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Tiempo de plenitud: Mi amante del alba II
Tiempo de plenitud: Mi amante del alba II
Tiempo de plenitud: Mi amante del alba II
Libro electrónico433 páginas6 horas

Tiempo de plenitud: Mi amante del alba II

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Información de este libro electrónico

El amor de Paloma y las excursiones de los fines de semana enriquecieron mi vida.

Vivir con Paloma me llevó a compartir sus fines de semana, estar con su grupo de amigos en las excursiones, así como a interveniren sus tertulias y las noches de jazz.

Tuvimos que ir varias veces a Villarta de San Juan, en La Mancha, para conocer a su familia y ser uno más entre ellos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento29 feb 2020
ISBN9788417533793
Tiempo de plenitud: Mi amante del alba II
Autor

Manuel Rodríguez de La Zubia

Manuel Rodríguez de La Zubia nació en La Zubia, su paraíso perdido, y estudió la carrera en Madrid. Ya casado, vivió en Madrid y después en el Albaicín, su paraíso de los años de plenitud. Ahora, ya jubilado, vive en Marbella, su paraíso final, donde mira el mar cambiante, pasea y escribe. En Madrid escribió folletos y libros técnicos de divulgación. En Granada, artículos en el periódico Ideal.

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    Tiempo de plenitud - Manuel Rodríguez de La Zubia

    Tiempo de plenitud

    Mi amante del alba II

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417533298

    ISBN eBook: 9788417533793

    © del texto:

    Manuel Rodríguez de La Zubia

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    1.

    Días felices

    Era de noche, en casa, y mi mente era un torbellino de ideas contradictorias. Pensaba en la sorprendente llamada de Eva, la espléndida mujer con quien compartí una noche excepcional de pasión y risas. Me había pedido una cita de amor y aún no sabía qué hacer. Deseaba verla de nuevo y estrecharla en mis brazos, pero mi amor por Paloma me exigía que no podía hacerlo. Aquel tiempo de espera hubo una lucha feroz en mi cabeza: a ratos, deseaba furiosamente decir «sí» y concertar la cita, y después vencía el «no».

    Cuando, tres cuartos de hora después, volví a oír el teléfono, supe que era Eva otra vez.

    —¿Has pensado dónde nos vamos a ver?

    —No, guapa, el destino ha jugado con nosotros. Has cumplido lo que me dijiste, pero ahora yo estoy enamorado hasta las cachas de otra mujer y no puedo acudir a una cita así contigo. Me duele en el alma y lo deseo a rabiar, pero me arrepentiría mil veces, lo sé, porque eso no encaja con mis códigos de conducta. Te busqué por todas las esquinas y esperé durante meses una llamada tuya que nunca vino, cuando era tiempo de vernos y estar juntos. Te estuve añorando, deseando verte y abrazarte durante mucho tiempo.

    —¿Sabes lo que te digo? Que los hombres sois un asco, siempre tan enamorados. Con lo contenta que me puse de verte. Debería haberte echado los brazos al cuello y haberte besado desesperadamente allí mismo, delante de todos.

    —Eso solo ocurre en las películas, pero eres divina y te recordaré siempre por aquella noche. Pero ya no soy joven, tengo que sentar la cabeza.

    —Sentar la cabeza significa dejar de follar, porque hacerlo según las reglas, dentro del matrimonio, no es ni la mitad de interesante. Bueno, Adán, tu Eva se queda triste. Adiós. —Y colgó.

    Quedé pensativo y maravillado al recordar la filosofía de vida expuesta por aquella mujer. Me recordó al personaje de Gabriela, clavo y canela, de Jorge Amado, con la gran diferencia de que Eva-Laura no es una ficción; está viva, en Madrid, tiene un cuerpo real y se mueve gloriosamente. Claro, me arrepentí pronto de lo que dije. La renuncia a unas tardes de amor desenfrenado con Eva-Laura me estaba pasando factura. Su recuerdo era vivísimo, todo mi ser la reclamaba con tremenda fuerza. Después, pensé: «Aunque acabo de rechazar a Eva, ahora conozco su profesión y el hospital donde trabaja, puedo buscarla». Pero ella era una mujer muy singular, tenía sus propias normas y las cumplía; igual que me tuvo meses y meses buscándola inútilmente, sin dar señales de vida, teniendo guardados mis datos hasta que la vida volvió a ponernos de frente, la condición que puso aquella noche, ahora podía perfectamente haberme tachado ya para siempre, desde el momento en que la rechacé. Quizá buscarla era una tarea inútil. Cuando me levanté, mientras me duchaba y preparaba, pensé en ello y, cuando salí a la calle, camino del Ministerio, había ya concluido que no buscaría a Eva, por mucho que me pesara. Nunca simultanearía a Paloma con otra mujer, porque eso no iba conmigo; era verdaderamente imposible para mí. Paloma era mi único camino hacia el futuro. Presentaba incógnitas, pero ella era, definitivamente, mi único amor. De ese modo, Eva-Laura pasó a ser solo un recuerdo.

