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Vida familiar: Mi amante del alba III
Vida familiar: Mi amante del alba III
Vida familiar: Mi amante del alba III
Libro electrónico446 páginas6 horas

Vida familiar: Mi amante del alba III

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Información de este libro electrónico

Nuestros hijos cambiaron nuestra vida, desde antes de nacer.

Mi mujer vivió su primer embarazo como una revolución en su vida, y dio tanto protagonismo a su hijo que vivíamos como una familia de tres personas, cuando aún éramos dos. Los fines de semana siguieron igual, con las excursiones y las tertulias del grupo de amigos, pero cuando nació Guillermo, vinieron los cambios de verdad: Paloma no salía de casa y era feliz con su bebé en su regazo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 jul 2020
ISBN9788417533809
Vida familiar: Mi amante del alba III
Autor

Manuel Rodríguez de La Zubia

Manuel Rodríguez de La Zubia nació en La Zubia, su paraíso perdido, y estudió la carrera en Madrid. Ya casado, vivió en Madrid y después en el Albaicín, su paraíso de los años de plenitud. Ahora, ya jubilado, vive en Marbella, su paraíso final, donde mira el mar cambiante, pasea y escribe. En Madrid escribió folletos y libros técnicos de divulgación. En Granada, artículos en el periódico Ideal.

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    Vida familiar - Manuel Rodríguez de La Zubia

    Vida familiar

    Mi amante del alba III

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788417533304

    ISBN eBook: 9788417533809

    © del texto:

    Manuel Rodríguez de La Zubia

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    1.

    Ibiza. Familia de Paloma. Rascafría

    Los días pasaron rápidos y el sábado 18, a la misma hora, estaba yo en el aeropuerto. Cuando llegué a Ibiza, estuve viendo las compañías de alquiler de coches, pregunté por las tarifas y decidí alquilarlo para el mes en una compañía local que tenía buenos precios. Salí del aeropuerto a las once y media en un SEAT Ibiza de color blanco, prácticamente nuevo. Paré y llamé a Paloma.

    —Hola, cariño, estoy saliendo del aeropuerto, espero estar ahí pronto. ¿Estás ya en la playa?

    —Acabo de llegar, ¿quieres que suba para esperarte?

    —No, haz tu vida, yo te busco en la playa. Hasta ahora.

    Me puse en camino con el plano y las instrucciones que me dio ella.

    Llegué a la casa algo más tarde de lo que había calculado, pues tuve que conducir despacio por la comarcal por sus muchas curvas. Pregunté si esperaban hoy un huésped y di mi nombre.

    —Sí, señor, está usted con doña Paloma, ¿verdad?

    —Así es.

    —Venga por aquí.

    Subí, maleta en mano, hasta la habitación, cuya puerta mantenía abierta esta señora de mediana edad y sonriente.

    —Sea bienvenido.

    —Gracias, hasta ahora.

    Dejé la maleta sobre la cama, me puse el bañador y una especie de sandalias de goma que, por consejo de Paloma, me había comprado en el mismo aeropuerto. Con este equipo, una toalla y la misma camisa de manga corta que había traído puesta, pregunté cómo se iba a la playa y me fui para allá.

    Era una cala pequeña, que coincidía con la desembocadura al mar de un arroyo que estaba seco en verano. Había una extensión de arena fina, donde estaban todos, y otra zona más amplia donde la arena se mezclaba con grava de diferente grosor. Cuando llegué, saludé en voz alta. Reconocí a Pepe, el hermano de Marta, que me saludó muy amable:

    —¿Encontraste fácil el camino?

    —Sí, venía bien documentado.

    —Paloma y Marta acaban de irse a nadar. Ahora voy a buscarlas.

    Estaba allí también Santiago, mi amigo excursionista. Nos abrazamos.

    —No sabía que estabas aquí, me alegro de verte.

    Una chica en bikini me dio la bienvenida.

    —Bienhallada, guapa —dije mecánicamente, mirándola con una sonrisa de circunstancias, tratando de recordar quién era—. Claro, eres Julia. —Me acerqué, le di un par de besos—. Por Dios, estás guapísima.

    —Gracias, esta es mi amiga Laura —dijo, indicando otra belleza morena que estaba junto a ella en la playa.

    La saludé igualmente, volví a mi sitio, dejé la toalla y me fui a nadar.

    —Hasta ahora —dije.

    Al entrar en el agua, comencé nadando a crol, parando un momento para orientarme, ver que no había piedras salientes y seguí nadando para buscar a las dos mujeres. Hasta salir a mar abierto no las vi y me fui para ellas.

