Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El museo de los sueños
El museo de los sueños
El museo de los sueños
Libro electrónico304 páginas4 horas

El museo de los sueños

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Escribir esta breve contratapa es un motivo de profunda satisfacción, e implica una responsabilidad enorme que durante un par de semanas paralizó esa parte de mi ser que hace que teclee, de vez en cuando, palabras más o menos efectivas. Es tanto lo que tengo para decir que no sé por dónde empezar. Además corro con la desventaja de lo que significa una contratapa de libro. En una contratapa se habla bien del libro y de su autor, y ese lugar común es imposible de gambetear. Y si bien no ando escribiendo contratapas porque sí, por más que mi más entrañable amigo me lo pida, eso también es algo que hacen o dicen hacer la mayoría de los escritores. Entonces no me queda otra que ir para adelante como un ariete. Atención, señoras y señores, les aseguro, lo firmo con mi sangre, que Miguel Semán es uno de los mejores y más originales escritores argentinos contemporáneos que, por esas razones tan livianas como inexplicables, ha permanecido inédito. Conozco su proyecto literario como nadie, porque trabajé junto a él en incansables tardes y mañanas de taller. El museo de los sueños es una novela que vi gestar y parir. Desde que era un casi perfecto cuento a lo que ahora es: una novela sobre las almas sensibles en tiempos de la más cruda dictadura militar que nuestro país haya sufrido. Escritores de sueños, prostitutas que llevan un mapa, jugadores de fútbol que necesitan terminar de soñar una jugada para ver si hacen un gol (en el sueño) o si revientan la pelota. Locos sueltos y locos por soltarse; libros presos, libros liberados y por liberarse. Un Floreal Ruiz que no es Floreal Ruiz, una hermosa mujer de un pecho y un valle, una extraña biblioteca subversiva y el plan más bello y perdedor para derrocar la tiranía, son algunas de las maravillas que desfilan por el imaginario de esta historia. Soñadora, profundamente poética, intrigante, El museo de los sueños avanza a ritmo de crucero en alta mar. Fue escrita con responsabilidad y talento, y corregida desde la más profunda sinceridad, esta novela es sin duda una obra de arte delicada no apta para devoradores de libros. Le recomiendo, estimado lector, si algo de confianza le merezco, que compre este libro y lo reserve para esos espacios de tiempo en los cuales podemos darnos el enorme placer de quedarnos a solas con la lectura. Le aseguro que algo muy bueno va a suceder, algo que lo acompañará toda la vida.

Pablo Ramos
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 abr 2016
ISBN9789876992275
El museo de los sueños

Relacionado con El museo de los sueños

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El museo de los sueños

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El museo de los sueños - Miguel Ángel Semán

    9789876992275.jpg

    Seman, Miguel Ángel. El museo de los sueños. - 1a ed. - Villa María : Eduvim, 2015. - (Eduvim literaturas)

    E-Book.

    ISBN 978-987-699-227-5

    1. Narrativa Argentina. I. Título

    CDD A863

    ©2015

    Editorial Universitaria Villa María

    Chile 253 – (5900) Villa María, Córdoba, Argentina

    Tel.: +54 (353) 4539145

    www.eduvim.com.ar

    La responsabilidad por las opiniones expresadas en los libros, artículos, estudios y otras colaboraciones publicadas por EDUVIM incumbe exclusivamente a los autores firmantes y su publicación no necesariamente refleja los puntos de vista ni del Director Editorial, ni del Consejo Editor u otra autoridad de la UNVM.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo y expreso del Editor.

    EDUVIM LITERATURAS

    El Museo de los sueños

    Miguel A. Semán

    a Graciela

    Pero mis compatriotas juegan a dormir y a olvidarse de todo

    borrachos que invocan a Dios como una deuda de juego

    soldados que hacen patria en los umbrales

    Mario Trejo. Los campeones de la noche

    Primera parte

    Me había levantado tarde, sin embargo no me apuré. Caminé hasta el baño al final del pasillo y me bañé con agua helada, no por gusto sino porque ese día tampoco funcionaba la caldera. Me afeité temblando, me vestí y volví a la pieza. Agarré los documentos y antes de salir miré por última vez las cuatro paredes y el techo. Cerré con llave y empecé a bajar la escalera con la sensación de que algo, no sabía qué, andaba mal. Antes de llegar a la planta baja me volví. Metí otra vez la llave en la cerradura y abrí la puerta despacio. Todo seguía igual. Me acerqué a la cama y me paré frente a las sábanas desordenadas. En ese momento me vino a la cabeza un pensamiento extraño. Una idea que parecía de otra persona. Si en las arrugas de las sábanas alguien pudiera leer los sueños de la noche anterior, todos estaríamos condenados. Acomodé la almohada, hice la cama como si borrara mis huellas y volví a salir. El reloj de la sala marcaba las cuatro en punto. El Tano me había pedido que fuera puntual y yo ya llevaba media hora de atraso.