    Cuando salí el lunes del trabajo, fui a una floristería, compré un hermoso ramo de flores y se lo envié a la mujer de Pepe Luis. «Gracias, querida, estuve muy a gusto en tu casa, estoy deseando invitaros. Un abrazo». Por la tarde me llamó Paloma.

    —Emilio, he escuchado ya dos veces la música de Falla que me regalaste y estoy entusiasmada. La segunda vez me gustó más que la primera y presiento que la oiré muchas veces. Te estoy muy agradecida. Te quiero.

    —Gracias, guapa. Creo que ya está prendiendo en ti el amor a la música clásica.

    —Puede ser; ahora estoy empezando a leer el libro Sí, ministro —dijo, cambiando de tema—. Tiene mucha ironía y, según lo que cuenta, los políticos son solo unos eventuales en la Administración.

    —Eso es cierto.

    —Y, además, sirven para poco.

    —No diría yo eso.

    —Me está encantando. Volviendo a la música, quiero conocer otras composiciones de Falla. ¿Fuiste el domingo al concierto?

    —No, querida. Después de ir contigo, ya no pude ir solo. Te buscaré dos cosas más de Falla y quiero obsequiarte también un concierto de otro músico español, a ver si te gusta. Todavía no lo encontré en la versión que quiero regalarte.

    —¿Quieres conquistarme con regalos?

    —Por supuesto. Quiero conquistarte por tierra, mar y aire, querida; con regalos, besos, abrazos y con lo que haga falta añadir, sin perder un segundo. Me tienes ya desesperado por esa conquista que nunca consigo.

    —No es cierto, estoy ya muy conquistada, mi amor. Otra cosa, me dijo Marta que está preparando todo para Talamanca.

    —Iré feliz contigo. Pero, si pasan las semanas y no consigo entrar en tu vida, me iré haciendo transparente.

    —Ya estás en mi vida, no me amenaces.

    —No, cariño, no es una amenaza. Si ocurre, será contra mi voluntad, pero sin que pueda evitarlo.

    Colgó.

    Paloma, la reina del desplante. Lo que fue un grito de socorro era, para ella, una amenaza. Podría decirse que era más chula que un ocho, pero también era maravillosamente tierna, y una sola mirada amorosa suya era el mayor tesoro. Paloma estaba más seria en la oficina. Cada día se me hacía mi rutina del trabajo más insoportable y estaba más colado por Paloma. Había llegado a tener una complicidad grande con ella, pero no supe encontrar el modo de acelerar aquello y terminar en su cama. Mi camino hacia ella había quedado, una y otra vez, ralentizado.

    La mañana del martes estaba ya en mi despacho, tras una tertulia del café especialmente apagada, con Paloma muy seria sin razón aparente. Empecé a sentirme mal; cada segundo estaba peor. Había algo sutil e indefinible que causaba mi malestar; algo que iba aumentando e inundaba ya todos los resquicios del despacho, como una marea que se desborda y sube y sube de nivel. Aquello era cada vez más espeso, se hacía más y más denso, casi se podía mascar, y empecé a tener sensación de ahogo. Todo comenzó al pensar que nada cambiaría en mi vida, que acabaría consumiéndose en vanas esperanzas, sin que llegara un día a ser feliz con Paloma. La idea de que no tuviéramos ya posibilidad alguna de recibir y darnos felicidad me hundió y entristeció hasta no poder más.

    Repasé mentalmente lo que me habían deparado los empeños, esfuerzos y sueños de toda mi vida; tanto esfuerzo y noches sin dormir para terminar mi carrera universitaria, que me abría las puertas para ingresar en el Ministerio (Cuerpo de Ingenieros Agrónomos del Estado), me han llevado ahora, con más de cincuenta años, cifra redonda que tan lejana me pareció siempre, al comienzo de la vejez, como decía años atrás. Examiné uno a uno los apoyos sobre los que rueda mi vida actual, las muletas que sostienen mis ilusiones con Paloma, que tantas veces parece inalcanzable, las relaciones esporádicas con mis hijos, mi amistad con Antonio, Antón y Pepe Luis, y los libros en primerísimo lugar, porque su disponibilidad es permanente. El saldo era para no animarse mucho, la verdad.

