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Olvidando cómo vivir
Olvidando cómo vivir
Olvidando cómo vivir
Libro electrónico321 páginas4 horas

Olvidando cómo vivir

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Información de este libro electrónico

Sigue adelante. Qué sencillo es amar o volver a empezar.

Su novio muere, su padre también, ella trata de encontrar respuestas, pero solo hay dolor.

Natalia de La Torre es una joven que te enseñará sobre las presiones sociales, el impacto de los corazones rotos, la ignorancia hacia una enfermedad y cómo un nuevo amor crea una realidad en la que todos olvidan cómo vivir.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 mar 2019
ISBN9788417587277
Olvidando cómo vivir
Autor

Isabella Granados Peñaloza

Isabella Granados Peñaloza nació en Bogotá (Colombia) en 1996. Escribe su primera novela a los catorce años, en 2015 empezóa estudiar Comunicación Social y Periodismo. A sus veinte años publica su primera novela llamada Llámame Ela y a sus veintidós años lanza su segunda novela, Olvidando cómo vivir.

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    Olvidando cómo vivir - Isabella Granados Peñaloza

    Olvidando cómo vivir

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417587819

    ISBN eBook: 9788417587277

    © del texto:

    Isabella Granados Peñaloza

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Camila Navarro, gracias

    por ser la Andrea de mi vida .

    A ti chocolate por darme

    la inspiración de esta historia.

    A todas las personas que sufren depresión,

    porque, aunque veamos todo negro, no podemos olvidar

    la gran variedad de colores que puede haber .

    Agradecimientos

    A Dios, por darme la fuerza para seguir sin rendirme.

    A Augusto Chacón, por ser mi terapeuta, dar esta lucha junto a mí y enseñarme el camino.

    A mi familia, por comprenderme y perdonarme por causar tanto dolor.

    A mi madre Monica Cecilia Peñaloza y a mi Padre Mario Jorge Granados por dejarlo todo por mí.

    «Se convertiría en mi polo a tierra, fuerte,

    pero volátil; me recordaría cuán lejos estaba de mi realidad y cuán cerca de mis sueños».

    Natalia

    «Recuerdo que pensar dolía; dolía tanto que mi prioridad era dormir para no despertar. Cada uno de nosotros había olvidado cómo vivir. Él había sido mi alma gemela, y yo, la voz de su historia».

    —¿Qué más me puedes comentar, Natalia?, ¿qué es lo que te agobia el día de hoy? —preguntó Augusto, mirando su reloj negro con terminados en cuero. Después, alzó su ceja derecha y observó mi rostro por encima de sus gafas.

    —Augusto, ¿crees que las personas se casan con el amor de su vida? —pregunté mientras jugaba con mi pulsera y sus pequeñas perlas. Miré su oficina y vacilé un poco, mientras mis ojos escaneaban todos los detalles del lugar.

    —No, y es muy lamentable —respondió, cerrando su agenda café. De una sola parada, sacudió su saco y dijo—: Ya sabes, nos vemos a la misma hora mañana, como siempre. Natalia, feliz día.

    Augusto era uno de los terapeutas mejor pagados en toda la ciudad. Él había tratado a senadores, modelos y padres de la santa Iglesia, y también a personas del común, como yo. Trataba desde adicciones con drogas, alcohol y demás cosas hasta depresiones como la mía, pero él era un terapeuta diferente a los demás. Era tosco, duro y racional. Hacía que enfrentaras tus propios demonios, así no quisieras verlos. Sacaba lo peor de ti para que, al final, quedara solo lo mejor. Augusto había sido alcohólico durante mucho tiempo y era consciente del daño que podíamos causar a las personas que más amábamos. Llevaba años y años limpio, luchando con sus demonios diariamente para poder cambiar la vida de otros que sentían lo que en algún momento experimentó él. Siendo mi terapeuta, era la única persona a la que le permitiría debatir cada uno de los pensamientos que se cruzaban por mi mente. Tarde o temprano, se convertiría en mi polo a tierra, fuerte, pero volátil. Me recordaría cuán lejos estaba de mi realidad y cuán cerca de mis sueños.

    Así que ahí estaba, en la fría noche de Bogotá, esperando el bus para llegar a casa. Había sobrevivido un día más. Un día a la vez.