    –El tipo es un poco raro, si te demorás es capaz de espantarse –había dicho.

    Fue el momento en que se me presentó la primera imagen de Mendívez. Un jilguero. Aún no tenía cara para mí, era sólo un nombre, pero me lo imaginé agarrado al respaldo de la silla del bar con sus patitas de pájaro, listo para volarse ante la primera amenaza.

    En la sala de la pensión no había nadie. Las únicas voces venían de la televisión; Doña Raquel se habría quedado dormida mirando la novela. Traté de no hacer ruido. No tenía ganas de cruzármela y verle la cara pintarrajeada y el comienzo de las tetas. Abrí la puerta de calle como si diera vuelta la página de un libro, pero al cerrarla no pude evitar el tintineo de las campanitas.

    –¿Quién es? –preguntó sobresaltada–. ¿Quién anda ahi?

    Ya había puesto un pie en la calle y no le contesté. En la vereda, con la silla de ruedas casi pegada a la pared, el viejo Raúl tomaba el sol del invierno con los ojos cerrados y la boca abierta. Lo saludé. Alzó un párpado, sólo a medias, y balanceó la cabeza. Tres años atrás cuando llegó a la pensión, en medio del Mundial, era un hombre alto con dos piernas que parecían de alambre, una mujer más vieja que él y un citroen destartalado.

    Primero perdió la estabilidad y tuvo que usar a su mujer de bastón para ir de la pensión al garaje que quedaba a la vuelta. Después se le murió la mujer y el viejo empezó a deslizarse pegado a las paredes, como si fuera un hombre araña con vértigo. Si hubiese podido se habría metido con el auto en la cama, pero no tenía más remedio que sacárselo de encima y abandonarlo en la calle como si fuese una armadura. Ya ni hasta la cochera podía caminar. Se bajaba, se abrazaba a un árbol, daba dos zancadas hasta la puerta y no se despegaba de las paredes hasta el día siguiente.

    Una mañana salió y el coche no estaba. Fue como si le hubiesen robado el esqueleto completo. No pudo o no quiso caminar más. Doña Raquel dijo que su casa no era un geriátrico y consiguió que lo internaran en el Ramos Mejía. Esa misma tarde le empaquetó las cosas y al otro día alquiló la pieza.

    Con el Indio Contreras íbamos a visitarlo dos veces por semana. A veces el viejo estaba lo más bien y otras veces no nos conocía. A mí me parecía que no tenía ganas de hablar y no nos daba bola o se enculaba porque no le llevábamos cigarrillos. Pero nosotros igual seguíamos yendo, éramos los únicos que se preocupaban por él.

    Una tarde un médico con cara de buen tipo nos encaró: –El abuelo ya puede volverse a casa.

    –No es abuelo nuestro y no tiene casa –contestó el Indio.

    –Él dijo que eran sus sobrinos y vivían con él.

    –Es un viejo mentiroso –dije yo–. Apenas lo conocemos de la pensión.

    El médico nos llevó hasta la puerta de una oficina donde había un cartelito que decía Servicio Social.

    –Si no se lo llevan lo van a meter en un asilo y no sale más.

    El Indio y yo nos miramos. No sabíamos qué hacer. El médico abrió la puerta de la oficina apenas lo suficiente para meter la cabeza y le dijo a alguien que estaban los sobrinos del paciente 215, cama 4. Nos dio la mano y se fue. Desde adentro una mujer gritó que pasáramos. Gigante y rubia, envuelta en un guardapolvo verde sacó unos papeles del cajón del escritorio y nos alcanzó una birome.

    –Así que el abuelito se va –dijo.

    Yo quise explicarle que había una confusión, pero el Indio se hizo el que estudiaba los papeles, agarró la lapicera y estampó la firma. La enfermera guardó todo y salió.

    –Quedate tranquilo –me dijo el Indio–, le hice cualquier garabato.