    —Hola —dije cuando estuve cerca.

    Paloma se acercó, me abrazó y nos besamos.

    —Me faltas mucho —dijo ella sin deshacer el abrazo.

    —Tú a mí más —dije acariciando su espalda. Marta estaba cerca, la abracé también y la besé en la mejilla.

    Estuvimos nadando juntos los tres un rato. Marta dijo:

    —Estoy empezando a sentir frío, me voy a la playa.

    —Te acompaño, estamos lejos —dijo Paloma, protectora.

    —Ahora voy yo, dije.

    —No tardes —pidió Paloma.

    —Descuida. —Y comencé a nadar de espaldas en aquel mar sin obstáculos en los que tropezar.

    Cuando salí me acerqué a ellas, que disfrutaban del sol. Eché mi toalla junto a Paloma y me tumbé bocabajo. Ella se inclinó.

    —Estás muy blanco, te vas a quemar, voy a ponerte crema.

    —¡Qué maravilla! —exclamé—. Esto sí que es vida —murmuré, dejándola hacer a ella.

    —Ahora te das la vuelta y te das la crema por delante tú solo.

    Así lo hice, me tumbé entonces bocarriba. Y en unos minutos no podía soportar el calor.

    —Me voy al agua —le dije—, porque me estoy achicharrando.

    —No tardes, que nos vamos pronto a comer.

    —De acuerdo.

    Me di un baño rápido y, cuando volví, ya se estaban levantando algunos del grupo. Paloma me dijo:

    —Tienes tiempo para un secado rápido de vuelta y vuelta.

    —Esa es una frase de cocina, se me está poniendo cara de filete.

    —Sí —dijo ella, alegre—. Vas a estar buenísimo y voy a disfrutar comiéndote más tarde.

    —Te tomo la palabra, estaré feliz con ese plan.

    Nos habíamos quedado los últimos en la playa.

    Al sentarnos a la mesa para comer, Paloma me presentó a todos los amigos que no me conocían, me levanté y fui saludando con una amplia sonrisa a cada uno de ellos, a los hombres con un cordial apretón de manos y a las mujeres con sendos besos en las mejillas. Del grupo solo conocía, aparte de Paloma y Marta, a Santiago, a los hermanos de Marta y a Laura. Julia dijo:

    —Emilio, estoy enfadada contigo, no me has conocido en la playa.

    —Perdona, he visto a una mujer en bikini muy guapa y he tardado unos segundos en vestirla de Julia. No es grave, ¿verdad?

    —¿Me estás requebrando?

    —Sin duda lo mereces, pero, querida, mis requiebros tienen dueña. Paloma es todas las mujeres del mundo para mí.

    —¿Qué estudiaste tú, Emilio? —dijo Pepe—. Yo soy biólogo.

    —Estudié ingeniero agrónomo. Ya olvidé muchas cosas.

    —Tu nombre es Laura, ¿verdad?

    —Sí, soy farmacéutica. ¿Cómo puedes decir sin pena que has olvidado tus estudios?

    —Para mí mis estudios son mi trabajo y mi vida —intervino Pepe.

    —En primer lugar, hay estudios en los que aprendes materias que pasan a formar parte de ti mismo. Esos conocimientos no se olvidan, otros conocimientos solo se tienen; es decir, sabes dónde los puedes encontrar si los necesitas, pero no viven en tu cabeza, están fuera, en libros. Nadie puede tener vivos todos los conocimientos que una vez supo.

    —Pues yo recuerdo muchas cosas de mi carrera, pero tengo siempre conmigo ciertos libros y cuadernos, es cierto.

    —Pepe, me dijo Paloma que estás o has estado en una misión científica en África.

    —Terminó ya, África para un biólogo es un paraíso. Volveré a ir en invierno, pero llevo ya varios años y me estoy planteando si instalarme allí o si debería buscar acomodo en alguna cátedra de mi carrera. Tengo algunas ofertas.

    —Yo también me ayudo con textos, tu explicación no tiene réplica —convino Laura—. Y a mí me pasa como a Pepe, muchas cosas cambiarán en mi vida. Las empresas punteras de la industria farmacéutica están en EE. UU. o en Suiza y Alemania. Pasaré por ahí una serie de años, pero no quiero perder mis referencias madrileñas y sé que volveré, sin tardar demasiado, a vivir en Madrid.

