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Una mujer en pedazos
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Libro electrónico152 páginas2 horas

Una mujer en pedazos

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¿Qué pasa cuándo una mujer exitosa, fuerte, independiente y sensual recibe malas noticias del médico? ¿Cómo cambia su relación con su familia, sus amigas, sus amantes, sus colegas, sus ex frente a un diagnóstico de cáncer de mama? ¿Qué lucha es más difícil: la que se libra contra la enfermedad o contra el discurso de los otros, incluso los mejores intencionados?
En esta autoficción impactante, Giselle Rumeau nos ofrece una mirada caleidoscópica sobre un tema poco explorado: la dimensión social de la enfermedad, y al hacerlo pinta el retrato furiosamente actual de cuatro amigas entrañables, conmovedoras, inolvidables.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 may 2020
ISBN9789505567706
Una mujer en pedazos

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    Una mujer en pedazos - Giselle Rumeau

    Una mujer en pedazos

    Una mujer en pedazos

    Giselle Rumeau

    Índice de contenido

    Portadilla

    Legales

    Giselle

    I

    II

    III

    IV

    Clara

    V

    Giselle

    VI

    VII

    VIII

    IX

    Nadia

    X

    Giselle

    XI

    XII

    Valeria

    XIII

    Giselle

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    Epílogo

    Agradecimientos

    Corrección: Ignacio Merlo

    Diseño de tapa e interior: Margarita Monjardín

    ©2020, Giselle Rumeau

    ©2020, Queleer S.A.

    Digitalización: Proyecto451

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

    Inscripción ley 11.723 en trámite

    ISBN edición digital (ePub): 978-950-556-770-6

    A Josefina y Ricardo, mis queridos viejos, por su ejemplo.

    A mi hermana Clarisa, por su amor incondicional.

    A Tiago, Gonzalo y Julieta, por ser todo.

    A Luis López, por sacarme del infierno.

    GISELLE

    I

    Tapate las tetas, me dice Pato, tapátelas porque no voy a poder irme, dice, y se ríe enloquecido porque no sabe, no entiende cómo puede ser que le gusten tanto, vuelve a explorar las causas con su lengua caliente rozando mis pezones duros, despacio, lentamente, lame, besa, saca su mano de mi sexo húmedo, moja la areola con ese jugo y vuelve a lamer, pero esta vez me mira asustado porque no puede controlarse, porque desde que se despierta ya tiene ganas de chuparme las tetas, lo sé, podría pasarse horas devorándome o simplemente contemplándolas porque son lindas, me dice, por qué son tan lindas, pregunta, y le cuento que son así redondas y pulposas desde que tenía once años cuando salieron de golpe, sin avisar, con furia, yo no sabía qué hacer con esos globos incómodos y pesados como el portafolio del colegio esa mañana frente al espejo en la que se revelaron, lloraba, maldecía, me quejaba por su tamaño y las tapé avergonzada, las tapé durante toda mi adolescencia en las que nadie las tocó porque no caminaba derecha y los chicos no me miraban ni yo los miraba a los ojos, a Pato le cuesta creerlo, no, no puedo imaginarte encorvada, ocultándolas, y recuerda cuando me vio la primera vez en la revista, fascinado con la forma en que mis pechos se movían mientras caminaba apurada hacia él para saludarlo, supo en ese preciso instante en que me conoció que iba a tener problemas, cuenta, porque el sexo es eso para él, un problema, con su cabeza repleta de fantasías culposas, y quizá por eso le sorprende que me guste tanto hacerlo, ahora mismo me lo dice, cómo te gusta coger, mientras pego mi nuca a su boca, mi espalda a su pecho para hamacarme sobre su cuerpo y me pregunto si hay alguien en este mundo a quien no le guste, mientras le digo que sí, que es cierto, que me gusta pero me gusta con él, que solo quiero con él, que con él sí es fácil sentir, mojarse, enloquecer, no como las noches de otros amantes, en las que se entrega solo el cuerpo y no la cabeza o el alma, no quiero estar con nadie más, solo con vos, le digo cuando ya no puedo respirar de placer pero no entiende o no quiere saberlo porque en cuanto recupera el aliento prefiere lastimarme al decirme por favor salí con otro, alguien que me detenga, yo no puedo, no tengo voluntad ni fuerza para no buscarte, Pato cree que sería más fácil si yo le dijera que no cuando le aparecen las ganas desenfrenadas frente a mi escote, pero no está seguro, duda, se sienta en mi cama, se toma la cabeza, pierde sus manos en su pelo enmarañado y dice esto está mal, está muy mal, será porque esta vez no es como cuando veía a Sandra, con ella se trataba solo de sexo, en cambio conmigo es distinto, jura, porque con vos me río, me río mucho, hasta morir, de cualquier cosa, podría estar horas enteras con vos, no pararía nunca, repite, pero se acuerda de Ema, de que ella lo está esperando, de que ya lo llamó dos veces, papá cuando vas a venir, te hice un dibujo, y entonces se viste rápido, cierra los ojos para no mirarme y me quedo sola, sola y desnuda, sola con mis tetas redondas y pulposas, que esta vez no alcanzan para detenerlo.