    Enseguida volvió a abrirse la puerta. Ahí estaba el viejo Raúl, sentado en una silla de ruedas con un paquetito en la mano. Nos miraba como si fuésemos los guardas del último tren de su vida y él no tuviera boleto. El Indio me miró, agarró la silla y empezó a caminar.

    –¿Cómo carajo lo llevamos?

    –Así –me dijo y apuró el paso.

    Nadie nos paró. En la salida le dijimos al de la vigilancia que lo llevábamos hasta el auto y devolvíamos la silla. Pero no teníamos auto, así que agarramos por Venezuela y seguimos caminando, tranquilos, como dos hermanos que sacan a pasear al tío.

    –¿A dónde lo vamos a meter?

    –En la pensión –dijo el Indio.

    –¿Y la vieja?

    Se encogió de hombros. Los dos lo miramos al viejo, parecía un tipo feliz, le sonreía a todos los que pasaban, como si visto desde la silla de ruedas el mundo fuera un poco mejor de lo que era.

    –Acá no –dijo Doña Raquel cuando entramos, y se plantó en medio del pasillo para cortarnos el paso.

    –Dejame a mí –me dijo el Indio bajito, y se la llevó para la cocina. No sé de qué hablaron ni qué cosas le habrá prometido, pero la verdad es que el viejo se quedó y encima, para que estuviera más cómodo, en una pieza de la planta baja.

    El Tano me estaría reputeando. Eran las cuatro y cuarto y el colectivo no venía. Al fin apareció. Me acomodé en el primer asiento. La marcha lenta sobre el empedrado me repicaba en el cuerpo y sentí modorra. Lo único que me faltaba era quedarme dormido y seguir de largo. Por las dudas le pedí al chofer que me avisara en 9 de julio y Diagonal. Ni siquiera me miró.

    Era poco lo que el Tano me había contado de Mendívez, casi nada. Compañero de secundario. Un tipo con mala estrella. De esos que, nunca se sabe por qué, están siempre a mano para cagarlos a palos en las horas libres y en las clases de Educación Física.

    –Un boludo –había resumido el Tano–, pero hoy es una oportunidad. Vos estás sin laburo y él tiene un problema. No es difícil. Si encontrás diez tipos como Mendívez solucionás tu vida.

    –Nunca hice algo así –le contesté–. Yo siempre laburé.

    –Esto es un trabajo. No te equivoques. Además, la materia prima, como quien dice, la tenemos. Sólo hacía falta ubicarla y el comprador vino solito a golpearte la puerta. Mejor imposible, me parece.

    –Preferiría tener trabajo, como tenía antes, y el sueldo a fin de mes.

    –Olvidate del sueldo. La gente paga con lo que puede. Capaz que ésta es la veta de tu vida, haceme caso. El jueves te lo presento y los dejo solos. Después ustedes charlan y arreglan lo que tengan que arreglar. Lo importante es que le hagas decir qué es lo que necesita.

    –¿Por qué no me lo decís vos?

    –Mejor que lo haga él, y una vez que te lo diga empieza a depender de vos.

    –Si te quedaras sería mejor. Vos lo conocés.

    –No conviene. Voy a interferir, en serio, conmigo enfrente no va a hablar –resopló como si estuviera cansado de explicar siempre lo mismo–. A ver si te avivás, este negocio hay que manejarlo desde afuera. Es como la política, pibe, algún día lo vas a entender.

    Yo no entendía nada y me reventaba que me hablara así. Era unos años mayor que yo y por eso se creía que podía darme lecciones de todo.

    En 9 de julio y Diagonal el chofer me miró de reojo, yo ya me había parado. El colectivo frenó, se abrió la puerta y ni bien pisé la vereda supe que había entrado en la ciudad a destiempo, a la hora en que todo el mundo vuelve a su casa con la tristeza metida en el bolsillo. Caminé unos pasos y una mujer se me paró al lado. Me miró fijo. Cara lavada, tapado y zapatos marrones, aburridos, como en el tango, y una cartera muy chiquita colgada del brazo derecho. No era vieja, pero de un momento a otro iba a empezar a envejecer y nada ni nadie sería capaz de detenerla. Era más baja que yo. Se me puso adelante y me preguntó porqué no la invitaba a tomar un café con leche y medias lunas.

    Metí la mano en el bolsillo, busqué y saqué unas monedas. Me miró espantada. La cara se le ablandó como una fruta madura. Creí que iba a largarse a llorar. No quería limosnas. Quería que la invitara a tomar un café con leche y medias lunas.