    Estaba ahogándome en estos pensamientos cuando llamaron a la puerta. Era Antonio, y con él entró un soplo de aire fresco que fue disipando rápidamente todo mi malestar.

    —¡Qué alivio! —exclamé cuando lo vi.

    Aquella visita, nada más verlo con su cara cordial y alegre de siempre, fue recuperando rápidamente mi estado de ánimo y la alegría de vivir. Lo recibí con alegría, incluso agradecimiento, pero dijo:

    —Tienes mala cara, ¿te pasa algo?

    —No, ya estoy bien, tu visita ha sido como un milagro. Estaba agobiado, deprimido; incluso he llegado a pensar en jubilarme para dejar todo esto, pero contigo ha venido el bienestar, querido.

    —Me alegro, porque es un disparate lo que me has dicho. ¿Cómo vas a pensar en jubilarte a tu edad? Si no tienes otros ingresos u otra actividad remunerada, te vas a morir de hambre o casi. Entonces vas a saber lo que es bueno. Con este despacho magnífico… Creo simplemente que tienes un mal día.

    —Sí, puede ser, pero llevo casi dos años desde mi regreso a Madrid y me parece que fue ayer. Me acuerdo de mi amigo Rafael, un gran poeta y amigo de Granada, quien decía: «Como el tiempo es imposible alargarlo, nuestro único recurso es ensancharlo». ¿Y cómo se puede hacer? Pues haciendo cosas diferentes y huyendo de la rutina.

    »Si estás dos días de viaje, con comidas en sitios diferentes, saludando a personas no conocidas o no vistas hace tiempo, al regresar, piensas y te das cuenta de que tu memoria viene llena de vivencias que tardas un tiempo en evocar. Se diría que has estado mucho más tiempo de viaje. Si comparas con toda una semana, incluso un mes de vida rutinaria, como la que llevo, la experiencia es mucho más rica. La rutina acorta la vida, haciendo paradójicamente eterno cada minuto.

    —Es curioso. Thomas Mann, en su Montaña mágica, escribe algo muy parecido cuando el protagonista empieza a vivir la rutina diaria de una casa de salud, lo que hoy llamaríamos «hospital de tuberculosos» en los Alpes suizos, a donde ha ido a pasar unas semanas para visitar a un primo enfermo. No dice ensanchar el tiempo, sino darle amplitud, la misma idea.

    —Eso me sugiere un pensamiento terrible: que no hay idea, relato, ocurrencia, etc., que no haya sido antes pensado, pintado y hasta escrito por alguien en esta vieja humanidad. Si este pensamiento se apodera de ti, te incapacita para escribir un artículo, dar una conferencia, escribir un libro, pintar un cuadro, etc. Es la idea más destructiva que existe.

    —Desde luego, tienes un día malo, pero malo, malo. Solo te vienen pensamientos negativos. Además, no estoy de acuerdo con esta tesis, ni poco ni mucho. No hay dos relatos iguales, ni puede haberlos, salvo en caso de plagio. Son tantos los matices nuevos que enriquecen cada momento de la vida del hombre que es imposible. Habrá conceptos semejantes, pero cada uno lo vivimos a la luz de nuestras propias vivencias y de las circunstancias del entorno.

    »Basta que pienses en lo que era la vida de nuestros padres o abuelos para comprender el inmenso salto que hemos dado con los nuevos tiempos, en tecnología, en el caudal de información que procesamos a diario, en la rapidez con que nos transportamos. Todo esto son experiencias que hace treinta o cincuenta años no se podían ni imaginar. La aparente coincidencia que acabamos de señalar antes solo se puede dar en situaciones excepcionales.

    »Dos personas de distinto siglo pueden estar sometidas a unas condiciones de vida rutinaria durante un tiempo de sus vidas y se les pueden ocurrir ideas parecidas. Pero es solo la excepción.

    —Bien, no insistas, yo estoy de acuerdo. Todo lo que has dicho lo suscribo. Entre otras cosas, porque lo necesito. Es tan horrible pensar lo que dije antes que sería para pegarse un tiro, porque el hombre necesita expresarse hablando, escribiendo, pintando, etc.