    —Querida, lo tuyo me parece diferente. A tu edad, si estando fuera te enamoras, te emparejas y formas una familia, puedes quedarte fuera para siempre. Tengo una hermana casada en California, viene muy de tarde en tarde y ya es más californiana que española —le dije.

    —Puede ser, pero a mí me gusta mucho vivir en Madrid.

    —Tengo una teoría sobre eso que no es mía, sino de un amigo. Estas decisiones acaban tomándose por su propio peso —dije.

    —A ver, explícate.

    —Es muy simple, uno le da vueltas a una decisión pendiente y no se aclara, pero pasa el tiempo y llega un día en que está clarísimo lo que tienes que hacer. Se acaban las dudas, las cábalas y haces lo que resulta obvio.

    —¿Qué opinas, Paloma? —dijo Marta.

    —¿Sobre qué?

    —Sobre lo que dice Emilio.

    —Lo escucho, simplemente. Acaba de llegar. Se da a conocer y os está conociendo a los que son nuevos para él con esta conversación; normal.

    —Hoy es el Mercado de las Dalias, ¿queremos ir después de la siesta? —pregunté, mirando a Paloma.

    —¿Cómo lo sabes si acabas de llegar?, ¿estuviste antes en Ibiza? —preguntó Paloma.

    —Nunca, pero me informé antes de venir.

    —Nosotras vamos a ir —dijo Laura—. Con Luis y Gloria.

    —¿Te vienes con nosotros, Marta? —preguntó Paloma.

    —Sí, a las cinco y media.

    —¿Y vosotros dos? —preguntó a Santiago y Pepe.

    —Si vamos, iremos en la moto —dijo Pepe.

    La comida siguió, animada. Había otra pareja con la que solo había intercambiado el saludo, Luis y Gloria. Santiago me los había presentado como unos compañeros de trabajo. Al saludarlos, vi que él se había ayudado de una muleta; debía tener algún problema.

    Terminamos la comida, nos despedimos y nos fuimos al cuarto. Nada más cerrar la puerta, nos abrazamos y besamos.

    —Me ha gustado tu explicación sobre los conocimientos olvidados.

    —Qué suerte, gracias.

    Cuando estábamos en la cama, ella me dijo al oído:

    —El silencio aquí hace que cualquier ruido se oiga en toda la casa.

    —Tranquila, no haremos ruido.

    Tuve una potente erección al abrazar su cuerpo tras aquellos días de abstinencia. Comenzamos a besarnos y comprobé que la cama era muy ruidosa, aunque nuestros movimientos fueran lentos y precavidos. Por ello, cuando era inevitable moverse más, salí de la cama, extendí en el suelo las dos toallas de baño, le pedí que viniera conmigo y, sobre las toallas, celebramos nuestro rito amoroso. Después, en la cama, ya abrazados, me dijo Paloma:

    —Me ha gustado hacerlo en el suelo.

    —A mí también, gracias a Dios, esperemos tener vida para ensayar en otros sitios y otras posturas —dije.

    Pasadas las cinco de la tarde estábamos abajo, descansados y dispuestos a pasar un rato en el mercado hippy de las Dalias. Marta subió al Ibiza con Paloma y yo conduje. Julia y Laura se habían ido ya con el matrimonio amigo de Santiago, que había venido en su coche. Cuando llegamos, bajaron ellas dos y fui a dejar el coche.

    —Ahora os veo, esto no parece grande y será fácil encontraros.

    Ellas se perdieron, felices, en aquel mercadillo.

    Antes de encontrarlas, me compré una brújula de bolsillo y estaba feliz con ella. Paloma me había comprado una camisa suelta y me hizo probármela allí mismo. Era de algodón, tintada en un color indefinible, algo rosada. Dijeron las dos que me quedaba muy bien y me la dejé puesta. Estábamos felices con nuestras propias compras. Seguimos recorriendo aquello los tres juntos. Nos encontramos a la hermana de Marta y su amiga.

    —Emilio, ya has perdido totalmente tu aire madrileño, te has adaptado antes de acabar tu primer día aquí, todo un récord —dijo Julia.

    —Las cosas fáciles, cuanto antes mejor —le contesté.

    —Hemos visto unos pantalones que van muy bien con esa camisa, están cerca.

    Paloma me dijo:

    —Me gustas con esa camisa, pero no quiero disfrazarte más.

    Tanto ella como Marta se compraron sendos pantalones de distintos tonos de color. Las jóvenes, al verlas, se animaron también.

    —Me encantan para ir a la playa y para estar en casa —dijo una de ellas.