    –Ahora no puedo.

    –Pajero –me dijo, se alejó unos metros y lo repitió más convencida–: pajero.

    Mire a mi alrededor. Nadie parecía haberla escuchado y me guardé el insulto como un secreto entre ella y yo. Estaba loca, pero lo que yo iba a hacer también era locura. Hubiese sido más sensato irme con ella, olvidarme del Tano y de su amigo, pero me metí en el pasaje Pellegrini y salí al otro lado de Corrientes casi un siglo después. La mujer me había dejado clavado el aguijón de la angustia y ahora estaría envejeciendo sola, en otra esquina, mientras esperaba que alguien descifrara su mensaje y la invitara a sentarse frente a una taza humeante de café con leche.

    Si Mendívez no se había volado y todavía estaban los dos ahí, el Tano iba a fusilarme con la mirada en cuanto me viera entrar. No se habían ido. Los vi desde la vereda sin que se dieran cuenta y me frené. Charlaban, o mejor dicho, el Tano, mucho más grandote, hablaba y Mendívez escuchaba. Como había imaginado, el tipo tenía cara de pajarito, tal vez de loro, no sé. No estaba parado sobre el respaldo, pero parecía encogido, como si tuviera las patitas apoyadas sobre el travesaño de la silla para impulsarse y saltar en cualquier momento.

    Seguí de largo hasta la esquina. Para engañarme, para no pensar que me estaba escapando, paré en un kiosco y compré cigarrillos. No puedo, me dije. El tipo podía tomarme por loco, por puto o algo peor, por subversivo. Pero la verdad era que desde que me habían echado de la fábrica sólo había conseguido changas y si no me ganaba pronto unos pesos no iba a poder siquiera pagar la pensión. Quedarme en la calle en medio de ese invierno podía ser la antesala del suicidio.

    Volví. Me paré en la puerta del bar, respiré hondo y entré. El Tano me mandó una puteada baja, como un guadañazo a los tobillos. Enseguida la escondió con una sonrisa.

    –Rodolfo, qué suerte que llegaste –dijo–. Te presento a Américo Mendívez, el amigo del que tanto te hablé.

    Mendívez me miró medio de costado, me ofreció una mano chiquita y liviana, intentó sonreír, musitó algo parecido a un encantado de conocerlo que se quedó a medias y volvió a mirar hacia la calle. Yo me senté a su lado, y en ese momento, el Tano, como si hubiese esperado toda la tarde para hacerlo, golpeó el cigarrillo contra el borde de la mesa. Lo golpeó con furia contenida, lo encendió y de una pitada lo quemó casi hasta la mitad. Tiró el humo y me miró como si yo fuera el causante del descalabro de su vida.

    –Acá estamos –dijo al fin, y mostró las palmas de las manos a la manera de un árbitro de box antes de empezar la pelea.

    Yo ya estaba arrepentido, y por la cara, creí que Mendívez también. Pensé en la mujer del café con leche, en el viejo Raúl haciendo gárgaras de sol en la vereda. Me acordé de la vieja dormida en la sala de la pensión con la televisión prendida y me pregunté por qué en vez de hacer la cama no me había acostado otra vez.

    –Ahora, yo desaparezco. Ustedes hablen tranquilos. Además, a mí me reclama la cabecita –dijo el Tano mirándose la bragueta mientras se levantaba–. Nos vemos, muchachos.

    Nos dedicó una de sus sonrisas peronistas. Se dio vuelta y se deslizó con ese cuerpo de dinosaurio sin cola a través del bar casi vacío. En la puerta se paró, nos volvió a mirar y saludó con la mano en alto.

    –Disculpen, señores –dijo alguien con voz educada–. Así no se pueden sentar.

    Lo miré. Tenía una pelada prolija, con el poco pelo engominado en los costados y cara de muy ortiva. Nunca antes lo había visto. Un mozo nuevo. Un recién llegado que querría ganarse la confianza del patrón.

    –¿Así cómo? –le dije.

    –Así, uno al lado del otro, mirando hacia la calle.

    –¿Por qué?

    –Norma de la casa. Está prohibido –contestó como desde arriba de un púlpito.

    Iba a preguntarle si se creía que era la señorita Sonia, mi maestra de segundo grado. Te portabas mal y para castigarte te sentaba donde a ella se le daba la gana, casi siempre con la piba más fea y más turra de la clase.

    –¿Qué norma? Si se puede saber –dijo el Tano que se había vuelto desde la puerta y había frenado su nariz a menos de dos centímetros de la cara del mozo.