    »Solo pueden tolerar algo así los personajes del «mundo feliz» de Huxley, donde las generaciones sucesivas de trabajadores que se fabricaban para trabajos repetitivos, destinados a llevar cada día la misma vida, absolutamente carente de iniciativas, eran manipulados antes de nacer. Así, venían al mundo con la mente debidamente preparada para que pudieran soportarlo; les suprimían el sentido crítico y la imaginación.

    —Realmente, es terrible pensar en ese mundo de Aldous Huxley estos días en que tanto se habla de la clonación del hombre y de otros seres vivos, desde que la oveja Dolly nació el año pasado.

    —Nos falta saber mucho del resultado de esa clonación: si llevará una vida normal, si no habrá muerte prematura, si podrá procrear, etcétera —comenté.

    —Volviendo a lo de antes, esto de que estás pensando en jubilarte hay que hablarlo con calma. Mi mujer come hoy con unas amigas, ¿comemos juntos?

    —Encantado, pero yo te invito, porque soy el causahabiente. Te llevaré a un sitio que quizá no conoces. Pero no puedo salir todavía, de modo que ponte cómodo y hablemos.

    —¿Sigues con la manía de cumplir el horario a rajatabla? Si dices que te aburres, es señal de que no tienes trabajo suficiente. ¿Por qué no te escapas antes un día y otro también?, ¿crees que todos lo cumplimos?

    —Mi deber es cumplir el horario, lo que hagan otros no es mi problema. La Administración no tiene ningún otro medio objetivo de medir el trabajo de la mayoría de los funcionarios, aparte del horario. La organización y planificación del trabajo por objetivos no ha llegado a poder consolidarse o se ha quedado en menos de lo que prometía. La libertad de horarios tampoco va bien, porque aquí el trabajo se hace en colaboración con otros. En conclusión, tengo que cumplir el horario fanáticamente.

    »Primero, porque tengo que dar ejemplo a los que dependen de mí, y segundo, porque lo único que se me pide, según lo veo, además de lo que hago, es que esté disponible para lo que puedan necesitar de mí los que están por encima en la jerarquía y los que están por debajo también. Y, en contra de lo que acabo de exponer, algún día especial, no lo cumplo.

    —Quizá lo que habría que hacer es reajustar los puestos de trabajo.

    —Es posible. Siempre hay que mejorar en eso, pero no es tan sencillo ni tan claro. Depende mucho de las personas. Nosotros estamos ahora más desahogados porque está aquí Paloma, que es una gran trabajadora, asombrosamente eficaz, una especialista en el manejo de datos. Habría una entre un millón de probabilidades de que, si fuera sustituida por otra persona, esta otra hiciera solo la mitad de su trabajo. Inmediatamente, estaríamos los dos mucho más ocupados. Todo esto es complicado, ¿no lo ves?

    —Sí, entiendo lo que dices, pero hay más que te callas. A ti las estadísticas no te van. Esa es la clave. Por eso insisto: habría que reorganizar el personal, y tú debías hacer algo que te haga sentir útil. O quizá, pese a que llevas dos años aquí, no has encontrado todavía el filón para la iniciativa en tu trabajo.

    —Es cierto. Precisamente lo que me ha traído a este mal día es haber pensado que no existe ese filón del que has hablado. Siempre he tenido esa esperanza. A mí la estadística no me gustó jamás, es cierto. Pero cuando solicité el traslado, había una sola vacante, esta. Quizá yO tendría que haber tenido la honradez de no aceptarla, pero no somos héroes. Mi vida personal me exigía un cambio, y donde yo podía venir era justamente a este puesto de trabajo.

    »Si no hubiera existido esa vacante en aquel momento, hubiera sido un problema enorme para mí. El trabajo sale puntual de la sección; no me gusta, pero lo hago. Y eso no significa que no comprenda el valor de las estadísticas. Series estadísticas tan antiguas como las del Ministerio de Agricultura son muy, muy escasas. No sabes la cantidad de gente que las estudia y saca conclusiones de ellas.

    —¿Y no has podido trasladarte a otro puesto que vaya mejor con tus aptitudes personales?

    —Pues no. ¿Acaso crees que existe siempre el puesto ideal para cada persona? Eso es una utopía. Desde el invento de las Autonomías, el Ministerio se ha reducido mucho y prácticamente no hay traslados.

    —Bueno, todo el monte nunca es orégano, querido, hay que plantearse las cosas más positivamente.