    Debíamos llevar una hora y cuarto en el mercado cuando vimos al matrimonio amigo de Santiago. Él estaba sentado en un banco y su mujer miraba algunos puestos cerca. Me senté con él y dijo, mirando a las dos jóvenes:

    —Nosotros nos volvemos ya, ¿os quedáis?

    Julia me preguntó:

    —¿Podemos volver con vosotros?

    —Claro, os sentáis detrás con tu hermana.

    —Gracias.

    El matrimonio se marchó. Le dije a Marta un momento en que estaba Paloma distraída:

    —Ven, quiero que veas una cosa. —Cuando estuvimos solos, le dije—: Dime algo que a Paloma le haya gustado, unos pendientes, un broche, lo que sea. Necesito comprarle algo.

    Me llevó a un puesto donde una señora vendía joyas, algunas artesanas y otras antiguas. Agarró un broche y me dijo:

    —Ha preguntado el precio de este broche, incluso lo ha regateado. No se ha decidido, pero está claro que le gustaba.

    Lo compré en el último precio que había conseguido Paloma y lo guardé. Volvimos con ellas.

    Cerca había un bar de tapas con mesas libres y les dije que las invitaba a tomar algo. Se sentaron, contentas.

    —¿Dónde has ido con Marta?

    —Quería saber si te gustaría una cosa.

    —Se lo he desaconsejado porque has pasado delante, la has visto y no te ha interesado.

    —He comprado un tesoro —dije, y lo mostré.

    —¿Qué es?

    —Una brújula, me encanta.

    —¿Tú echabas de menos una brújula en tu vida?

    —Claro que no, pero me encanta tenerla. ¿Acaso vosotras echabais de menos los pantalones que habéis comprado?

    —Tampoco, la verdad.

    Pedimos la carta. Laura estuvo hablando con el camarero y nos informó de las dos cosas que debíamos pedir, decía que era lo mejor.

    —¿Qué quieres? —me preguntó Paloma.

    —Pide las dos para nosotros y las probamos.

    —Buena idea.

    Estábamos muy a gusto allí. La gente del mercadillo estaba cerrando los puestos, eran ya más de las ocho.

    —Fijaos —dije para interrumpir el silencio—. Todos los vendedores, de distintas nacionalidades, parecen cortados por el mismo patrón; de una edad indefinible, por encima de los cuarenta o cincuenta, con aspecto despreocupado, visten informales, con ropas como las que hemos comprado nosotros, casi todos son antiguos hippies y se han quedado como colgados de aquella vida.

    »Deben haber tomado LSD y seguramente lo siguen consumiendo cuando puedan. Visten ropas multicolores que tiñen ellos, inspirados en sus viajes psicodélicos, y escuchan música de esos años que compusieron sus antiguos colegas. Todos se conocen entre sí de antiguo, muchos pasan los inviernos en el paraíso; es decir, la isla de Bali.

    —¿Cómo sabes tanto de ellos? —preguntó Paloma, algo desconfiada.

    —Querida, he hablado con algunos y conozco algo el mundo de los hippies sin haber pertenecido nunca a ese movimiento, es casi cultura general. He tomado también LSD alguna vez.

    Laura interrumpió:

    —Paloma, ¿de dónde has sacado a este tío?

    —Querida, del Ministerio, de donde menos podía pensarse.

    —Veamos, ¿dónde has tomado LSD?

    —Son oportunidades que da la vida, querida, con algo de suerte. Ibiza no es mal sitio para tomarlo si consiguiéramos ganar la confianza de esta gente. Tengo aquí un amigo budista. Él podría ayudarnos, pero no sé si podré localizarlo.

    —Debemos irnos antes de que se cierre la noche —dijo Paloma.

    Fui a pagar y, ya acomodados en el coche, Paloma se colocó a mi lado, de copiloto, con el mapa de carreteras en la mano. Laura dijo:

    —Tienes que contarnos más cosas de tu experiencia con el ácido.

    —Tenemos mucho tiempo para hablar de lo que queráis. Para mí fue maravilloso, pero sé que otros lo pasan muy mal; esa es una experiencia de la que no sirve que te cuenten, tienes que vivirla, y nunca sola, siempre con varios amigos y alguno que sea buen conocedor de los efectos del viaje, que pueda reconducirte si te extravías. Tus compañeros de viaje deben ser gente que conozcas bien, no debe haber ninguna tensión en el grupo.

    —Pues nos dejas con más curiosidad que antes de empezar a escucharte.

    —Lo siento, guapa, pero no olvides lo que te he dicho: si decides tomarlo, es importante.