    –Si es problema yo me cambio –dijo Mendívez.

    –Vos te quedás ahí –dijo el Tano– ¿Dónde está el reglamento que diga cómo deben sentarse mis amigos?

    –Para la decencia no hay reglamento –dijo el mozo.

    –Muéstreme el reglamento.

    –Bueno, escrito no está en ningún lado.

    –No está escrito en ningún lado y el señor se cree con derecho a disponer lo que se le canta.

    –Yo me puedo cambiar, no es ninguna molestia –dijo Mendívez, y empezó a levantarse.

    El Tano le puso una mano sobre la cabeza y volvió a sentarlo.

    –Voy a consultar –dijo el mozo, y desapareció.

    –Sos un pelotudo –le dijo el Tano a Mendívez–. Te dejás apurar por un novato. Cómo va a venir ese tipo a decirte dónde tenés que apoyar el culo. ¿Acaso vos no pagás? Estas cosas no se pueden dejar pasar, el que te empuja un poquito hoy mañana te tira al medio de la avenida. ¿Y sabes qué pasa después?

    –No.

    –Pasa un colectivo y te aplasta y después otro y otro y vos te convertís en una de esas chapitas de cerveza incrustada en el asfalto.

    –¿Una chapita de cerveza? –dijo Mendívez en voz baja.

    –Ahora sí me voy –dijo el Tano–. Y que no vaya a saber que alguien los cambia de lugar sin mi permiso –gritó desde la puerta. Volvió a saludarnos con la mano en alto y se perdió en la calle Corrientes.

    –Voy al baño –le dije a Mendívez.

    No tuve más remedio que pasar al lado del mozo. El tipo me miró de reojo y sentí que me cortaba al medio. Mientras meaba pensé que esa tarde alguien había organizado para mí un festival de pelotudos. Salí del baño y vi que Mendívez se había cambiado de lugar.

    – Vos tenés un problema –le dije.

    –¿Yo? ¿Cuál?

    –No sé, pero un problema tenés. El Tano me lo dijo.

    –Si querés lo dejamos para otro día –hizo una pausa, dudó y al fin dijo–: ¿Ernesto?

    –No, mejor empecemos de nuevo. No soy Ernesto. Me llamo Rodolfo. Creo que ya nos presentaron.

    Ahora que lo miraba de frente noté que llevaba un escudito de solapa sobre el lado izquierdo de la campera.

    –Tenés razón. Lo que pasa es que yo tengo un problemita con los nombres de pila. Se me confunden todos –dijo con la mirada fija en el cenicero.

    –¿Y cómo querés que te llamemos?

    Me miró y levantó un poco el mentón.

    –Llamame Mendívez –dijo–. Con eso me conformo.

    Todavía no sabía por qué ese hombrecito que evitaba mirarme a los ojos empezaba a ponerme nervioso y hasta un poco violento. Además, el distintivo me preocupaba y no podía sacarle los ojos de encima. No era el escudo nacional ni la escarapela. Tampoco el escudito de ningún club de fútbol. Era un retrato de mujer, y no era Evita. Parecía una carita que miraba sonriente y me hizo acordar a las fotos que la gente pone sobre las lápidas en los cementerios.

    –Como vos quieras –le dije–, pero para algo están los nombres. Mirá las minas, si las llamás por el apellido les cambiás el sexo. Es como si les pusieras pija.

    Mendívez dio un respingo. –Mi psicólogo no me dijo nada de eso.

    –¿Vas al psicólogo? ¿Sabes lo que decía mi vieja? –le pregunté. Me miró. Cómo iba a saberlo–. Que todos los que van al psicólogo o leen la Biblia se vuelven locos. ¿Vos leíste la Biblia, Mendívez?

    –Papá era católico y los católicos no leen la Biblia, y mamá es judía, pero no va a la sinagoga.

    –No tiene nada que ver. Mi vieja nunca la leyó. Cuando le regalaron una, la guardó bajo llave en una vitrina y nos prohibió tocarla. Tenía miedo. Ella pensaba que ahí estaba escrito todo, desde el principio hasta el fin de los tiempos. Todo. ¿Y sabes lo que decía? Que ninguno de nosotros estaba preparado para leer ni una sola palabra de ese libro.

    –¿Y pensaba todo eso sin haberlo abierto nunca?