    —Creo que las Autonomías, una modificación de última hora en la Constitución, el café para todos, ¿lo recuerdas? Han multiplicado la Administración y el gasto solo para ganar en ineficacia. Así se va matando poco a poco la ilusión por el trabajo de los funcionarios. Yo he conocido varios organismos de la Administración cuyo personal trabajaba ilusionado horas y horas: el Servicio de Concentración Parcelaria, en el que tú empezaste, el de Plagas Forestales, en el que estuvo un amigo, el Servicio de Extensión, donde estuve yo, el Patrimonio Forestal del Estado, etcétera.

    »Bien, pues en todos ellos, con el tiempo y los cambios en su estructura o en su dependencia orgánica, acaban matando esas ilusiones.

    —Es tremendo, es como si en siglos pasados hubieran jugado a dar el poder a los arbitristas que tenían «soluciones» para todo. Algún día, lamentarán los españoles todos estos disparates de las Autonomías, que van contra todo buen juicio.

    —Pocas cosas se han valorado peor que las repoblaciones forestales del antiguo Patrimonio Forestal; me gustaría que alguien estudiara alguna vez las hectáreas de monte que se consiguen ahora con las subvenciones a particulares y compare lo que cuesta al Estado una hectárea repoblada por particulares y lo que costaron, con el precio actualizado, las miles y miles de hectáreas repobladas por el antiguo Patrimonio Forestal.

    —Esa comparación sería demoledora, pero no la veremos. Ahora se establecen grandes planes de repoblación con grandes presupuestos. Las Autonomías hacen sus propios planes y subvencionan a particulares, según las especies forestales a emplear, pero nadie nota el efecto de todo ese gasto ni en el paisaje ni en el aumento de montes repoblados. ¿Cómo se controla esto?

    »Cuando termina el periodo de subvenciones, ¿quién controla que esas superficies sigan repobladas? Si hay fallos, ¿a qué se deben?, ¿quién valora si el plan de una Autonomía ha servido para algo o ha sido un caprichoso dispendio? Supongo que habrá controles y que alguien conocerá los resultados conseguidos, pero yo no he leído aún ningún informe, ni siquiera un resumen anual —afirmó.

    —Bien, es ya hora de irnos. Y no te preocupes más por mi «jubilación», que, como has dicho, es solo fruto de un mal día. Desde ahora, ya no hablaremos de nuestro trabajo ni del Ministerio —dije, levantándome y abriéndole la puerta para que saliese.

    Salimos y fuimos despidiéndonos hasta el día siguiente de las personas que nos encontrábamos en el pasillo, quienes, a su vez, se marchaban también. En la puerta del Ministerio, pregunté:

    —Si no eres muy exigente para comer, aquí cerca hay un restaurante y podemos terminar antes.

    —Vamos entonces.

    Fuimos por la calle Atocha, torcimos a la derecha y entramos. Yo lo conocía de un par de comidas solitarias. Cuando tuvimos el menú de comidas, con muy pocas opciones entre las que elegir, él pidió cuscús, y yo, unas judías pochas y un vino de Toro que nos dejó contentos.

    —Aquí se come bien si comes lo que te ofrecen, porque el menú cambia conforme a lo que compran cada día.

    Trajeron la comida pedida.

    —Cuéntame lo que te ha llevado esta mañana a sentirte tan mal.

    —Básicamente, que echo de menos mi vida en Granada, con todo a la mano, los amigos en la calle, los encuentros fáciles, etc.

    —En cierto sentido, si vives bien en tu barrio, puede llegar a ser un buen entorno vital. Tengo un amigo para el que su barrio es como su pueblo, Pablo. Conoce por sus nombres al del bar, al frutero, al peluquero. Le informan si su mujer ha salido, si el perro se había escapado, etc.

    —Es cierto —dije, pensativo—. Debo pensar en ello. Debería estar más en mi barrio, comprar allí, pelarme allí, etc. Pero a ese Pablo le debe gustar el fútbol, lo que es importantísimo para hacer contactos fáciles, y yo no pienso convertirme en futbolero.

    Pedimos dos postres «especialidad de la casa» y sendos cafés.

    —Lo único que quiero decirte, Emilio, es que cuentes conmigo para cualquier cosa.

    —Gracias, querido, ya lo sé. Tú también conmigo.

    —Y vamos a repetir esta comida. Quiero que sigamos hablando, lo que me cuentas siempre es interesante para mí.