    —He leído —dijo ella— que lo pasas bien o mal según los problemas que tengas colgados en tu mochila. Si estás en paz contigo misma y con el mundo, irá bien.

    —Estoy de acuerdo.

    Había muy buen humor entre las mujeres que iban atrás. Paloma le dijo a Marta:

    —Siento haber dejado eso, tendría que haberlo comprado.

    —El sábado próximo estará a tu disposición —dijo Marta.

    Llegamos sin incidencias al destino cuando empezaban a servir la cena. Santiago dijo:

    —Luis estaba preocupado cuando veía que no llegabais.

    —Pues tenías razón, Luis, yo también estaba algo agobiado porque es la primera vez que recorro ese camino y quería llegar con luz solar.

    —Pues lo has disimulado muy bien —dijo Laura.

    —Porque vuestro humor era excelente. ¿Qué ganaba preocupándoos? Y tenía un gran punto a mi favor, llevaba a Paloma de copiloto y eso es una baza importantísima.

    —Bueno, Emilio, teníamos ganas de conocer al hombre de Paloma. La hemos conocido como la mujer que rechazaba a todos los enamorados y nos decíamos: ¿qué supercualidades tendrá ese hombre favorecido por el amor de Paloma?

    —Y os he decepcionado, ¿verdad? Os habéis encontrado con un tío muy normal, lo siento —dije, riendo—. Luis, las cosas del amor son inexplicables, he tenido mucha suerte, o he llegado en el momento preciso o he sabido comunicarme con ella, ¿quién puede saberlo? Lo cierto es que estoy feliz.

    —Y yo también —dijo Paloma—. Pero lo que menos podía suponer es que estabas loco por tener una brújula.

    —Me he perdido —dijo Santiago—. Explicadme eso.

    —Me compré hoy en el mercadillo esta brújula; le dije que estaba contento y Paloma no lo entiende.

    —Pues yo necesito una brújula —dijo Pepe—. Me será de mucha utilidad cuando me pierdo en el bosque.

    —Si fuera mía, te la regalaría con gusto —dijo Paloma—. Pero a él antes le cortamos un dedo que hacerle renunciar a su brújula.

    —Tuya es, Pepe —le dije—. Te será de utilidad verdaderamente; para mí es solo un capricho.

    —No, Emilio, ya me compraré otra.

    —Pepe, te lo digo de corazón, he visto en tu cara que te gusta. Por favor, acéptala.

    —¿Lo haces para llevarle la contraria a Paloma?

    —Por supuesto que no, a ella nunca quiero llevarle la contraria. Ha dicho que te la regalaría si fuese suya y cumplo con su deseo.

    —Pues muchas gracias.

    —Por favor, no tiene importancia, el próximo sábado me compraré otra. Es un capricho barato.

    —Vamos juntos —dijo Pepe.

    —Yo también iré y me compraré otra —dijo Santiago.

    —Marta, explícame, por favor, qué tienen las brújulas para gustarles tanto a los hombres —exclamó Paloma.

    —Muy sencillo —dije—. Es muy importante saber en todo momento dónde está el norte. ¿No has oído decir con cierta conmiseración «ese ha perdido el norte»?

    —Emilio, brindo por ti, me gusta cómo eres —dijo Luis.

    —Gracias, ahora mismo tendría que ser un brindis virtual, porque no tengo ni copa. ¿Quieres que te regale otra brújula? —dije, riendo. Todos rieron.

    —No, yo no voy al bosque y no la necesito.

    Con este preludio comenzamos a comer con buen humor. Yo dejé de intervenir tanto, me limité a escuchar, atento a lo que se decía, y manifestar mi acuerdo cuando lo había. Me dediqué a recuperar la complicidad con Paloma. Cuando Luis levantó su copa y brindó por mí, yo brindé por todos los que estaban en la mesa. Cenamos en el porche de la casa y nos quedamos un rato de sobremesa, disfrutando del entorno apacible y la brisa fresca. La casa estaba construida en medio del campo, los terrenos cercanos estaban plantados de olivos. Había zonas, que debían ser comunitarias, que tenían pino carrasco o de Alepo.

    Estábamos verdaderamente a gusto allí. Comenzaba a refrescar y me calé el jersey que tenía sobre los hombros. Cuando empezaron a desfilar y vi que se levantaba Paloma, me acerqué a ella.

    —¿Te apetece un paseíto viendo las estrellas?

    —Me encantará, vamos.

    Cuando nos perdimos en la oscuridad, ella se paró, se enfrentó a mí y me abrazó.

