    Y, cuanto más lo consultaba con la almohada, más descabellado le parecía todo: dejarse llevar por la voluntad de su hija casi adolescente y aceptar lo que a todas luces parecía la venganza de un individuo despechado. No eran muchas las alternativas; a saber, renunciar a su plaza en la facultad y empezar de cero, a sus 52 años… ¿Cómo y en qué? No encontraba respuesta. En cuanto a lo de rehacer su vida en Oriente Medio tampoco lo veía claro, por mucho que Daniela se mostrase muy segura al respecto. ¿Tal vez su hija sólo pretendía aparentar seguridad para transmitírsela a él?

    Todo eran cábalas, suposiciones, inseguridades en definitiva. De modo que en aquellos días siguientes al divorcio y al traslado lo único que hizo fue sacarse el pasaporte, gestionar unas cuentas corrientes y hacer la maleta. En un momento, se sentía como un mindundi que ha sido derrotado y está pasando por el aro, y al siguiente, se decía que tal vez Daniela pudiese tener razón, que otra vida era posible, que no todo era blanco o negro, que también había grises en los cuales la felicidad tenía cabida.

    Echó un vistazo por la ventanilla del avión, sentado junto a Daniela, y mirando el mar de nubes a treinta mil pies de altura concluyó que su aturdimiento había aumentado con la irrupción de su hija, por lo que le iba a costar más tiempo reaccionar, porque ya eran tres frentes en aquella guerra (Ana, Esteban y ahora Daniela).

    —Sigues pensativo papá. Y sé en lo que piensas. Pues mira, ahora que ya estamos volando y no te puedes escapar, voy a decirte algo.

    —Ya me estás asustando, Daniela.

    —Hace mucho tiempo que no hablo con mamá, pero estoy segura de que está feliz. A ver, no voy a meterme en vuestra vida, pero cuando dos no se entienden, lo mejor es que cada uno tome su rumbo. Para cuatro días que se vive no hay que pasarlos rayándose y de mal rollo. Yo tuve varios novios y con los primeros, al romper, me tiraba de los pelos. Pero ya no más. En cambio tú, papá, como no habías roto nunca con ninguna mujer, te estás rayando cosa chunga.

    —¿Y tú cómo sabes que nunca he roto con una mujer?

    —Papá, por favor, que eres un libro abierto… ¿Quieres que te diga lo que pienso?

    —Me temo que no puedo impedírtelo ni con esparadrapo en la boca.

    —Mamá es ambiciosa, siempre quiere más; y tú te acomodaste en la vida cuando llegaste a tu cátedra de arqueología. No quiero decir que te hayas equivocado en algo, solo que, con los años, quisisteis cosas diferentes de la vida. Bueno, eso y que mamá ya no está enamorada de ti.

    —¿También te ha dicho eso último?

    —Más o menos… Me lo contó a su manera. Me hubiese gustado que mis padres siguiesen juntos, pero…una no siempre consigue lo que quiere…

    Daniela se encogió de hombros, y Pedro se dio cuenta de que en los asientos delanteros, una señora permanecía desde hacía un buen rato con la cabeza girada hacia Daniela, escuchando ávidamente toda la conversación. También Daniela captó este detalle y le increpó:

    —Oiga, ¿se puede saber qué le pasa, tía cotilla? ¡Métase en su vida!

    La señora, sorprendida por el mal genio de Daniela, se giró hacia delante y aparentó no estar ya pendiente de ellos.

    —Papá, si hubieses tenido varias parejas, sabrías que cuando una relación termina, es el camino a una nueva. No es el fin del mundo, aunque a ti todo te lo parezca. Yo he pasado por varias parejas y algo ha tenido de bueno que acabase rompiendo con ellas: que ahora estoy con Adrián.

    — ¿Adrián? Nunca me habías hablado de ese. Espero que al menos te vaya mejor que a mí.

    —Joder, papá, claro que sí. Mira, Adrián y yo nos conocimos en segundo año de arqueología. En la biblioteca solíamos sentarnos juntos y así empezó todo. Se está especializando en lenguas antiguas y es bastante empollón. Por lo demás, es buena persona, está cachas y si lo ves en la playa marca un paquete…

    —Por favor, Daniela, ahórrame los detalles.

    —Sí, claro —río Daniela—, pero de todos los novios que he tenido, me quedo con este. Se ha quedado chafado cuando le dije que me voy a Israel contigo, pero lo primero es lo primero. Si mi padre está en apuros... como hiciste conmigo de pequeñita.

    Daniela volvió a reír con esa risa especial que la caracterizaba. Fue entonces cuando reparó de nuevo en el suspiro de felicidad que acababa de dar la señora del asiento de delante, y esto borró inmediatamente su sonrisa.

    —Pero vamos a ver, pedorra, ¿es que no tiene vida propia? Cuéntese los pelos del chocho y así se entretiene un rato.

    —Por favor, Daniela, no llames la atención así —le dijo Pedro bajando la voz, totalmente avergonzado—.

    Tras el incidente, transcurrieron unos minutos de silencio en los que se palpaba cierta tensión en el ambiente entre Daniela y la señora de delante. Intentando rebajarla, Pedro se decidió a tomar la iniciativa en la conversación.

    —¿Sabes una cosa? Nunca pensé en tener hijos, ni siquiera estando casado. Siempre me parecieron una responsabilidad demasiado grande, un marrón, como dirías tú.

    —¡Coño! Y entonces ¿yo qué?

    —Fue tu madre quien insistió en el tema. Y yo... bueno, me dejé llevar por sus deseos, claro.

    —Como así ha sido siempre desde que erais novios ¿me equivoco?

    —No, no te equivocas —reconoció Pedro un tanto avergonzado—. Ya sabes que siempre tenía que ser lo que ella quería o si no había lío en casa.

    —Yo creo que tendrías que haberte revelado antes. Está claro que eso habría llevado al divorcio, pero.… ¿no crees que era algo que tenía que suceder? Por cierto, ¿cómo os conocisteis siendo tan diferentes?

    —En la cafetería de la facultad —recordó Pedro mirando hacia arriba y haciendo un esfuerzo para evitar la melancolía—. Ella y yo tomábamos café en mesas de la misma esquina y así empezamos a hablar una tarde que sus amigas se retrasaban y ella llegó antes. El paso siguiente fue salir juntos. Tuvo que ser a donde ella decía; ya sabes cómo es tu madre, pero la verdad, yo no conocía casi ningún lugar para

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