    —Gracias, Antonio; por mí encantado. Te agradezco de veras tu visita, que me arrancó del mal día que tenía, y me encanta haber compartido contigo esta comida. Me ha venido muy bien.

    —Me alegro.

    Pagué la cuenta y nos levantamos, eran las cinco menos veinticinco de la tarde. Caminamos hasta el Paseo del Prado, donde nos despedimos. Fui andando, giré a la derecha en Cibeles y fui por Serrano. Me sentía mejor; aquella conversación con mi amigo me hizo mucho bien. Llegué a casa pasadas las seis y media. La muchacha había limpiado y recogido todo. Puse en el equipo de música la ópera de Verdi, Nabucco. Mientras la oía, recordé la escena de la película Sissi Emperatriz, segunda parte, cuando están de visita oficial en sus dominios del norte de Italia y van a la ópera en Venecia. Al cantar el coro Va pensiero, todo el público, puesto en pie, canta con el coro. La ingenua Sissi dice: «No sabía que los italianos amaban tanto la ópera». Y lo que pasaba es que aquella ópera y aquel himno eran ya el símbolo para los italianos revolucionarios que luchaban por la independencia y la unidad de Italia. En todas las paredes aparecía VERDI, acrónimo de Vittorio Emanuele Re d’Italia. Mi pensamiento regresó de estas imágenes a Paloma, dueña y señora de mi mente, y decidí llamarla.

    —Paloma, guapísima, ¿estás bien? Has estado tan apagada hoy en el café que estoy preocupado. Espero que no sea culpa mía. Te he comprado música de Falla y te la pondré mañana donde sabes. Si hice algo que te molestó, por favor, dímelo.

    —Gracias, Emilio, no eres culpable de nada.

    —Te quiero mucho, quiero que estés bien. Necesito verte contenta.

    —Eso es chantaje, no lo acepto.

    —No, guapa, no me expresé bien —dije, conciliador. «Doña desplante es terrible», pensé—. Tú estarás como te pida tu estado de ánimo, pero si estás contenta, yo estaré feliz. Dime si puedo hacer algo para que estés mejor. ¿Recuerdas La escopeta nacional? Pues como allí decía el catalán, «aquí un servidor, un siervo, un amigo». Solo tienes que mandar.

    —Qué buena película, ¿verdad? Me has hecho sonreír recordándolo.

    —Cariño, ¿te puedo ser de alguna ayuda? Haré cualquier cosa que digas.

    —No, Emilio, no puedes ayudarme. Mejor dicho, ya me has ayudado al recordarme esa película. Y muchas gracias por el regalo anunciado, estoy segura de que me va a gustar mucho. Gracias de nuevo por tu llamada y por la música. Adiós.

    —Adiós, guapa. Te quiero.

    Pasé a la cocina y estuve preparándome algo para cenar. Cuando estaba inquieto por algo, una de las cosas que solía hacer era cocinar, porque hay una serie de rutinas que te ocupan y te obligan a concentrar tu atención plenamente en lo que estás haciendo, como picar cebolla, preparar una ensalada, etc. Es como una meditación. Comí. Miré la hora: casi las nueve de la noche. Llamé de nuevo a Paloma.

    —Paloma, soy yo otra vez, la sola idea de que estés triste me hace sentir muy mal y desearía volar hacia ti, decirte que te quiero, llevarte una cena rica, cuidarte, abrazarte, mimarte.

    —Estaría bien, pero no podemos volar. Además, ya he cenado y estoy pensando irme a la cama, pero me ha gustado tu llamada y me siento muy cerca de ti. Te quiero.

    El miércoles, día 11 de febrero, encontré por la tarde el disco que buscaba para Paloma, el Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo, tocado a la guitarra por Paco de Lucía. La llamé por la tarde.

    —¿Paloma?

    —Emilio, cómo me alegra tu llamada. Cuéntame.

    —Tengo otro regalo para ti que ya te anuncié.

    —Gracias, querido, me gustan tus regalos, ya lo sabes.

    —Quiero pedirte que mañana comamos juntos, pero no en una cafetería, sino en un restorán, estando cómodos y con vino; necesito esa comida para mirarme tranquilo en tus ojos, para tratar de aclarar nuestras vidas y para decirte que te quiero con toda mi alma.

    —No sigas, acepto encantada. Tengo muchas ganas de verte.

    —¿A qué zona de Madrid te gustaría que vayamos?

    —Prefiero el Madrid viejo.