    —Te quiero —me dijo—. Pero no me habías dicho nada del LSD.

    —No había salido esta cuestión, querida. Estoy aquí, feliz contigo. Te necesito mucho, te voy queriendo más cada día que pasa —le dije, besándola—. Mira las estrellas, es uno de los privilegios de estar en el campo.

    —De adolescente, en verano, veía las estrellas desde la piscina. Cuando se apagaban las luces, me encantaba quedarme sola, en la tumbona, abrigada, mirando las estrellas y buscando las fugaces. Se me pasaba el tiempo sin darme cuenta.

    —Mis recuerdos de la primera juventud son parecidos. En los veranos que vivíamos en la finca de regadío de la que te hablé, me gustaba ir a dormir a campo raso con los obreros, cuando se cosechaban las patatas, y también en la era, al cosechar el trigo de grano duro, que entraba en la rotación de algunos cultivos; cuando era la hora de dormir, nos echábamos sobre unos sacos.

    »Yo quedaba bocarriba, mirando las estrellas hasta quedar dormido. Después, cuando he mirado el firmamento, tengo siempre la impresión de que hay menos estrellas.

    —Me gusta conocer tus recuerdos, pero vamos dentro, tengo fresco.

    —Lo que me hizo una gran impresión fue saber que las estrellas que vemos ya no están ahí —le dije camino de la casa.

    —¿Cómo es eso?

    —Porque están tan lejos que su luz tarda varios años en llegar a la Tierra. O sea, las estrellas que hemos visto estaban ahí hace más o menos años luz según su distancia hasta la Tierra.

    —Caramba, nunca había oído eso; es perturbador pensarlo realmente.

    Nos acostamos pensando en ello, nos abrazamos y guardamos silencio. Por la mañana, renovamos nuestro amor al alba. Bajamos temprano y ya estaban Marta, Julia y Laura sentadas para desayunar. Santiago y Pepe bajaron pronto. Luis y su mujer bajaban después porque no iban a pasear. Había buen humor aquella mañana en el desayuno. Tomamos huevos fritos, rebanadas de pan tostado, magdalenas artesanas, mantequilla y mermelada. Comimos con apetito. Una muchacha vino dos o tres veces con jarras sirviendo café o té y había una jarra de leche sobre la mesa. Cuando terminamos, dijo Santiago:

    —¿Quedamos para salir en diez minutos?

    —Bien —contestó alguien.

    Al comenzar el paseo, fuimos primero por la carretera comarcal, hasta un punto en que había un carril de tierra. Cuando terminó, tiramos campo a través. Íbamos a paso vivo y pronto entramos en calor. Había algún repecho que subir y alguna pendiente hacia abajo. Era un placer caminar por el campo de Ibiza en la mañana; a veces se veían manchas blancas de lejos de casas ibicencas. Vimos unos cerdos comiendo, guardados por un zagal, un pequeño tractor labrando el suelo de cultivo o el suelo de los olivos. Llegamos a la casa tras más de dos horas, todos sudando, y nos fuimos para las duchas. Después de ducharnos, ya con nueva ropa, pregunté:

    —¿Qué hacéis ahora?

    —Algunos leen, otros se van ya a la playa, hay un ajedrez. Cada uno hace lo que quiere.

    Bajamos con sendos libros en nuestras manos.

    En el porche estaba ya leyendo Marta en un rincón. Nos acercamos a ella y nos concentramos en nuestras lecturas. Paloma me dijo:

    —Me gustó mucho La colmena, de Cela. Te mete en el Madrid de la posguerra y los personajes son todos interesantes. No conocía nada de la guerra ni de la posguerra y me ha interesado mucho.

    —Tengo en casa otras obras con el mismo asunto, alguna también de Cela, las puedes leer cuando hayamos vuelto.

    Al rato, Marta, que se había levantado unos minutos antes, vino mordiendo una manzana.

    —¿Quieres otra? —pregunté, y como Paloma asintiera, fui a buscar dos al frutero.

    Estuvimos leyendo hasta pasadas las once y media de la mañana, en que fueron a prepararse para ir a la playa.

    —Paloma —dije—, no aguantaré tanto sol. Si no te parece mal, voy a seguir un rato leyendo y ahora voy.

    —Como quieras, cariño.

    Cuando cerré el libro para ir a prepararme para la playa, me encontré a Julia y Laura.

    —¿No habéis ido a la playa?

    —Ahora vamos. Hemos estado conversando con una amiga que viene en dos días.

    —¿Para quedarse?