    Hacía frío, así que me puse mi gorra naranja. Caminé hacia la parada del bus, tratando de disfrutar mi soledad, pero sentía que era algo inalcanzable. Mientras caminaba por las calles, podía percibir cómo las personas me observaban e intentaban intuir si estaba perdida o si necesitaba ayuda. Esa era la imagen que transmitía a las otras personas desde hacía unos meses atrás. Finalmente, llegó el bus que debía tomar. Mientras iba en el bus, miraba por la ventana aquellas calles, las luces, la gente. Cerraba los ojos y respiraba profundo, repitiendo una y otra vez la frase «solo por hoy», algo que Augusto recordaba a sus pacientes. Él nos enviaba al correo una cartilla llamada El lenguaje del adiós, escrita por Melody Beattie, donde se narran diferentes testimonios que contenían frases como: «Solo por hoy», «solo por hoy viviré», «solo por hoy me amaré», «solo por hoy lucharé» y «solo por hoy no voy a sufrir», mantras poderosos que salvaban vidas.

    Al bajarme del bus, caminé hacia mi edificio. Llegué a la portería, saludé a Rafael —un portero moreno y cachetón que había cuidado el edificio desde el día que me mudé— y entré a mi apartamento. Eran casi las ocho de la noche. Enseguida sonó el teléfono. «Justo a tiempo para la conversación de todos los días con mi madre», pensé. Una charla corta y rutinaria que le daba paz.

    —Hola, mamá —respondí—. Sí, estoy bien. Sí, ya sé que han pasado diez meses. Augusto insiste en que debo verlo porque aún estoy inestable, aunque dice que he mejorado. Está bien. Te amo. Descansa.

    Respondía las mismas preguntas todos los días a la misma hora. Ya se había convertido en una rutina. Me quité la ropa y me puse un blusón para dormir. Saqué mi taza de té y me dirigí al balcón. Miré el panorama de la ciudad y la amplia vista que me daba el doceavo piso de mi apartamento. Dejé que el viento soplara en mi cabello. Había miles de luces y eso parecía el estreno de una película, solo que no había quien la protagonizara. Cerré los ojos y una lágrima cayó. Miré por última vez, terminé mi té y entré de nuevo. Apagué las luces y me acosté en mi cama. Agarré fuertemente la almohada y me repetí una y otra vez hasta quedarme dormida: «Solo por hoy. Cuánto te extraño».

    «Volver a la universidad te hará bien», repetía todos los días mi madre, así que eso hice, después de aplazar dos semestres. Volví a la universidad, a mi carrera, al mismo lugar, pero solo fue cuestión de minutos para que la gente se diera cuenta y empezara a hacer sus comentarios y sus acusaciones al verme pasar. Podía escuchar cómo murmuraban y hablaban.

    «¿Si la vieron?», «Natalia de la Torre volvió», «pensé que no lo haría», «qué tragedia la que vivió», «pobre muchacha», «yo de ella me iría del país» y cosas similares resonaban en las paredes de los pisos que tocaba.

    Hasta que, por fin, llegué a mi primera clase del día, Teorías. Al entrar al salón, las miradas me crucificaron, pues en sus rostros se dibujaba una expresión como si al frente tuvieran un muerto. Así que preferí sentarme en la primera fila, sola.

    Saqué mi cuaderno y me repetí: «Solo por hoy». Nuestro profesor era gordito y chistoso. Se presentó muy amablemente y explicó todo lo que veríamos en el semestre. Después, dijo que llegaría un alumno de intercambio desde Inglaterra y que compartiría esta clase con nosotros, ya que era uno de los mejores promedios de su universidad en Londres. Nos aconsejó que aprendiéramos de él.

    Todos hicieron caso omiso a lo que decía el profesor, y yo seguí con mis apuntes. De repente, me irrumpió esa extraña sensación, como un frío que opaca tu cuerpo cuando sabes que algo pasa, que alguien te está mirando. Esa fue la primera vez que lo vi. Él estaba ahí, parado en la puerta, mirándome fijamente. Todo el mundo se calló para examinar al nuevo individuo, al menos por un momento. Yo ya no era el centro de atención, y eso me aliviaba. Era alto, tenía la mirada penetrante, pero, al mismo tiempo, acogedora. Su pelo era negro, y sus ojos, azules claros. Tenía la piel morena, con un color trigueño, de playa, algo raro para alguien que es de Londres. Se presentó; su nombre era Nate Brown. Hablaba perfectamente español y aclaró que esto se debía a que su madre era de Colombia, y su padre, de Londres. Después de unos minutos, todo el mundo siguió en lo suyo.