    II

    El primer diagnóstico de mi cáncer de mama lo hizo una bruja una tarde pegajosa de diciembre, aunque recién lo supe ahora, tres meses más tarde. Hay un bicho feo dentro tuyo que te puede matar, me dijo sin anestesia. La psíquica, que se llamaba Marta y tenía los ojos de hielo, no fue exacta en su clarividencia. No habló de células rebeldes, malignas y silenciosas parasitando mi cuerpo; tampoco mencionó calamidad o condena alguna que me tuviera agarrada del cuello. El demonio que se me había metido era resultado de un rito de magia negra. Un trabajo de cementerio, lo llamó. Una persona que no te quiere encargó este ritual umbanda que consiste en sepultar una foto tuya con tu nombre en tierra de cementerio, me dijo con una sequedad asfixiante. No fue eso lo peor. La mae no tuvo empacho en ir a fondo hasta perturbar mis pensamientos y dejarme dura como una estatua. Si no deshacemos este trabajo macabro te vas a morir en poco tiempo, me explicó con la misma tranquilidad con la que se propone limpiar la mugre del sótano de su casa. Nunca creí en esta clase de supersticiones. Si llegué hasta la casa de la mujer de las pupilas grises fue arrastrada por Clara, mi hermana menor. ¡Qué no haría yo por ella! Cuando éramos chicas solíamos pelearnos sin piedad con la agresividad de las fieras pero éramos inseparables. Nuestra comunión era tal que si alguien conocido me ofrecía un caramelo y ella no estaba conmigo, lo rechazaba enérgicamente. ¿Cómo podía disfrutar de algo sin Clara? Solíamos pasarnos horas cantando en el garaje de casa o atrapando bichitos de luz en las noches de verano en Quilmes. Teníamos un acuerdo tácito: yo la cuidaba de día y ella me dejaba dormir en su cama cuando el miedo a no sé qué fantasma interrumpía mi sueño.

    Lo más gracioso es que éramos muy distintas. De tan larga y flaca, a mí se me veía el esternón. Ella era bajita y redonda, con unos cachetes colorados adorables. Recuerdo que cuando íbamos al colegio se enojaba conmigo porque sus piernas cortas no lograban ir a la par de mis zancadas, y cada tres de mis pasos se veía obligada a tomar una carrerita ligera para alcanzarme. ¡No corras!, me decía entre gemidos.

    Siempre anduve así, apurada, con unas atolondradas e inexplicables ganas de llegar rápido a cualquier parte. Tengo serios problemas para esperar o para tolerar lo que no hay. Soy de esas personas que no creen en las segundas oportunidades. Si el tren pasó y no subiste, no habrá forma de alcanzarlo. El próximo será definitivamente otro y no ese. Quizá por eso siempre he salido a buscar aquello que necesito. Salvo el cáncer, nada me ha caído de arriba.

    No fue el caso de la bruja, no llegué a ella por mi voluntad, sino a pedido de Clara. Yo estaba desganada y con una depresión espantosa por culpa de Pato, o mejor dicho, por su falta. Podría contar infinitas cosas sobre él. Que se reía como un loco de mis caprichos y vanidades; que no podía dejar de besarme esa noche en el asiento trasero del taxi que corría solo por la Avenida 9 de julio, o que le encantaba hacerme rabiar. Podría hablar de sus extraordinarias ocurrencias o de la fascinación que me provocaba su boca. Pero no. Solo diré que es un cobarde. Alguien que no se animó a cambiar, a explorar lo nuevo, a escribir sin papel rayado. No quiero que me explote la vida, me dijo la última vez que nos vimos. Y eligió su felicidad burguesa de hombre casado, segura y sin sobresaltos.

    Clara estaba convencida de que mi angustia excedía la neurosis. Ella siempre ha tenido estas ideas retorcidas sobre el mal de ojo y otros rituales y se le había metido en la cabeza que la esposa de Pato podría estar implicada.

    —Vamos a ver a Marta, dale —me propuso una tarde en la que yo no podía parar de llorar. Me dijo que era una persona de confianza, amiga de su suegra, y me contó para convencerme lo perspicaz que había sido con un secreto familiar. Algo que solo mi padre sabía.

    —Marta me contó que una mujer muy importante había marcado la vida de papá en el conventillo donde vivía antes de conocer a mamá.

    —Si claro, la abuela —le dije con sorna.

    —Por favor. ¡Tenés que tomártelo en serio! —me retó. Me animé y le pregunté a papá hace unos días. ¿Y sabés lo que me dijo? Que tenía una novia con la que estaba a punto de casarse y que murió en un accidente.

    No se me ocurrió otra cosa que lanzar una risita histérica. Suele pasarme cuando me pongo nerviosa pero no fue eso lo que me erizó la piel. Esta señora de mirada gélida evitó con sus predicciones una tragedia en la fábrica donde trabaja Julián, el marido de mi hermana.

    —Ella lo alertó por teléfono. Lo llamó y le dijo: Detrás tuyo hay un cable pelado que está tirando chispazos, no lo pises. Mirá, todavía se me pone la piel de gallina.

    —¿Por qué nunca me lo contaste? —pregunté a Clara.

    —Porque no estabas lista para eso. Ahora sí —me respondió.

    Qué más da, me dije. No tenía nada que perder más que mi reputación.

    Fuimos juntas hasta el departamento de la clarividente quince días después de haber escuchado estas revelaciones. Nos abrió la puerta un asistente y apenas ingresé al vestíbulo oscuro me dieron unas ganas imperiosas de salir corriendo. No puedo explicar las razones con certeza pero una sensación fría me recorrió la espalda. Solo eso, porque no vi nada de lo que esperaba. Ni bola de cristal, ni búho embalsamado. Aún con la penumbra y las paredes un tanto descascaradas por la humedad, todo parecía normal. Todo menos la mirada implacable de la adivina. Sentí sus ojos escrutadores y filosos cuando entró a la sala. Se acercó con una media sonrisa indescifrable y saludó con un beso.

    —Es muy bonita —le dijo a mi hermana.

    Pura demagogia, pensé pero agradecí y devolví la gentileza. Mientras me invitaba a sentarme frente a su escritorio, la observé detenidamente. Era un mujer de baja estatura, sencilla pero bella, con la tez

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