    —Sigues rehuyendo comer conmigo lejos de tu casa porque temes que no quiera decirte adiós, ¿verdad? Confiésalo.

    —No es eso, mi amor, puedes creerme.

    —Entonces, podemos vernos en Casa Paco, de Puerta Cerrada.

    —Sí, estaré allí a las dos y media.

    El jueves madrugué algo más que de costumbre, me ocupé de mi ropa con más esmero y salí de casa optimista y alegre. Amaneció un día nublado, pero eran nubes que no presentaban amenaza alguna y pronto se fueron abriendo; el fin de semana sería bueno y volvería a mi soledad, pero hoy tenía una cita y una comida con Paloma y todo a mi alrededor era maravilloso. Presentía que no sería una comida más. A la hora del café, vinieron a recogerme Antonio y Paloma.

    —Bueno, no sé qué celebramos hoy —dijo Antonio—. Paloma ha venido más guapa que nunca y tú estás con una sonrisa que no puedes borrar de tu cara.

    —Es que ayer lo pasé muy bien —mentí—. Estuve con mi hermano y un amigo suyo y nos reímos todo el tiempo.

    Cuando estábamos en el café, Paloma nos dijo:

    —Tengo que salir antes de las dos y media porque voy a comer con unas amigas.

    —No puedo decirle que no, Antonio, con lo eficaz que es en el trabajo.

    —No, de ningún modo, ni se te ocurra. Como se declare en huelga, estamos perdidos.

    —Ya está bien de bromas —dijo ella.

    —Pero si te ponemos por las nubes, no puedes protestar —dijo Antonio.

    Volvimos al trabajo y, al rato, entré al despacho de ellos dos.

    —Antonio, llamó mi hermano —seguí la mentira—. Ha tenido que adelantar su viaje, tengo que despedirlo. Te quedas de jefe; si hay algo, me llamas.

    A las dos y media estaba entrando al restorán. Paloma llegó unos minutos después, nos saludamos con un beso y subimos a la mesa. Ella estaba muy guapa, como había dicho Antonio. Llevaba un vestido de una sola pieza, de color rojo oscuro, que le sentaba como un guante. La había estado admirando toda la mañana en la oficina, sin atreverme a decirle nada elogioso, por mor del disimulo. Cuando estuvimos sentados, le dije:

    —Estás guapísima con ese vestido, querida. Toda la mañana quería decírtelo.

    —Gracias, cariño, me lo puse pensando en ti.

    —Te sienta de maravilla, estás impresionante.

    Me sonrió, mirándome con sus hermosos ojos, y creí ver en ellos una promesa de felicidad.

    Pedimos la comida y la bebida sin dedicar mucho tiempo a ese menester porque éramos avaros de nuestro tiempo, lo queríamos solo para nosotros. Nuestras manos entraban en contacto una y otra vez y se acariciaban con placer. Éramos dos enamorados, muy a las claras.

    —Me ha gustado tu invitación de hoy, necesitaba verte y estar contigo —me dijo ella en voz baja.

    —Gracias, mi amor, por decir eso. Yo necesito estar y respirar junto a ti, poder mirarte con tranquilidad, perderme en tu belleza, quererte, tocarte, besarte.

    —¿Seguro que no quieres modelarme, hacerme distinta con tus regalos de libros y de música?

    —Creí que te había quitado ya esa idea, me gustas como eres. Lo siento, pero ahora tengo que contarte una historia.

    —Adelante, me encantará.

    —Pues el rey de Chipre quería tener una mujer que fuera la más bella y perfecta. No la encontró y, para consolarse, esculpió una estatua maravillosa y se enamoró de ella. Soñó que cobraba vida y, cuando al despertar la vio en mármol, se sintió desgraciadísimo. El dios Zeus, compadecido, le dio vida a la estatua y se llamó Galatea.

    —Es una bella historia, me gusta. ¿Por qué me la has contado?, ¿tiene algo que ver con nosotros?

    —Tiene que ver con tu pregunta sobre si quiero cambiarte. Verás, esa historia inspiró a Bernard Shaw su obra de teatro llamada Pigmalión, como el rey de Chipre; se hizo una película con el mismo nombre y, más tarde, otra, My fair lady.

    —Pero en esa película no se habla de la belleza, se habla, sobre todo, de que pronuncie bien el inglés y de educar sus movimientos y costumbres.