    Pero mientras leía, él se acercó y me preguntó si podía sentarse a mi lado. Asentí con una sonrisa y seguí en lo mío, pero, de repente, alguien gritó:

    —¡Cuidado, que la novia de un muerto da mala suerte!

    Algunos se rieron, otros dejaron ver que les parecía una broma de mal gusto.

    Yo guardé mis apuntes y me retiré. Él se quedó un poco confuso, pero, aun así, no era mi problema resolver sus dudas.

    Al caminar por el campus de la universidad, me acosté detrás de unos árboles. Yo y la soledad, no necesitaba a nadie más. De repente, ahí estaba Andrea, a mi lado.

    —Nati —me saludó con un abrazo—, perdón, apenas te vi. Te seguí y no podía creer que hubieses vuelto. ¿Cómo estás? —preguntó—. Cuánto lo siento, de verdad. No sé ni qué decirte.

    Andrea y yo habíamos sido amigas desde el primer semestre y era una persona encantadora. Tenía el pelo rubio, sus ojos eran de color miel, su piel, blanca como la nieve, y siempre estaba dispuesta a ayudar a las personas. Era de esos seres humanos que están en vía de extinción.

    Mientras, ella seguía abrazándome y repitiendo que lo sentía; que, si había algo que ella pudiera hacer, lo haría.

    Entonces hubo un momento de silencio y me quedé mirando el lago que teníamos enfrente y que atravesaba varios sectores del campus, mientras el viento soplaba de manera suave y precisa.

    —Creo que nadie me puede ayudar —dije al aire—. ¿Cómo puedes seguir cuando ves a tu novio suicidarse delante de ti sin saber nada ni por qué? Solo me abandonó como si nunca le hubiera importado. Dime, Andrea, ¿cómo alguien me puede ayudar en eso? Ni siquiera yo puedo. ¿Sabes qué es lo más irónico? No lo entiendo ni lo quiero entender.

    Luego hubo un silencio incómodo entre las dos, pero después de un tiempo, me sentí acompañada y pude disfrutarlo.

    —¿Sabes? Todos te hemos extrañado mucho. No eres una persona que pasa desapercibida. Solo llevas un día de vuelta y ya estás en boca de todos. Algunos quieren fastidiarte, pero otros quieren conocerte, incluso conquistarte. Mira, tienes una vida por delante. Siempre estaremos esperando algo de Natalia de la Torre —dijo Andrea para terminar, recostando su cabeza en mi hombro.

    Al terminar las clases, fui a ver a Augusto a la misma hora, en el mismo lugar, durante los últimos diez meses de mi vida. Todos los días estaba ahí, enfrente de él, esperando alguna respuesta, esperando simplemente que pasara algo que hiciera que el dolor disminuyera. Había llovido, así que entré a la oficina escurriendo agua y sacudí mi chaqueta mientras las gotas caían de mi cabello. Él sonrió, me pasó un trapo para secarme un poco y luego preguntó:

    —¿Qué tal esa vuelta a la universidad?

    Fue entonces cuando sentí un nudo en la garganta y mis ojos empezaron a sentirse un poco más húmedos de lo normal.

    —Ya sabes —contesté, sacudiendo una vez más mi chaqueta—, la gente es amarillista. Le gusta ver el dolor de cerca, y creo que soy la atracción principal del circo.

    —¿Aún te duele mucho? Eso afecta a tu carta de sentimientos, y ya hemos identificado qué defensas emocionales son las que afloran cuando eso ocurre. ¿Cuáles son esas defensas de las que hemos hablado, Natalia?

    Lo miré fijamente y solté un suspiro muy largo y continuo. Luego respondí:

    —Culpa, aislamiento, fragilidad, evadirse, inferioridad, baja autoestima y cambio de tema.

    —Eso es correcto, Natalia —confirmó Augusto—. ¿Quieres hablar al respecto de esa noche? —preguntó, alzando sus cejas.

    —¿Qué puedo decir que no te haya dicho antes, Augusto? Habíamos tenido un día grandioso. Él jugaba conmigo, me tiraba a la cama y me abrazaba. Reíamos juntos. Fui por un momento al baño y, cuando salí, estaba en el balcón, muy cerca del abismo. Mi corazón se aceleró, él señaló el lugar donde estaba parada y gritó que no me acercara. Luego una lágrima resbaló de su mejilla. Sus últimas palabras fueron: «Hay mucho dolor». Yo no pude hacer nada, Augusto, estaba demasiado lejos de él.