    –No te dije que no lo abriera. No sé que era más fuerte en ella, si el miedo o la tentación del secreto. Algo parecido le pasaba con los psicólogos. Puta, pero estoy hablando de mí y vos todavía no contaste nada.

    –Yo soy un gran desorientado, no encuentro otra palabra para explicarlo. Es algo parecido a lo que me pasa con los nombres, pierdo el rumbo con mucha facilidad y de repente me pregunto ¿qué es todo esto?, ¿qué hago acá? Y cuando digo esto o acá, quiero decir bar, calle, mundo. No sé si está claro.

    –Clarísimo, no sabes para qué carajo vivís.

    –El psicólogo éste me saca adelante.

    –Bárbaro, es como tener un buen mecánico a mano.

    –Más o menos, aunque también tiene sus contras.

    –¿Muy caro?

    –No, pero a veces es inalcanzable.

    –Entonces es caro.

    –No es la plata.

    –No te entiendo.

    –Quiere que le lleve un sueño por semana.

    Si el Tano no me hubiese preparado yo en ese momento me habría mandado a mudar, pero me concentré en Mendívez, miré a la chica que me sonreía un poquito más arriba de su corazón, y le dije:

    –¿Por qué no lo mandás a la puta que lo parió? ¿Cómo te va a pedir eso? ¿En qué país vive?

    –En realidad no me pide nada. Pero si llego vacío no me da bola. La mirada le camina por las paredes y me raja enseguida. En cambio, cuando entro y le digo que tengo un sueño se le ilumina la cara. Busca un cuaderno, saca la lapicera y empieza a escribir aún antes de que yo le cuente algo.

    Me imaginé al psicólogo: gordo, pelado, blanco, de barbita rala, moviendo el culo en el sillón. Un gato enorme ante una sardina fresca.

    –El problema es que yo casi no sueño –me dijo. A espaldas de Mendívez, en la calle, había empezado a anochecer.

    –Y, hoy es difícil –dije.

    Me preguntó si quería tomar algo. Un café. Tratamos de que el mozo nos diera bola, pero al final tuvo que ir a pedírselo al mostrador, donde el tipo charlaba con el encargado. Mendívez le hablaba como los jugadores de antes le hablaban al réferi para que no los echara, de lejos y con las manos atrás.

    –Necesito sueños –dijo cuando volvió–, como transfusiones. No importa de quién. Si no los consigo y el psicólogo me raja, me voy a tirar solo al medio de la calle a esperar que pase esa manada de colectivos que dijo el Tano.

    –Pará un poco. Los sueños no se pueden manejar, Mendívez. Es peligroso. ¿Sabes por qué la gente hoy no sueña? Porque no quieren recordar. Están muy asustados. Todos desconfían de todos. Hasta de sí mismos. ¿Entendés?

    –Creo que sí. No sé.

    –Una vez que soñaste quedás prisionero en una historia que si se echa a rodar, como una bolita en una ciudad de caminantes locos, puede ir a parar a cualquier lado y ahí ya no sabés quién va a levantarte para mirarte a trasluz, meterte en el bolsillo o tirarte a la mierda.

    Me daba la impresión de que me quería decir algo y no se animaba. El mozo dejó los dos cafés sobre la mesa, puso el ticket debajo del cenicero y se fue sin decir una palabra. Esperé a que se alejara.

    –No hay sueños inocentes, Mendívez –dije–. Todos te dejan pegado.

    –Eso dice Echepare.

    –¿Quién?

    –El psicólogo. Usa las mismas palabras.

    –Mirá que yo de psicología no entiendo un pito. Nunca quise saber. En eso me parezco a mi vieja.

    –Vos soñás –dijo, y por un momento me sentí el pibe rico de la historia.

    –Tampoco creas que soy un manantial.

    –Pero tenés lo que yo necesito. Sólo faltaría arreglar el precio –la forma en que lo dijo me dolió. Ahora el rico era él.

    –Tampoco es así –le dije–. La plata se arregla. Eso siempre hay tiempo de verlo. Hay cosas más importantes.

    –Como qué.

    –Vos hablás como si fuera poner un billete arriba de la mesa y llevarte un paquete. No te das cuenta de que yo me juego todo, Mendívez, y no hay plata para pagar eso.

    –¿Y si no es con plata, cómo se paga?

    –Lealtad y silencio. Nadie tiene que saber que esos sueños son míos.

    –¿El Tano tampoco?

    –El Tano menos que nadie –dije, aunque no sabía por qué.

    –Quedate tranquilo.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1