    —Es cierto, pero el nombre que le dio a su obra de teatro Bernard Shaw demuestra que se había inspirado en la estatua que cobró vida. Bernard Shaw afirmaba que el español, y creo que el ruso, son idiomas muy claros, que sabiendo unas pocas reglas cualquiera puede leer correctamente. En cambio, la pronunciación en inglés es tan complicada que, cuando hablaba una persona culta y otra del pueblo, parecía que eran idiomas diferentes.

    »Si piensas en ello, será fácil imaginarte la apuesta de aquel personaje con uno de sus amigos de que él podría convertir a una vendedora del mercado de flores en una duquesa. Al fin y al cabo, se trataba de modelar, remodelar a una persona.

    »El rey de Chipre parte, para su objetivo, del mármol. En la película My fair lady, inspirada en la obra de teatro de Bernard Shaw, la materia prima, por decirlo así, no es mármol, sino una vendedora de flores del mercado del Covent Garden; en el fondo, la misma idea. Pero yo no quiero cambios en ti, mis regalos son solo para que recuerdes que existo y que te estoy queriendo todo el tiempo. Te lo digo y repito siempre.

    —Me gusta tu explicación.

    —Cariño, tengo que confesarte algo. Yo pensaba firmemente que el amor, si me atrapaba a la altura de mis años, solo sería como resultado del conocimiento carnal. Pero aquí me tienes, feliz solo con pensar en ti, suspirando emocionado por verte, por hablarte, por besarte.

    —Pues habrá que poner remedio —dijo con una alegre sonrisa.

    —El tiempo parece que juega con nosotros, haciendo bucles. ¿Recuerdas que me dijiste esa misma frase el primer día que salimos?

    —Claro que lo recuerdo, pero, aunque el tiempo haga bucles, no pasa en vano; va haciendo surcos en el alma, deja huellas profundas de su paso.

    —Estás algo enigmática y más guapa que nunca. Tus ojos tienen una luz especial hoy.

    Estábamos ya terminando el postre. El restaurante estaba más que medio vacío, pensé que eso me permitiría una sobremesa larga para aplazar al máximo el momento de despedirme de ella. Pero, para mi sorpresa, en cuanto tomamos el café, me dijo:

    —Pide la cuenta y nos vamos.

    —¿Tanta prisa tienes por terminar y alejarte de mí? —le pregunté, dolido.

    —No es eso, querido, pero hemos terminado y lo lógico es que nos vayamos, ¿no?

    Ante aquellas palabras, pedí la cuenta y pagué, serio; me sentía frustrado una vez más en mis esperanzas. ¿Cómo me decía que me quería tanto y después siempre tenía que volver solo a casa? Bajamos las escaleras. Cuando estuvimos fuera, la abracé y comencé a besarla con ardor, al tiempo que le decía:

    —Cariño, ¿tenemos que despedirnos ahora? No puedo entenderlo.

    —No tienes que hacerlo —consiguió decir ella—. Yo tampoco quiero que nos separemos, mi amor.

    Al oír esas palabras, sorprendido, dije:

    —¿De verdad?, ¿hablas en serio?

    —Claro que hablo en serio.

    —¡Cariño! ¿Comienza hoy un tiempo nuevo para los dos?

    —Es posible. Ven conmigo, vamos a mi casa —dijo, sonriente.

    Comenzamos a bajar la cuesta de Segovia como si fuéramos suspendidos, sin pisar el suelo, felices, de la mano, sonrientes. La tarde era radiante, alegre, y yo estaba exultante, emocionado, viviendo jubiloso aquellos momentos.

    —Me gusta este paseo —conseguí decir—. Todo es alegría a nuestro alrededor, la primavera ha llegado esta tarde y ha vestido de gala los jardines que pasamos; estoy emocionado, el amor que siento por ti me estalla en el pecho.

    —Mi amor, siempre me llegan muy hondo tus hermosas palabras. —Me besó y la miré, sonriente.

    —¿De verdad estás llevándome a tu casa? —pregunté, mirándola con una sonrisa.

    —Eso parece —dijo, contenta.

    Llegamos, abrió el portal, subimos en el ascensor y entramos. Cuando cerró la puerta, se enfrentó a mí y me besó apasionadamente; me dijo:

    —Voy a demostrarte lo mucho que te quiero.

    Abrió la puerta del cuarto de baño que había frente a su dormitorio y dijo:

    —Tienes preferencia. Cuando salgas, espérame en la cama, iré enseguida.

    Dejé de pensar, era el momento de actuar; en unos minutos, estaba desnudo en su cama, esperándola. Pronto apareció con una bata, se la quitó

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