    —Pero no es tu culpa, Natalia. Él sufría depresión y lo sabías —concluyó Augusto.

    —Siempre se va a poder hacer algo, Augusto. Él estaba bien. Trato de volver a ese día y ver algo que no haya visto antes. Algún detalle que haya pasado por alto, pero, por más que me esfuerce, no recuerdo nada. Algo tuvo que detonar la bomba que había dentro de él. Yo sé que algo tuvo que haber pasado y me odio por no verlo.

    —Natalia, llevas diez meses en terapia debatiendo lo mismo. Tienes casos de ansiedad y tres intentos de suicidio encima. La prioridad eres tú en estos momentos. A quien podemos salvar es a ti y tenemos que alejar esos pensamientos de tu cabeza. Acuérdate de nuestro lema. ¿Cuál es?

    —«Sin dolor y sin sufrimiento no hay recuperación».

    «Cuando estés a punto de caer,

    solo inténtalo una vez más».

    Santiago

    Al llegar a mi casa, pensaba en las palabras de todos aquellos que habían estado en el entierro de Santiago, en sus comentarios, en sus frases, en sus lágrimas, en sus gritos.

    «Pobre, yo me volvería loca», «yo me mudaría de la ciudad», «vendería el apartamento, no podría volver a tocar algo de allí», «simplemente, no querría vivir más».

    No hice ninguna de las anteriores. Pero, a pesar de eso, aún no llegaba el día en que no pensara qué había hecho mal. Sí, era verdad. Todo me recordaba a él. Cada momento, cada situación, cada respiro. Los primeros días grité tanto que me quedé sin voz. Duré días tirada en la sala, sin querer vivir, sin querer comer, sin querer respirar. Solo quería desaparecer o que alguien me agarrara y me dijera que era un mal sueño y que tenía que despertar. Sentía que estaba viendo cómo mi mundo se caía a pedazos y acababa con todo a su paso y, aunque mi madre no se separaba de mí, temía por mí y por mi vida, que había caído en un abismo. No sabía cómo salir de este laberinto. La tristeza pintaba mi mundo de negro sin dejarme ver otro color.

    Cuando caía la noche y me acostaba en la cama, me sentía vacía y recordaba todo lo que habíamos vivido juntos. Veía nuestros recuerdos, veía cuando nos mirábamos fijamente, veía su pelo rubio iluminarse con la luz de la luna que entraba por la ventana y sus ojos verdes brillar cuando decía:

    —Natalia, conocerte hace que todo esto valga la pena. —Entonces pasaba sus dedos por mis labios.

    Santiago, con veintidós años, era una persona muy inteligente. Alguien que por el trabajo de su familia lo podría conseguir todo. Lo que quisiera. Su padre era parlamentario y venía de una familia que siempre había sido influyente en la política. Su madre era hija de unos grandes empresarios, dueños de cadenas hoteleras.

    Lo tenían todo o, al menos, eso creía. Me permití recordar, en ese momento, una vez más, cómo conocí a Santiago.

    Estaba bailando en mi academia. Lo único que lograba sacarme del mundo real era el baile. Para mí lo era todo. Mi pasión por la danza iba más allá de todo en mi vida, era en lo único en lo que nadie podía superarme. Dos años antes, todo en mi vida se estaba desmoronando. Mi padre había muerto de cáncer en los huesos y mi madre y yo estábamos devastadas. Me aislé por seis meses y lo único que hacía era bailar. Bailando también lo recordaba y su imagen me desgarraba. Sé que en algún momento saldríamos adelante, y todo, al final, sería un mal recuerdo. Aun así, no podía evitar que la frustración y la impotencia inundaran mi mente. En especial, duré todo el día entrenando al frente del espejo, sola, en el salón de la academia. Veía mi cuerpo reflejado, que se esforzaba por tener coordinación y una mejor postura. Sentía las gotas de sudor caer sobre mi rostro y retiraba los mechones de mi cabello rojo y liso, que se atravesaban. Pude ver cómo mi mirada y mis ojos café se perdían en ese salón, donde la música cada vez sonaba más fuerte. La sentía en cada poro de mi piel. Éramos una sola. Cerraba los ojos y dejaba que mi cuerpo hiciera el resto. Cada vibración, un paso. Mi cadera, mi cintura, mis pies y mis brazos se movían al mismo compás. Pero, entonces, venían a mí las imágenes de mi madre llorando, el funeral, los médicos, saber que no podría volver a oírlo o verlo. Incluso abrazarlo. La música sonaba fuerte y penetraba a través de mis oídos hasta mi cabeza. Eso me hacía seguir bailando con más determinación. Veía mi reflejo una y otra vez. Cada vez forzaba más mi cuerpo. Tenía rabia, pero no podía parar. Entonces, un dolor desgarrador inundó mi pierna derecha. Tenía un calambre. Caí al suelo. La sujeté y le pegué al piso con mis puños. Grité:

    —¿¡Por qué!?, ¿¡por qué todo tiene que ser tan duro en esta vida!?

    Mis ojos se llenaron de lágrimas y fue cuando él me vio. Tan solo tenía veinte años y ya había perdido a mi padre.

    Un hombre de un metro ochenta de altura entró al salón. Tenía los ojos más atractivos que había visto en mi vida, y su sonrisa, sencillamente, era encantadora. Al verme, dijo:

    —Vamos, no creo que el piso que acabamos de pulir tenga la culpa de tus problemas.

    —¿Y tú quién te crees que eres? —respondí con mis ojos rojos llenos de lágrimas.

    —No sé. Tal vez sea el dueño del lugar en el que practicas. Te vengo observando hace una hora. Te mueves muy bien —dijo, sin evitar una sonrisa brillante al final de su frase.

    De mala gana, le respondí:

    —Y también te permiten acosar a las estudiantes.

    Él rio y se agachó un momento hacia donde estaba sentada yo. Se acercó, me miró con sus ojos verdes y sonrió.

    —Tal vez no sepa cuáles son tus problemas, pero tengo un lema y lo aplico todos los días a mi vida, y eso me hace ser un poco mejor. —Volvió a sonreír.

    Lo miré con arrogancia y le pregunté:

    —Ah, ¿sí?, ¿cuál es?

    Él me miró y retiró la lágrima que resbalaba por mi mejilla.

    —«Cuando estés a punto de caer, solo inténtalo una vez más».

    Hubo un silencio. Él sonrió. No era ese tipo de sonrisa en la que muestras los dientes, sino en la que solo se ve una curva en la boca. Me extendió su mano y me ayudó a pararme.

    —¿Estás un poco mejor? —preguntó.

    Lo miré a los ojos y dije:

    —Sí, supongo, gracias.

    Y esa fue la primera vez que irrumpió en mi vida, solo que lo que nunca me imaginé es que sería tan intermitente y perpetuo en ella.

    De repente, ahí estaba. Tirada en mi cama, viendo esas cuatro paredes blancas que me rodeaban; inundada de recuerdos que no solo me atormentaban, sino que eran la fuente de mi vida. Preguntas y preguntas que no tendrían respuesta nunca, pero saberlo no impedía que me las siguiera haciendo. Cerré los ojos unos cuantos segundos. Sonó el despertador. Debía ir a la universidad sabiendo que había pasado la noche en vela, y no precisamente por trabajo.

    Me levanté con la misma ropa del día anterior. La cama estaba intacta, no necesitaba tenderla. Entré al baño y me quité la ropa. Me dolían la cabeza y el cuello. Me quedé mirando frente al espejo mi reflejo desnudo. Puse música a todo volumen para bañarme y dejé que con el agua caliente se deslizaran mis problemas por el sifón, al menos por unos minutos. Sentía la música. La sentía tanto que éramos una.

    Hace unos meses había dejado el baile, pero siempre que intentaba volver… simplemente no podía. Cerraba los ojos, me sentaba en el piso y abría toda la llave. Lloraba. Lloraba todo lo que podía. Sabía que era la única forma en que ni siquiera yo podría darme cuenta de que había llorado, porque el agua se llevaba mis lágrimas con ella. Al final, solo era agua.

    Salí y me sequé. Preparé un vestido verde y unas medias negras. Me puse unos botines, agarré mi bolso y una manzana roja de la cocina. Corrí hasta llegar a la estación de Transmilenio. Miré mi reloj y quité el mechón que se atravesaba en mi rostro. Miré mi reloj una vez más. Zapateé el suelo. Le

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