    —Algo así.

    —Oye, Emilio —dijo Laura—. Si se te presenta una oportunidad de tomar LSD en Madrid u otra cosa similar, te agradeceremos mucho que nos llames a las dos.

    —Lo haré, podéis contar con ello.

    Antes de la una, estaba en la playa, saludé a todos y me eché junto a Paloma.

    —Es el momento de ponerte crema protectora —dijo ella, que me la puso en la espalda.

    Después me la puse por delante y dije:

    —¿Nos vamos al mar?

    —Acabas de llegar, espera un momento. Deja que el sol te dé un poco de color, hombre, que estás muy blanco.

    —Así sea —acepté.

    Aquella noche, cuando estábamos disponiéndonos para irnos a la cama, dije:

    —Cariño, todavía ignoro cuándo es tu cumpleaños y necesito saberlo.

    —El 25 de este mes, el sábado próximo.

    —Por Dios, si está al caer. ¿Quieres que hagamos algo especial?, ¿reservamos en algún hotel?

    —No sé, todos los años lo celebro aquí con los amigos y lo pasamos bien. Además, cuanto más se acerca agosto, más difícil es encontrar en la isla habitaciones libres, y no creo que estemos más a gusto en ningún otro sitio. Piénsalo, el mayor lujo es el espacio, el silencio, la tranquilidad. ¿Dónde podemos estar mejor que aquí?

    »Sé que lo dices porque deseas agasajarme, pero no cambio esta casa aislada en el campo, con los amigos, por ningún hotel. Aquí he conseguido olvidarme totalmente de Valsaín y, desde que has venido, no deseo nada más. Estoy a punto de confirmar que tengo la primera falta; o sea, que puedo llevar ya nuestro hijo dentro. Comenzamos a ser una nueva familia, estoy en unos días de esperanza, atenta a lo que ocurre dentro de mí, y no quiero moverme con maletas, ¿comprendes?

    —Por supuesto, mi amor, gracias por decírmelo, estaré muy pendiente de ti; pensándolo bien, como has dicho, esta casa es perfecta para nosotros, y son unas vacaciones muy bien organizadas. La caminata de la mañana, el rato de tranquilidad después, el baño, la siesta. Es como si tuviéramos una casa en Ibiza, hubiéramos contratado personal e invitado a unos amigos; no cabe lujo mayor. Por cierto, estás bebiendo vino como siempre, pero, si estás preñada, debes mojarte solo los labios durante todo el embarazo.

    —Tienes razón. Lo sabía, pero se me olvidó. Me lo has recordado justo a tiempo, pues en mi cumpleaños bebo más que de ordinario.

    El miércoles llegó la amiga de Julia y Laura. Era de su edad, muy jovial, con una gran vitalidad, con muy buen cuerpo y un rostro con encanto. Vino en un Volkswagen GTI. Al segundo día de estar aquí, las tres amigas empezaron a irse por la tarde noche, en el coche, muy arregladas.

    El día del cumpleaños de Paloma, tras el beso de buenos días, la felicité y le regalé el broche comprado en las Dalias. Se abrazó a mí.

    —¿Eres brujo? Estuve a punto de comprarlo yo.

    —Lo sé, me lo dijo Marta cuando me escapé con ella. Le pedí que me mostrase algo que te hubiera gustado para regalártelo.

    Empezó a besarme con pasión y entrega, y yo estaba feliz por haber salido airoso en aquel cumpleaños que ignoraba hasta hacía pocos días. En el desayuno, todos la felicitaron y había un bizcocho extra, que estaba buenísimo, por ser su cumpleaños. Las tres jóvenes estaban con nosotros aquel día. Los dueños de la casa y todo el personal felicitaron a Paloma y le preguntaron si quería la tarta con las velas para la comida o la cena.

    —Mejor celebramos en la comida, porque esta tarde iremos a las Dalias y podemos venir ya cenados.

    El programa del día siguió como de costumbre, el paseo, el relajo o lectura después y el baño, en el que estuve todo el tiempo a su lado, tostándome bajo el sol y bañándome con ella. En un momento en que Paloma se había alejado nadando, Marta me preguntó:

    —¿Compraste aquel broche porque sabías que su cumpleaños estaba cerca?

    —En absoluto, ignoraba la fecha. Lo compré para regalárselo sin más, lo supe después y lo guardé porque no tenía otra cosa. Gracias por tu maravillosa ayuda; hoy en las Dalias le quiero comprar algo más.

    —Yo también —dijo Marta.

    —Pues si ves algo que pudiera comprarle yo, te agradeceré que me lo digas.

    En la comida, casi no probó el vino. Vi que en los brindis solo se mojaba los labios y poco más. Como postre, vino la tarta con las velas encendidas. Paloma las apagó todas al primer intento y todos aplaudimos y le cantamos. Los de la casa estuvieron también en el coro. Ella estaba feliz con aquel homenaje espontáneo; se veía que no deseaba otra cosa y dijo a los colegas de veraneo que los invitaba esta noche a cenar en las Dalias. Nos abrazamos, felices, en la siesta y me dijo que había invitado también a la dueña de la casa y la llevaríamos nosotros en el coche. Por la tarde, en el mercadillo, le regalé una bata hippy que le había gustado. Marta le regaló un collar y el resto del grupo le regaló otro collar. Luis dijo que no podían quedarse para no conducir de noche. Paloma le dijo que Marta podía conducir su coche y acabó aceptando. Había concertado un menú exquisito, con un buen vino, que los conductores y ella solo probamos. Pepe, Santiago y las tres jóvenes también estaban. Fue una cena en la que estuvimos muy a gusto y lo pasamos todos bien.

    El resto del veraneo continuó apacible y feliz. Cuando se confirmó que ella tenía una falta, decidimos celebrarlo. Paloma dijo a la encargada que no cenarían allí esa noche. Pensábamos ir los dos solos, pero, al salir, vimos a Marta y Paloma la invitó. Nos fuimos los tres al puerto de Santa Eulalia —Eularia—. El puerto tenía mucho bullicio, estaba lleno de barcos y gente. Buscamos un restaurante algo retirado y estuvimos muy bien. Les pregunté si habían estado en la puesta de sol en Benirrás.

    —Estuvimos el año pasado, el ocaso fue digno de ver, con el mar rojo entre los barcos y ese pedrusco hermoso y singular, pero no me apetece ir este año. Mi cuerpo me pide tranquilidad y aquello es un follón de gente y de coches. ¿Tienes mucho interés?

    —No, ya iremos otro año o no. Mi amigo budista, F., que ahora vive en la isla, me hizo una descripción mágica. Iba bajando de las montañas gente con túnicas y tambores, se reunía en la playa y en la puesta de sol, tocaban con entusiasmo.

    —No es lo que vimos. Podría ser así al principio, pero ahora hay gente en bañador, tocando el tambor y algunas mujeres en bikini bailando no muy bien.

    —Entonces, lo tachamos.

    Volvimos pasadas las doce a la casa.

    Aquel verano llegué a estar más fuerte y más tostado por el sol que en mi vida. Ya me iba con Paloma al baño y volvía con ella; estar aquellas casi tres horas entre la playa y el mar se me había hecho tolerable. Cuando no soportaba el calor, me daba un baño corto. Cada día estaba una hora o más nadando. Cuando se acercaba el fin de la estancia de Paloma, nos planteamos la vuelta. Ella se iba el domingo 12 porque estaría unos días con sus padres.

    —Habías dicho que volverías conmigo, pero vas a pasar tres días sin mí en Madrid, ¿no prefieres quedarte aquí? Tenemos la habitación pagada hasta el día 15.

    —De acuerdo, supongo que tú llegas a Madrid el domingo 16. Me voy el 15 y te estaré esperando.

    La llevé en el coche al aeropuerto y estuve con ella hasta la hora de embarcar. Nos abrazamos con fuerza y nos besamos con mucho amor. Cuando ella se fue, yo no tenía prisa en volver. Me fui a la ciudad y estuve viendo, junto al castillo, el Museo de Arte Púnico, de los pobladores antiguos de la isla, que me encantó. Bajé a la ciudad, que estuve recorriendo en su parte antigua, con el puerto. Subí al coche, salí de la ciudad, paré a comer al paso y llegué de vuelta, acabada la hora de la siesta. Ella había llamado al llegar a Madrid. Su hermano había ido a recogerla para llevarla a Villarta. Subí a la habitación, me puse un bañador, agarré la toalla y me fui al mar.

    Marta me llamó.

    —Espera, voy contigo, me ha dicho Paloma que te cuide.

    Cuando estábamos en la playa, dijo:

    —Me ha dejado el libro de Gabriela y me está encantando.

    Llevaba yo una media hora nadando y noté una presencia; era Marta, que vino nadando y se abrazó a mí. Se separó y dijo:

    —Me gustaría ser Gabriela, me fascina ese personaje.

    —Lo comprendo, puesto que

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